VEINTE

Mientras las primeras luces del alba anunciaban el comienzo del tercer día de asedio, la consciencia del apocalipsis en ciernes golpeó como una maza las murallas de Dros Delnoch. Miles de guerreros sudorosos colocaban los brazos de cientos de catapultas. Los nadir tensaron los enormes brazos de las armas hacia atrás, a fuerza de puro músculo, hasta que las cestas de mimbre que coronaban sus extremos estuvieron en posición casi horizontal. Cada cesta fue cargada con un bloque irregular de piedra.

Los defensores, paralizados por el miedo, observaron mientras un capitán nadir alzaba una mano. La mano bajó, y el cielo fue atravesado por una lluvia letal; las rocas cayeron y se estrellaron entre los defensores y en torno a ellos. Los parapetos temblaron al ser golpeados por las rocas. Junto a la torre de la puerta, tres hombres fueron reducidos a pulpa cuando una sección del parapeto estalló bajo el impacto de un gran bloque de granito. Por toda la muralla, los soldados se pusieron a cubierto o se arrojaron al suelo cubriéndose la cabeza con las manos. El estruendo era horrible; el silencio que lo siguió, aterrador. Cuando al fin cesó el fragor del primer ataque, los soldados levantaron la cabeza para echar un vistazo, y descubrieron que los nadir repetían, casi con indiferencia, el proceso de carga de las catapultas. Los enormes brazos de madera fueron tensados hacia atrás; el capitán alzó la mano; la mano bajó.

Y volvió a descargarse la tormenta de muerte.

Rek, Druss y Serbitar permanecían junto a la torre de la puerta, soportando aquel primer horror bélico junto a los soldados. Rek se había negado a permitir que el viejo guerrero se quedara a solas, aunque Orrin les había advertido que era una locura que los dos jefes estuvieran juntos. Druss se había echado a reír.

—La dama Virae y tú observaréis desde la segunda muralla, amigo mío. Y verás que no me va a tumbar ningún guijarro nadir.

Virae, furiosa, había insistido en que se le permitiera esperar en la primera muralla junto a los demás, pero Rek se había negado tajantemente. La discusión había sido cortada en seco por Druss.

—¡Obedece a tu esposo, mujer! —le había espetado a Virae.

Rek se había quedado boquiabierto, y cerró los ojos esperando el estallido que llegaría a continuación. Pero, extrañamente, Virae se había limitado a asentir con un gesto y se había retirado a Musif, la segunda muralla, donde se encontraban Hogun y Orrin.

Rek se agachó junto a Druss y pasó la mirada por la muralla, a izquierda y derecha. Los guerreros de Dros Delnoch, empuñando espadas y picas, aguardaban con expresión torva a que amainase el mortal chaparrón de rocas.

Durante la segunda recarga, Druss ordenó que la mitad de los defensores se retirase junto a la segunda muralla, fuera del alcance de las catapultas; allí se reunieron con los hombres de Arquero.

El ataque prosiguió durante tres horas. Varias secciones del muro fueron pulverizadas, muchos hombres murieron, y una torre quedó arrasada cuando un impacto titánico la hizo desmoronarse lentamente sobre el valle. La mayoría de los soldados que la ocupaban logró ponerse a salvo, y sólo cuatro de ellos fueron arrastrados por la caída y murieron entre gritos, destrozados contra las rocas de abajo.

Los camilleros desafiaban el bombardeo y llevaban a los heridos al hospital de campaña levantado junto a Eldíbar. Algunas rocas habían hecho impacto en el edificio, pero la construcción era sólida, y hasta el momento, ninguna había atravesado el techo. El bar Britan corría junto a los camilleros, espada en mano, azuzándolos.

—¡Por los dioses, eso es valor! —dijo Rek, dando con el codo a Druss y señalando hacia abajo. Druss asintió; era obvio que Rek se sentía orgulloso del valor demostrado por los hombres. Rek sintió una profunda admiración por Britan, que corría haciendo caso omiso de la letal tormenta.

Se habían tenido que llevar a unos cincuenta hombres; menos de los que Druss se había temido. El hachero se levantó para observar por encima del parapeto.

—Vendrán pronto —dijo—. Se están agrupando tras las torres de asedio.

Una roca golpeó la muralla a diez pasos del hachero, dispersando a los defensores como arena arrastrada por el viento. Milagrosamente, sólo uno de ellos se quedó tendido; el resto se volvió a reunir con sus camaradas.

Druss alzó una mano; era la señal para Orrin. Sonó un clarín, y Arquero y sus hombres se adelantaron y cruzaron a la carrera el campo abierto entre las murallas, pasando por encima de las trincheras y dirigiéndose a los parapetos. Cada uno de ellos portaba cinco carcajes con veinte flechas cada uno.

Con un rugido cargado de un odio que los defensores pudieron percibir casi tangiblemente, los nadir se dirigieron a la muralla; formaban una inmensa masa negra, una marea oscura dispuesta a anegar el Dros.

Miles de bárbaros comenzaron a arrastrar las gigantescas torres de asedio; otros cargaban con escalas y cuerdas. La llanura que se extendía ante la muralla pareció cobrar vida mientras los nadir se desplegaban sobre ella, lanzando gritos de guerra.

Arquero llegó jadeante hasta donde se encontraban Druss, Rek y Serbitar. Los forajidos de Skultik ocuparon posiciones a lo largo de la muralla.

—Disparad en cuanto estéis listos —le dijo Druss. El bandolero se pasó una esbelta mano por el pelo rubio y sonrió.

—Va a ser difícil no dar en el blanco, pero será como escupir en una tormenta —dijo.

—Todo ayudará —replicó el hachero.

El bandolero encordó su arco de tejo y preparó una flecha. A ambos lados, por toda la muralla, el movimiento fue repetido un millar de veces. Arquero apuntó a uno de los guerreros nadir que iban en vanguardia y soltó la cuerda; la flecha surcó el aire y se hundió en el jubón de cuero del nadir, que trastabilló y cayó, lo que provocó una ruidosa ovación. Un millar de flechas siguió a la primera, y luego otro, y otro más. Muchos nadir portaban escudos, pero otros muchos, no. Cayeron a centenares, atravesados por las flechas, e hicieron tropezar a quienes los seguían. Pero la ola negra seguía avanzando, saltando sobre los heridos y los muertos.

Rek, armado con su arco vagriano, arrojaba flecha tras flecha contra la horda. Su falta de habilidad era un detalle irrelevante ya que, tal como había dicho Arquero, lo difícil era no dar en un blanco. Las flechas parecían un ridículo amago de las toscas catapultas que se habían usado poco antes contra los defensores, pero se estaban cobrando un cuantioso tributo.

Los nadir estaban tan cerca que se podían distinguir con claridad los rostros de los guerreros. Eran hombres de aspecto primitivo, duro y fuerte, criados para la guerra y la matanza. Muchos de ellos iban sin armadura; algunos llevaban cota de malla, pero casi todos estaban protegidos por corazas negras de cuero y madera. Sus gritos de guerra eran casi bestiales; en ellos no se distinguían palabras, sólo el odio que desprendían, como si fueran el grito de furia de un enorme monstruo primordial. La conocida sensación del miedo se aferró al vientre de Rek.

Serbitar alzó la mirilla de su yelmo y se inclinó sobre el parapeto, sin hacer caso de las flechas ascendientes que silbaban a su alrededor.

—Los portadores de escalas han alcanzado la muralla —dijo.

Druss se volvió hacia Rek.

—La última vez que combatí junto al conde de Dros Delnoch forjamos una leyenda —le dijo.

—Me he fijado en un detalle curioso sobre las sagas —comentó Rek—. No suelen mencionar las bocas secas ni las vejigas llenas.

Un garfio pasó silbando sobre el parapeto.

—¿Algún último consejo? —le dijo Rek a Druss, mientras desenvainaba la espada. El hachero sonrió y sacó a Snaga de la funda.

—¡Sigue vivo! —respondió.

Más garfios pasaron sobre la muralla; las cuerdas a las que estaban sujetos se tensaron automáticamente, y el metal mordió la piedra cuando cientos de manos tiraron desde abajo. Las hojas afiladas de los defensores golpearon frenéticamente las cuerdas, hasta que Druss ordenó que se detuvieran.

—¡Esperad a que estén trepando! —gritó—. ¡No matéis cuerdas, matad hombres!

Serbitar, que había estudiado el arte de la guerra desde que tenía trece años, observó el avance de las torres de asedio con fascinación distante. El objetivo, que resultaba evidente, era conseguir que el mayor número posible de guerreros coronase la muralla ayudado por cuerdas y escalas, y después acercar las torres. Arquero y sus hombres cubrían de flechas a los nadir que arrastraban las torres, y estaban causando una carnicería terrible, pero los huecos creados por los muertos y los heridos eran ocupados al instante por otros nadir.

En la muralla, a pesar de que las cuerdas eran cortadas sin pausa, el lanzamiento incesante de garfios había permitido que algunos guerreros nadir alcanzasen los parapetos. Hogun, que aguardaba en Musif con cinco mil hombres, se sintió tentado de olvidar las órdenes y correr en ayuda de la primera muralla; pero era un soldado profesional, instruido en la obediencia, y se mantuvo en su puesto.

Subodái esperaba en el extremo inferior de la cuerda mientras los guerreros trepaban lentamente por encima de él. Un cuerpo pasó volando sobre su cabeza y se estrelló en las rocas puntiagudas; la sangre le salpicó la armadura de cuero lacado. Sonrió al reconocer el rostro contrahecho de Nestzan, el corredor.

—Le está bien empleado —le dijo al hombre que estaba a su lado—. ¡Si hubiera sido tan rápido corriendo como cayéndose, no me habría hecho perder tanto dinero!

Sobre sus cabezas, los guerreros que trepaban habían detenido su avance; los drenai los estaban obligando a descender por la muralla. Subodái alzó la mirada y observó al hombre que iba delante de él.

—¿Cuánto tiempo vas a estar colgado ahí, Nakrash? —le gritó. El guerrero se volvió y miró hacia abajo.

—Es culpa de los comemierda de los Estepas Verdes —replicó—. No serían capaces de hacer pie ni en una bosta de vaca.

Subodái se echó a reír y se apartó un paso de la base de la cuerda para observar el avance de los escaladores. En toda la muralla estaba sucediendo lo mismo: el ascenso se había detenido, y de lo alto llegaba el sonido de la batalla. Varios cadáveres cayeron a su alrededor, y Subodái volvió a colocarse al abrigo del muro.

—Nos vamos a pasar todo el día aquí —dijo—. El Jan tendría que haber enviado primero a los Cabeza de Lobo. Estos Verdes demostraron que son unos inútiles en Gulgothir, y aquí lo están haciendo peor aún.

Su compañero sonrió y se encogió de hombros.

—La línea vuelve a avanzar —dijo.

Subodái se agarró a la cuerda anudada y empezó a trepar tras Nakrash. Se sentía optimista; quizá incluso podría ganar los caballos que Ulric había prometido al guerrero que despachase a ese viejo de barba gris del que todos hablaban. El Mensajero de la Muerte, nada menos; un viejo barrigudo que no llevaba escudo…

—Subodái, no te morirás hoy, ¿verdad? —le dijo Nakrash—. Aún me tienes que pagar la apuesta de la carrera.

—¿Has visto caer a Nestzan? —replicó Subodái—. Recto como una flecha. Tenías que haberle visto agitar los brazos como si quisiera apartar el suelo de debajo.

—Te estaré vigilando. No se te ocurra morirte, ¿de acuerdo?

—Vigílate tú. Te pagaré con los caballos del Mensajero.

Mientras los dos guerreros trepaban, más nadir fueron ocupando la cuerda tras ellos. Subodái miró hacia abajo.

—¡Eh, tú! —le gritó al que lo seguía—. No serás un Verde piojoso, ¿verdad?

—A juzgar por el olor, tú debes de ser un Cabeza de Lobo —le replicó el guerrero, sonriendo.

Nakrash alcanzó el parapeto, desenvainó la espada y se giró para ayudar a Subodái. Los atacantes habían abierto una brecha en la línea drenai, y por el momento, ni Subodái ni Nakrash podían unirse a la acción.

—¡Apartaos! ¡Haced sitio! —les dijo el hombre que iba tras ellos.

—Espera ahí, aliento de cabra —le dijo Subodái—. Les diré a los ojos redondos que te ayuden. Nakrash, estira esas piernas tan largas y dime dónde está el Mensajero de la Muerte.

Nakrash señaló hacia la derecha.

—Creo que pronto podrás intentar ganarte los caballos; está más cerca que antes.

Subodái saltó ágilmente a lo alto del parapeto para ver al anciano en acción.

—Esos Verdes se limitan a avanzar pidiendo que les dé un hachazo, los muy idiotas.

Nadie lo oyó en medio del fragor de la batalla.

La gruesa cuña de hombres que se extendía ante Nakrash se estrechaba con rapidez. El nadir saltó para cubrir un hueco y, de un tajo, le abrió la garganta a un soldado drenai que intentaba desesperadamente desclavar su espada del vientre de otro atacante. Subodái no tardó en colocarse a su lado, lanzando estocadas y tajos a los sureños de ojos redondos.

El ansia del combate llenó a Subodái, tal como había ocurrido en los diez años de guerra a las órdenes de Ulric. Subodái era un muchacho cuando presenció la primera batalla, y hasta entonces había cuidado el rebaño de cabras de su padre en las lejanas estepas rocosas del norte. En aquella época, Ulric llevaba pocos años ocupando el rango de jefe guerrero. Acababa de derrotar a la tribu del Gran Mono y había ofrecido a sus integrantes la posibilidad de cabalgar junto a él bajo su bandera. La tribu del Gran Mono se había negado, y había sido ejecutado hasta el último hombre. Subodái recordó aquel día: Ulric había atado personalmente al jefe a dos caballos, y había ordenado que lo descuartizasen. Ochocientos guerreros habían sido decapitados, y sus armas y armaduras habían sido entregadas a Subodái y a los demás jóvenes.

En la campaña siguiente, Subodái había participado en la primera carga. Gat Sun, el hermano de Ulric, había alabado al joven guerrero y le había dado un escudo de cuero reforzado con bronce. Subodái lo había perdido a los dados aquella misma noche, pero recordaba el regalo con afecto. ¡Pobre Gat Sun! Ulric lo había ejecutado al año siguiente, cuando intentó encabezar una rebelión. Subodái había cabalgado contra él, y había estado entre los que más vitoreaban cuando rodó su cabeza.

En aquel momento, con siete esposas y cuarenta caballos, Subodái era un hombre rico desde cualquier punto de vista. Y aún no había cumplido los treinta años.

Sin duda, los dioses le sonreían.

Una pica le rozó el hombro. La espada del nadir saltó hacia delante como una serpiente y amputó el brazo del atacante. Oh, cómo le sonreían los dioses. Subodái detuvo un tajo con el escudo.

Nakrash acudió en su ayuda y destripó al atacante, que cayó gritando y desapareció de la vista bajo los pies de los guerreros que llegaban tras él.

A la derecha, la línea nadir había cedido, y Subodái se vio obligado a retroceder. Nakrash recibió una lanzada en un costado; la espada de Subodái silbó al cortar el aire, y el tajo alcanzó al lancero en el cuello. La sangre brotó como un surtidor, y el soldado cayó hacia atrás. Subodái echó una ojeada a Nakrash, que yacía a sus pies, retorciéndose, con las manos apretadas en torno al asta que lo atravesaba.

Subodái se inclinó y arrastró a su amigo, apartándolo del combate. No había nada que hacer; Nakrash se estaba muriendo. Era una lástima, una desgracia que le iba a empañar el día. Nakrash había sido un buen compañero durante los dos últimos años.

Subodái alzó la mirada y se encontró con que el hombre de barba blanca vestido de negro se abría paso violentamente, empuñando en sus manos cubiertas de sangre la terrible hacha de acero plateado. El guerrero nadir se olvidó al instante de Nakrash; sólo alcanzaba a ver los caballos prometidos por Ulric. Se abrió paso para enfrentarse al hachero, observando sus movimientos y su técnica. El anciano bloqueó un tajo asesino y contraatacó golpeando de revés con el hacha en el rostro del atacante nadir, que salió despedido por encima del parapeto, gritando; Subodái pensó que aquel guerrero se movía bien para ser tan viejo.

Subodái saltó hacia delante, lanzando una estocada directa hacia el vientre del anciano. A partir de aquel momento tuvo la impresión de que la lucha se desarrollaba bajo el agua. El guerrero de barba blanca clavó sus ojos azules en el nadir, y un escalofrío de terror le recorrió el cuerpo. El hacha pareció flotar hacia la hoja de su espada, desviándola de su camino, y luego cambió de trayectoria y, con una lentitud angustiosa, se dirigió hacia el pecho de Subodái.

El cuerpo del nadir se estrelló contra el parapeto y resbaló hasta quedar junto a Nakrash. Subodái bajó la mirada, vio el color rojo intenso de la sangre que manaba y se apretó la herida con una mano. Hizo un gesto de dolor cuando una costilla rota se hundió bajo la presión de su puño.

—¿Subodái? —dijo Nakrash con voz débil.

De algún modo, el sonido arrastró a Subodái, que se dejó caer sobre su compañero y le apoyó la cabeza en el pecho.

—Te oigo, Nakrash.

—Casi has conseguido los caballos. Has estado muy cerca.

—Ese viejo es jodidamente bueno, ¿eh? —dijo Subodái.

El fragor de la batalla disminuyó. El nadir se dio cuenta de que había sido reemplazado por un rumor en sus oídos, como el del mar golpeando las rocas.

Recordó el regalo que le había hecho Gat Sun, y la forma en que el hombre había escupido en el rostro de Ulric el día que lo ejecutaron.

Subodái sonrió. Gat Sun siempre le había caído bien.

Deseó no haber vitoreado con tanta fuerza.

Deseó…

Druss cortó una cuerda de un hachazo y se giró para hacer frente a un nadir que se acercaba por el parapeto. Desvió una estocada, aplastó el cráneo del guerrero, pasó sobre él y lanzó un revés con el hacha a un segundo atacante, cortándole el cuello. Ya no sentía la edad; se encontraba en el lugar que le correspondía: en el centro de una batalla encarnizada. A su lado, Rek y Serbitar luchaban hombro con hombro; la esbelta hoja del albino y la espada larga de Rek golpeaban y cortaban.

Varios guerreros drenai se unieron a Druss, y entre todos despejaron aquella sección de la muralla. La acción se repetía a lo largo de toda su extensión; los cinco mil guerreros resistían. Los nadir se daban cuenta de que los drenai los hacían retroceder lentamente. Los hombres de las tribus lucharon con renovada intensidad, golpeando y matando con fiera destreza; tenían que resistir hasta que las torres de asedio alcanzasen la muralla, y miles de sus compañeros llegarían en su ayuda como un enjambre. Pero aún estaban a varios pasos de distancia.

Druss echó una ojeada a sus espaldas. Arquero y sus hombres se hallaban a unos cincuenta pasos, reunidos tras unas pequeñas hogueras encendidas a toda prisa. Druss alzó una mano e hizo un gesto a Hogun, que ordenó hacer sonar un clarín.

A lo largo de la muralla, cientos de hombres se apartaron del combate, recogieron las vasijas de arcilla selladas y las arrojaron contra las torres que se acercaban. Los tarros se rompieron al golpear la madera, y el líquido oscuro que contenían corrió por la superficie de las torres.

Gilad, con la espada en una mano y un tarro en la otra, desvió el hachazo que le lanzó un nadir moreno, golpeó con su arma el rostro del atacante y arrojó el tarro. Apenas tuvo tiempo de ver cómo pasaba a través de la portilla abierta en lo alto de la torre, donde se apelotonaban los guerreros nadir, antes de que dos atacantes se adelantaran hacia él. Abrió el vientre del primero con una estocada, pero su espada se atascó en la barriga del moribundo; el otro nadir gritó y le lanzó un tajo. Gilad soltó la espada y retrocedió. De repente, otro soldado drenai interceptó al nadir, bloqueó su ataque y lo decapitó con un tajo de revés. Gilad liberó su arma del cadáver del primer guerrero y sonrió a Bregan.

—¡No está mal para un granjero! —le dijo mientras regresaba al combate y deshacía de un tajo la guardia de un nadir barbudo armado con una maza de hierro.

—¡Ahora, Arquero! —gritó Druss.

Los bandidos de Skultik colocaron flechas con la punta cubierta de tela empapada de aceite y las acercaron a las llamas de las hogueras. Después de encenderlas, dispararon por encima de los parapetos, y las flechas se clavaron en las torres de asedio. Las llamas se extendieron al instante, y un humo negro, denso y sofocante se alzó arrastrado por la brisa de la mañana. Una flecha llameante cruzó la portilla abierta de la torre en la que había entrado el proyectil de Gilad, y se clavó en la pierna de un nadir cuya ropa estaba empapada de aceite. Un instante después, el guerrero se había convertido en una aullante antorcha humana que se tambaleaba entre sus compañeros y extendía el fuego.

Más tarros surcaron el aire, y su contenido alimentó las llamas que ardían en las veinte torres. La brisa empujó hacia la muralla el hedor repugnante de la carne quemada.

Serbitar, con los ojos enrojecidos por el humo, se abrió paso entre los nadir mientras trazaba con la espada un hechizo sobrecogedor; la hoja parecía cortar sin esfuerzo, como una máquina de poder formidable y letal. Un nadir se acercó al monje por la espalda empuñando un cuchillo, pero Serbitar giró y le cortó el cuello en un único y suave movimiento.

—Gracias, hermano —le dijo mentalmente a Arberdark, que observaba desde la segunda muralla.

Rek, aun careciendo de la armonía de movimientos y la velocidad de Serbitar, empleaba su espada con los mismos efectos, manejándola con las dos manos y abriéndose paso a golpes para llegar junto a Druss. Un cuchillo arrojado rebotó en su coraza y le rasgó la piel del brazo; Rek maldijo e hizo caso omiso del dolor, tal como había hecho con otras heridas recibidas a lo largo del día: un corte en un muslo y las costillas magulladas por una jabalina nadir desviada por la coraza y la cota de malla.

Cinco nadir atravesaron la línea de defensa y corrieron hacia los camilleros indefensos. Arquero hizo caer a uno de ellos a cuarenta pasos, y Caessa se encargó de otro. El bar Britan echó a correr para interceptar a los restantes, acompañado por dos de sus hombres. La lucha fue breve y encarnizada, y la sangre de los cadáveres nadir se encharcó en el suelo.

El devenir de la batalla cambió lenta y de manera prácticamente imperceptible. Pocos nadir alcanzaban la parte más alta de la muralla, pues sus compañeros se veían obligados a replegarse hacia los parapetos, y no había espacio para que se unieran a ellos. Los nadir ya no luchaban para conquistar, sino para sobrevivir. La marea del combate, inconstante en el mejor de los casos, estaba cambiando a favor de los defensores. Pero los nadir eran hombres decididos y valerosos; ninguno de ellos intentaba huir ni rendirse. Se mantenían en el sitio y morían peleando.

Fueron cayendo uno a uno, hasta que el último guerrero fue arrojado de los parapetos y se estrelló contra las rocas de la base de la muralla.

El ejército nadir se retiró del campo en silencio. Los guerreros se detuvieron fuera del alcance de los arcos y se dejaron caer al suelo, mirando al Dros con un odio frío y absoluto. De las torres en llamas brotaban columnas de humo negro, y el aroma de la muerte saturaba el olfato.

Rek se apoyó en el parapeto y se frotó el rostro con una mano ensangrentada. Druss se le acercó, limpiando la hoja de Snaga con un trozo de tela. La sangre salpicaba la barba de color gris acerado del anciano, que sonrió al nuevo conde.

—Ya veo que has seguido mi consejo, chico.

—Me ha costado —le respondió Rek—. No nos hemos portado mal hoy, ¿verdad?

—Esto ha sido sólo un aperitivo; mañana, las cosas se pondrán interesantes.

Druss se equivocaba. Aquel día, los nadir atacaron tres veces más antes de que el crepúsculo los enviase de vuelta a las hogueras del campamento, rechazados y vencidos por el momento. En los parapetos, los agotados guerreros se dejaron caer al suelo ensangrentado y dejaron a un lado los cascos y los escudos. Los camilleros seguían sacando a los heridos, mientras que los cadáveres se dejaron por el momento en el lugar donde donde habían caído; no necesitaban atención urgente. Se enviaron tres grupos a comprobar los cadáveres de los nadir. Los muertos fueron arrojados al otro lado de la muralla; los vivos fueron rematados con rapidez, y sus cadáveres siguieron a los de sus compañeros.

Druss se frotó los cansados ojos. La espalda le ardía a consecuencia del agotamiento; tenía la rodilla hinchada, y sentía las piernas como si fuesen de plomo. Pero había aguantado todo el día mejor de lo que había esperado. Echó una ojeada a su alrededor. Varios soldados dormían en el suelo de piedra; otros se limitaban a seguir sentados con la espada apoyada en los parapetos, con la mirada perdida y los pensamientos en otro lugar. No había muchas conversaciones.

En otro lugar de la muralla, el joven conde hablaba con el albino. Habían combatido duramente, pero el albino parecía descansado; sólo la sangre que le manchaba la capa y la coraza blancas indicaba de qué manera había transcurrido el día para él. De todas formas, Regnak ya parecía bastante cansado por los dos; su rostro, con surcos profundos y pálido a causa del agotamiento, parecía haber envejecido varios años. El polvo, la sangre y el sudor se mezclaban sobre sus rasgos, y un tosco vendaje colocado en torno a la frente dejaba caer gotas de sangre en las piedras.

—Lo conseguirás, chico —dijo Druss para sí.

—Druss, vieja mula, ¿cómo te encuentras? —le preguntó Arquero.

—He tenido días mejores —dijo el anciano, irguiéndose. Apretó los dientes al sentir el dolor en la rodilla. El joven arquero estuvo a punto de cometer el error de ofrecerle un brazo para que se apoyara, pero se contuvo a tiempo.

—Ven a ver a Caessa —dijo.

—Lo último que necesito ahora mismo es una mujer. Voy a dormir un poco —le respondió Druss—. Aquí mismo estaré bien.

Druss apoyó la espalda en el parapeto y resbaló suavemente hasta quedar sentado, manteniendo extendida la rodilla lesionada. Arquero se volvió y echó a andar en dirección al barracón, donde encontró a Caessa y le explicó el problema. Tras una breve charla, la mujer cogió unas vendas de lino mientras Arquero iba a buscar una jarra de agua, y juntos caminaron hacia la muralla a la escasa luz del anochecer. Druss estaba dormido, pero se despertó cuando se le acercaron.

La joven era hermosa, no cabía duda. Su pelo castaño rojizo lanzaba a la luz de la luna destellos dorados que hacían juego con las motas parduscas de sus ojos. Druss sintió que le enardecía la sangre de una forma que pocas mujeres conseguían en aquellos tiempos. Pero había algo más, algo intangible. Caessa se agachó al lado de Druss y le tanteó con sus finos dedos la rodilla magullada. Druss gruñó cuando la presión se hizo más intensa.

Caessa le quitó la bota y le enrolló la pernera de las calzas; la rodilla estaba inflamada y descolorida, y las venas, hinchadas y blandas al tacto.

—Échate —le dijo la joven. Se puso a su lado, pasó la mano izquierda bajo el muslo del guerrero y le levantó la pierna, sosteniendo la rodilla con la mano derecha. Dobló la articulación lentamente—. Hay agua en la rodilla —dijo.

Bajó la pierna de Druss y comenzó a masajearle la articulación. Druss cerró los ojos. El dolor agudo se convirtió en una molestia sorda, transcurrieron los minutos y empezó a quedarse dormido. La joven lo despertó con una ligera palmada, y el anciano descubrió que tenía la rodilla fuertemente vendada.

—¿Qué otros problemas tienes? —le dijo la joven con frialdad.

—Ninguno —le contestó Druss.

—No me mientas, viejo. Tu vida depende de ello.

—Me arde la espalda —reconoció el hachero.

—Ya puedes caminar. Ven conmigo al hospital y haré que se te calme el dolor.

Caessa le hizo un gesto a Arquero, que se acercó y ayudó a levantarse a Druss. Tenía la rodilla mejor de lo que había estado en meses.

—Eres buena, mujer —le dijo a Caessa—. Realmente buena.

—Lo sé. Camina despacio; te sentirás algo dolorido cuando lleguemos allí.

Entraron en una habitación a un lado del hospital. Caessa le dijo a Druss que se quitara la ropa. Arquero sonrió y se apoyó en la puerta con los brazos cruzados.

—¿Toda? —preguntó Druss.

—Sí. ¿Eres tímido?

—No, si tú no lo eres —replicó Druss. Se quitó el jubón y la camisa, y después se sentó en la cama y se quitó las botas y las calzas.

—Y ahora ¿qué?

Caessa se le acercó y lo examinó atentamente, pasándole las manos por los hombros y tanteándole los músculos.

—Levántate y date la vuelta —le dijo. Druss obedeció, y la mujer le examinó la espalda—. Levanta el brazo derecho por encima de la cabeza, despacio.

Mientras Caessa proseguía su examen, Arquero observó al viejo guerrero y se asombró ante el número de cicatrices que tenía. Por todas partes; de frente y en la espalda; algunas, largas y rectas; otras, sesgadas. Algunas heridas habían sido suturadas, otras eran un amasijo de tejido cicatricial. Las piernas también mostraban huellas de numerosas heridas superficiales. Pero la mayor parte de las heridas habían sido recibidas de frente. Arquero sonrió y pensó que Druss siempre había dado la cara a sus enemigos.

Caessa ordenó al guerrero que se tumbara boca abajo en la cama, y comenzó a masajearle la espalda, relajándole los tensos músculos y aplastando cristales de fatiga bajo los omóplatos.

—Tráeme algo de aceite —le pidió a Arquero, sin mirarlo. El joven fue a buscar linimento al almacén y dejó trabajar a la mujer. Durante cosa de una hora, Caessa se afanó en la espalda del anciano, hasta que tuvo los brazos agotados. Para entonces, hacía un buen rato que Druss se había dormido, y la joven lo tapó con una manta y abandonó silenciosamente la habitación. Se detuvo un instante en el pasillo, escuchando los gritos de los heridos que llenaban el improvisado hospital, y observó a los enfermeros mientras ayudaban a los médicos. El olor de la muerte era intenso, y la joven salió al aire fresco de la noche.

Las estrellas brillaban como copos de nieve sobre una capa de terciopelo; la luna era una moneda brillante en el firmamento. Caessa se estremeció. Un poco por delante de ella, un hombre alto cubierto con una armadura negra y plateada se dirigía al barracón del comedor; era Hogun. El soldado la vio y le hizo un gesto de saludo, cambió de dirección y se acercó a ella. Caessa maldijo entre dientes; estaba cansada y no andaba de humor para aguantar compañía masculina.

—¿Y Druss? —le preguntó Hogun.

—Es duro —replicó ella.

—Lo sé, Caessa; el mundo entero lo sabe. Pero ¿cómo está?

—Es viejo y está agotado. Y sólo ha pasado un día. No deposites demasiadas esperanzas en él. Una rodilla puede ceder bajo su peso en cualquier momento, y tiene la espalda en malas condiciones, pero se pondrá peor aún; demasiados cristales en demasiadas articulaciones.

—No eres muy optimista —le dijo el general.

—Te digo lo que hay. Es un milagro que haya llegado con vida a la noche. No entiendo cómo un hombre de su edad, con todas las heridas que arrastra, puede haber luchado durante todo el día y haber sobrevivido.

—Y estaba en el lugar donde el combate era más intenso —dijo Hogun—. Y lo mismo ocurrirá mañana.

—Si quieres que sobreviva, asegúrate de que descanse pasado mañana.

—Jamás lo aceptará.

—Sí, aceptará. Es posible que resista mañana, aunque lo dudo, pero mañana por la noche apenas será capaz de mover un brazo. Lo atenderé, pero necesitará descansar un día de cada tres. Y mañana, una hora antes de que amanezca, quiero que haya una bañera llena de agua caliente en su habitación. Le daré un masaje antes de que comience la batalla.

—Estás dedicando mucho tiempo a un hombre a quien describes como viejo y agotado, y de cuyas hazañas te has burlado no hace mucho.

—No seas idiota, Hogun. Le dedico este tiempo porque es viejo y está cansado, y aunque no sienta hacia él la reverencia que sientes tú, sé que los hombres lo necesitan. Cientos de jovenzuelos que juegan a los soldados e intentan impresionar a un viejo que se nutre de la guerra.

—Intentaré que descanse pasado mañana —dijo Hogun.

—Si sobrevive —añadió Caessa con tono sombrío.