QUINCE

Los trabajos prosiguieron durante diez días. En el terreno despejado entre la primera y la segunda muralla, y después entre la segunda y la tercera, se construyeron fosos incendiarios de diez pasos de ancho y vara y media de profundidad, y se rellenaron con ramas y troncos pequeños a la vez que se disponían cubas llenas de aceite en toda su longitud, listas para ser volcadas sobre la leña seca.

Los hombres de Arquero clavaron estacas pintadas de blanco en el terreno despejado, en distintos puntos entre las murallas, y también en la llanura exterior. Cada línea de estacas estaba dispuesta a sesenta pasos, y los arqueros practicaban durante varias horas al día; nubes negras de flechas atravesaban el aire por encima de las filas cada vez que se daba la orden de disparar. En la llanura se colocaron muñecos que servían de diana, que no tardaban en ser destrozados por docenas de flechas, incluso los colocados a ciento veinte pasos. La habilidad de los arqueros de Skultik era formidable.

Hogun dirigía las prácticas de repliegues, sincronizando mediante tambores el movimiento de los guerreros mientras escapaban de los parapetos, recorrían las planchas de madera dispuestas sobre los fosos y escalaban las cuerdas colgadas de la siguiente muralla. Cada día que pasaba eran más rápidos.

Empezaron a dedicar más tiempo a otros detalles menores conforme mejoraban la forma física y la preparación de las tropas.

—¿Cuándo rellenaremos las cubas de aceite? —le preguntó Hogun a Druss en el descanso de mediodía.

—El día del primer ataque rellenaremos las que están entre la primera muralla y la segunda. Hasta ese día no tendremos una idea real de qué tal resistirán el asalto los hombres.

—Aún queda el problema de quién incendiará los fosos, y cuándo —dijo Orrin—. Si el ataque supera la muralla, tendremos a hombres de las tribus corriendo junto a los nuestros. No va a ser fácil tomar la decisión de arrojar la primera antorcha encendida.

—Si se lo encargamos a unos cuantos soldados —dijo Hogun—, ¿qué pasaría si mueren en la muralla?

—Habrá un encargado de prender los fosos —dijo Druss—. La orden se dará con un toque de corneta desde la segunda muralla. Será necesario un oficial de sangre fría que sea capaz de evaluar la situación.

Cuando suene la corneta, el foso arderá, independientemente de quién haya quedado atrás.

Aquellos detalles mantenían más y más ocupado a Druss, hasta que su cráneo quedó inundado de planes, argucias y tretas. En más de una ocasión, durante aquellas discusiones, estallaba el mal genio del anciano guerrero y sus enormes puños golpeaban la mesa, o paseaba por la sala como un oso enjaulado.

—¡Soy un guerrero, no un condenado estratega! —estallaba, y la reunión se interrumpía durante un rato.

El combustible llegaba en carros desde los poblados que rodeaban la fortaleza, y los defensores recibían mensajes aparentemente interminables desde Drenan y el aterrorizado gobierno de Abalayn; era tanto el peso de los pequeños problemas, como el correo retrasado, los nuevos reclutamientos, las tribulaciones personales y las disputas entre los grupos, que amenazaban con aplastar a los tres hombres.

Un oficial se quejó de que la zona de letrinas de la primera muralla amenazaba con causar un problema sanitario grave, ya que no tenía la profundidad reglamentaria y carecía de un pozo ciego adecuado. Druss envió una cuadrilla de trabajo para que excavase.

Abalayn pidió un informe estratégico completo sobre las defensas de Dros Delnoch, a lo que Druss se negó, ya que la información podía filtrarse y llegar a los nadir. Esto fue seguido de inmediato por una reprimenda enviada desde Drenan, y la firme exigencia de una disculpa. Orrin se ocupó del asunto y aseguró que les quitaría a los políticos de encima.

El Lacerador solicitó que le fueran enviadas las monturas de la Legión, alegando que ya que tenían la orden de resistir hasta el último hombre, los caballos no serían de utilidad en Delnoch. Indicó que podían reservar veinte animales para utilizarlos en misiones de correo. Aquello enfureció tanto a Hogun que fue imposible hablar con él durante días.

Por añadidura, los burgueses de la ciudad comenzaron a quejarse de los alborotos causados por las tropas en las zonas civiles.

Poco a poco, Druss comenzó a sentir que su paciencia se agotaba, y empezó a expresar en voz alta el deseo de que los nadir llegasen de una vez, y al diablo con las consecuencias.

Tres días más tarde, su deseo fue satisfecho parcialmente.

Una tropa nadir, enarbolando una bandera blanca, se acercó al galope desde el norte. La noticia corrió como un reguero de pólvora, y cuando por fin llegó a Druss, en el salón principal de la fortaleza, una atmósfera de pánico se cernía sobre la ciudad.

Los nadir desmontaron a la sombra de la gran puerta de la muralla y esperaron. No dijeron nada. Sacaron de las alforjas carne seca y odres de agua, y se sentaron juntos a comer y esperar.

Habían terminado de comer cuando llegaron Druss, Orrin y Hogun. Druss les habló a gritos desde lo alto del parapeto.

—¿Qué mensaje traéis?

—¡Abrid las puertas! —dijo el nadir que iba al mando, un individuo bajo y fuerte, con el pecho como un barril y las piernas arqueadas—. ¿Eres el Mensajero de la Muerte?

—Sí.

—Eres viejo y gordo. Me alegro.

—¡Bien! Recuérdalo la próxima vez que nos encontremos, porque te recordaré, bocazas, y mi hacha conoce el nombre de tu espíritu. Y ahora, ¿qué mensaje traéis?

—Mi señor Ulric, Príncipe del Norte, me pide que os diga que cabalga hacia Drenan para tratar una alianza con Abalayn, Señor de Drenai. Quiere que se sepa que espera que las puertas de Dros Delnoch estén abiertas; si es así, garantiza que no se hará daño a ningún hombre, mujer ni niño, soldados o no, dentro de la ciudad. Es el deseo de Ulric que los drenai y los nadir sean una sola nación. Ofrece el obsequio de su amistad.

—Dile a Ulric que será bienvenido a Drenai en cualquier momento —respondió Druss—. Incluso le proporcionaremos una escolta de cien guerreros, como corresponde a un príncipe del norte.

—Mi señor Ulric no acepta ninguna condición —dijo el nadir.

—Pues esas son mis condiciones, y no van a cambiar —le respondió Druss.

—En ese caso, tengo otro mensaje: si las puertas están cerradas y tiene que combatir en las murallas, mi señor Ulric os hace saber que uno de cada dos defensores supervivientes será ejecutado, que las mujeres serán vendidas como esclavas y que uno de cada tres ciudadanos perderá su mano derecha.

—Antes de que eso ocurra, compañero, el señor Ulric tendrá que tomar el Dros. Llévale este mensaje de Druss, el Mensajero de la Muerte: quizá en el norte tiemblen las montañas cuando el señor Ulric se tira un pedo, pero estas son las tierras de Drenai, y por lo que a mí respecta, no es más que un salvaje barrigudo incapaz de encontrarse la nariz sin un mapa drenai. ¿Serás capaz de recordarlo, chico, o te lo escribo en el culo con letras grandes?

—Por inspiradoras que hayan sido tus palabras, Druss, tengo que decirte que cuando las has pronunciado se me ha hecho un nudo en el estómago —le dijo Orrin—. Ulric se pondrá furioso.

—Ojalá fuera así —le respondió Druss con expresión sombría; los nadir habían emprendido el regreso hacia el norte—. En ese caso sería cierto que se trata de un salvaje barrigudo. Pero no… Soltará una gran carcajada.

—¿Por qué? —le preguntó Hogun.

—No tiene elección; ha sido insultado, y eso dañaría su prestigio. Si se echa a reír, sus hombres reirán con él.

—Ha hecho una buena oferta —dijo Orrin mientras los tres hombres regresaban a la fortaleza—. Correrá la voz. Conversaciones con Abalayn, un solo imperio drenai y nadir… ¡Astuto!

—Astuto y cierto —dijo Hogun—. Sabemos por su historial que cumple lo que promete. Si nos rendimos, cruzará las murallas y no le hará daño a nadie. Las amenazas de muerte pueden encajarse y resistirse, pero la oferta de seguir con vida es harina de otro costal. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que los burgueses soliciten otra nueva audiencia?

—Vendrán antes de la puesta del sol —predijo Druss.

Desde lo alto de la muralla, Gilad y Bregan observaron cómo se desvanecía en la distancia la nube de polvo que levantaban los caballos nadir.

—¿Qué quería decir con eso de cabalgar hasta Drenan para negociar con Abalayn, Gil? —dijo Bregan.

—Quiere decir que dejemos pasar a su ejército.

—Oh. No parecían muy fieros, ¿no? Quiero decir, en realidad parecían bastante normales, aparte de que visten con pieles.

—Sí, son normales —le respondió Gilad; se quitó el casco y se pasó los dedos por el pelo, dejando que la brisa le refrescase la cabeza—. Muy normales. Excepto que viven para la guerra. Para ellos, luchar es tan natural como para ti trabajar en la granja. O para mí —añadió después de pensárselo, aunque sabía que no era cierto.

—No lo entiendo —dijo Bregan—. Es algo que nunca ha tenido mucho sentido para mí. Quiero decir, comprendo por qué algunos hombres se hacen soldados: hay que proteger el país y todo eso. Pero un pueblo entero que vive para el ejército parece… ¿Poco natural? ¿Está bien dicho así?

Gilad se echó a reír.

—Está bien dicho. Pero las estepas del norte son malas tierras para levantar una granja. Los nadir se dedican sobre todo a criar cabras y caballos. Cualquier lujo que deseen deben conseguirlo robando. El dun Pinar me dijo que para los nadir la palabra que significa «extranjero» es la misma que la que significa «enemigo». Cualquiera que no pertenezca a su tribu está ahí para ser asesinado y despojado de sus bienes. Es su forma de vida. Las tribus más pequeñas son arrasadas por las más grandes. Ulric cambió eso; unió a las tribus vencidas a la suya, que se hizo más grande y poderosa. Ahora tiene el control de todos los reinos del norte, y muchos de los del este. Hace dos años conquistó Manea, el reino marítimo.

—Oí hablar de aquello —dijo Bregan—. Pero pensé que se había retirado después de firmar un tratado con el rey.

—El dun Pinar me dijo que el rey aceptó ser vasallo de Ulric, quien mantiene cautivo al príncipe. La nación le pertenece.

—Debe de ser muy inteligente, pero ¿qué hará si conquista el mundo entero? Quiero decir, ¿de qué le servirá? A mí me gustaría tener una granja más grande y una casa de más de una planta; puedo entender eso. Pero ¿qué haría con diez granjas? ¿O con un centenar?

—Serías rico y poderoso. Podrías decirles a tus vasallos lo que tienen que hacer, y ellos te harían reverencias cuando pasases en tu lujoso carruaje.

—Eso no me interesa en absoluto —replicó Bregan.

—A mí, sí —le dijo Gilad—. Siempre he odiado tener que inclinar la cabeza cuando pasa un noble en un gran caballo. La forma en que nos miran, despreciándonos por trabajar en una granja pequeña; que paguen por sus botas hechas a medida más dinero del que gano yo en un año de esfuerzo… No, no me importaría ser rico, tan asquerosamente rico que nadie se atreviera a volver a mirarme de arriba abajo jamás. —Apartó la mirada y la volvió hacia las llanuras. Su ira era intensa, casi tangible.

—¿Mirarías a la gente por encima del hombro, Gil? ¿Me despreciarías por querer seguir siendo granjero?

—Claro que no. Un hombre debe tener libertad para hacer lo que quiera, mientras no le haga daño a nadie.

—Quizá sea por eso por lo que Ulric quiere dominarlo todo. Quizá esté harto de que todos miren por encima del hombro a los nadir.

Gilad se volvió hacia Bregan y sintió que su ira se disipaba.

—¿Sabes, Breg? Eso fue justo lo que dijo Pinar cuando le pregunté si odiaba a Ulric por querer hundir a los drenai. Dijo: «Ulric no está intentando hundir a los drenai, sino alzar a los nadir». Creo que Pinar lo admira.

—Yo a quien admiro es a Orrin —dijo Bregan—. Hacía falta valor para salir y venir a entrenarse junto a los soldados, como ha hecho. Sobre todo teniendo en cuenta la mala fama que tenía entre las tropas. Me alegré cuando ganó el torneo de esgrima.

—Solamente porque ganaste cinco monedas de plata apostando por él —señaló Gilad.

—¡Eso no es justo, Gil! Aposté por él porque era del grupo Karnak; también aposté por ti.

—Por mí apostaste un cuarto de cobre, y por él, media moneda de plata, según me dijo Drebus, el que recogía las apuestas.

Bregan sonrió y se dio un golpecito en la nariz.

—Ah, es que no se paga el mismo precio por una cabra que por un caballo. Pero la intención era lo que contaba. Además, yo sabía que no ibas a ganar.

—Estuve a punto de acabar con el bar Britan; al final fueron los jueces los que le dieron la victoria.

—Es verdad —le dijo Bregan—, pero nunca habrías podido vencer a Pinar. Ni a aquel tipo con el pendiente de la Legión. Y, desde luego, jamás podrías haber vencido a Orrin. Os he visto luchar a los dos.

—¡Mira el experto! —dijo Gilad—. Me maravilla que no hayas participado en el torneo, con todo lo que sabes.

—No necesito volar para saber que el cielo es azul —replicó Bregan—. Por cierto, ¿por quién apostaste tú?

—Por el gan Hogun.

—¿Y por quién más? Drebus me dijo que hiciste dos apuestas —dijo Bregan con expresión de inocencia.

—Lo sabes muy bien. Drebus te lo habrá dicho.

—No le pregunté.

—¡Mentiroso! Bah, da igual. Aposté por mí, a que llegaba a estar entre los últimos cincuenta.

—Y estuviste muy cerca —le dijo Bregan—. Te fue de un solo golpe.

—Un solo golpe y habría ganado el sueldo de un mes.

—Así es la vida —le dijo Bregan—. Quizá el año que viene puedas intentarlo de nuevo.

—¡Y quizá el trigo crezca en las jorobas de los camellos! —replicó Gilad.

En la fortaleza, Druss se esforzaba por contener su irritación mientras los miembros del Consejo de la ciudad discutían sobre la oferta nadir. La noticia se había extendido con una rapidez asombrosa, y Druss apenas había tenido tiempo de comer un trozo de pan con queso antes de que apareciera un mensajero de Orrin para informarlo de que el Consejo había convocado una reunión.

Se trataba de una regla drenai, establecida desde largo tiempo atrás: excepto en tiempo de guerra, el Consejo tenía el derecho de acudir ante el señor de la ciudad y debatir los asuntos de importancia. Ni Orrin ni Druss podían oponerse; nadie podía alegar que el ultimátum de Ulric fuese un asunto trivial.

El Consejo estaba formado por seis miembros electos que, en la práctica, dirigían todos los asuntos de la ciudad. El burgomaestre y jefe del Consejo era Bricklyn, el tipo que había agasajado con tanto entusiasmo a Druss la noche en que habían intentado asesinarlo. Malfar, Backda, Shinell y Alfus eran mercaderes, y Beric, un noble, primo lejano del conde Delnar y bien situado en la corte; sólo la falta de suerte lo había mantenido en Delnoch y lejos de Drenan, donde le habría encantado estar.

Shinell, un comerciante de seda gordo y sudoroso, era la causa principal de la irritación de Druss.

—Pero tenemos derecho, sin ninguna duda, a estudiar las condiciones propuestas por Ulric, y tenemos algo que decir en cuanto a que sean aceptadas o rechazadas —repitió—. Es un asunto de crucial importancia para la ciudad, después de todo. Y, por ley, nuestro voto ha de ser tenido en cuenta.

—Como bien sabes, mi querido Shinell —le respondió Orrin en voz baja—, el Consejo tiene pleno derecho de discutir los asuntos civiles, pero no me parece que esta situación entre en esa categoría. Sin embargo, vuestro punto de vista será tenido en cuenta.

Malfar, un rubicundo importador de vino lentriano, interrumpió a Shinell cuando se disponía a protestar.

—Esta charla sobre reglas y precedentes no nos lleva a ningún sitio. El hecho es que estamos virtualmente en guerra. ¿Es una guerra que podemos ganar? —Sus ojos verdes escrutaron los rostros de los reunidos. Druss tamborileaba con los dedos sobre la mesa; era el único detalle que mostraba su impaciencia—. ¿Es una guerra que podamos soportar el tiempo suficiente para negociar una paz honrosa? Yo creo que no. Es una estupidez. Abalayn ha reducido el ejército a la décima parte de lo que era hace unos años. La armada se ha reducido a la mitad. Este Dros estuvo bajo asedio hace doscientos años, y estuvo a punto de caer, a pesar de que según nuestros archivos disponía para su defensa de cuarenta mil guerreros.

—¡Al grano! —le espetó Druss.

—A eso voy, pero ahórrate esas miradas, Druss. No soy ningún cobarde. Lo que estoy intentando decir es que si no podemos resistir y no podemos vencer, ¿qué sentido tiene esta defensa?

Orrin miró a Druss, y el viejo guerrero se inclinó hacia delante.

—Tiene sentido, porque nadie sabe si va a ser derrotado hasta que llega la derrota. Puede ocurrir cualquier cosa: Ulric puede morir; el ejército nadir puede ser atacado por la peste. Tenemos que intentar resistir.

—¿Qué pasa con las mujeres y los niños? —preguntó Backda, un abogado de rostro cadavérico propietario de muchos edificios.

—¿Qué pasa con ellos? —replicó Druss—. Pueden marcharse cuando quieran.

—¿Adonde? ¿Con qué recursos?

—¡Por los dioses! —estalló Druss, levantándose—. ¿Qué queréis que haga yo? Adonde vayan, si se van, y cómo, es asunto vuestro. Yo soy soldado, y mi trabajo consiste en luchar y matar. Y creedme, lo hago muy bien. Se nos ha ordenado luchar hasta el final, y eso es lo que haremos. Ahora bien; no sé mucho sobre las leyes y las sutilezas de la política de la ciudad, pero sé una cosa: cualquiera que hable de rendirse durante el asedio cometerá traición…, y haré que lo cuelguen.

—Bien dicho, Druss —intervino Beric, un hombre alto de edad mediana con una melena por los hombros—. Yo no lo habría podido expresar mejor, y ha sido emocionante. —Sonrió mientras Druss se dejaba caer en su asiento—. Pero hay que tener en cuenta un detalle: dices que se ha ordenado luchar hasta la muerte, pero tal orden se puede modificar. La política es como es, y hay que tener en cuenta qué es más conveniente. En este momento, es conveniente para Abalayn ordenar que nos preparemos para la guerra; puede que piense que eso lo coloca en mejor situación para negociar con Ulric. Pero al final tendrá que considerar la rendición; los hechos son los hechos: las tribus nadir han conquistado todas las naciones que han atacado, y Ulric es un general incomparable. Sugiero que enviemos una misiva a Abalayn y solicitemos que reconsidere su decisión de ir a la guerra.

Orrin dirigió a Druss una mirada de advertencia.

—Bien planteado, Beric —le dijo Orrin—. Es evidente que Druss y yo, como militares leales, debemos votar en contra. Sin embargo, considérate en libertad de escribir esa carta, y haré que la petición sea llevada por el primer mensajero disponible.

—Gracias, Orrin; es muy considerado por tu parte —le respondió Beric—. Y ahora, ¿podemos hablar de las casas derribadas?

Ulric estaba sentado ante un brasero, con una capa de piel de oveja sobre el torso desnudo. Ante él, agachada, estaba la figura esquelética de Nosta Jan, el chamán.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Ulric.

—Como ya he dicho, no puedo viajar por encima de la fortaleza. Hay una barrera alzada ante mi poder. Anoche, mientras volaba sobre el Mensajero, sentí una fuerza, como el viento en una tormenta, que me empujó al otro lado de la muralla exterior.

—¿No viste nada?

—No. Pero sentí…

—¡Habla!

—Es difícil de explicar. En la mente percibí el mar y un esbelto navío. Fue una percepción parcial. También había un místico de pelo blanco. He estado dándole vueltas a esto. Creo que el Mensajero de la Muerte ha solicitado ayuda al monasterio blanco.

—¿Su poder es mayor que el tuyo? —dijo Ulric.

El chamán evitó responder directamente a la pregunta.

—Es diferente.

—Si vienen por mar, irán a Dros Purdol —dijo Ulric, contemplando las brasas—. Búscalos.

El chamán cerró los ojos, liberó las cadenas de su espíritu y flotó alejándose de su cuerpo. Voló sin forma sobre la llanura, pasó por encima de colinas y ríos, montañas y arroyos, bordeando Delnoch, hasta que al final el mar estuvo debajo de él, brillando a la luz de las estrellas. Siguió avanzando con rapidez hasta que localizó al Gandul gracias a la luz de la linterna de popa. Descendió con rapidez y flotó sobre el mástil. En la borda de babor distinguió a un hombre y una mujer; sondeó con suavidad sus mentes y después descendió bajo la cubierta de madera, cruzó la bodega y llegó hasta los camarotes. Pero no pudo ir más lejos. Se movió con la ligereza de la brisa marina y tocó el límite de una barrera invisible que se endureció ante él, y el chamán retrocedió. Regresó a cubierta, se acercó al timonel, sonrió y regresó a toda velocidad al lugar donde lo esperaba el señor de la guerra nadir.

Nosta Jan abrió los ojos. Su cuerpo temblaba.

—¿Y bien? —le preguntó Ulric.

—Los he encontrado.

—¿Puedes destruirlos?

—Creo que sí. Me reuniré con mis acólitos.

En el Gandul, Vintar se levantó de la cama. Su mirada recorrió nerviosamente el camarote; se sentía inquieto. Se estiró.

Lo has sentido tú también —le dijo mentalmente Serbitar, sacando sus largas piernas de la cama.

—Si. Tenemos que permanecer alertas.

No ha intentado romper el escudo —dijo Serbitar—. ¿Eso ha sido un signo de debilidad o de suficiencia?

No lo sé —le respondió el abad.

Por encima de ellos, a popa, el segundo timonel se frotó los ojos cansados, sujetó con un lazo la rueda del timón y observó las estrellas. Siempre se había sentido fascinado por aquellas luces titilantes y lejanas. Aquella noche parecían más brillantes que de costumbre, como diamantes extendidos sobre una capa de terciopelo. Un sacerdote le había explicado en cierta ocasión que se trataba de agujeros del universo, a través de los cuales los brillantes ojos de los dioses contemplaban a los habitantes de la Tierra. Era una tontería, pero había disfrutado con la explicación.

De repente sintió un escalofrío. Se volvió, cogió la capa de la borda y se la echó por los hombros. Se frotó las manos.

Sobre él, el espíritu flotante de Nosta Jan alzó las manos y concentró su poder en sus largos dedos, de los que empezaron a crecer unas uñas brillantes como el acero, dentadas y afiladas. Satisfecho, se acercó al timonel y le hundió las manos en la cabeza. El timonel sintió un dolor abrasador en el cerebro, trastabilló y cayó sangrando por la boca y los oídos; lágrimas de sangre brotaban de sus ojos. Murió sin emitir un sonido, y Nosta Jan liberó su presa.

El chamán absorbió poder de sus acólitos y obligó a levantarse al cadáver, murmurando palabras en una lengua obscena largo tiempo olvidada por los hombres. La oscuridad se arremolinó en torno al cadáver como un humo negro que, a continuación, se introdujo en la boca ensangrentada. El cadáver se estremeció.

Y se levantó.

Virae no podía conciliar el sueño. Se vistió en silencio, subió a cubierta y se acercó a la borda de babor. La noche era fresca, y la suave brisa resultaba estimulante. Contempló por encima de las olas la línea distante de la costa silueteada contra el cielo nocturno en el que brillaba la luna.

Aquella vista, la unión del mar y la tierra, siempre la había tranquilizado. Cuando era pequeña y vivía en Dros Purdol había disfrutado al salir a navegar, sobre todo de noche, cuando la tierra parecía flotar como un monstruo de las profundidades durmiente, oscuro, misterioso y maravillosamente arrogante.

Entrecerró los ojos; le pareció que la tierra se movía. A su izquierda, las montañas parecían retroceder, mientras que, a su derecha, la orilla parecía más cercana. No, no lo parecía: se acercaba. Observó la estrellas; el barco había virado hacia el noroeste, aunque aún estaban a varios días de Purdol.

Intrigada, se acercó al segundo piloto, que estaba erguido con las manos apoyadas en el timón.

—¿Adónde vamos? —le preguntó mientras subía los cuatro escalones de la cubierta de popa y se inclinaba sobre la borda.

El timonel volvió el rostro hacia ella. Unos ojos de mirada vacua, cubiertos de sangre, la contemplaron; las manos del timonel se separaron de la rueda y se tendieron hacia ella.

El miedo atravesó a Virae como si de una lanza se tratase, pero fue aplastado por una furia creciente. Ella no era ninguna pastorcilla drenai dispuesta a dejarse aterrorizar; era Virae, y por sus venas corría sangre de guerreros.

Inclinó el hombro y lanzó un derechazo a la mandíbula del timonel, que le sacudió la cabeza hacia atrás pero no le impidió seguir avanzando. Virae se introdujo entre los brazos extendidos, agarró al timonel por el pelo y le dio un cabezazo en la cara. El hombre lo encajó sin emitir ningún sonido y cerró las manos alrededor del cuello de Virae, que se retorció desesperadamente para librarse de la presa antes de que se afirmase, encajó la cadera contra la cintura del timonel y lo hizo caer violentamente en la cubierta. Virae se tambaleó. El timonel se levantó con lentitud y volvió a atacarla.

Virae tomó carrerilla, saltó y giró en el aire, y le golpeó en el rostro con los pies.

El timonel cayó una vez más.

Y se levantó.

Presa del pánico, Virae buscó un arma, sin encontrarla. Saltó con agilidad por encima de la barandilla que separaba las cubiertas y cayó a la inferior. El timonel la siguió.

—¡Apártate! —gritó Serbitar, acercándose a la carrera con la espada desenvainada. Virae corrió hacia él.

—¡Dame eso! —le ordenó, arrancándole la espada de la mano. Una oleada de confianza la invadió al cerrar la mano alrededor de la empuñadura de ébano—. ¡Ven aquí, hijo de puta! —le gritó al timonel, acercándose a él con grandes pasos.

El hombre no hizo ningún esfuerzo por evitarla, y la espada lanzó un destello a la luz de la luna al cortar el cuello desprotegido. Virae golpeó dos veces más, y la cabeza sonriente se desprendió del cadáver. Pero este no cayó.

Un vapor aceitoso salió del cuello cortado y se convirtió en otra cabeza, informe y difusa. Unos ojos como brasas centelleaban en medio del humo.

—¡Retrocede! —gritó Serbitar—. ¡Apártate de él!

En aquella ocasión, Virae obedeció y se acercó al albino.

—Dame la espada.

Vintar y Rek se habían unido a ellos.

—¿Qué diablos es eso? —dijo Rek en un susurro.

—Nada de este mundo —le respondió Vintar.

Aquella cosa se irguió y cruzó los brazos.

—El barco se dirige hacia los arrecifes —dijo Virae. Serbitar asintió.

—Intenta mantenernos alejados del timón. ¿Qué hacemos, padre abad?

—El hechizo se encuentra en la cabeza; tenemos que arrojarla por la borda. La bestia la seguirá —dijo Vintar—. Atacad.

Serbitar se adelantó, flanqueado por Rek. El cadáver se inclinó, llevó una mano a la cabeza cortada y la levantó por el pelo. La sostuvo ante su pecho y aguardó el ataque. Rek saltó hacia delante y lanzó un tajo al brazo del cadáver, que se tambaleó. Serbitar se adelantó con rapidez y le cortó los tendones de la rodilla. Mientras el cadáver caía, Rek aferró su espada con ambas manos y golpeó fuertemente el brazo de la criatura, que cayó cortado limpiamente; los dedos se aflojaron, y la cabeza rodó por la cubierta. Rek la ensartó con la espada y, a pesar de la repugnancia que sentía, la cogió por el pelo y la lanzó por la borda. Cuando la cabeza golpeó las olas, el cuerpo del cadáver se estremeció. El humo que salía de su cuello se arremolinó y, como empujado por un fuerte viento, pasó sobre la borda y desapareció en las profundidades.

El capitán salió de entre las sombras que rodeaban el mástil.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó.

Vintar se acercó a él y le puso una mano en el hombro.

—Tenemos muchos enemigos —le dijo—. Y tienen grandes poderes. Pero no temas; nosotros no estamos indefensos, y el barco no volverá a sufrir ataques, te lo prometo.

—¿Y su alma? —preguntó el capitán, inclinándose sobre la borda—. ¿Se la han llevado?

—Es libre —le respondió Vintar—. Créeme.

—Las almas de todos serán libres como alguien no se apresure a apartar el barco de los arrecifes —dijo Rek.

En la oscura tienda de Nosta Jan, los acólitos se levantaron y se retiraron en silencio, dejando al chamán sentado a solas en el centro del círculo dibujado en el suelo de tierra. Perdido en sus pensamientos, Nosta Jan no les prestó atención. Estaba agotado y furioso.

Lo habían superado, y no estaba acostumbrado a la derrota. Sentía su sabor amargo en el paladar.

Sonrió.

Habría más oportunidades…