La primera tormenta de la primavera estalló sobre las montañas de Delnoch en el momento en que Gilad relevaba al guardia en la primera muralla. En lo alto, los truenos resonaban furiosamente mientras las líneas retorcidas creadas por los relámpagos rasgaban el cielo nocturno e iluminaban momentáneamente la fortaleza. Un viento feroz aullaba y sibilaba al correr junto a las murallas.
Gilad se encogió bajo el alero de la puerta de la torre y colocó el pequeño brasero lleno de ascuas al resguardo de la pared. Tenía la capa empapada; el pelo le goteaba incesantemente sobre los hombros, y el agua le calaba en el interior de la coraza, mojando el cuero del forro de la cota de malla. Pero la pared reflejaba el calor del brasero, y Gilad había pasado noches peores en la llanura de Sentran mientras rescataba ovejas perdidas en medio de una ventisca invernal. Se levantaba de vez en cuando para echar un vistazo por encima del parapeto, hacia el norte, esperando a que algún relámpago iluminase la llanura. Nada se movía en aquella dirección.
En otro punto de la muralla, un brasero estalló cuando lo golpeó un rayo; la lluvia de carbones encendidos llegó cerca de donde estaba Gilad.
«Buen sitio para llevar armadura», pensó. Se estremeció y se agachó más cerca de la pared. Poco a poco, la tormenta se fue desplazando, empujada hacia la llanura de Sentran por el fuerte viento del norte. Siguió lloviendo durante un rato; el agua caía a cántaros sobre la piedra gris de los parapetos y corría por la muralla. Las gotas que caían esporádicamente sobre las brasas siseaban al vaporizarse.
Gilad abrió una bolsita y sacó una tira de tasajo. Arrancó un trozo de un bocado y masticó lentamente. Tendría que pasar tres horas allí, tras lo cual disfrutaría de otras tres en un cálido catre.
Le llegó un sonido desde la oscuridad que cubría el parapeto. Gilad giró de golpe, desenvainando la espada, mientras los espectros de los terrores de su infancia invadían sus pensamientos. Una figura robusta se dejó ver a la luz del brasero.
—¡Tranquilo, chico! Soy yo —dijo Druss. Se sentó al otro lado del brasero y acercó las manos a las llamas—. Un fuego, ¿eh?
La barba canosa del hachero estaba empapada; el jubón de cuero negro brillaba como si la tormenta lo hubiera pulido. La lluvia se había reducido ya a una ligera llovizna, y el viento había interrumpido su escalofriante ulular. Druss tarareó una canción de guerra durante un rato, mientras entraba en calor. Gilad, tenso y expectante, aguardaba a que soltase algún comentario sarcástico, algo como: «Tienes frío, ¿verdad? Te hace falta un fuego para mantener alejados a los fantasmas, ¿eh?».
«¿Por qué has elegido mi guardia para aparecer, viejo cabrón?», pensó.
Al cabo de un rato, el silencio comenzó a hacérsele agobiante, y Gilad no pudo soportarlo más.
—Es una fría noche para salir a pasear, señor —le dijo a Druss, maldiciéndose por usar un tono respetuoso.
—Las he pasado peores, y me gusta el frío. Es como el dolor; me recuerda que estoy vivo.
La luz de las llamas creaba sombras oscuras en el rostro curtido por la intemperie del viejo guerrero, y por primera vez, Gilad vio el cansancio que lo abrumaba. Pensó que aquel anciano parecía agotado; más allá de la legendaria armadura y los ojos que lanzaban fuego frío, sólo se trataba de un anciano. Duro y fuerte como un toro, desde luego, pero viejo. Agotado por el tiempo, aquel enemigo incansable.
—Quizá no lo creas —le dijo Druss—, pero este es el peor momento para un soldado: la espera que precede al combate. Siempre ha sido así. ¿Has estado alguna vez en una batalla, chico?
—No; nunca.
—Nunca es tan malo como temes, una vez te das cuenta de que morir no tiene nada de especial.
—¿Por qué dices eso? Para mí no es trivial. Tengo una esposa y una granja a las que me gustaría volver a ver. Aún tengo mucha vida por delante —replicó Gilad.
—Por supuesto. Pero puedes sobrevivir a esta batalla y morir a causa de la peste, o te puede matar un león, o se te puede gangrenar una herida. Puedes ser asesinado por unos bandidos, o te puedes caer del caballo. Sea como sea, acabarás muriéndote, como todo el mundo. Pero no estoy diciendo que te rindas y esperes a la muerte con los brazos abiertos; tienes que luchar. Un viejo soldado, un buen amigo mío, me dijo cuando yo era joven que los que tienen miedo de la derrota nunca salen victoriosos. Y es cierto. ¿Sabes qué es un bersérker, chico?
—Un guerrero muy fuerte —le respondió Gilad.
—Sí, lo es. Pero es más que eso: es una máquina de matar imposible de detener. ¿Sabes por qué?
—¿Porque está loco?
—Es cierto, pero hay algo más. No se defiende, porque cuando está luchando no le preocupa ser herido. Sencillamente, ataca. Y los que son inferiores, que sí se preocupan, mueren.
—¿Qué quieres decir con inferiores? Un hombre no necesita ser un asesino para ser grande.
—No quería decir eso… Aunque supongo que ha sonado así. Si yo intentase ser un granjero, como tu vecino, cualquiera podría decir que no soy tan bueno como tú. Me mirarían con desprecio y me considerarían un mal granjero. Pero en estas murallas, los hombres serán valorados en base al tiempo que consigan mantenerse con vida. Los que sean inferiores, inferiores como soldados, si quieres decirlo así, o mejoran o caen.
—¿Por qué has venido aquí, Druss? —le preguntó Gilad. Se refería al motivo por el que el hachero había acudido a su puesto de guardia, pero el viejo guerrero lo malinterpretó.
—He venido a morir —dijo en voz baja, calentándose las manos y con la mirada fija en las brasas—. Para encontrar algún lugar en las murallas donde hacer un último gesto, y después morir. No esperaba tener que organizar la puta defensa. ¡Maldición! ¡Soy un soldado, no un general!
Gilad se dio cuenta de que el hachero no se dirigía a él; no hablaba con el cul Gilad, que antes había sido granjero. Druss hablaba con un soldado más, ante un fuego más, en una fortaleza más. Aquella escena era un microcosmos que representaba la vida de Druss, la espera anterior a la batalla.
—Siempre le prometí que lo dejaría y cuidaría de la granja, pero siempre surgía alguien, en algún sitio, con una batalla en la que luchar. Durante muchos años pensé que eso significaba algo; la libertad, quizá, no lo sé. La verdad era mucho más sencilla: me encantaba pelear. Y ella lo sabía, pero siempre tuvo la delicadeza de no mencionarlo. ¿Puedes imaginar lo que significa ser una leyenda? ¿Ser el jodido Legendario? ¿Puedes?
—No, pero creí que estarías orgulloso —dijo Gilad, inseguro.
—Lo que estoy es cansado. Es algo que me mina las fuerzas en vez de aumentarlas, porque no me puedo permitir el lujo de mostrarme cansado. Soy Druss el Legendario y soy invulnerable; invencible. Me río ante el dolor. Puedo marchar eternamente. Con un solo golpe derribo montañas. ¿A ti te parece que puedo derribar una montaña?
—Sí —le respondió Gilad.
—Bueno, pues te aseguro que no es así. Soy un viejo con una rodilla lesionada y la espalda artrítica. Y mi vista no es tan buena como antes. Cuando era joven y fuerte, mis heridas siempre se curaban con rapidez. En aquel tiempo era incansable y podía luchar todo el día. Cuando fui envejeciendo aprendí a disimular, y a aprovechar todos los momentos de descanso que podía conseguir. Aprendí a usar la experiencia en el combate donde antes me habría limitado a abrirme paso por la fuerza. Cuando cumplí cincuenta años era cuidadoso; y, de cualquier forma, el Legendario hacía temblar a los hombres. En tres ocasiones luché con adversarios que podrían haberme vencido, pero se vencieron a sí mismos porque sabían quién era yo y estaban asustados. ¿Crees que soy un buen jefe?
—No lo sé. Soy un granjero, no un soldado —le respondió Gilad.
—No escurras el bulto, chico. Te he pedido tu opinión.
—No; probablemente no lo eres. Pero eres un gran guerrero. Supongo que hace tiempo podrías haber sido un jefe guerrero, no lo sé. Has hecho milagros con el entrenamiento; el espíritu que reina en el Dros ha cambiado.
—Siempre hubo buenos jefes en mis tiempos —le dijo Druss—. Hombres fuertes con mentes ágiles. He intentado recordar lo que me enseñaron… Pero es duro, chico. ¿No lo ves? Es duro. Nunca he temido a ningún enemigo al que pudiera hacer frente con el hacha, o con las manos, si era preciso. Pero en esta fortaleza me enfrento a enemigos de otro tipo: moral, preparación, trincheras, suministros, coordinación, organización… Me están haciendo polvo.
—No te fallaremos, Druss —le dijo Gilad, sintiendo una oleada se simpatía hacia aquel hombre—. Resistiremos a tu lado. Es algo que nos has dado, aunque la verdad es que te he odiado durante todo el entrenamiento.
—El odio da fuerzas, chico. Por supuesto que aguantaréis; sois hombres. ¿Te has enterado de lo del dun Mendar?
—Sí; fue una lástima. Y una suerte que estuviera allí para ayudarte —le respondió Gilad.
—Estaba allí para matarme, chico. Y casi lo consiguió.
—¿Qué? —exclamó Gilad, estupefacto.
—Ya me has oído, y espero que no lo repitas por ahí. Estaba a sueldo de los nadir y guiaba a los asesinos.
—Pero… Eso quiere decir que tú solo hiciste frente a todos —dijo Gilad—. ¿Cinco contra uno, y sobreviviste?
—Así es. Pero se trataba de un grupo mal organizado y poco hábil. ¿Sabes por qué te he dicho lo de Mendar?
—¿Porque querías hablar?
—No; nunca he sido muy hablador, y no necesito desahogarme ni compartir mis temores. Te lo he dicho porque quiero que sepas que confío en ti. Quiero que ocupes su puesto; te asciendo a dun.
—No me interesa —replicó Gilad, casi con fiereza.
—¿Crees que yo quería esta responsabilidad? ¿Por qué crees que he pasado este rato aquí? Estoy intentando que comprendas que a menudo, muy a menudo, estamos obligados a hacer algo que nos abruma. A partir de mañana asumirás tus nuevas tareas.
—¿Por qué? ¿Por qué yo?
—Porque te he estado observando y creo que tienes dotes de mando. Estoy impresionado por la forma en que has encabezado tu grupo de diez. Y por cómo ayudaste a Orrin en la carrera. Tienes orgullo. Te necesito, y necesito a otros como tú.
—No tengo experiencia —dijo Gilad, sabiendo que era una excusa lamentable.
—Ya la adquirirás. Ten en cuenta esto: tu amigo Bregan no es soldado, y algunos de tus hombres morirán durante el primer ataque; pero si el oficial que los manda es bueno, algunos se salvarán.
—Está bien. Pero no puedo permitirme comer en el barracón de oficiales, ni pagar la factura de una armadura. El uniforme me lo tendréis que proporcionar vosotros.
—El equipo de Mendar te servirá, y le darás un uso más noble.
—Gracias. —Gilad hizo una pausa y cambió de tema—. Antes has dicho que habías venido aquí para morir. ¿Eso quiere decir que crees que no podemos vencer?
—No, en absoluto. Olvida lo que he dicho.
—¡Maldita sea, Druss, no seas condescendiente conmigo! Has estado hablando de confianza. Bueno, ahora soy oficial y te he hecho una pregunta directa. No diré por ahí lo que me hayas contestado, así que confía en mí.
Druss sonrió, y sus ojos se encontraron la furiosa mirada del joven centinela.
—Muy bien. A largo plazo no tenemos ninguna posibilidad; cada día que pase nos acercará a la victoria nadir. Pero haremos que les cueste muy cara. Y eso puedes creértelo, porque quien habla es Druss el Legendario.
—Me importa un bledo el Legendario —replicó Gilad, devolviéndole la sonrisa—. Quien me habla es el hombre que acabó con cinco asesinos en un callejón oscuro.
—No me tengas en demasiada estima por eso, Gilad. Todos los hombres tienen algún talento. Algunos construyen, otros pintan, otros escriben, otros luchan… En mi caso es un poco diferente; siempre se me ha dado bien matar.
La muchacha recorrió los parapetos haciendo caso omiso de los comentarios de los soldados; su pelo castaño desprendía reflejos bajo el sol matinal, y sus largas piernas, esbeltas y bronceadas, eran el objeto de la mayoría de los comentarios entre soeces y amistosos que le lanzaba la tropa. Sonrió una vez cuando un hombre le dijo a un compañero: «Creo que me he enamorado» al pasar ella por delante. Le lanzó un beso y le guiñó un ojo.
Arquero sonrió y meneó la cabeza lentamente. Sabía que Caessa se regodeaba al hacer su aparición, pero con un cuerpo como aquel, ¿quién podía culparla? Tan alta como muchos hombres, esbelta y grácil, cada uno de sus movimientos era una promesa de placer para los guerreros que la miraban. Arquero pensó que, físicamente, era la mujer perfecta. La hembra definitiva.
La observó mientras la mujer encordaba su arco largo. Jorak le dirigió una mirada interrogadora, pero Arquero sacudió la cabeza. Todos los hombres se apartaron; aquel era el momento de Caessa, y tras su entrada se merecía un pequeño aplauso.
A cien pasos de la muralla se habían dispuesto unos monigotes de paja. Las cabezas estaban pintadas de amarillo, y los cuerpos, de rojo. Cien pasos eran una distancia normal para un buen arquero, pero disparar hacia abajo, desde el parapeto, aumentaba ligeramente la dificultad.
Caessa se echó una mano a la espalda y extrajo una flecha con plumas negras del carcaj de cuero. Comprobó que no tenía defectos y la encajó en la cuerda.
—Cabeza —dijo.
Con un único movimiento fluido tensó la cuerda, hasta que tocó su mejilla, y liberó la flecha, que surcó el aire de la mañana y atravesó el cuello del monigote más cercano; los observadores aplaudieron calurosamente. Caessa dirigió la mirada hacia Arquero, que levantó una ceja.
Cinco flechas más atravesaron el blanco de paja antes de que Arquero alzase una mano y el resto de los hombres volviera a sus prácticas. Arquero llamó a Caessa y ambos se alejaron del parapeto.
—Te has tomado tu tiempo para venir —le dijo, sonriendo.
Caessa entrelazó su brazo con el de él y le lanzó un beso. Como le ocurría siempre, Arquero se sintió excitado. Como siempre, reprimió la sensación.
—¿Me has echado de menos? —La voz de la mujer era grave y gutural; una voz tan llena de promesas sexuales como su cuerpo.
—Siempre te echo de menos —le respondió él—. Me levantas el ánimo.
—¿Sólo el ánimo?
—Sólo el ánimo.
—Mientes. Puedo verlo en tus ojos.
—No ves nada que yo no quiera que veas, o que vea nadie. Estás a salvo conmigo, Caessa, ¿no te lo he explicado? Pero permite que te diga que para ser una mujer que no busca la compañía de los hombres, haces unas entradas espectaculares. ¿Dónde están tus calzas?
—Tenía calor. La túnica ya es bastante decorosa —replicó Caessa, estirando distraídamente el dobladillo.
—Me pregunto si realmente sabes qué quieres —le dijo Arquero.
—Quiero estar sola.
—Entonces, ¿por qué buscas mi amistad?
—Ya me entiendes.
—Sí —replicó Arquero—. Pero no estoy seguro de que te entiendas tú.
—Estás muy serio hoy, oh Señor del Bosque. No sé por qué; nos van a pagar a todos, hemos recibido el indulto, y los barracones son un poco más cómodos que Skultik.
—¿Dónde te han instalado?
—Ese joven oficial… Pinar, creo…, insistió en que dispusiera de una habitación en el barracón principal. No quería ni oír hablar de que estuviera con el resto de los hombres. Fue enternecedor, realmente. ¡Hasta me dio un beso en la mano!
—Es un buen tipo —dijo Arquero—. Vamos a tomar un trago.
Ambos entraron en el barracón de los comedores de Eldíbar. Se dirigieron al fondo, a la zona de oficiales, y pidieron una botella de vino blanco. Se sentaron junto a la ventana, y Arquero bebió en silencio durante un rato, observando a los hombres que se entrenaban.
—¿Por qué aceptaste esto? —le preguntó de repente Caessa—. Y no me sueltes ninguna de esas tonterías sobre los indultos. No te importan una mierda, y tampoco el dinero.
—¿Sigues intentando comprenderme? No lo vas a conseguir —le respondió Arquero, y bebió un trago.
Se volvió y pidió pan y queso. Caessa esperó hasta que se marchó el soldado que atendía las mesas.
—¡Vamos, dímelo!
—A veces, querida, como sin duda aprenderás cuando seas un poco mayor, no hay razones sencillas que expliquen los actos de un hombre. Un impulso. Una decisión improvisada. ¿Quién sabe por qué acepté venir aquí? Yo no, desde luego.
—Sigues mintiendo; lo que pasa es que no me lo quieres decir. ¿Es por ese viejo, Druss?
—¿Por qué te interesa tanto? Es más, ¿por qué has venido tú a este lugar?
—¿Por qué no? Será emocionante, y no demasiado peligroso. Nos marcharemos cuando caiga la tercera muralla, ¿no?
—Por supuesto. Eso fue lo acordado —le respondió Arquero.
—No confías en mí, ¿verdad? —le dijo Caessa, sonriendo.
—No confío en nadie. ¿Sabes? A veces te comportas como cualquiera de las demás mujeres que he conocido.
—¿Eso es un cumplido, oh Amo del Bosque Verde?
—Creo que no.
—Entonces, ¿a qué viene? A fin de cuentas, soy una mujer. ¿Cómo esperas que me comporte?
—Ya estás otra vez. Volvamos a lo de la confianza: ¿por qué lo has preguntado?
—No quieres decir por qué has venido, y luego mientes sobre lo de marcharse. ¿Crees que soy una idiota sin remedio? No tienes intención de abandonar este condenado montón de piedras. Te quedarás hasta el final.
—¿Y de dónde has sacado esa interesante información? —le preguntó Arquero.
—La llevas escrita en la cara. Pero no te preocupes; no se lo diré a Jorak ni a los demás. Eso sí; no cuentes con que yo me vaya a quedar; no tengo intención de morir aquí.
—Caessa, palomita mía… Acabas de demostrar lo poco que me conoces. De todas formas, por si te interesa…
Arquero interrumpió su explicación cuando la alta figura de Hogun atravesó la puerta. El gan se abrió paso entre las mesas en dirección a ellos. Era la primera vez que Caessa veía al general de la Legión, y estaba impresionada. El gan avanzaba con elegancia, con una mano apoyada en la empuñadura de la espada. Tenía los ojos claros, la mandíbula fuerte y unos rasgos agraciados, incluso atractivos. A Caessa le cayó mal de inmediato; su mirada se endureció cuando el soldado cogió una silla, le dio la vuelta y se sentó frente a Arquero, haciendo caso omiso de ella.
—Tenemos que hablar, Arquero —dijo Hogun.
—Adelante; pero primero permíteme que te presente a Caessa. Caessa, querida, el gan Hogun, de la Legión.
Hogun inclinó la cabeza en dirección a la mujer y se dirigió de nuevo a Arquero.
—¿Te importa que hablemos a solas? —le preguntó. Los ojos verdes de Caessa lanzaron un destello de furia, pero guardó silencio y se levantó, dispuesta a soltar una pulla dirigida al general mientras se marchaba.
—Te veré luego —le dijo Arquero, cuando Caessa empezó a abrir la boca—. Aprovecha para comer algo ahora. —La contempló mientras giraba en redondo y se marchaba de la sala, deleitándose al contemplar sus gráciles andares felinos.
—La has irritado —le dijo a Hogun.
—¿Yo? Ni siquiera he hablado con ella —dijo el gan. Se quitó el casco negro y plateado y lo dejó en la mesa—. De todas formas, no importa. Quiero que hables con tus hombres.
—¿Sobre qué?
—Pasan un montón de tiempo ganduleando y burlándose de los soldados que se entrenan. Eso no es bueno para la moral.
—¿Por qué iban a hacer otra cosa? Son civiles, y voluntarios. Eso se terminará en cuanto comience la lucha.
—El problema es, Arquero, que la lucha puede comenzar antes de que lleguen los nadir. Acabo de impedir que uno de mis hombres fuese a sacarle las tripas a ese gigante barbudo, Jorak. Como esto siga así, pronto tendremos asesinatos entre manos.
—Hablaré con ellos —le dijo Arquero—. Tranquilízate y toma un trago. ¿Qué opinas de mi dama arquera?
—No me he fijado demasiado. Parece guapa.
—Quizá sea cierto lo que dicen de la caballería —le dijo Arquero—. ¡Sólo tenéis ojos para vuestros caballos! Por los dioses, hombre, es bastante más que guapa.
—Habla ahora con tus hombres; me sentiré mejor. La tensión está creciendo peligrosamente, y los nadir están apenas a un par de días de distancia.
—Te he dicho que hablaré con ellos; de momento, toma un trago y relájate. Empiezas a estar tan nervioso como tus hombres, y eso no es bueno para la moral.
Hogun sonrió.
—Tienes razón. Siempre pasa lo mismo antes de una batalla. Druss parece un oso con dolor de muelas.
—Me he enterado de que perdiste en el torneo de espadas contra ese gordo —le dijo Arquero, sonriendo—. ¡Muy mal, muy mal, vieja mula! No es el momento de andar haciéndoles la pelota a los mandos.
—No lo dejé ganar; es un espadachín excelente. No lo juzgues con mucha dureza, amigo mío; podría sorprenderte. Desde luego, a mí me sorprendió. ¿Qué querías decir antes con eso de que he hecho enfadar a la chica?
Arquero sonrió, se echó a reír, sacudió la cabeza y se llenó otra copa de vino.
—Mi querido Hogun: cuando una mujer es hermosa, suele esperar algo de… ¿Cómo diría yo? Algo de atención por parte de los hombres. Deberías haber tenido la cortesía de quedarte asombrado ante su belleza. Haberte quedado mudo o, mejor incluso, haber empezado a balbucear. Entonces se habría limitado a no hacerte caso y a responder a tu devoción con desdén arrogante. Como no le has prestado atención, ahora te odia. O, lo que puede ser peor, hará todo lo que pueda por ganarse tu corazón.
—Eso no tiene mucho sentido. ¿Por qué iba a intentar conquistarme, si me odia?
—Porque así se pondrá en situación de poder tratarte con desdén. ¿Es que no sabes nada sobre las mujeres?
—Sé lo suficiente —replicó Hogun—. También sé que no tengo tiempo para tonterías. ¿Crees que debería pedirle disculpas?
—¿Y que sepa que sabes que se siente desairada? Mi querido amigo, ¡tu formación tiene lagunas considerables!