La boda fue sencilla. La ofició Vintar, el abad guerrero, y fueron testigos el capitán y el timonel del Gandul. El mar estaba en calma, y la noche, despejada. Las gaviotas volaban en círculos y se zambullían, clara señal de que ya estaban acercándose a tierra. Antaheim, uno de los Treinta, un monje alto y delgado cuyos rasgos morenos indicaban su ascendencia vagriana, proporcionó el anillo: un aro de oro carente de cualquier adorno.
Poco antes del amanecer, mientras todos dormían, Rek estaba a solas en la proa. La luz de las estrellas se reflejaba en su diadema de plata; la brisa nocturna le agitaba el pelo como si de un oscuro estandarte se tratase.
Su suerte estaba echada. Se había encadenado por voluntad propia a la causa de Delnoch. La espuma de las olas le salpicó el rostro y retrocedió; se sentó con la espada apoyada en la borda y se arrebujó en la capa. Se había pasado la vida buscando un rumbo y una forma de huir del miedo, de terminar con el temblor de sus manos y las vacilaciones de su corazón. En aquel momento, el miedo se había fundido como la cera de una vela mordida por la llama.
El conde Regnak de Dros Delnoch, Guardián del Norte.
Virae había rechazado su propuesta al principio, pero Rek sabía que se vería obligada a aceptar. Si no se hubiera casado con él, Abalayn le habría enviado un esposo a toda prisa; resultaba inconcebible que el Delnoch no tuviera jefe, e igualmente inconcebible que una mujer ocupase el cargo.
El capitán les había salpicado la cabeza con agua del mar, realizando la bendición ritual; pero Vintar, amante de la verdad, no había recitado la bendición de la fertilidad; la había sustituido por otra más sencilla: «Sed felices, hijos míos, ahora y hasta el final de vuestra vida».
Druss había salido con vida del intento de asesinato; el gan Orrin había descubierto su fuerza, y los Treinta se hallaban a dos días de Dros Purdol, a punto de comenzar la última etapa de su viaje. Los vientos habían sido favorables, y el Gandid había ganado dos o tres días respecto a la travesía prevista.
Rek contempló las estrellas y recordó la profecía del vidente.
«El conde y la leyenda estarán juntos en el muro. Y los hombres soñarán, y los hombres morirán, pero ¿caerá la fortaleza?».
Rek se imaginó a Virae tal como la había dejado una hora antes: el cabello rubio enredado sobre la almohada, los ojos cerrados, y una expresión tranquila en su rostro mientras dormía. Había deseado tocarla, acercarse a ella y sentir cómo lo rodeaban sus brazos. Sin embargo, la había tapado con la manta, se había vestido y había subido a cubierta. Lejos, a estribor, alcanzaba a oír el etéreo canto de los delfines.
Se levantó y regresó al camarote. Virae había vuelto a destaparse. Rek se desnudó lentamente y se acostó junto a la joven.
Aquella vez sí la tocó.
En otra parte del barco, los jefes de los Treinta dieron por terminadas las oraciones y compartieron el pan bendecido por Vintar. Comieron en silencio, rompiendo la unión para sumirse cada cual en sus propios pensamientos. Por último, Serbitar se recostó en su asiento y les indicó que unieran sus mentes.
—El anciano es un guerrero temible —dijo Menahem.
—Pero no es ningún estratega —dijo Serbitar—. Su idea para proteger el Dros consiste en guarnecer las murallas y luchar hasta que todo termine.
—No hay muchas opciones —dijo Menahem—. Quizá sea la única que podamos ofrecer nosotros.
—Eso es cierto. Lo que trato de decir es que Druss se limitará a llenar las murallas de guerreros, y no es muy buena idea. Dispone de diez mil hombres, pero sólo podrá dedicar a la defensa efectiva unos siete mil; el resto de las murallas tiene que guarnecerse; habrá que realizar tareas esenciales, tendrá que haber mensajeros. Y también habrá que disponer de una unidad móvil preparada para reforzar de inmediato cualquier punto débil.
»Nuestras fuerzas han de alcanzar la máxima eficacia con el mínimo esfuerzo. Las retiradas han de organizarse meticulosamente. Los oficiales no sólo deben permanecer alertas, sino absolutamente seguros de cuál es su tarea.
—También debemos desarrollar una defensa agresiva —dijo Arberdark—. Hemos visto con nuestros propios ojos que Ulric está talando bosques enteros para construir catapultas y torres de asedio. Tenemos que disponer de combustible y recipientes para almacenarlo.
Durante una hora, mientras el amanecer despuntaba en el horizonte oriental, los jefes de los Treinta organizaron sus planes, descartaron algunas ideas, y pulieron y ampliaron otras.
Por último, Serbitar les ordenó unir las manos. Arberdark, Menahem y Vintar relajaron su control y se sumieron en la oscuridad mientras Serbitar extraía poder de ellos.
—¡Druss! ¡Druss! —llamó, mientras su mente flotaba sobre el océano, pasaba sobre Dros Purdol, la fortaleza del puerto, y se extendía por encima de los asentamientos sathuli y la vasta llanura de Sentran, volando cada vez más deprisa hasta llegar a Dros Delnoch.
Druss se despertó sobresaltado, y sus ojos azules escrutaron la habitación; se le agitaron las aletas de la nariz, intentando olfatear el peligro en el aire. Sacudió la cabeza; estaban pronunciando su nombre, pero no oía ningún sonido. Se trazó con rapidez el signo de la Garra sobre el pecho; aquello lo tranquilizó moderadamente.
La frente se le cubrió de sudor frío.
En una silla, junto a la pared, reposaba Snaga. Druss extendió el brazo y la cogió.
—Escúchame, Druss —rogó la voz.
—¡Sal de mi cabeza, hijo de puta! —gritó el anciano, saltando de la cama.
—Pertenezco a los Treinta. Estamos en marcha hacia Dros Delnoch, para ayudarte. ¡Escúchame!
—¡Sal de mi cabeza!
Serbitar no tuvo elección; el dolor resultaba insoportable. Liberó al viejo guerrero y regresó al barco.
Druss se tambaleó, cayó y se volvió a levantar. La puerta se abrió, y Calvar Syn se le acercó rápidamente.
—Te dije que no te levantases antes de la tarde —le espetó.
—Voces —dijo Druss—. Voces… ¡Dentro de mi cabeza!
—Acuéstate y atiende. Eres el jefe, y los hombres deben obedecerte: en eso consiste la disciplina. Yo soy el médico y espero que mis pacientes me obedezcan. Háblame de las voces.
Druss apoyó la cabeza en la almohada y cerró los ojos. La cabeza le dolía terriblemente, y aún tenía el estómago revuelto.
—Se trataba de una sola voz. Me llamaba por mi nombre. Después ha dicho que era de los Treinta y que venían a ayudarnos.
—¿Eso es todo?
—Sí. ¿Qué me pasa, Calvar? Nunca me había ocurrido nada semejante después de recibir un golpe en la cabeza.
—Quizá sea el golpe; la conmoción puede causar efectos extraños, a veces… Incluidas las visiones y las voces. No suele durar. Sigue mi consejo, Druss: lo peor que puedes hacer en este momento es esforzarte. Podrías desmayarte… o algo peor. Las heridas de la cabeza pueden ser mortales, incluso transcurridos varios días. Quiero que descanses y te relajes, y si la voz regresa, escúchala; responde, incluso. Pero no te alarmes. ¿Me has entendido?
—Claro que te he entendido —replicó Druss—. Normalmente no me dejo llevar por el pánico, pero hay cosas que no me hacen gracia.
—Lo sé, Druss. ¿Quieres que te dé algo para ayudarte a dormir?
—No. Despiértame después de mediodía; tengo que hacer de juez en una competición de esgrima. Y no te preocupes —añadió al ver la expresión de disgusto en el ojo sano del médico—, no me esforzaré, y en cuanto acabe volveré directamente a la cama.
Fuera de la habitación aguardaban Hogun y Orrin. Calvar Syn se reunió con ellos, les hizo un gesto para que guardaran silencio y lo siguieran, y echó a andar hacia un cuarto cercano.
—No me gusta esto —les dijo—. Oye voces, y eso no es buena señal, creedme. Pero es fuerte como un roble.
—¿Está en peligro? —le preguntó Hogun.
—Es difícil de decir. Esta mañana estaba seguro de que no, pero últimamente ha soportado mucha presión, y eso no es ninguna ayuda. Y, aunque a veces cueste recordarlo, ya no es joven.
—¿Qué pasa con las voces? —preguntó Orrin—. ¿Puede perder la razón?
—Yo diría que no —le respondió Calvar—. Dice que era un mensaje de los Treinta. El conde Delnar me dijo que había enviado a Virae en su busca para entregarles un mensaje, y es posible que haya una Voz entre ellos. También puede ser cosa de Ulric; algunos de sus chamanes tienen el talento de la Voz, también. Le he dicho a Druss que se tranquilice, y que si las voces vuelven a aparecer, que atienda y me informe.
—Ese anciano es imprescindible para nosotros —dijo Orrin en voz baja—. Haz todo lo que puedas, Calvar. Si le sucediera algo, sería un duro golpe para la moral.
—¿Crees que no lo sé? —espetó el médico.
El banquete con el que se celebraba el torneo de espadas estaba siendo escandaloso. Participaban en él todos los que habían quedado en el grupo de cien finalistas; los oficiales se mezclaban con los reclutas e intercambiaban chanzas, anécdotas e historias.
Gilad estaba sentado entre el bar Britan, que lo había vencido estrepitosamente, y el dun Pinar, que había derrotado a Britan. El moreno y barbudo Britan estaba maldiciendo jocosamente a Pinar, y se quejaba de que la espada de madera que le había tocado no estaba tan bien equilibrada como su sable de caballería.
—Me sorprende que no hayas exigido también que te dejaran luchar a caballo —le dijo Pinar.
—Lo he hecho —dijo Britan—, y me han ofrecido el caballo de las prácticas.
Los tres se echaron a reír, y pronto se les unieron otros en cuanto la broma comenzó a circular por la mesa. El caballo de las prácticas era una silla de montar sujeta a un raíl y arrastrada por cuerdas, que se usaba para las prácticas de arquería y justas.
El vino corría, y Gilad se relajó. Había pensado seriamente no acudir al banquete, temiendo que su falta de modales lo hiciera sentirse incómodo entre los oficiales de carrera. Al final había accedido a ir cuando insistieron los hombres de su grupo, señalándole que era el único miembro del grupo Karnak que había quedado entre los cien finalistas. En aquel momento se alegraba de haberles hecho caso. El bar Britan era agudo y ocurrente, y Pinar, a pesar de ser de linaje noble, o quizá gracias a ello, sabía hacer que Gilad se sintiese entre amigos.
En el extremo más alejado de la mesa estaba sentado Druss, flanqueado por Hogun y Orrin, y junto a estos, el jefe de los arqueros del bosque de Skultik. Gilad no sabía nada sobre aquel hombre, excepto que había llevado seiscientos arqueros al Dros.
Hogun, vestido con la armadura de gala de la Legión, coraza de plata con ribetes de ébano y cota de malla negra y plateada, contemplaba la reluciente espada que descansaba en la mesa ante Druss.
La final había sido presenciada por unos cinco mil soldados. Hogun y Orrin habían ocupado sus puestos. El primer tanto había sido para Hogun, que ejecutó un elegante bloqueo y contraataque a la primera vuelta de reloj. El segundo fue para Orrin, tras un amago de ataque a la cabeza; Hogun lo había bloqueado con rapidez, pero un sutil giro de la muñeca de Orrin había hecho que su espada de madera alcanzase el costado de Hogun. Transcurridas unas cuantas vueltas más, Hogun iba ganando por dos golpes a uno, y estaba a un tanto de la victoria.
Durante el primer descanso, Druss se acercó al lugar, a la sombra de la primera muralla, donde Hogun y sus ayudantes se habían sentado a beber vino aguado.
—Buena pelea —le había dicho Druss—. Aunque Orrin también es bueno.
—Sí —le respondió Hogun, limpiándose el sudor de la frente con una toalla blanca—, pero tiene un punto débil en la defensa por la derecha.
—Eso es cierto, pero tú reaccionas lentamente en los ataques a las piernas.
—Es el defecto de los lanceros; pasamos demasiado tiempo en la silla de montar —dijo Hogun—. Orrin es bajo, lo que le da ventaja en ese aspecto.
—Así es. La verdad es que Orrin ha alcanzado un gran logro al llegar a la final. ¿Te has dado cuenta de que lo vitorean más que a ti?
—Sí, pero eso me da igual —dijo Hogun.
—Ya me lo figuro. De todas formas, es muy bueno para la moral ver que el gan de la fortaleza lucha tan bien.
Hogun alzó la mirada y sostuvo la de Druss; el viejo guerrero sonrió y regresó a su asiento de juez.
—¿De qué iba todo eso? —preguntó Elicas. El guerrero se acercó a Hogun y le masajeó los músculos del cuello y los hombros—. ¿Te estaba animando?
—Algo así —le respondió Hogun—. Arréglame un poco el antebrazo, ¿quieres? Tengo los músculos agarrotados.
El joven general gruñó cuando los fuertes pulgares de Elicas se le hundieron en la carne. ¿Acaso Druss le estaba pidiendo que perdiese? Seguramente no, pero…
No le pasaría nada por que Orrin ganase la espada de plata del premio; y, desde luego, aumentaría el aprecio que le tenían las tropas.
—¿En qué estás pensando? —le preguntó Elicas.
—Se desprotege por la derecha.
—Podrás con él, Hogun —le animó el joven oficial—. Intenta ese juego de bloqueo y contraataque que usaste conmigo.
Cuando se reanudó el combate, la espada de madera de Hogun se partió al segundo golpe. Orrin retrocedió mientras le conseguían otra arma a Hogun, y permitió que su oponente ejecutase unos golpes para probarla. Hogun no se mostró muy satisfecho ante el equilibrio de la nueva espada y solicitó otra. Necesitaba tiempo para pensar. ¿Acaso Druss le estaba pidiendo que se dejase ganar?
—No te estás concentrando —le reprochó Elicas—. ¿Qué pasa contigo? La Legión ha apostado mucho en este torneo.
—Lo sé.
Despejó sus pensamientos. No importaba el motivo; no iba a dejarse ganar.
Se empleó a fondo en el último ataque; bloqueó un golpe de revés y embistió. Sin embargo, justo antes de que su arma hiciera blanco en el vientre de Orrin, la espada del gan lo golpeó en el cuello. Orrin había previsto el movimiento y lo había hecho caer en una trampa. En un combate real, los dos hombres habrían muerto; pero aquello no era un combate real.
Orrin había ganado. Los dos hombres se estrecharon la mano, y los soldados vitorearon y se acercaron.
—Allá va mi dinero —dijo Elicas—. Aun así, hay un lado bueno.
—¿Cuál? —le preguntó Hogun, frotándose el brazo dolorido.
—No me llega para pagar nuestra apuesta, así que tendrás que invitar tú. ¡Es lo mínimo que puedes hacer, Hogun, después de haber defraudado a la Legión!
El banquete animó a Hogun. Los discursos del bar Britan, que representaba a los soldados, y del dun Pinar, por parte de los oficiales, fueron ingeniosos y breves. La comida era buena; el vino y la cerveza, abundantes, y reinaba un ambiente de camaradería.
«No parece el mismo Dros de hace unos días», pensó Hogun.
En el exterior de la entrada, Bregan cumplía su labor de centinela junto a un joven y alto cul del grupo Fuego. Bregan ignoraba su nombre y no podía preguntárselo, ya que los centinelas tenían prohibido hablar durante el servicio. Bregan pensó que se trataba de una regla extraña, pero tenía que obedecer.
La noche era fría, pero Bregan apenas lo notaba. Sus pensamientos estaban en su pueblo, en Lotis y en los chiquillos. Sybad había recibido una carta aquel día, y todos estaban bien. Había una mención de Legan, el hijo de cinco años de Bregan; al parecer había trepado a un alto olmo y no podía bajar, y había llorado y llamado a su padre. Bregan le pidió a Sybad que escribiera unas líneas de su parte en su próxima carta a casa. Quería decir a su familia lo mucho que la quería y echaba de menos, pero no fue capaz de hacer que Sybad pusiera por escrito aquellos sentimientos, de modo que le pidió que le dijera a Legan que fuese bueno y obedeciera a su madre. Sybad reunió instrucciones de todos los nativos del pueblo y se pasó la tarde redactando una carta, que por último selló con cera y entregó en la sala del correo. Un jinete llevaría la carta al sur, junto con el resto del correo y los partes del ejército destinados a Drenan.
En aquel momento, Lotis habría puesto leña en la chimenea y apagado las lámparas, y probablemente ya se habría acostado en el colchón relleno de paja y estaría durmiendo. Bregan supuso que Legan estaría durmiendo con ella, pues a Lotis siempre le había costado conciliar el sueño cuando Bregan estaba ausente.
—Detendrás a los salvajes, ¿verdad, papá?
—Pues claro —le había respondido Bregan—, pero seguramente no vendrán. Los políticos harán algún trato, como han hecho siempre.
—¿Volverás pronto a casa?
—Para la fiesta de la cosecha.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
Cuando acabó el banquete, Druss hizo que Orrin, Hogun, Elicas y Arquero lo acompañasen al despacho del conde, encima del gran salón. Arshín, el criado, les llevó vino, y Druss presentó al forajido a los jefes de la fortaleza. Orrin le estrechó la mano con frialdad; su mirada mostraba una expresión de disgusto. Durante dos años había estado enviando patrullas al bosque de Skultik, con el objetivo de atrapar y ejecutar al jefe de los bandidos. A Hogun le importaban menos los antecedentes de Arquero, y estaba más interesado en los recursos que podía proporcionar. Elicas no se había formado ninguna opinión previa, pero el rubio arquero le caía bien instintivamente.
Cuando se sentaron, Arquero carraspeó y les habló del tamaño de las fuerzas nadir reunidas en Gulgothir.
—¿Cómo has conseguido esa información? —le preguntó Orrin.
—Hace tres días nos… cruzamos… con unos viajeros que atravesaban Skultik. Viajaban de Dros Purdol a Segril, y habían pasado por el desierto del norte. Habían sido detenidos cerca de Gulgothir, y los habían llevado a la ciudad, donde los retuvieron cuatro días. Como se trataba de comerciantes vagrianos los trataron con cortesía, pero los interrogó un oficial nadir llamado Surip. Uno de los viajeros había sido oficial en Vagria, e hizo un cálculo aproximado de las fuerzas nadir.
—Pero… ¿Medio millón? —dijo Orrin—. Creo que esa cifra es una exageración.
—En realidad, quizá se quedara corto —replicó Arquero—. Cuando los comerciantes se marcharon, aún seguían acudiendo tribus del exterior. Me parece que tenéis entre manos una buena batalla.
—No quiero sonar presuntuoso —intervino Hogun—, pero ¿no querrás decir que tenemos, todos, una buena batalla entre manos?
Arquero dirigió la mirada hacia Druss.
—¿No se lo has dicho, vieja mula? ¿No? Oh, este debe de ser un momento deliciosamente vergonzoso…
—¿Decimos qué? —preguntó Orrin.
—Que son mercenarios —dijo Druss, incómodo—. Sólo permanecerán aquí hasta la caída de la tercera muralla. Es lo acordado.
—¿Y por esta…, esta lamentable ayuda esperan conseguir el indulto? —exclamó Orrin, levantándose—. Antes los veré colgados.
—Tras la caída de la tercera muralla no necesitaremos tantos arqueros —dijo Hogun tranquilamente—. Ya no habrá terreno despejado.
—Necesitamos a los arqueros, Orrin —dijo Druss—. Los necesitamos desesperadamente. Y este hombre trae consigo a seiscientos de los mejores. Sabemos que las murallas caerán, y vamos a necesitar hasta la última flecha. Después sellaremos las entradas más atrasadas. Tampoco me gusta esta situación, pero la necesidad obliga… Es mejor tener apoyo en las tres primeras murallas que no tenerlo en ninguna; tienes que estar de acuerdo.
—Y si no lo estoy, ¿qué? —dijo Orrin con irritación.
—Entonces les diré que se vayan —le respondió Druss. Hogun fue a protestar, furioso, pero un gesto de Druss lo hizo callar—. Tú eres el gan, Orrin. Tú decides.
Orrin se sentó e inspiró profundamente. Había cometido muchos errores antes de que llegase Druss; era consciente de ello. La situación lo enfurecía, pero no tenía más remedio que apoyar a Druss, y el hachero lo sabía. Los dos hombres intercambiaron una mirada y sonrieron.
—Se quedarán —dijo Orrin.
—Inteligente decisión —intervino Arquero—. ¿Cuándo creéis que llegarán los nadir?
—Demasiado pronto —masculló Druss—. Más o menos dentro de tres semanas, según nuestros exploradores. Ulric ha perdido un hijo, lo que nos proporciona unos días más, pero no serán suficientes.
Los hombres siguieron debatiendo durante un rato los problemas a los que se enfrentaban los defensores. Al final, Arquero habló con cierta vacilación.
—Escucha, Druss; hay algo que debo comentarte, pero no quiero que suene… raro. He estado dándole vueltas a la idea de no decir nada, pero…
—Habla, chico; estás entre amigos… más o menos.
—Anoche tuve un sueño extraño, y tú aparecías en él. Normalmente no habría hecho caso, pero al verte hoy he pensado en ello de nuevo. Soñé que un guerrero con armadura plateada me despertaba de un sueño profundo. Podía ver a través de él, como si fuera un fantasma. Me dijo que había intentado ponerse en contacto contigo, sin conseguirlo. Su voz sonaba en el interior de mi mente. Dijo que se llamaba Serbitar y que viajaba junto a unos amigos y una mujer llamada Virae.
»Dijo que era importante que te dijera que reunieses combustible y depósitos para contenerlo, ya que Ulric ha construido torres de asedio. También dijo que convendría construir fosos incendiables en el terreno comprendido entre las murallas. Me mostró una visión en la que eras atacado, y me dio un nombre: Musar. ¿Tiene sentido todo eso?
Durante un instante, nadie habló, pero Druss pareció increíblemente aliviado.
—Lo tiene, chico. ¡Lo tiene!
Hogun llenó un vaso de lentriano y se lo pasó a Arquero.
—¿Qué aspecto tenía ese guerrero?
—Alto. Esbelto. Creo que tenía el pelo blanco, aunque era joven.
—Es Serbitar —dijo Hogun—. La visión es auténtica.
—¿Lo conoces? —le preguntó Druss.
—Sólo de oídas. Es el hijo del conde Drada de Dros Segril. Se dice que de chiquillo era vidente y tenía un demonio en su interior; podía leer el pensamiento. Es albino, y ya sabes que los vagrianos consideran que dan mala suerte. Fue enviado al monasterio de los Treinta, al sur de Drenan, cuando tenía trece años. También se dice que su padre intentó ahogarlo en la cuna, pero que el bebé lo presintió y se ocultó en la ventana de la habitación. Por supuesto, sólo son cuentos.
—Está claro que sus habilidades se han desarrollado —dijo Druss—, pero me importa un bledo. Será muy útil aquí, sobre todo si es capaz de leerle el pensamiento a Ulric.