El viento fue favorable, y el Gandul avanzó con rapidez hacia el norte hasta que, al fin, las torres de color gris plata de Dros Purdol rompieron la línea del horizonte. El barco entró en el puerto poco antes de mediodía, pasando por delante de las trirremes de guerra drenai y los buques mercantes anclados en la bahía.
Entre la multitud que llenaba el muelle, los vendedores callejeros ofrecían amuletos, adornos, armas y mantas a los marineros; fornidos estibadores subían provisiones por pasarelas oscilantes, apilaban mercancías y comprobaban cargamentos. En el lugar reinaban el ruido y el caos aparente.
El puerto estaba lleno de color y sumido en el ritmo ajetreado de la vida urbana, y Rek sintió una punzada de pesar al abandonar el barco. Serbitar y los Treinta desembarcaron mientras Rek y Virae se despedían del capitán.
—Salvo en una ocasión, ha sido un viaje muy agradable —dijo Virae—. Os agradezco vuestra amabilidad.
—Ha sido un placer estar a vuestro servicio, mi señora. A mi regreso enviaré a Drenan los documentos que certifican el matrimonio. Ha sido la primera vez para mí; nunca había asistido a la boda de la hija de un conde, no hablemos ya de participar en ella. Os deseo mucha suerte.
Se inclinó y besó la mano de Virae. Le habría gustado añadir: «Que vuestra vida sea larga y feliz», pero sabía adonde se dirigían.
Virae bajó por la pasarela. Rek estrechó la mano del capitán, y se sorprendió cuando el hombre le dio un abrazo.
—Que tu brazo sea fuerte, tu espíritu, afortunado, y tu caballo, veloz cuando llegue el momento —le dijo.
—Necesitaré lo primero y lo segundo —dijo con una sonrisa—, pero en cuanto al caballo, ¿tú crees que la señora estará dispuesta a huir?
—No. Es una chica estupenda. Que tengas suerte.
—Lo intentaré —dijo Rek.
En el muelle, un joven oficial con capa roja se abrió paso entre el gentío y se detuvo ante Serbitar.
—¿Qué os trae por Dros Purdol? —le preguntó.
—Vamos de paso. Partiremos hacia Dros Delnoch en cuanto consigamos caballos —le respondió el albino.
—La fortaleza estará pronto bajo asedio, señor. ¿Estáis al tanto de la guerra que se avecina?
—En efecto. Viajamos con la dama Virae, hija del conde Delnar, y con Regnak, su esposo.
El oficial se volvió hacia Virae y le hizo una reverencia.
—Es un placer, mi señora. Nos conocimos cuando cumplisteis los dieciocho, el año pasado. Probablemente no me recordaréis.
—¡Al contrario, dun Degas! Bailamos, y os pisé. Fuisteis muy amable y cargasteis con la culpa.
Degas sonrió y se inclinó de nuevo. Pensó que Virae había cambiado muchísimo; no quedaba nada de aquella muchacha torpe que lo había hecho tropezar con el vuelo de su falda; la joven que se había puesto roja como un tomate cuando, durante una conversación acalorada, había estrellado una copa de cristal y empapado a la mujer que estaba sentada a su lado. ¿Qué había cambiado? Tenía el aspecto que recordaba; el mismo pelo lacio y rubio, la boca demasiado ancha, las cejas oscuras sobre aquellos ojos hundidos. El oficial la vio sonreír cuando Rek se acercó, y la pregunta quedó contestada: se había convertido en alguien deseable.
—¿En qué estás pensando, Degas? —le preguntó Virae—. Pareces muy lejos de aquí.
—Disculpad, mi señora. Pensaba que el conde Pindak estará encantado de recibiros.
—Tendrás que transmitirle mis disculpas —le dijo Virae—. Tenemos que partir sin demora. ¿Dónde podemos comprar caballos?
—Estoy convencido de que os podremos conseguir buenas monturas —replicó Degas—. Es una lástima que no hayáis llegado antes; hace cuatro días enviamos a trescientos hombres a Delnoch para que se unieran a la defensa, y podríais haber viajado con ellos; habría sido más seguro. Los sathuli se han vuelto más audaces desde que comenzó la amenaza nadir.
—Llegaremos de todas formas —dijo el hombre alto que estaba junto a Virae. Los ojos de Degas le tomaron la medida: era soldado, o lo había sido. Tenía buena planta.
Degas guió al grupo hasta una posada y le aseguró que tendría las monturas a su disposición en un par de horas. Cumplió su palabra y regresó con una tropa de jinetes drenai que guiaban a treinta y dos caballos. No tenían tan buena crianza como las monturas que habían tenido que dejar en Lentria, pero eran animales robustos: pintos criados para moverse por las zonas montañosas. Después de que los caballos hubieran sido preparados y las provisiones estuvieran empaquetadas, Degas se acercó a Rek.
—Los caballos son un regalo, pero os estaría agradecido si pudierais llevarle estos mensajes al conde. Llegaron ayer por mar, desde Drenan, demasiado tarde para ser enviados con los jinetes. El mensaje del sello rojo es de Abalayn.
—El conde los recibirá —le aseguró Rek—. Gracias por vuestra ayuda.
—No hay de qué. ¡Buena suerte!
El oficial fue a despedirse de Virae. Rek guardó los mensajes en las alforjas de su yegua ruana y montó. Encabezó el grupo mientras partían hacia el oeste de Purdol y a lo largo de las estribaciones de las montañas de Delnoch.
Serbitar avanzó hasta situarse junto a Rek mientras entraban en el bosque que se extendía al otro lado de la ciudad.
—Pareces preocupado —le dijo Rek.
—Lo estoy. Tenemos por delante forajidos, renegados, quizá desertores y, desde luego, nómadas sathuli.
—Eso no es lo que te preocupa.
—Eres perspicaz —le dijo Serbitar.
—Es cierto. Pero es que vi andar a un cadáver.
—En efecto.
—Habéis evitado hablar de lo que pasó aquella noche durante demasiado tiempo —le dijo Rek—. Cuéntame de una vez lo que sepas. ¿Qué era aquello?
—Vintar cree que se trataba de un demonio invocado por Nosta Jan, el chamán principal de la tribu de Ulric, los Cabeza de Lobo, y por tanto, el jefe de todos los chamanes nadir. Es muy viejo; se dice que ya fue el chamán del bisabuelo de Ulric. Y es todo maldad.
—¿Su poder es mayor que el vuestro?
—Individualmente, sí. Contra todo el grupo, no lo creo. Hemos conseguido evitar que entre en Dros Delnoch, pero él a su vez ha levantado una barrera alrededor de la fortaleza, y nosotros tampoco podemos entrar.
—¿Volverá a atacarnos? —le preguntó Rek.
—Seguro. Lo que tenemos que preguntarnos es cómo.
—Creo que dejaré que vosotros os preocupéis de eso —dijo Rek—. Mis tragaderas para estos asuntos tienen un límite diario, y ya lo he alcanzado.
Serbitar no respondió. Rek tiró de las riendas y esperó a que Virae lo alcanzase.
Aquella noche acamparon junto a un arroyo de montaña, pero no encendieron fuego. Al principio de la tarde, Vintar recitó unas poesías; su voz era melodiosa, y las palabras, evocadoras.
—Esos versos son suyos —le susurró Serbitar a Virae—, pero no le gusta que se sepa, no sé por qué. Es un poeta excelente.
—Son versos muy tristes —dijo Virae.
—Toda la belleza es triste, pues acaba desvaneciéndose —replicó el albino.
Serbitar dejó a la joven, se retiró junto a un sauce cercano y se sentó con la espalda apoyada en el tronco. A la luz de la luna, parecía un espectro plateado.
Arberdark se reunió con Rek y Virae, y les pasó unos pasteles de miel que había comprado en el puerto. Rek observó la solitaria figura del albino.
—Ha salido de viaje —dijo Arberdark—. Él solo.
Al amanecer, cuando se empezó a oír el canto de los pájaros, Rek gruñó y apartó su dolorido cuerpo de las raíces salientes que se le clavaban en el costado. Abrió los ojos. Casi todos los Treinta seguían durmiendo; el alto Antaheim montaba guardia junto al arroyo. Cerca del sauce, Serbitar permanecía inmóvil en la misma postura que había mantenido durante todo el recital.
Rek se sentó y se estiró. Tenía la boca seca. Se quitó la manta de encima, se acercó a los caballos, sacó una bolsa, se enjuagó la boca con agua de la cantimplora y se acercó al arroyo. Sacó una pastilla de jabón, se quitó la camisa y se arrodilló junto a la rápida corriente.
—No hagas eso, por favor —le dijo Antaheim.
—¿Qué?
El alto guerrero se le acercó y se agachó a su lado.
—La espuma del jabón seguirá río abajo. No sería muy inteligente anunciar nuestra presencia.
Rek maldijo su propia estupidez y se disculpó.
—Las disculpas no son necesarias, pero lamento haberte interrumpido. ¿Ves esa planta que crece junto a aquella roca cubierta de líquenes?
Rek se volvió hacia donde le indicaba y asintió.
—Es bergamota. Mójala, aplasta unas hojas y frótatelas para lavarte. Te refrescará y te dará… un aroma algo mejor.
—Gracias. ¿Serbitar sigue viajando?
—No debería. Voy a ver. —Antaheim cerró los ojos durante unos instantes. Cuando volvió a abrirlos, Rek vio su expresión de pánico. El guerrero echó a correr, alejándose del arroyo, en el mismo instante en que todos los miembros de los Treinta saltaban de entre las mantas y se acercaban también a la carrera al sauce donde estaba Serbitar.
Rek dejó caer la camisa y el jabón en la orilla y se les unió. Vintar estaba inclinado sobre la figura inmóvil del albino. El abad cerró los ojos y cubrió con las manos el rostro delgado del joven guía de los Treinta. Durante un rato no se movió; después, su frente se cubrió de sudor, y empezó a balancearse.
El abad alzó una mano; Menahem se puso a su lado al instante y alzó la cabeza de Serbitar. El guerrero moreno levantó el párpado derecho de Serbitar; tenía el iris tan rojo como la sangre.
Virae se arrodilló junto a Rek.
—Tenía los ojos verdes —le dijo—. ¿Qué está pasando?
—No lo sé —le respondió Rek.
Antaheim se separó del grupo y corrió hacia la maleza. Regresó poco más tarde con lo que parecía ser un puñado de hojas de parra, que dejó en el suelo. Reunió unas cuantas ramas secas y encendió una pequeña hoguera; tras ello construyó un trípode con ramas y colgó una olla sobre el fuego, la llenó de agua, machacó las hojas entre las palmas de las manos y las arrojó en la olla. Cuando el agua comenzó a hervir, un aroma dulzón invadió el aire. Antaheim retiró la olla del fuego, la rellenó con agua fría de la cantimplora y vertió el líquido en un cuenco de barro, que tendió a Menahem. Abrieron con cuidado la boca del albino y, mientras Vintar le mantenía cerradas las aletas de la nariz, Menahem lo hizo beber. Serbitar se atragantó y tragó, y Vintar le soltó la nariz. Menahem le apoyó la cabeza en la hierba mientras Antaheim apagaba el fuego con rapidez. No había habido humo.
—¿Qué está pasando? —le preguntó Rek a Vintar cuando el abad se le acercó.
—Hablaremos más tarde —le respondió Vintar—. Ahora debo descansar.
El abad se dirigió tambaleándose hacia sus mantas, se dejó caer en ellas y se sumió instantáneamente en un sueño profundo.
—Me siento como si tuviera una sola pierna y estuviera corriendo una carrera —dijo Rek.
Menahem se le acercó; su rostro moreno estaba pálido por el agotamiento. Bebió un trago de un odre, se sentó, estiró las largas piernas en la hierba y se tendió de costado, apoyado en un codo.
—No pretendía escuchar a escondidas, pero he oído lo que le decías al abad —le dijo a Rek—. Tienes que disculparlo; es mayor que nosotros y la tensión de la caza ha sido demasiado para él.
—¿La caza? ¿Qué caza? —le preguntó Virae.
—Buscamos a Serbitar. Había viajado lejos, y su senda se había cortado. No podía regresar, y teníamos que encontrarlo. Vintar ha supuesto, acertadamente, que se habría introducido entre las nieblas para probar suerte. Ha tenido que ir a por él.
—Perdona, Menahem —le dijo Rek—. Pareces agotado, pero intenta recordar que no sabemos de qué estás hablando. ¿Entre las nieblas? ¿Qué diablos significa eso?
Menahem suspiró.
—¿Cómo le explicarías los colores a un ciego?
—Le diría que el rojo es como la seda; el azul, como el agua fría, y el amarillo, como la luz del sol en la cara —espetó Rek.
—Discúlpame, Rek; no pretendía ser descortés —le dijo Menahem—. No puedo explicarte cómo son las nieblas tal como yo las percibo, pero intentaré que te hagas una idea. Existen muchos futuros, pero sólo un pasado. Cuando salimos de nuestros cuerpos seguimos una senda recta, que a nuestra espalda permanece sólida, extendiéndose tanto como nosotros. Cubrimos largas distancias, pero la senda permanece inalterable, pues está anclada en nuestros recuerdos. ¿Me comprendes?
—De momento sí —le respondió Rek—. ¿Virae?
—No soy idiota, Rek
—Perdona. Sigue, Menahem.
—Intenta imaginar ahora otras sendas. No como, por ejemplo, de Drenan a Delnoch, sino del hoy al mañana. El mañana aún no ha ocurrido, y las posibilidades son innumerables. Cada uno de nosotros toma decisiones que afectan al mañana.
»Bien; digamos que viajamos al mañana. En ese caso nos enfrentamos a múltiples sendas, oscilantes y tenues como una tela de araña. En una de estas sendas, Dros Delnoch ha caído; en otra se ha salvado, o puede estar a punto de caer o de salvarse. Sea como sea, existen cuatro caminos; ¿cuál es el verdadero? Y si perdemos el camino, ¿cómo regresamos al hoy, si desde el punto en donde estamos existen muchos ayeres? ¿A cuál nos dirigiríamos?
»Serbitar ha viajado más lejos todavía. Y Vintar lo ha encontrado mientras manteníamos el camino a la vista.
—Has usado una analogía inadecuada —le dijo Rek—. No es como explicarle los colores a un ciego; se parece más a explicarle qué es la arquería a una piedra, y no tengo la más remota idea de qué dices. ¿Serbitar se pondrá bien?
—Todavía no lo sabemos. Si sobrevive, tendrá información de gran valor.
—¿Qué les ha pasado a sus ojos? ¿Cómo han cambiado de color? —preguntó Virae.
—Serbitar es un albino auténtico. Necesita ciertas hierbas para mantener sus fuerzas. Ayer por la noche viajó demasiado lejos y perdió el rumbo; fue una insensatez. Pero su corazón late ahora con firmeza, y está descansando.
—Entonces, ¿no va a morir? —preguntó Rek.
—No podemos saberlo aún. Ha recorrido una senda que ha forzado demasiado su mente. Quizá sea arrastrado; es algo que les ocurre a veces a los Viajeros: se alejan tanto de sí mismos que, simplemente, se desvanecen como el humo. Si su espíritu se ha roto, se alejará de él y regresará a la niebla.
—¿Y no podéis hacer nada?
—Ya hemos hecho todo lo que podíamos. No podemos retenerlo aquí para siempre.
—¿Cuándo sabremos si está bien? —preguntó Rek.
—Cuando despierte. Si despierta.
La mañana transcurrió lentamente. Serbitar yacía inmóvil; los Treinta no se encontraban de ánimo como para conversar, y Virae se había alejado corriente arriba para darse un baño. Rek, cansado y aburrido, extrajo las cartas que llevaba en las alforjas. El grueso rollo sellado con lacre rojo estaba dirigido al conde Delnar. Rek rompió el sello y desplegó la carta. El mensaje, escrito con elegante caligrafía, decía así:
Mi querido amigo:
La información que tenemos indica que, cuando leas esto, los nadir estarán sobre vosotros. Hemos intentado negociar la paz repetidas veces, y hemos ofrecido todo lo que tenemos, excepto el derecho a gobernarnos nosotros mismos como un pueblo libre. Ulric no ha aceptado; desea para sí un reino que se extienda desde el mar del norte al océano meridional.
Sé que el Dros no podrá resistir, por lo que he decidido retirar la orden de que luchéis hasta el último hombre. Sería una batalla sin objeto y sin esperanza.
Huelga decir que el Lacerador está en contra de esta decisión, y ha dejado claro que llevará a su ejército a las montañas y preparará una fuerza de ataque si se permite a los nadir alcanzar la llanura de Sentran.
Tú eres un soldado veterano; la decisión es tuya.
Si te rindes, carga la responsabilidad sobre mí. Es mía, al fin y al cabo, pues he sido yo quien ha permitido que Drenai terminase en este lamentable estado.
No pienses mal de mí. Siempre he intentado hacer lo que he creído mejor para mi pueblo. Pero quizá los años me han pasado una factura mayor de lo que creía, pues mis tratos con Ulric han carecido de la sabiduría necesaria.
La misiva estaba firmada con un simple «Abalayn», y bajo la firma aparecía el sello rojo del dragón de Drenai.
Rek volvió a enrollar el pergamino y lo guardó en las alforjas. Rendirse… Parecía que se tendía una mano amiga cuando colgaban sobre el abismo.
Virae regresó del arroyo con el pelo goteándole y el rostro enrojecido. —¡Por los dioses, ha sido estupendo!— le dijo a Rek, sentándose a su lado. —¿A qué viene esa cara? ¿Serbitar no ha despertado aún?
—No. Dime… ¿Qué habría hecho tu padre si Abalayn le hubiera ordenado rendir el Dros?
—Abalayn nunca le habría ordenado tal cosa a mi padre.
—Pero ¿y si lo hubiera hecho? —insistió Rek.
—No lo ha hecho. ¿Por qué preguntas siempre cosas irrelevantes? Rek le puso una mano en el hombro.
—Respóndeme. ¿Qué habría hecho?
—Se habría negado. Abalayn sabe que mi padre es el señor de Dros Delnoch, el Guardián del Norte. Podría ser relevado de su puesto, pero no se le podría pedir que rindiese la fortaleza.
—Imagina que Abalayn dejara la decisión en manos de Delnar. ¿Qué pasaría en ese caso?
—Mi padre habría ordenado que lucharan hasta el último hombre; era su forma de ser. ¿Vas a explicarme a qué viene todo esto?
—El mensaje que me dio Degas para tu padre es una carta de Abalayn en la que retira la orden de resistir hasta el final.
—¿Cómo te has atrevido a abrirla? —estalló Virae—. Estaba dirigida a mi padre, y deberías habérmela entregado a mí. ¿Cómo te atreves? —Con el rostro rojo de ira, le lanzó un puñetazo a Rek, que detuvo el golpe. Virae volvió a intentar golpearlo. Sin pensar, Rek le devolvió la bofetada, con la mano abierta, y Virae cayó sobre la hierba.
Virae se quedó inmóvil; los ojos le brillaban de furia.
—Te diré cómo me atrevo —le dijo Rek, reprimiendo su propia ira con gran esfuerzo—: Porque soy el conde. Si Delnar está muerto, la carta está dirigida a mí, lo que significa que la decisión de luchar es mía. Como lo es la decisión de abrir las puertas a los nadir.
—¿Eso era lo que querías? ¿Una forma de escaparte? —Virae se puso en pie y cogió su jubón de cuero.
—Cree lo que quieras, no me importa en absoluto —le dijo Rek—. No debería haberte hablado de la carta; había olvidado lo mucho que significa para ti esta guerra. Estás deseando ver a los cuervos dándose un banquete, ¿verdad? ¡Estás deseando ver cómo los cadáveres comienzan a hincharse y pudrirse! ¿Verdad? —gritó mientras Virae se alejaba.
—¿Problemas, amigo mío? —le dijo Vintar, mientras se sentaba frente al enojado Rek.
—No es asunto tuyo —espetó el nuevo conde.
—Oh, no lo dudo —dijo Vintar con tranquilidad—. Pero quizá pueda ayudar. A fin de cuentas, hace muchos años que conozco a Virae.
—Lo siento, Vintar. Mi comportamiento ha sido imperdonable.
—Rek, a lo largo de mi vida he aprendido que pocos actos son imperdonables. Y, desde luego, unas palabras no se merecen tal castigo. Me temo que resulta muy humano el responder violentamente cuando se ha sido herido. En serio, ¿puedo ayudar?
Rek le habló de la carta y de la reacción de Virae.
—Es un problema espinoso, hijo mío. ¿Qué vas a hacer?
—Aún no lo he decidido.
—Eso está bien. Nadie debería tomar una decisión a la ligera en un asunto tan serio como este. No seas muy duro con Virae. Ahora está sentada junto al arroyo y se siente fatal; lamenta desesperadamente lo que ha dicho y sólo está esperando a que te disculpes para poderte responder que todo ha sido culpa suya.
—Que me aspen si le pido disculpas —dijo Rek.
—El viaje se hará muy incómodo si no se las pides —replicó el abad.
El durmiente Serbitar lanzó un leve gemido. En un instante, Vintar, Menahem, Arberdark y Rek se acercaron a él. Los ojos del albino se agitaron y se abrieron… Tenían de nuevo el color de las hojas del rosal. Sonrió a Vintar.
—Gracias, abad —susurró. Vintar le acarició el rostro cariñosamente.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Rek.
Serbitar sonrió.
—Estoy bien. Débil, pero bien.
—¿Qué ocurrió? —dijo Rek.
—Nosta Jan. Intenté abrirme paso hacia la fortaleza y fui enviado a las nieblas exteriores. Estaba perdido… Roto. Vi futuros terribles, y un caos que escapa a cualquier descripción. Huí. —Bajó la mirada—. Huí presa del pánico, sin saber adonde ni a cuándo.
—No hables más, Serbitar —le dijo Vintar—. Descansa.
—No puedo descansar —replicó el albino, intentando levantarse—. Ayúdame, Rek.
—Quizá deberías hacer caso a Vintar —le dijo Rek.
—No. Escúchame: entré en Delnoch y vi muerte. Algo terrible.
—¿Los nadir ya están allí? —le preguntó Rek.
—No. Calla. No pude ver al hombre con claridad, pero vi que el pozo de Musif, tras la segunda muralla, había sido envenenado. Cualquiera que beba de él, morirá.
—Pero llegaremos antes de la caída de la primera muralla —dijo Rek—. Y seguro que el pozo de Musif no se necesitará hasta entonces.
—Eso no tiene nada que ver. Eldíbar, o la primera muralla, como la llamas, es indefendible. Es demasiado larga, y ningún comandante que conozca su trabajo intentará mantener la defensa. ¿No lo entiendes? Por eso, el traidor ha envenenado el otro pozo. Druss se verá obligado a hacer que la primera batalla tenga lugar allí, y los hombres serán provistos ese día, al amanecer. A mediodía comenzarán a morir, y cuando caiga la noche, lo único que quedará será un ejército de fantasmas.
—Tenemos que ponernos en marcha —dijo Rek—. ¡Y ya! Dadle un caballo.
Rek salió corriendo en busca de Virae mientras los Treinta ensillaban a sus monturas. Vintar y Arberdark ayudaron a levantarse a Serbitar.
—Has visto algo más, ¿no es cierto? —dijo Vintar.
—Sí; pero algunas tragedias es mejor no relatarlas.
Cabalgaron durante tres días a la sombra de la cordillera de Delnoch, a lo largo de profundas cañadas y sobre colmas boscosas. Avanzaron rápidamente, pero con precaución. Menahem iba por delante, como explorador, y enviaba mensajes mentales a Vintar. Virae no había hablado mucho desde la discusión y evitaba escrupulosamente a Rek. En respuesta, este no cedía terreno ni intentaba romper el silencio, aunque la situación le resultaba dolorosa.
En la mañana del cuarto día, mientras coronaban una colina que se alzaba sobre el espeso bosque, Serbitar alzó una mano e hizo detenerse a la columna.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Rek, situándose a su lado.
—He perdido el contacto con Menahem.
—¿Problemas?
—No lo sé. Puede haberse caído del caballo.
—Vayamos y descubrámoslo —dijo Rek, espoleando a la yegua.
—¡No! —gritó Serbitar, pero el caballo ya corría pendiente abajo y ganaba velocidad.
Rek tiró de las riendas e hizo que el animal levantase la cabeza, y se inclinó hacia atrás en la silla mientras su montura alcanzaba la base de la colina. Ya en terreno más firme, echó una ojeada hacia delante; alcanzó a ver entre los árboles la montura gris de Menahem, con la cabeza gacha, y un poco más lejos distinguió la figura del guerrero, tendido boca abajo sobre la hierba. Rek picó espuelas e hizo que la yegua se acercase, pero al pasar junto al primer árbol distinguió un movimiento que lo alertó, y se dejó caer de la silla a la vez que un hombre saltaba de entre las ramas. Rek cayó de costado, rodó y se levantó al tiempo que desenvainaba la espada. Otros dos hombres se unieron a su atacante; los tres vestían las largas túnicas blancas de los sathuli.
Rek se acercó caminando de espaldas al caído Menahem y le echó un vistazo. El guerrero sangraba por una herida en la sien causada por una honda, pero Rek no tenía la posibilidad de comprobar si seguía vivo. Otros sathuli surgieron de entre los arbustos, empuñando cimitarras y cuchillos largos.
Avanzaron lentamente, con amplias sonrisas en sus atezados rostros barbudos. Rek sonrió a su vez.
—Hace un buen día para morir —dijo—. ¿Queréis uniros a mí y comprobarlo?
Deslizó la mano derecha hasta la guarda de su espada, haciendo sitio en la empuñadura para la izquierda. En aquella ocasión no había tiempo para esgrima delicada; tendría que limitarse a golpear y aguantar, a dos manos. De nuevo sintió la extraña sensación de desconexión que anunciaba la furia bersérker. Le dio la bienvenida.
Lanzó un grito desgarrador y cargó contra los sathuli. Segó el cuello del primero, que había abierto la boca de asombro, y de repente se encontraba entre ellos, trazando con su hoja un arco sibilante de luz y muerte carmesí. Los sathuli retrocedieron, momentáneamente estupefactos ante aquel ataque; después saltaron hacia delante lanzando sus propios gritos de guerra. De entre los arbustos surgieron más hombres de las tribus, y de repente se oyó el atronar de los cascos de los caballos.
Rek no se dio cuenta de la llegada de los Treinta. Detuvo un golpe, ensartó con la espada el rostro de su atacante y saltó sobre el cadáver para enfrentarse a otro sathuli.
Serbitar luchó en vano por crear un círculo defensivo que incluyese a Rek. La esbelta hoja de su espada giraba en el aire, cortando y matando con precisión quirúrgica. Ni siquiera Vintar, el espadachín más anciano y menos dotado, tuvo gran dificultad a la hora de despachar a los guerreros sathuli, cuyo salvajismo no era igualado por su habilidad esgrimista; confiaban en su ferocidad, su temeridad y su número para derribar a sus víctimas. Vintar se dio cuenta de que aquella táctica volvería a serles útil, pues superaban a los monjes al menos cuatro a uno, y no había forma de retirarse.
El estrépito del acero contra el acero y los gritos de los heridos resonaba en el pequeño claro. Virae, que había recibido un corte en un brazo, destripó a un atacante y esquivó el golpe de la cimitarra del siguiente. El alto Antaheim se adelantó y bloqueó el siguiente golpe. Arberdark se movía en el combate como un bailarín, con una espada corta en cada mano, en una danza de muerte y destrucción, como un espectro plateado surgido de las leyendas de los Antiguos.
La furia de Rek aumentó. Conocer a Virae, afrontar sus propios miedos, heredar el título de conde… ¿Todo para acabar así? ¿Para morir a manos de un salvaje con cimitarra en un bosque sin nombre? Un mandoblazo de su espada atravesó la torpe defensa del sathuli que se alzaba ante él; Rek dio una patada al cadáver que caía y lo lanzó contra otro atacante.
—¡Basta! —gritó de repente. Su voz resonó entre los árboles—. ¡Bajadlas espadas! ¡Todos!
Los Treinta obedecieron al instante; retrocedieron y formaron un círculo de acero en torno al caído Menahem, dejando a Rek aparte, solo. Los sathuli bajaron lentamente sus armas, intercambiando miradas nerviosas. Todas las batallas, por lo que sabían, seguían el mismo esquema: luchar y vencer, luchar y morir, o luchar y huir. No había otra forma. Pero las palabras del alto guerrero traslucían poder, y su voz los contuvo momentáneamente.
—Que se adelante vuestro jefe —ordenó Rek. Clavó la espada en el suelo y se cruzó de brazos, a pesar de que las armas sathuli seguían apuntándolo.
El hombre que estaba frente a Rek se apartó para dejar paso a un individuo alto y de hombros anchos, vestido con una túnica azul y blanca. Era tan alto como Rek, moreno y de nariz aquilina. Una barba en forma de tridente le daba un aspecto agresivo, y una cicatriz de sable que iba desde la ceja hasta la barbilla reforzaba aquella impresión.
—Soy Regnak, conde de Dros Delnoch —le dijo Rek.
—Soy Joachim, un sathuli, y te mataré —replicó el hombre con voz adusta.
—Este es un asunto que debe resolverse entre hombres como tú y yo —le dijo Rek—. Mira a tu alrededor; hay cadáveres sathuli por todas partes. ¿Cuántos de los míos están entre ellos?
—Se les unirán pronto —respondió Joachim.
—¿Por qué no resolvemos esto como príncipes? —dijo Rek—. Tú y yo, solos.
El hombre alzó la ceja atravesada por la cicatriz.
—Eso igualará las posibilidades a tu favor. No tienes nada con qué negociar; ¿por qué tendría que aceptar?
—Porque salvará vidas sathuli. Ya sé que están más que dispuestos a entregarlas, pero ¿para qué? No llevamos provisiones ni oro. Sólo tenemos caballos, y las montañas de Delnoch están llenas de ellos. Es una cuestión de orgullo, no de botín; un asunto que deberíamos resolver entre los dos.
—Hablas muy bien, como todos los drenai —dijo el sathuli, empezando a volverse.
—¿Es que el miedo te ha aflojado el vientre? —dijo Rek en voz baja.
El hombre volvió a hacerle frente, sonriendo.
—Ah; ahora intentas irritarme. ¡Muy bien! Lucharemos. Cuando mueras, ¿tus hombres entregarán las espadas?
—Sí.
—Y si muero yo, ¿os dejamos pasar?
—Sí.
—Así sea. Lo juro por el alma de Mehmet, alabado sea su nombre.
Joachim desenvainó una esbelta cimitarra, y los sathulis formaron un círculo en torno a los dos hombres. Rek desclavó la espada, y comenzó el duelo.
El sathuli era un espadachín experto, y Rek se vio obligado a retroceder en cuanto comenzaron a luchar. Serbitar, Virae y los demás observaban inmóviles mientras las hojas chocaban una y otra vez; parada, contraataque, estocada y parada; tajo y bloqueo. Rek se defendía frenéticamente al principio, pero poco a poco empezó a contraatacar. El combate prosiguió; pronto, los dos luchadores estuvieron cubiertos de sudor. Era evidente para todos que sus habilidades estaban igualadas, así como su fuerza y su alcance.
La hoja de Rek abrió un leve corte en el hombro de Joachim. La cimitarra hirió el dorso de la mano de Rek. Los dos hombres se movieron en círculo, con cautela, jadeando.
Joachim atacó; Rek bloqueó y respondió con una estocada. Joachim saltó hacia atrás, y volvieron a moverse en círculos. Arberdark, el mejor espadachín de los Treinta, contemplaba maravillado la técnica de ambos. No se trataba de que no pudiera igualarlos; podía. Pero su habilidad había sido perfeccionada mediante poderes mentales que ninguno de los dos luchadores podría comprender conscientemente. Y sin embargo, ambos guerreros estaban empleando aquellas mismas habilidades de forma inconsciente. Era tanto una lucha de mentes como de espadas, e incluso ahí estaban igualados los dos hombres.
Serbitar se dirigió mentalmente a Arberdark.
—Están demasiado igualados para juzgarlo yo mismo. ¿Quién ganará?
—No lo sé —le respondió Arberdark—. Es fascinante.
Los dos luchadores empezaban a cansarse. Rek sujetaba la espada con las dos manos; su brazo derecho era incapaz ya de sostener el peso del arma. Lanzó un ataque, que Joachim bloqueó desesperadamente; la espada de Rek golpeó la cimitarra a un par de dedos por encima de la guarda, y la hoja curva se rompió. Rek se adelantó y apoyó la punta de su arma sobre la yugular de Joachim. El cetrino sathuli no se movió, y se limitó a devolver desafiante la mirada de Rek.
—¿Cuánto vale tu vida, Joachim?
—Una espada rota —respondió el sathuli.
Rek tendió la mano, y Joachim le entregó la inútil empuñadura.
—¿Qué significa esto? —preguntó sorprendido el jefe sathuli.
—Es muy sencillo —respondió Rek—. Todos nosotros somos hombres muertos. Cabalgamos hacia Dros Delnoch para enfrentamos a un ejército como jamás ha existido en este mundo. No sobreviviremos para ver el verano. Tú eres un guerrero, Joachim, y un guerrero digno. Tu vida vale más que una espada rota. Este combate no demuestra nada, salvo que somos hombres. Ante mí no tengo nada más que enemigos y guerra, y ya que no voy a encontrar nada más en esta vida, me gustaría creer que al menos he dejado algunos amigos en ella. ¿Me estrecharás la mano?
Rek enfundó la espada y tendió su mano. El sathuli sonrió.
—Este ha sido un extraño encuentro —dijo—. Cuando se me ha roto la espada me he preguntado, en ese instante en que la muerte me miraba a la cara, qué habría hecho yo si la espada rota hubiera sido la tuya. Dime: ¿por qué cabalgas hacia tu muerte?
—Porque debo —respondió Rek.
—Así sea, pues. Has pedido mi amistad, y la tienes, aunque he jurado muchas veces que ningún drenai estaría a salvo en las tierras sathuli. Te doy mi amistad porque eres un guerrero, y porque vas a morir.
—Dime, Joachim, de amigo a amigo: ¿qué habrías hecho si se hubiera roto mi espada?
—Te habría matado —respondió el sathuli.