DIECIOCHO

Druss agradeció la llegada de los jinetes de Dros Purdol, si no por su número, sí por el hecho de que su presencia demostraba que el Dros no había sido olvidado por el resto del mundo.

Aun así, sabía que los defensores serían puestos a prueba al límite de su capacidad. La primera batalla en Eldíbar, la primera muralla, reforzaría la determinación de los hombres… o la destruiría. En cuanto a capacidad de combate, el Dros era un arma bien afilada, pero el estado de ánimo era otra cuestión. Se podía forjar una hoja excelente con acero de la mejor calidad pero, a veces, al sacarla del fuego y enfriarla en agua, se partía, mientras que las armas fabricadas con un metal inferior seguían sólidas. Druss sabía que con los ejércitos ocurría lo mismo; había visto huir presas del pánico a soldados altamente entrenados, y mantener el terreno a granjeros armados con picas y azadones.

Arquero y sus hombres se entrenaban diariamente en Kania, la tercera muralla, la que se alzaba ante la mayor extensión de terreno entre las montañas. Y eran soberbios; los seiscientos arqueros eran capaces de lanzar tres mil flechas cada diez latidos. La primera carga de los nadir haría que estuvieran a tiro alrededor de un par de minutos antes de que pudieran apoyar en la muralla las escalas de asedio; los atacantes sufrirían pérdidas terribles en terreno abierto. Sería una carnicería. Pero ¿bastaría?

Los defensores del Dros estaban a punto de enfrentarse al mayor ejército jamás reunido, una horda que durante los veinte últimos años había levantado un imperio que se extendía sobre una docena de naciones y un centenar de ciudades. Ulric estaba a punto de crear el mayor imperio conocido en la historia; un tremendo logro para alguien que apenas pasaba de los cuarenta años.

Druss recorrió los parapetos de Eldíbar, charlando y bromeando con los soldados, y riendo con ellos. El odio que sentían hacia él se había desvanecido como la bruma matinal durante los últimos días. Lo veían como quien era: un viejo hombre de hierro y un guerrero del pasado, el recuerdo viviente de la gloria de antaño.

Recordaron que él había elegido voluntariamente luchar junto a ellos, y sabían por qué; aquel era el único lugar del mundo en que podía estar el último de los antiguos héroes: Druss el Legendario, resistiendo junto a la última esperanza de Drenai en las murallas de la mayor fortaleza jamás construida, aguardando la llegada del mayor ejército del mundo. ¿En qué otro lugar podría estar?

En torno al hachero se fue reuniendo poco a poco una multitud, a medida que iban llegando más hombres a Eldíbar. Poco tiempo después, Druss se abría paso a través de las filas apelotonadas que llenaban los parapetos, mientras más soldados se reunían en el terreno despejado que se extendía ante él. Druss subió a una de las almenas que se alzaban a lo largo de la muralla y se volvió hacia los guerreros. Su voz sonó como un trueno e interrumpió las conversaciones.

—¡Mirad a vuestro alrededor! —gritó. El sol arrancaba destellos de las hombreras plateadas de su jubón de cuero negro; su barba canosa parecía brillar—. Mirad a vuestro alrededor ahora. Los hombres que veis son vuestros camaradas…, vuestros hermanos. Vivirán y morirán con vosotros. Os protegerán y sangrarán por vosotros. Nunca, en el resto de vuestra vida, volveréis a experimentar tal camaradería. Y si vivís hasta llegar a mi edad, siempre recordaréis este día y los que lo seguirán. Los recordaréis con una nitidez que no creíais posible; cada día brillará como un diamante en vuestros recuerdos.

»Sí; habrá sangre y caos, tortura y dolor, y también recordaréis eso. Pero sobre todo ello se alzará el dulce sabor de la vida. Y no hay nada como eso, amigos míos. Tenéis que creer a este viejo; quizá penséis que la vida es dulce ahora, pero cuando la muerte esté a la vuelta de la esquina, descubriréis que anheláis la vida de una forma casi insoportable. Y cuando sobreviváis, todo lo que sintáis será más intenso y placentero: la luz del sol, una brisa, un buen vino, los labios de una mujer y la risa de los niños.

»La vida no es nada hasta que uno se ha enfrentado a la muerte.

»En el futuro, los hombres dirán: “Ojalá hubiera estado allí”. Para entonces no importará el motivo.

»Os enfrentáis a un momento crucial de la historia. El mundo cambiará cuando esta batalla haya terminado; o Drenai se alzará de nuevo, o habrá un nuevo imperio. Vosotros forjaréis la historia.

Druss estaba sudando y se sentía extrañamente cansado, pero tenía que seguir. Intentaba desesperadamente recordar la saga sobre los antiguos tiempos que escribió Sieben y el estimulante discurso de un viejo general, pero no podía. Inspiró profundamente y saboreó el fresco aire de las montañas.

—Es posible que algunos estéis pensando que os asustaréis y huiréis —prosiguió—. ¡No será así! Otros estaréis preocupados ante la idea de morir. Y algunos moriréis, pero todos los hombres mueren. Nadie sale con vida de esta vida…

»Yo luché en el paso de Skeln cuando todos decían que estábamos perdidos. Decían que las probabilidades en contra eran demasiado grandes, ¡pero dije que al infierno con ellos! Porque soy Druss, y nunca he sido derrotado. Ni por los nadir, ni por los sathuli, los ventrianos, los vagrianos o los mismos drenai. ¡Y os juro por todos los dioses y los demonios de este mundo que no tengo intención de ser derrotado ahora! —gritó con todas sus fuerzas mientras desenvainaba a Snaga y la alzaba.

El hacha relució a la luz del sol.

—¡DRUSS EL LEGENDARIO! ¡DRUSS EL LEGENDARIO! —comenzaron a corear los guerreros.

Los hombres que ocupaban los demás parapetos no habían alcanzado a oír las palabras de Druss, pero oyeron la consigna y la corearon. Las voces atronaron entre las montañas de Delnoch; una cacofonía colosal que reverberó entre los picos e hizo que bandadas de aves alzasen el vuelo y cubriesen el cielo con un revoloteo aterrorizado. Por fin, Druss alzó los brazos pidiendo silencio, y las voces se apagaron poco a poco. Desde la segunda muralla, más hombres se acercaban a la carrera para oír sus palabras; ante él se habían reunido al menos cinco mil hombres.

—Somos los Caballeros de Dros Delnoch, la ciudad asediada. Aquí crearemos una leyenda que hará palidecer la batalla del paso de Skeln.

Y repartiremos la muerte entre miles de nadir. Entre cientos de miles. ¿Quiénes somos? —gritó.

—¡LOS CABALLEROS DE DROS DELNOCH! —rugieron los hombres.

—¿Y qué somos?

—¡LA MUERTE DE LOS NADIR!

Druss estaba a punto de continuar cuando se dio cuenta de que algunos soldados del parapeto volvían el rostro hacia el valle. A lo lejos, columnas de polvo creaban nubes que se alzaban hacia el cielo como una tormenta en ciernes. Como la mayor tormenta de la historia. Y de repente, entre el polvo, se alcanzó a ver el brillo de las lanzas de los nadir, que llenaban el valle en toda su extensión, hacia los lados y hacia atrás, como un manto inmenso y oscuro formado por guerreros. Oleada tras oleada fueron apareciendo en el campo de visión, seguidos de gigantescas torres de asedio arrastradas por cientos de caballos, catapultas, arietes cubiertos de cuero, miles de carros y cientos de miles de caballos, un número incontable de piezas de ganado y más gente de lo que un cerebro podía asimilar.

Ni uno solo de los observadores se libró de sentir un nudo en el estómago. La desesperación era tangible, y Druss maldijo en voz baja. No había nada que les pudiera decir, y sintió que los había perdido. Observó a los jinetes nadir que se habían acercado portando los estandartes de sus tribus; estaban a una distancia a la que podía distinguir sus rostros, adustos y temibles. Druss levantó a Snaga y se irguió, con las piernas separadas, en un gesto desafiante. Observó furioso a la avanzadilla nadir.

Cuando los guerreros lo vieron, tiraron de las riendas y miraron hacia atrás. Unos jinetes se apartaron de repente para dejar paso a un heraldo, que galopó hacia las puertas de la muralla; de repente hizo girar a su montura y se acercó al lugar donde se hallaba Druss. El heraldo tiró de las riendas, y el caballo se detuvo de golpe, encabritándose y resollando.

—Traigo esta orden del señor Ulric —gritó—. Abrid las puertas y os perdonaremos la vida a todos, excepto al viejo de barba blanca que lo ha insultado.

—Vaya, eres tú otra vez, bola de sebo —dijo Druss—. ¿Le transmitiste mi mensaje a Ulric tal como lo dije?

—Sí, Mensajero. Tal como lo dijiste.

—Y se echó a reír, ¿verdad?

—Se echó a reír. Y juró que tendría tu cabeza. Y mi señor Ulric obtiene siempre lo que desea.

—Entonces nos parecemos. Pero lo que yo deseo es verlo bailar al extremo de una cadena, como un oso de feria. Y lo conseguiré aunque tenga que entrar andando en vuestro campamento y encadenarlo yo mismo.

—Tus palabras son como hielo en el fuego, viejo: hacen ruido, pero no valen para nada —dijo el heraldo—. Conocemos vuestras fuerzas; tendréis unos once mil hombres, y la mayoría son granjeros. Sabemos todo lo que hay que saber. ¡Contempla el ejército nadir! ¿Cómo podréis resistir? ¿Para qué? Ríndete y entrégate a la clemencia de mi señor.

—Chico, he visto el tamaño de tu ejército y no me impresiona. De hecho, estoy pensando en mandar a la mitad de mis hombres de vuelta a sus granjas. ¿Qué sois vosotros? Un montón de barrigones norteños con las piernas torcidas. Ya te he oído, pero no me digas lo que podéis hacer. ¡Muéstramelo! Y ya está bien de charla; de ahora en adelante, esta hablará por mí. —Alzó a Snaga; el sol se reflejó en la hoja acerada.

En la línea de defensores, Gilad le dio un codazo a Bregan. «¡Druss el Legendario!», empezó a vocear. Bregan y una docena más lo corearon, y al momento volvió a alzarse el eco mientras el heraldo nadir hacía girar a su montura y regresaba al galope hasta los suyos. El clamor lo persiguió.

—¡DRUSS EL LEGENDARIO! ¡DRUSS EL LEGENDARIO!

Druss observó en silencio mientras las enormes máquinas de asedio se acercaban paso a paso a la muralla: inmensas torres de madera de treinta varas de alto y diez de ancho, centenares de trabucos de asedio, toscos onagros sobre ruedas de madera. Un número incontable de guerreros empujaban y tiraban de cientos de cuerdas, arrastrando las máquinas que habían conquistado Gulgothir.

Al observar la escena, el anciano guerrero buscó con la mirada a Jitan, el legendario maestro estratega, y no tardó en encontrarlo; seguía siendo el centro de un remolino de actividad, la calma en el ojo del huracán. Allá donde iba, el trabajo se detenía mientras daba instrucciones, tras lo cual se reanudaba con intensidad redoblada.

Jitan alzó la mirada hacia los parapetos de la muralla. No podía ver al Mensajero de la Muerte, pero sintió su presencia y sonrió.

—No puedes detener mi trabajo con un hacha —susurró.

Se rascó distraídamente el muñón en el que terminaba su brazo. Era extraño: después de tantos años, aún podía sentir los dedos. Los dioses habían sido generosos aquel día en que los recaudadores de impuestos de Gulgothir habían caído sobre su poblado. Jitan tenía apenas doce años, y los gulgothir habían acabado con su familia. En un intento de proteger a su madre, Jitan se había adelantado empuñando el cuchillo de su padre; la hoja de una espada centelleó e hizo volar por los aires la mano del muchacho. El miembro amputado cayó junto al cadáver del hermano de Jitan, y la misma espada que lo había mutilado le atravesó el pecho.

Jitan no llegó a entender nunca por qué no había muerto aquel día, junto a los demás habitantes de su poblado, ni por qué Ulric había dedicado tanto tiempo a intentar salvarlo. Los jinetes de Ulric habían sorprendido a los asesinos y los habían matado, excepto a dos que capturaron. Después, un guerrero examinó los cadáveres y descubrió entre ellos a Jitan, que apenas respiraba. Lo habían llevado a las estepas y lo habían dejado en la tienda de Ulric. Le habían cauterizado el muñón sangrante con alquitrán hirviendo; en cuanto a la herida del torso, se la habían cubierto con musgo para vendársela a continuación. Jitan estuvo debatiéndose entre la vigilia y la inconsciencia durante casi un mes, delirando por la fiebre.

De aquellos días sólo le quedó un terrible recuerdo; un recuerdo que lo acompañaría hasta la muerte.

Cuando abrió los ojos; ante él se alzaba un rostro de rasgos duros y dominantes. Los ojos que lo observaban eran de color violeta e irradiaban poder.

—No te morirás, chiquillo. ¿Me oyes?

La voz era amable, pero mientras Jitan se hundía de nuevo en las pesadillas y delirios febriles, supo que aquellas palabras no eran una promesa. Eran una orden.

Y las órdenes de Ulric debían ser obedecidas.

Desde aquel día, Jitan había pasado cada instante en el que estaba consciente al servicio del señor nadir. Inútil como era en combate, había aprendido a usar el cerebro y había creado los instrumentos con los que su señor podría levantar un imperio.

Veinte años de guerra y saqueos. Veinte años de placer salvaje.

Jitan, seguido por un pequeño grupo de ayudantes, se abrió paso entre la muchedumbre de guerreros y entró en la primera de las veinte torres de asedio que eran su orgullo. La idea era sorprendentemente sencilla: una caja de madera con tres lados de seis varas de alto, con escalas de madera que llevaban hasta el techo apoyadas en las paredes. A continuación, se cogía una segunda caja, se colocaba sobre la primera y se fijaba con clavos de hierro. Se sumaba una caja más y ya se tenía una torre. Eran relativamente fáciles de montar y desmontar, y las piezas se podían cargar en carros para transportarlas adonde las necesitase el general.

Pero aunque el concepto era sencillo, su realización práctica había estado plagada de complicaciones; los techos se hundían bajo el peso de los hombres armados, las paredes cedían, las ruedas se soltaban y, lo peor de todo, cuando la torre tenía más de quince varas de alto era inestable y tendía a volcar. Jitan recordó cómo había trabajado durante más de un año, más duramente aún que sus esclavos, durmiendo menos de tres horas por noche. Había reforzado los techos, pero aquello sólo había servido para hacer la estructura más pesada y menos estable. Desesperado, informó de sus problemas a Ulric, quien lo envió a Ventria, a la universidad de Tertullus. Jitan se sintió humillado y pensó que había caído en desgracia; sin embargo, obedeció. Soportaría lo que fuese para complacer a Ulric.

Pero se equivocaba. El año que pasó estudiando con Rebow, el profesor ventriano, resultó ser la mejor época de su vida.

Jitan oyó hablar entonces sobre los centros de gravedad, las paralelas y la necesidad de equilibrio entre las fuerzas externas e internas. Tenía un ansia de conocimientos voraz, y Rebow descubrió que se había encariñado con el feo nadir. No pasó mucho tiempo hasta que el delgado ventriano invitó a Jitan a vivir en su casa, donde podría proseguir sus estudios incluso por las noches. El nadir era incansable; muy a menudo, Rebow se quedaba dormido en un sillón, y cuando se despertaba horas más tarde se encontraba con que el pequeño manco seguía estudiando y realizando los ejercicios que le había indicado. Rebow estaba encantado; en raras ocasiones había encontrado a un estudiante con tanta aptitud, y jamás había visto a nadie con tal capacidad de trabajo.

Jitan aprendió que cada fuerza causaba una reacción igual y opuesta, de modo que, por ejemplo, si se tiraba de algo desde lo alto del brazo de una grúa, se produciría una fuerza igual y opuesta en la base de la columna que lo sustentaba. Aquello fue su introducción a la forma de crear estabilidad mediante la comprensión de la naturaleza de las tensiones. Para el nadir, la universidad de Tertullus resultó ser una especie de paraíso.

Cuando llegó el día en que tuvo que partir, el pequeño nadir lloró al abrazar al afligido ventriano. Rebow le había rogado que se replantease su marcha y ocupase un puesto en la universidad, pero Jitan no tuvo valor para decirle que no le interesaba en absoluto. Debía su vida a un hombre, y sólo soñaba con servirlo.

De vuelta en casa, Jitan puso manos a la obra. Durante la construcción, las torres eran escalonadas, con lo que su base provisional era de cinco veces el tamaño de la estructura; durante el transporte sólo estarían ocupados los dos niveles inferiores, de modo que el centro de gravedad quedaría más cerca del suelo; cuando se alzasen junto a una muralla se arrojarían cuerdas desde el centro de la torre y se sujetarían al suelo con piquetas de hierro, para aumentar la estabilidad. Las ruedas tendrían radios y armazones de hierro, y habría ocho en cada torre para distribuir mejor el peso.

Usando sus nuevos conocimientos, Jitan diseñó catapultas y trabucos de asedio. Ulric estaba complacido, y Jitan, eufórico.

Jitan devolvió sus pensamientos al presente. Subió a lo alto de la torre y ordenó a los trabajadores que bajasen la plataforma móvil del frente. Dirigió la mirada a la muralla que se alzaba a trescientos pasos y vio al Mensajero de la Muerte, vestido de negro, inclinado sobre los parapetos.

Las murallas del Dros eran más altas que las de Gulgothir, y Jitan había añadido una sección a cada torre. Ordenó que alzasen de nuevo la plataforma, comprobó la tensión de las sogas de soporte y bajó los cinco niveles, deteniéndose aquí y allá para comprobar puntales y sujeciones.

Durante la noche, cuatrocientos esclavos trabajarían frente a las murallas, despejando el suelo rocoso e instalando las enormes poleas cada cuarenta pasos. Había tardado meses en diseñarlas, de tres varas de alto y montadas sobre ejes engrasados, y había costado años construirlas a su entera satisfacción. Por último las habían fabricado en las forjas de la capital de Lentria, centenares de leguas al sur. Habían costado una fortuna, e incluso Ulric había palidecido al descubrir el precio final, pero habían demostrado su valor a lo largo de los años.

Un millar de hombres arrastraría una torre hasta unos treinta pasos de una muralla; después, la línea se reduciría al disminuir la distancia, y las cuerdas de tres dedos de grueso rodearían las poleas, se pasarían bajo las torres y se tiraría de ellas desde la parte trasera.

Los esclavos que excavarían y trabajarían para construir los nichos de las poleas estaban protegidos de los arqueros por cubiertas móviles de cuero de buey. Muchos de ellos serían aplastados por las rocas arrojadas desde lo alto de la muralla, pero aquello no era nada que preocupase a Jitan. Lo único que le importaba era que las poleas no sufrieran daños, y estas estaban protegidas por cubiertas de hierro.

Jitan dirigió una última mirada a la muralla y se dirigió de vuelta a su tienda para hablar con los ingenieros. Druss lo observó hasta que se perdió de vista en la ciudad de tiendas que se extendía por el valle a lo largo de más de media legua.

Tantas tiendas, tantos guerreros… Druss ordenó a los defensores que se pusieran cómodos y descansasen mientras pudieran, y observó los rostros transidos por el miedo, con los ojos muy abiertos a causa del pánico que apenas podían controlar. La abrumadora desproporción de fuerzas había sido un golpe para la moral. Druss maldijo en voz baja, se quitó el jubón de cuero negro, bajó de los parapetos y tendió su enorme figura en la acogedora hierba que crecía en la base. Un instante después estaba dormido. Los hombres se daban codazos y lo señalaban; los más cercanos rieron entre dientes cuando se empezaron a oír los ronquidos del hachero. No sabían que era la primera vez que dormía en más de dos días, ni que se había tumbado allí por miedo de que las piernas no lo sostuvieran en el camino de vuelta a los barracones. Sólo sabían que era Druss, el Maestro del Hacha.

Y que se mostraba desdeñoso hacia los nadir.

Arquero, Hogun, Orrin y Caessa abandonaron también la muralla y se dirigieron al barracón. El arquero vestido de verde señaló al gigante dormido.

—¿Alguna vez ha habido alguien como él? —dijo.

—A mí me parece simplemente viejo y cansado —dijo Caessa—. No sé por qué lo observas con tanta reverencia.

—Sí que lo sabes —le dijo Arquero—, lo que pasa es que te gusta provocar, como siempre. Pero esa es la naturaleza de tu sexo.

—No te creas —replicó Caessa, sonriendo—. ¿Qué es, al fin y al cabo? Un guerrero; ni más, ni menos. ¿Qué ha hecho para que lo consideren un héroe? ¿Agitar el hacha? ¿Matar gente? Yo también he matado gente; no es nada del otro mundo. Pero nadie ha escrito una saga sobre mí.

—La escribirán, querida; la escribirán —le dijo Arquero—. Tiempo al tiempo.

—Druss es más que un simple guerrero —dijo Hogun en voz baja—. Siempre ha sido así. Es una referencia; un ejemplo, si quieres…

—¿De cómo matar gente? —sugirió Caessa.

—No; no me refiero a eso. Druss representa a todos los hombres que se han negado a abandonar, a rendirse cuando no había esperanza, a hacerse a un lado cuando la alternativa era la muerte. Ha demostrado a los demás que no existe la derrota segura. Para levantar el ánimo le basta con ser Druss, y con que lo vean como Druss.

—¡Palabrería! —dijo Caessa—. Todos los hombres sois iguales; os dejáis cautivar por la palabrería. ¿Alabarías así a un granjero que lucha durante años contra las malas cosechas y las inundaciones?

—No —reconoció Hogun—. Pero es la vida de alguien como Druss la que inspira a los granjeros a unirse a la batalla.

—¡Bobadas! —espetó Caessa—. ¡Bobadas arrogantes! A los granjeros no pueden importarles menos los guerreros y la guerra.

—Nunca conseguirás ganar, Hogun —le dijo Arquero, sujetando la puerta del barracón—. Ríndete mientras puedas.

—Hay un error de base en tu argumento, Caessa —dijo Orrin de improviso, mientras el grupo se sentaba en torno a una mesa montada sobre caballetes—. Pasas por alto el sencillo hecho de que la inmensa mayoría de las tropas que tenemos aquí está compuesta de granjeros. Se han alistado por el tiempo que dure esta guerra. —Sonrió con amabilidad y llamó con un gesto a un camarero.

—Pues entonces son idiotas —le contestó Caessa.

—Todos somos idiotas —convino Orrin—. La guerra es una estupidez ridícula, y tienes razón: a los hombres les encanta ponerse a prueba en la batalla. No sé por qué, porque yo nunca he sentido tal deseo, pero lo he visto demasiado a menudo en los demás. De todas formas, incluso para mí Druss es, como ha dicho Hogun, un ejemplo.

—¿Por qué? —le preguntó Caessa.

—Me temo que no soy capaz de explicarlo.

—Por supuesto que eres capaz.

Orrin sonrió y meneó la cabeza. Llenó las copas de vino blanco, arrancó un trozo de pan y pasó la hogaza. Comieron en silencio durante un rato.

—Hay una planta llamada nepto —añadió Orrin poco después—. Si se mastican sus hojas, calma el dolor de muelas y de cabeza. Nadie sabe por qué; sencillamente, funciona. Supongo que con Druss sucede algo por el estilo: cuando está cerca, el temor se disipa. No puedo explicarlo mejor.

—Pues a mí no me hace ese efecto —replicó Caessa.

Bregan y Gilad observaban los preparativos de los nadir desde los parapetos de la torre. El dun Pinar recorría la muralla y supervisaba la colocación de las pértigas para empujar las escalas de asedio. El bar Britan comprobaba la distribución de docenas de tarros de arcilla llenos de aceite; una vez tapados, se colocaban en cestas de mimbre colgadas a lo largo de los parapetos. La atmósfera era deprimente; apenas se intercambiaban palabras mientras los soldados comprobaban las armas, afilaban las espadas ya afiladas, engrasaban las armaduras y comprobaban las flechas que llenaban los carcajes.

Hogun y Arquero abandonaron juntos el barracón, y dejaron a Orrin y a Caessa proseguir con su charla. Los dos hombres se sentaron en la hierba a unos veinte pasos del hachero; Arquero se había tendido de costado y estaba apoyado en un codo.

—Una vez leí unos fragmentos del Libro de los Antiguos —dijo Arquero—. Ahora mismo me viene a la cabeza uno en concreto: «Llegado el momento, aparece el hombre». Nunca hubo un momento que pidiese más desesperadamente que este al hombre adecuado. Y Druss ha llegado. ¿Crees que es la providencia?

—¡Por los dioses, Arquero! No te estarás volviendo supersticioso ahora, ¿verdad? —le preguntó Hogun, sonriendo.

—Yo diría que no. Sólo me pregunto si existe algo como el destino, para que un hombre como este aparezca en este momento.

Hogun arrancó una brizna de hierba y se puso a mordisquearla.

—Bien; examinemos el asunto. ¿Podremos resistir durante tres meses hasta que el Lacerador reúna y entrene a su ejército?

—No. No con tan pocos hombres.

—Entonces no importa que la llegada de Druss sea una coincidencia u otra cosa. Resistiremos unos cuantos días más gracias a la forma en que ha entrenado a las tropas, pero eso no es suficiente.

—La moral está alta, vieja mula, así que no repitas por ahí esa opinión.

—¿Me tomas por imbécil? Resistiré y moriré junto a Druss cuando llegue el momento, como los demás. Te digo lo que pienso porque creo que lo comprenderás. Eres realista, y además sólo vas a estar aquí hasta que caiga la tercera muralla. Puedo ser sincero contigo, ¿no?

—Druss resistió en el pasó de Skeln cuando todos decían que era imposible —dijo Arquero.

—Once días, no tres meses. Y tenía quince años menos. No voy a quitar mérito a lo que logró; es digno de su leyenda, pero… ¡Caballeros de Dros Delnoch! ¿Habías visto alguna vez a caballeros como estos? Granjeros, campesinos y reclutas novatos. Sólo la Legión ha participado en combates reales, y está entrenada para realizar ataques a caballo; golpear y retirarse. Podríamos hundirnos al primer ataque.

—¡Pero no será así! —replicó Arquero, echándose a reír con auténtico buen humor—. Somos los caballeros de Druss y los ingredientes de una nueva leyenda. ¡Caballeros de Dros Delnoch! Tú y yo, Hogun; en el futuro cantarán sobre nosotros. El buen y viejo Arquero, que acudió en auxilio de la fortaleza asediada por amor a la libertad y a la caballería…

—… y al oro. No te olvides del oro —le dijo Hogun.

—Ese es un detalle circunstancial, vieja mula. No chafes el espíritu del asunto.

—Por supuesto que no; pido disculpas. Sin embargo, ¿dices que estás dispuesto a morir heroicamente para ser inmortalizado en canciones y sagas?

—Bueno, eso es discutible —admitió Arquero—. Pero estoy seguro de que habrá alguna forma de pasar por alto ese detalle.

Por encima de ellos, en Musif, la segunda muralla, algunos culs recibieron la orden de ayudar a transportar cubos de agua desde el pozo de la torre. Abandonaron los parapetos a regañadientes para unirse a la línea de soldados que aguardaba junto a los almacenes.

Los hombres, cargados con cuatro cubos de madera cada uno, se alinearon desde el edificio hasta la caverna estrecha, fría y oscura en la que se hallaba el pozo de Musif. Acoplaron los cubos a un complicado sistema de poleas y los bajaron lentamente hacia las aguas oscuras.

—¿Cuánto tiempo hace que no se usa esto? —preguntó un soldado cuando apareció el primer cubo cubierto de telarañas.

—Unos diez años, probablemente —le respondió un oficial, el dun Garta—. Los que vivían en las casas de esta zona usaban el pozo central. Un chiquillo se ahogó aquí una vez, y el pozo estuvo contaminado varios meses. Aquello y las ratas han mantenido alejada a la gente.

—¿Encontraron el cadáver? —preguntó el cul.

—No, que yo sepa. Pero no te preocupes, compañero; ahora sólo habrá huesos, y eso no estropeará el sabor. Venga, bebe un poco.

—Es curioso, pero no tengo mucha sed.

Garta se echó a reír, hundió las manos en el cubo y se llevó el agua a los labios.

—¡Salpimentada con cagadas de rata y unas cuantas arañas muertas para darle gusto! —dijo—. ¿Seguro que no queréis un poco?

Los hombres sonrieron, pero ninguno se acercó.

—Bueno, se acabó la diversión —dijo Garta—. Las poleas funcionan, los cubos están listos, y yo diría que todo está en orden. Cerrad la tapa del pozo y volvamos al trabajo.

Garta se despertó en mitad de la noche; el dolor lo desgarraba como si tuviera una rata enfurecida metida en el vientre. Se revolvió en el catre e intentó levantarse, y sus gemidos despertaron a los tres hombres con los que compartía la habitación. Uno de ellos corrió a su lado.

—¿Qué te pasa, Garta? —le dijo, intentando que se tendiese. Garta se retorcía de dolor y tenía el rostro morado; cayó de rodillas. Extendió la mano y la aferró en la camisa de su compañero.

—¡El… agua! ¡Agua! —comenzó a ahogarse.

—¡Quiere agua! —gritó el soldado que lo auxiliaba.

Garta sacudió la cabeza. De repente, un intenso dolor lo atravesó; arqueó la espalda y se desplomó en los brazos de su compañero.

—¡Por los dioses! ¡Está muerto!