DIECINUEVE

Una hora antes del amanecer, Rek, Serbitar, Virae y Vintar estaban sentados en torno a una pequeña hoguera. Habían montado el campamento ya entrada la noche, en una oquedad de la vertiente sur de una colina boscosa.

—Queda poco tiempo —dijo Vintar—. Los caballos están agotados, y aún faltan unas cinco horas de viaje a caballo para llegar a la fortaleza. Teníamos que llegar allí antes de que se distribuyese el agua, y no lo lograremos. De hecho, es posible que ya sea demasiado tarde… Pero tenemos otra opción.

—¿Y bien? ¿Cuál es? —dijo Rek.

—Una decisión que tienes que tomar tú, Rek. Tú y nadie más.

—Limítate a explicármelo, abad. Estoy cansado de pensar.

Vintar intercambió una mirada con el alvino.

—Podemos, los Treinta, unir nuestras fuerzas y atravesar la barrera que rodea la fortaleza.

—Intentadlo, entonces —replicó Rek—. ¿Dónde está el problema?

—Necesitaremos todo nuestro poder, y no hay garantía de éxito. Si no sale bien, no tendremos fuerzas para seguir cabalgando. De hecho, aunque salga bien necesitaremos descansar el resto del día.

—Pero ¿creéis que podréis atravesar la barrera? —dijo Virae.

—No lo sé. Sólo podemos intentarlo.

—Recordad lo que ocurrió cuando lo intentó Serbitar —dijo Rek—. Podéis ser arrastrados todos a ese… lo que sea. ¿Qué pasaría entonces?

—Moriríamos —respondió Serbitar, en voz baja.

—¿Y decís que es elección mía?

—Así es; la regla de los Treinta es muy sencilla —dijo Vintar—. Nos hemos comprometido a servir al amo de Dros Delnoch, y tú eres el amo.

Rek guardó silencio durante un buen rato; su preocupada mente estaba aturdida bajo el peso de la decisión. Pensó en otros asuntos que le habían parecido preocupaciones serias y trascendentales; jamás se había enfrentado a una elección como aquella. El cansancio nublaba sus pensamientos, y no lograba concentrarse.

—¡Hacedlo! —dijo al fin—. Romped la barrera.

Se levantó y se alejó del fuego, avergonzado de que lo hubieran forzado a tomar tal decisión en un momento en que no podía pensar con claridad.

Virae se le acercó y le rodeó la cintura con un brazo.

—Lo siento —le dijo.

—¿Qué sientes?

—Lo que he dicho cuando me has hablado de la carta.

—No importa. ¿Por qué deberías haber pensado bien de mí?

—Porque eres un hombre y actúas como tal —le dijo ella—. Y ahora te toca a ti.

—¿Qué?

—¡Pedirme disculpas, imbécil! ¡Me has pegado!

Rek atrajo a Virae hacia sí, la levantó del suelo y la besó.

—Eso no es ninguna disculpa —le dijo Virae—. Y me has arañado la cara con la barba.

—Si te pido disculpas, ¿me dejarás de nuevo?

—¿Qué? ¿Pegarme?

—¡No! Besarte.

En la oquedad, los Treinta formaron un círculo en torno a la hoguera, desenvainaron las espadas, las clavaron en el suelo, ante ellos, y comenzaron la unión; dejaron flotar sus mentes y convergieron en Vintar, que los saludó por su nombre, uno a uno, a medida que entraban en su subconsciente.

Y se mezclaron. El poder combinado de los Treinta lo golpeó, y Vintar se debatió por mantener el recuerdo de sí mismo. Se alzó como un gigante espectral; una entidad nueva de increíble poder. El minúsculo ser que había sido Vintar se aferró al interior del coloso recién nacido, absorbiendo a duras penas la esencia de las otras veintinueve personalidades.

Eran uno.

Se llamó a sí mismo Templo, y nació bajo las estrellas de Delnoch.

Templo se elevó hasta las nubes y tendió sus brazos etéreos hacia los riscos de Delnoch. Planeó jubiloso, absorbiendo por sus ojos nuevos las visiones del universo. Una risa creció en su interior. Vintar se recogió en su centro, hundiéndose más profundamente en el núcleo; por último, Templo fue consciente de la presencia del abad como un leve pero insistente pensamiento en los límites de su nueva realidad.

—Dros Delnoch. Al oeste.

Templo se elevó sobre los riscos y voló hacia el oeste. Bajo él, la fortaleza yacía en silencio, gris y espectral a la luz de la luna. Se dejó caer hacia ella y percibió la barrera.

¿Una barrera?

¿Contra él?

La golpeó y fue empujado hacia la noche, herido y furioso. Sus ojos relampaguearon, y conoció la ira: la barrera lo había tocado y le había causado dolor.

Templo cargó contra el Dros una y otra vez, lanzando golpes de terrible poder. La barrera se estremeció y cambió.

Templo retrocedió, confuso, y observó.

La barrera giró sobre sí misma como un remolino de niebla, rehaciéndose. Se oscureció y se convirtió en una espesa columna más negra que la noche; de ella emergieron unos brazos, se formaron piernas, y brotó una cabeza cornuda con siete rojos ojos rasgados.

Templo había aprendido muchas cosas durante su breve vida.

Primero había descubierto la alegría, la libertad y la consciencia de estar vivo. Después habían llegado el dolor y la ira.

En aquel momento descubría el miedo y la existencia del mal.

Su enemigo voló hacia él, y unas garras curvadas cortaron el aire. Templo se le enfrentó. Embistió de cabeza y rodeó con los brazos el cuerpo de la oscura figura. Unos dientes afilados se le clavaron en el rostro, y unas garras le rasgaron los hombros. Sus propios puños, inmensos, se cruzaron en la espalda de la criatura y la atrajeron hacia sí.

Abajo, en Musif, la segunda muralla, tres mil guerreros ocuparon sus posiciones. A pesar de todos los argumentos en contra, Druss se había negado a rendir la primera muralla sin luchar, y esperaba en ella acompañado de seis mil soldados. Orrin le había dicho, furioso, que aquella acción era una estupidez; la extensión de la muralla convertía la defensa en una tarea imposible. Druss persistió obstinadamente en su decisión, incluso cuando Hogun respaldó a Orrin.

—Confiad en mí —les había rogado, sin encontrar las palabras para convencerlos. Intentó explicarles que los hombres necesitaban una pequeña victoria en el primer día de combate para poner a punto el filo de su moral.

—¡Pero el riesgo es enorme, Druss! —le había dicho Orrin—. Podrían derrotamos el primer día. ¿No lo ves?

—Tu eres el gan —espetó Druss—. Puedes imponer tus órdenes sobre las mías, si lo deseas.

—Pero no me impondré, Druss. Lucharé a tu lado en Eldíbar.

—Y yo —añadió Hogun.

—Veréis que tengo razón —les había dicho Druss—. Os lo prometo.

Los dos hombres asintieron, sonriendo para ocultar su desesperación.

En aquel momento, los culs de servicio formaban una línea al pie de la muralla, transportaban cubos de agua y se abrían camino por los parapetos, pasando por encima de los durmientes. En la primera muralla, Druss hundió una escudilla de cobre en un cubo y dio un largo trago. No estaba seguro de que los nadir fueran a atacar aquel día. El instinto le decía que Ulric dejaría transcurrir otro día de tensión, para que la imagen de su ejército haciendo los preparativos drenase el valor y la esperanza de los defensores. Ni siquiera Druss tenía muchas alternativas: el siguiente movimiento correspondía a Ulric, y los drenai sólo podían esperar.

Por encima del Dros, Templo sufría la furia de la bestia; tenía los hombros y la espalda desgarrados, y su fuerza comenzaba a flaquear. La criatura también se debilitaba, y ambos hacían frente a la muerte. Templo no quería morir tras haber catado tan brevemente el sabor agridulce de la vida. Quería tocar de cerca todas aquellas cosas que había vislumbrado en la lejanía: las luces coloreadas de las estrellas en expansión y el silencio del espacio, entre los soles distantes.

Intensificó su abrazo. No habría alegría en las luces, ni emoción en el silencio que las separaba, si aquella cosa quedaba con vida, acechándolo. De repente la criatura gritó, un sonido intenso, terrible, escalofriante y sobrecogedor. Su espalda se partió, y el ser se desvaneció como la niebla.

Apenas consciente en el interior del espíritu de Templo, Vintar gritó.

Templo miró hacia abajo y observó a los hombres; criaturas pequeñas y frágiles que se disponían a romper su ayuno con pan negro y agua. Vintar volvió a gritar, y Templo frunció el ceño.

Apuntó con un dedo a la muralla.

Los hombres comenzaron a gritar, arrojando las copas y los cubos de agua de los parapetos de Musif. Unos gusanos negros se retorcían y nadaban en todos los recipientes. Más hombres se pusieron en pie, arremolinándose y gritando.

—¿Qué diablos pasa allí? —dijo Druss, cuando el escándalo llegó hasta él. Echó un vistazo en dirección a los nadir, y vio que los hombres de las tribus abandonaban las máquinas de asedio y se replegaban hacia la ciudad de tiendas.

—No sé qué pasa, pero hasta los nadir se marchan —dijo Druss—. Voy a volver a Musif.

En la ciudad de tiendas, Ulric no estaba menos furioso que Druss. Se abrió camino bruscamente hasta la amplia tienda de Nosta Jan. Sentía una calma fría cuando llegó frente al centinela.

La noticia se había extendido por el ejército como el fuego por la hierba de las estepas: al despuntar el amanecer, de las tiendas de los sesenta acólitos de Nosta Jan habían surgido gritos desgarradores. Los guardias habían entrado rápidamente y se los habían encontrado a todos retorciéndose en el suelo de tierra, con la espalda rota. Los cuerpos de los acólitos estaban quebrados como arcos demasiado forzados.

Ulric sabía que Nosta Jan había hecho formar a los suyos y había reunido el poder combinado de todos para combatir a los guerreros blancos, pero no había llegado a entender el peligro subyacente.

—¿Y bien? —le preguntó al centinela.

—Nosta Jan está vivo.

Ulric levantó la lona que cubría la entrada de la tienda de Nosta Jan. El anciano yacía en un estrecho camastro, con la piel del rostro pálida a causa del agotamiento, y el cuerpo bañado en sudor. Ulric acercó un taburete y se sentó a su lado.

—¿Y mis acólitos? —susurró Nosta Jan.

—Muertos. Todos.

—Eran demasiado fuertes, Ulric —se disculpó el anciano—. Te he fallado.

—Ya me han fallado antes otros hombres. No importa.

—¡A mí me importa! —gritó el chamán.

El esfuerzo le hizo tensar la espalda, y su rostro se contorsionó por el dolor.

—Orgullo —le dijo Ulric—. No has perdido nada; simplemente has sido derrotado por un enemigo más fuerte. No le servirá de mucho; mi ejército tomará el Dros de todas formas. No podrán resistir. Descansa y no corras más riesgos, chamán. Es una orden.

—Obedeceré.

—Lo sé. No quiero que mueras. ¿Vendrán a por ti?

—No. Los guerreros blancos están infestados de ideas sobre el honor. Si estoy descansando, me dejarán en paz.

—Entonces descansa. Y cuando recuperes las fuerzas les haremos pagar lo que han hecho.

Nosta Jan sonrió.

—De acuerdo.

Al sur, Templo se elevaba hacia las estrellas. Vintar no podía detenerlo, y se esforzó por mantener la calma mientras Templo, presa del pánico, intentaba arrancarlo de su interior. Tras la muerte del enemigo, Vintar había tratado de liberar a los Treinta de la mente del coloso; en aquel instante, Templo miró en su interior y descubrió a Vintar. El abad había intentado explicar su presencia y la necesidad de que Templo renunciase a su individualidad, pero este absorbió la idea y quiso huir de ella; echó a volar como un cometa, como si pretendiera alcanzar los cielos.

El abad trató de llamar a Serbitar y buscó el nicho en el que este se había encerrado, en el límite de su inconsciente. La chispa vital del albino creció con la llamada del abad, y Templo se estremeció, sintiendo que una parte de sí le había sido arrancada. Redujo la velocidad de su vuelo.

—¿Por qué me haces esto? —le preguntó a Vintar.

—Porque debo.

—¡Moriré!

—No. Vivirás dentro de nosotros.

—¿Por qué tienes que matarme?

—Lo siento de verdad —dijo Vintar con voz compasiva.

Con la ayuda de Serbitar, el abad buscó a Arberdark y a Menahem. Templo se encogió, y Vintar se sintió presa de un profundo dolor ante la abrumadora desesperación de la criatura. Los cuatro guerreros llamaron al resto de los miembros de los Treinta, y regresaron al refugio con pesar en sus corazones.

Rek corrió en dirección a Vintar cuando el abad abrió los ojos y se movió.

—¿Habéis llegado a tiempo?

—Sí —musitó Vintar—. Déjame descansar.

Faltaba apenas una hora para el anochecer cuando Rek, Virae y los Treinta cruzaron a caballo el portón de la fortaleza de Delnoch. Los caballos estaban agotados, cubiertos de espuma y con los costados empapados. La gente se acercó a dar la bienvenida a Virae; los soldados se descubrieron, y los lugareños pidieron noticias de Drenan. Rek se mantuvo al margen hasta que estuvieron dentro de la fortaleza. Un joven oficial guió a los Treinta hacia los barracones, y Rek y Virae se dirigieron a los aposentos de la planta alta.

Rek estaba agotado. Se desvistió, se bañó con agua fría y se afeitó la barba de cuatro días. Maldijo cuando la hoja afilada, regalo de Horeb, le cortó la piel. Se sacudió el polvo de las ropas y se vistió de nuevo. Se abrochó el cinto de la espada y se dirigió al gran salón, deteniéndose un par de veces para preguntar el camino a los criados. Cuando llegó, se sentó a solas y contempló las estatuas de los antiguos héroes. Se sentía perdido, insignificante y sobrepasado por los acontecimientos.

Tan pronto como llegaron los habían informado de que la horda nadir estaba acampada ante las murallas. La atmósfera de pánico que rodeaba a los lugareños era tangible, y Rek y su grupo habían visto que la gente huía por centenares; carros cargados hasta los topes que formaban una larga y triste caravana que se dirigía hacia el sur. Rek no sabía bien si sentía más el hambre o el cansancio en aquel momento. Se levantó, se tambaleó ligeramente y maldijo en voz alta. Cerca de la puerta había un gran espejo ovalado. Cuando se situó ante él, el hombre que le devolvió la mirada parecía alto, ancho de hombros y poderoso. Los ojos gris azulado miraban con determinación, y tenía el mentón fuerte y el cuerpo esbelto. La capa azul, aunque ajada por el viaje, seguía quedándole bien, y las botas altas de cuero le daban el aire de un oficial de caballería.

Rek observó al nuevo conde de Dros Delnoch y se vio como lo veían los demás. Ignoraban las dudas interiores que lo carcomían y sólo verían la imagen que había creado.

Mejor así.

Salió del salón, detuvo al primer soldado que se cruzó y le preguntó dónde podía encontrar a Druss. El soldado le dijo que en la primera muralla, y le explicó cómo llegar a las puertas traseras de la fortaleza. El alto conde se dirigió a Eldíbar mientras se ponía el sol, atravesando la ciudad. Se detuvo para comprar una rebanada de tarta de miel, y se la fue comiendo mientras caminaba. Cuando llegó a la puerta de la segunda muralla ya había oscurecido, pero un centinela le mostró la forma de cruzar, y salió al terreno despejado que se extendía hasta la primera muralla. Las nubes ocultaban la luna, y Rek estuvo a punto de caerse en una de las trincheras que se extendían a lo largo del paso. Un soldado lo saludó y le indicó dónde se hallaba la pasarela más cercana.

—Eres uno de los hombres de Arquero, ¿verdad? —le preguntó el soldado, al no reconocerlo.

—No. ¿Dónde está Druss?

—No tengo ni idea. Quizá esté en los parapetos, aunque puedes mirar en el barracón de la cocina. ¿Eres un mensajero?

—No. ¿Cuál es el barracón?

—¿Ves aquellas luces? Allí está el hospital. Detrás de él están los almacenes; sigue andando hasta que notes el olor de las letrinas y gira a la derecha. No hay pérdida.

—Gracias.

—No hay de qué. ¿Eres un recluta?

—Sí —le respondió Rek—. Algo así.

—Bueno, será mejor que te acompañe.

—No es necesario.

—Sí lo es —dijo el soldado, y Rek sintió algo afilado en la espalda—. Esto es un puñal ventriano, y te aconsejo que camines a mi lado mientras damos el paseo.

—¿A qué viene esto?

—Primero, a que el otro día intentaron matar a Druss. Y segundo, a que no te conozco —le respondió el soldado—. Así que andando, y nos presentaremos los dos ante Druss.

Los dos hombres se dirigieron al barracón. Cuando estuvieron más cerca, Rek alcanzó a oír los sonidos procedentes de los edificios que se alzaban ante ellos. Un centinela les dio el alto desde el parapeto; el soldado que acompañaba a Rek respondió y le preguntó por Druss.

—Está en la muralla, cerca de la torre de la puerta —fue la respuesta.

—Por aquí —le dijo el soldado a Rek, y este subió los escalones que llevaban a los parapetos.

Al llegar a lo alto, Rek se detuvo en seco. En la llanura, miles de antorchas y hogueras de campamento iluminaban el ejército nadir. Las torres de asedio se alzaban en toda la extensión del paso como gigantes de madera, desde una pared rocosa hasta la opuesta. El valle entero estaba iluminado hasta donde alcanzaba la vista; Rek podría haber estado contemplando el mismísimo segundo nivel del infierno.

—No es un paisaje agradable, ¿eh? —le dijo el soldado.

—No creo que mejore con la luz del día —le respondió Rek.

—No te equivocas —convino el soldado—. Sigue andando.

Un poco más adelante, Druss estaba sentado en el parapeto charlando con un grupo de soldados. Estaba contándoles una historia maravillosamente enrevesada que Rek ya conocía; la conclusión obtuvo el efecto deseado, y el sonido de las carcajadas rompió el silencio de la noche.

Druss reía con los demás. Cuando advirtió la presencia de los recién llegados, se volvió y examinó al hombre alto de la capa azul.

—¿Y bien? —le dijo al soldado.

—Te estaba buscando, capitán, así que lo he traído.

—Para ser más exactos, ha pensado que podría ser un asesino —dijo Rek—. De ahí el puñal que me está hundiendo en la espalda.

Druss arqueó una ceja.

—Bueno, ¿y eres un asesino?

—Últimamente no. ¿Podemos hablar?

—Eso estamos haciendo.

—En privado.

—Empieza a hablar y ya decidiré lo privado que es —dijo Druss.

—Me llamo Regnak. Acabo de llegar con los guerreros del monasterio de los Treinta y con Virae, la hija de Delnar.

—Hablaremos en privado —decidió Druss. Los soldados se alejaron.

—Habla —dijo Druss. Sus fríos ojos azules estaban fijos en el rostro de Rek.

Rek se sentó en el parapeto y contempló el valle iluminado.

—Un poco grande, ¿eh?

—Te asusta, ¿verdad?

—Me tiemblan hasta las suelas de las botas. Sea como sea, está claro que no estás de humor para una reunión amistosa, así que me limitaré a exponer mi posición. Para bien o para mal, soy el conde. No soy un idiota ni un general, aunque a veces son sinónimos. Por el momento no cambiaré nada, pero ten en cuenta una cosa: no me subordinaré a nadie cuando sea necesario tomar decisiones.

—¿Crees que casarte con la hija de un conde te da ese derecho? —le preguntó Druss.

—Sabes que sí, pero esa no es la cuestión. He combatido antes, y mis nociones de estrategia son tan buenas como los de cualquiera de los que están en el Dros. Además, cuento con los Treinta, y sus conocimientos no tienen rival. Y lo más importante: si tengo que morir en este lugar perdido, no seré un simple espectador; controlaré mi propio destino.

—Estás cargando con mucho, chico.

—No más de lo que puedo manejar.

—¿De verdad lo crees?

—No —respondió Rek con franqueza.

—Ya me parecía —le dijo Druss, sonriendo—. ¿Por qué diablos has venido?

—Creo que el destino tiene sentido del humor.

—Siempre lo tuvo, en mis tiempos. Pero tú pareces un joven sensato; deberías haberte llevado a la chica a Lentria y haberos establecido allí.

—Druss, nadie lleva a Virae a ningún sitio si ella no quiere ir. Ha sido educada en la guerra y de eso habla; es capaz de relatar todas tus leyendas y los hechos relacionados con cada campaña en la que hayas tomado parte. Es una amazona, y es aquí donde quiere estar.

—¿Cómo os conocisteis?

Rek le relató su partida de Drenan, el paso por Skultik, la muerte de Reinard, lo ocurrido en el monasterio de los Treinta, la boda en el barco y la lucha contra los sathuli. El anciano escuchó toda la historia sin hacer ningún comentario.

—Y aquí estamos —concluyó Rek.

—Así que eres un bersérker —le dijo Druss.

—¡Yo no he dicho eso!

—Lo has dejado claro al omitirlo, chico. No importa. He luchado junto a otros como tú, y lo único que me sorprende es que los sathuli os dejaran marchar. No son famosos por ser una raza honorable.

—Creo que Joachim, su jefe, es una excepción. Escucha, Druss: te agradecería que fueses discreto sobre el asunto del bersérker.

Druss se echó a reír.

—¡No seas idiota, chico! ¿Cuánto tiempo crees que podrás guardar el secreto cuando los nadir ataquen la muralla? Quédate a mi lado, y ya intentaré que no te cargues a ninguno de los nuestros.

—Muy amable por tu parte…, pero creo que podrías ser un poco más hospitalario. Estoy más seco que el sobaco de un buitre.

—No lo dudo —le dijo Druss—. Tanto hablar tiene que dar más sed que una pelea. Vamos a buscar a Hogun y a Orrin. Esta es la noche que precede a la batalla; hay que festejarla.