—Dinos qué has visto —dijo Rek al entrar en el camarote de Serbitar y reunirse con los cuatro líderes de los Treinta. Menahem lo había arrancado de un profundo sueño y le había comentado por encima los problemas que había en el Dros. Repentinamente despejado, escuchó al monje guerrero rubio mientras le hablaba de la nueva amenaza.
—El Maestro del Hacha está entrenando a los hombres. Ha hecho derribar todos los edificios a partir de la tercera muralla, para despejar el terreno. También ha bloqueado los pasadizos que se abrían tras las puertas hasta la cuarta muralla. Está haciendo un buen trabajo.
—Has mencionado algo sobre unos traidores —le dijo Rek.
Serbitar alzó una mano.
—¡Paciencia! —dijo—. Prosigue, Arberdark.
—Hay un posadero llamado Musar que proviene de la tribu de los Cabeza de Lobo. Ha vivido en Dros Delnoch durante once años. Un oficial drenai y él están planeando matar a Druss; puede que haya otros involucrados. Ulric sabe que se han bloqueado los túneles.
—¿Cómo? —preguntó Rek—. No creo que nadie haya viajado hacia el norte.
—Palomas mensajeras —dijo Arberdark.
—¿Podéis hacer algo? —le preguntó Rek a Serbitar, que se encogió de hombros y miró a Vintar. El abad extendió las manos.
—Hemos intentado ponernos en contacto con Druss, pero no es muy receptivo, y todavía estamos muy lejos. No sé si podremos ser de ayuda.
—¿Hay noticias de mi padre? —preguntó Virae. Los hombres intercambiaron miradas de incomodidad. Al final habló Serbitar.
—Ha muerto. Lo siento mucho.
Virae no dijo nada, y su rostro no mostró ninguna emoción. Rek le apoyó una mano en el hombro, pero ella se la apartó.
—Voy a cubierta —dijo en voz baja—. Te veré más tarde, Rek.
—¿Quieres que vaya contigo?
—No. Prefiero estar sola.
Cuando la puerta se cerró tras ella, Vintar habló con voz triste y baja.
—Era un buen hombre, a su manera. Contacté con él antes del final; se sentía en paz y estaba en el pasado.
—¿En el pasado? —preguntó Rek—. ¿Qué significa eso?
—Sus pensamientos se centraban en recuerdos más felices. Murió en paz. Creo que viajará hacia la Fuente; rezaré por ello. ¿Qué hay de Druss?
—He intentado contactar con el general Hogun —dijo Arberdark— pero era muy peligroso. Casi me desorienté por completo. La distancia…
—Comprendo —le dijo Serbitar—. ¿Conseguiste averiguar cómo intentarán asesinarlo?
—No. No pude penetrar en la mente del hombre, pero ante él había una botella de tinto lentriano, y estaba volviendo a cerrarla. Podría ser veneno, o alguna droga.
—Tiene que haber algo que podáis hacer con todo vuestro poder —dijo Rek.
—Cualquier poder, excepto uno, tiene límites —le explicó Vintar—. Lo único que podemos hacer es rezar. Druss ha sido guerrero durante muchos años, y es un superviviente. Eso significa que no sólo es hábil, sino afortunado. Menahem, viaja hacia el Dros y observa. Quizá se demore el intento hasta que estemos más cerca.
—Habéis mencionado a un oficial drenai —le dijo Rek a Arberdark—. ¿Quién? Y ¿por qué?
—No lo sé. Cuando completé mi viaje estaba saliendo de casa de Musar. Actuaba de forma furtiva, y eso me hizo sospechar. Musar estaba en la buhardilla, y en la mesa, ante él, había una nota escrita en lengua nadir que decía: «Matad al Mensajero de la Muerte». Es el nombre por el que se conoce a Druss entre las tribus.
—Tuviste suerte al ver al oficial —dijo Rek—. En una fortaleza y una ciudad de ese tamaño, la probabilidad de contemplar un único acto de traición tiene que ser increíblemente baja.
—En efecto —respondió Arberdark. Rek se percató de la mirada que intercambiaban el monje rubio y el albino.
—¿Ha sido algo más que suerte? —les preguntó.
—Quizá —respondió Serbitar—. Volveremos a hablar pronto; por ahora estamos impotentes. Menahem observará la situación y nos mantendrá informados. Si el intento de asesinato se retrasa un par de días, podremos hacer algo.
Rek observó a Menahem, que estaba sentado muy erguido ante la mesa, con los ojos cerrados y la respiración superficial.
—¿Se ha ido? —preguntó.
Serbitar asintió.
Druss fingió interés mientras proseguían los discursos. Después de que terminara el banquete, el viejo guerrero tuvo que escuchar tres veces lo muy agradecidos que se sentían los lugareños; los burgueses, los comerciantes y los leguleyos en que se habían convertido. Cómo había alzado el ánimo de los pusilánimes que estaban dispuestos a dejar que declinase el poderío del imperio de Drenai. Cómo, cuando se ganase la batalla, y rápidamente, al parecer, Dros Delnoch atraería a visitantes de todo el continente. Cómo se añadirían más estrofas a la saga del Legendario escrita por Serbar. La cantinela siguió, y los elogios se hicieron más exagerados a medida que corría el vino.
En el gran salón de la fortaleza se hallaban presentes miembros de las doscientas familias más acaudaladas e influyentes de Delnoch, sentados alrededor de una inmensa mesa redonda reservada normalmente para actos oficiales. El banquete había sido idea de Bricklyn, el burgomaestre, un hombre de negocios bajo y egocéntrico que había acaparado la atención de Druss durante la comida y después se tomaba la libertad de seguir agobiándolo con aquel larguísimo discurso.
Druss mantuvo la sonrisa, asintiendo de vez en cuando en los momentos que le parecían oportunos. Había estado presente en muchos actos de aquel estilo, aunque normalmente tenían lugar después de las batallas y no antes.
Como se esperaba, Druss había comenzado su discurso hablando brevemente de su vida pasada, y lo había terminado con la conmovedora promesa de que el Dros resistiría si los soldados mostraban el mismo valor que las familias reunidas en torno a aquella mesa. Tal como esperaba, había recibido una clamorosa ovación.
Como solía hacer en tales ocasiones, Druss bebió con mucha moderación, limitándose apenas a unos pequeños tragos del exquisito tinto lentriano que le servía Musar, el corpulento posadero y maestro de ceremonias del banquete.
Druss se sobresaltó al darse cuenta de que Bricklyn había terminado su discurso, y aplaudió enérgicamente. Aquel hombre bajo de pelo canoso se sentó a su izquierda, hinchándose como un pavo y haciendo inclinaciones mientras proseguían los aplausos.
—Un gran discurso —le dijo Druss—. Excelente.
—Gracias, gracias. Sin embargo, creo que el vuestro ha sido mejor —le respondió Bricklyn, cogiendo una jarra de barro para llenarse una copa de blanco vagriano.
—Tonterías; eres un orador nato.
—Es curioso que digas eso. Recuerdo cuando di un discurso en Drenan, en la boda del conde Maritin… ¿Conoces al conde? Da igual; la cosa es que dijo…
Y así siguió; Druss asentía y sonreía mientras Bricklyn seguía contando anécdotas en las que destacaban sus cualidades.
Cerca de la medianoche, tal como habían acordado previamente, Arshín, el anciano criado de Delnar, se acercó a Druss y le dijo, en voz bastante alta para que lo oyeran alrededor, que lo necesitaban en la tercera muralla para supervisar la distribución de los arqueros. Ya iba siendo hora; Druss no había bebido en total más de una copa en toda la velada, pero la cabeza le daba vueltas y le temblaban las piernas cuando se puso en pie. Se disculpó con el burgomaestre, dirigió una inclinación a los reunidos y abandonó la sala. Fuera, en el pasillo, se detuvo y se apoyó en una columna.
—¿Estáis bien, señor? —le preguntó Arshín.
—El vino estaba malo —musitó Druss—. Me ha dejado el estómago peor que un desayuno ventriano.
—Será mejor que os acostéis, señor. Le diré al dun Mendar que acuda a vuestra habitación.
—¿Mendar? ¿Para qué diablos tiene que ir a verme?
—Lo siento, mi señor. No pude mencionarlo en el salón, pues tenía que seguir vuestras instrucciones sobre lo que os debía decir, pero el dun Mendar quería saber si podías atenderlo un momento. Dice que tiene un grave problema.
Druss se frotó los ojos e inspiró profundamente varias veces. Tenía el vientre flojo, y se sentía desconcentrado y débil. Durante un instante pensó en ordenarle a Arshín que le explicase la situación al joven oficial del grupo Karnak, pero se dio cuenta de que correría la voz de que Druss estaba enfermo. O peor aún, de que no aguantaba bien el vino.
—Quizá me siente bien un poco de aire fresco. ¿Dónde está?
—Dijo que se encontraría con vos en el callejón de Unicornio. Salid de la fortaleza e id hacia la derecha hasta llegar a la primera plaza de mercado, y después doblad a la izquierda frente al molino. Seguid por la calle de los panaderos hasta llegar a una herrería; a la derecha está el callejón del Unicornio, y al final hay una posada.
Druss le pidió al criado que le repitiera las instrucciones, y tras ello se separó de la columna y salió a la noche con paso vacilante. Las estrellas brillaban en el cielo despejado. Tomó una bocanada de aire fresco, y el estómago le dio un vuelco.
—¡Maldita sea! —dijo, furioso. Llegó a una zona apartada del muro de la fortaleza, fuera de la vista de los centinelas, y se obligó a vomitar. Un sudor frío le cubrió la frente, y la cabeza le dolía cuando se irguió, pero al menos se le había asentado el estómago. Echó a andar hasta la primera plaza, encontró la tienda del molino y giró a la izquierda. De inmediato lo rodeó el aroma del pan procedente de los hornos de la calle de los panaderos.
El olor le provocó más arcadas. Furioso por encontrarse en aquel estado, llamó a golpes a la primera puerta que encontró. Un panadero bajo y gordo, con un mandil blanco de algodón, abrió la puerta y lo observó con preocupación.
—¿Sí?
—Soy Druss. ¿Tienes pan preparado?
—Apenas ha pasado la medianoche; tengo un poco de pan de ayer, pero si esperas un momento te traeré una hogaza recién hecha. ¿Qué sucede? Estás verdoso.
—Limítate a traerme el pan, ¡y deprisa! —Druss se aferró al marco de la puerta y se obligó a erguirse. ¿Qué infiernos pasaba con aquel vino? O quizá se tratase de la comida. Odiaba las comidas elaboradas; se había pasado demasiados años a base de carne seca y verdura cruda, y su organismo no las toleraba bien. Pero nunca había reaccionado de aquel modo.
El panadero regresó a la entrada corriendo con un gran trozo de pan negro y un pequeño frasco.
—Bebe esto —le dijo a Druss—. Tengo úlcera, y Calvar Syn dice que esto asienta el estómago más deprisa que ninguna otra cosa.
Druss, agradecido, vació el contenido del frasco; sabía a carbón vegetal. Después arrancó un bocado de pan y se sentó en el suelo con la espalda apoyada en la pared. Su estómago protestó, pero Druss apretó los dientes y dio cuenta de la hogaza. Algunos minutos más tarde se sentía mejor. La cabeza le dolía como mil demonios y tenía la visión ligeramente borrosa, pero las piernas lo sostenían y había recuperado las fuerzas suficientes para seguir su camino y reunirse con Mendar.
—Gracias, panadero. ¿Qué te debo?
El panadero estuvo a punto de pedir dos monedas de cobre, pero se dio cuenta a tiempo de que el anciano no tenía bolsillos a la vista, y ninguna bolsa le colgaba del cinturón. Suspiró y dijo lo que era de esperar.
—No necesito que me pagues, Druss, por supuesto.
—Muy amable.
—Deberías volver a tu habitación y dormir toda la noche —le aconsejó el panadero. Estuvo a punto de añadir que Druss ya no era joven, pero se lo pensó mejor.
—Aún no; tengo que ver a uno de mis oficiales.
—Ah, Mendar —dijo el panadero, sonriendo.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo he visto pasar hace unos veinte minutos junto a otros tres o cuatro tipos; se dirigían al Unicornio. No es habitual ver tantos oficiales por aquí a estas horas; el Unicornio es una taberna de soldados.
—Ya veo. Bueno, gracias de nuevo; seguiré mi camino.
Druss se detuvo unos instantes junto a la entrada mientras el panadero regresaba a su horno. Si Mendar iba acompañado, probablemente querrían que se uniera a ellos para tomar un trago, y se estrujó los sesos para encontrar alguna razón para negarse. Incapaz de hallar una excusa convincente, lanzó una maldición y echó a andar por la calle de los panaderos.
Todo era oscuridad y silencio. Tanto silencio le pareció extraño, pero la cabeza le dolía demasiado para prestar atención.
Frente a él podía ver ya el cartel con un yunque que anunciaba la herrería, brillando a la luz de la luna. Se detuvo de nuevo, parpadeó cuando el reflejo distorsionado de la luz en el cartel le golpeó los ojos, y sacudió la cabeza.
El silencio… Había algo extraño en aquel maldito silencio.
Siguió caminando, inquieto, y aflojó la funda de Snaga, más por reflejo que por ser consciente de un peligro real. Se volvió hacia la derecha…
Algo atravesó el aire, y Druss sintió una explosión de luz entre los ojos cuando el garrote lo golpeó. Cayó pesadamente y rodó por el suelo mientras una forma oscura saltaba hacia delante. Snaga silbó al trazar un arco que terminó en el muslo del hombre, cortó la carne e hizo añicos el hueso; el asesino gritó. Druss se levantó mientras otras siluetas surgían de entre las sombras. El hachero aún tenía la vista borrosa, pero podía distinguir el brillo del acero a la luz de la luna. Lanzó un grito de guerra y saltó hacia delante. Una espada trazó un arco hacia él, pero la esquivó y hundió el hacha en el cráneo del hombre, mientras daba una patada a un segundo atacante. La hoja de otra espada le atravesó la tela de la camisa y le abrió un corte en el pecho. Druss arrojó a Snaga y se volvió para enfrentarse al tercer hombre.
Era Mendar.
Druss se movió hacia un lado con los brazos extendidos en posición de lucha. El joven oficial avanzó con seguridad empuñando la espada. Druss echó una ojeada al segundo atacante; yacía en el suelo, gimiendo e intentando desesperadamente sacarse el hacha del vientre. Druss estaba furioso; no debería haber arrojado el hacha. Les echó la culpa al malestar y al dolor de cabeza.
Mendar se adelantó y sacudió la espada, y Druss saltó hacia atrás cuando el acero plateado silbó ante él, cortando el aire a apenas un dedo de su cuello.
—¡No podrás retroceder mucho más, viejo! —dijo Mendar, sonriendo.
—¿Por qué haces esto?
—¿Intentas ganar tiempo? Lo siento, no lo entenderías.
Volvió a saltar y golpear, y una vez más, Druss esquivó por poco. Pero la espalda del hachero estaba contra la pared, y no había escapatoria.
Mendar se echó a reír.
—No pensé que fuera a ser tan fácil acabar contigo —dijo, y lanzó una estocada.
Druss se hizo a un lado, desvió la hoja de la espada de un manotazo, saltó hacia delante mientras el arma le cortaba la piel, sobre las costillas, y encajó un puñetazo en el rostro de Mendar. El alto oficial retrocedió tambaleándose y sangrando por la boca. Un segundo golpe lo acertó en el pecho y le rompió una costilla. Soltó la espada y empezó a caer, pero una mano gigantesca lo agarró por el cuello y lo alzó en el aire. Mendar parpadeó; la mano se aflojó sólo lo justo para que un hilillo de aire le pudiera pasar por la garganta.
—¿Fácil, chico? Nada en la vida es fácil.
Druss oyó un susurro a su espalda. Se giró rápidamente, sosteniendo a Mendar, y un hacha de doble filo se hundió en la espalda del oficial, destrozándole la columna. Druss dejó caer el cadáver y cargó con un hombro contra el asesino, que intentaba liberar su arma. El hombre salió disparado hacia atrás. Mientras Druss se volvía a poner en pie, el asesino se había vuelto y había echado a correr por la calle de los panaderos.
Druss maldijo y regresó junto al oficial agonizante. La sangre manaba de la terrible herida y empapaba el suelo de tierra batida.
—¡Ayúdame! —le dijo Mendar—. ¡Por favor!
—Considérate afortunado, hijo de puta; yo te habría matado más lentamente. ¿Quién era ese?
Pero Mendar había muerto. Druss liberó a Snaga del cadáver del otro asesino y buscó al hombre al que había herido en la pierna. Siguió el rastro de sangre hasta un callejón estrecho y lo encontró recostado contra una pared, con un cuchillo clavado en el pecho; sus manos aún se hallaban crispadas en torno a la empuñadura.
Druss se frotó los párpados y sintió los dedos pegajosos. Se los pasó por la frente y descubrió un chichón del tamaño de un huevo con un corte en el centro, que lo hizo maldecir una vez más.
¿Es que ya no había nada en el mundo que fuera sencillo?
En sus tiempos, una batalla era una batalla: un ejército se enfrentaba a otro.
Se obligó a recomponerse; siempre había habido traidores y asesinos. Lo que ocurría era que él nunca había sido su blanco.
De repente se echó a reír, al recordar el silencio. La posada estaba vacía. Tendría que haberse dado cuenta del peligro en el instante en que alcanzó el callejón del Unicornio. ¿Para qué iban a estar aguardándolo cinco hombres en un callejón vacío, después de medianoche?
«Viejo idiota —se dijo—. Ya empiezas a chochear».
Musar estaba sentado en la buhardilla, solo, escuchando el zureo de las palomas mientras se ahuecaban las plumas y saludaban al amanecer. Ya estaba más tranquilo, casi calmado por completo, y las manos le habían dejado de temblar. Se acercó a la ventana, se inclinó sobre el alféizar y miró al norte. Su única ambición había sido ver a Ulric conquistando Dros Delnoch y las fértiles tierras del sur; presenciar, por fin, el ascenso del imperio nadir.
Su esposa drenai y su hijo de ocho años yacían abajo, en un sueño profundo que poco a poco derivaba hacia la muerte, mientras Musar saboreaba su último amanecer.
Le había resultado duro verlos tomar las bebidas envenenadas, y escuchar la alegre charla de su mujer mientras le contaba los planes para el día siguiente. Cuando su hijo le preguntó si podría ir a cabalgar con el hijo de Brentar, le había dicho que sí.
Tenía que haber hecho caso de su instinto y haber envenenado al viejo guerrero, pero el dun Mendar le había hecho abandonar la idea: habrían sospechado inmediatamente del maestro de ceremonias. Mendar le había prometido que aquella otra forma sería más segura: drogar a Druss y después matarlo en un callejón oscuro. ¡Muy sencillo!
¿Cómo podía alguien moverse tan deprisa?
Musar creía que podría librarse. Sabía que Druss no lo reconocería como el quinto asesino, porque todo el tiempo había llevado el rostro cubierto con una tela oscura. Pero su jefe nadir, Surip, insistía en que el riesgo era demasiado grande. En el último mensaje lo había felicitado por su labor durante los doce últimos años, y terminaba así: «La paz sea contigo, hermano, y con tu familia».
Musar llenó un gran balde con agua calentada en una olla de cobre. Después cogió su puñal de un estante, en el fondo de la buhardilla, y lo afiló cuidadosamente. ¿El riesgo era demasiado grande? Quizá. Musar sabía que los nadir tenían otro hombre en Delnoch, en una posición más elevada que la suya. No debían ponerlo en peligro bajo ningún concepto.
Sumergió el brazo izquierdo en el balde y, sosteniendo firmemente el puñal en la mano derecha, se cortó las venas de la muñeca. El agua cambió de color.
Con los ojos llenos de lágrimas, pensó que había sido un estúpido al casarse.
Pero ella era tan hermosa…
Hogun y Elicas observaban mientras los legionarios se llevaban los cadáveres de los asesinos. La gente los miraba desde las ventanas cercanas y hacía preguntas, pero los legionarios no prestaban atención.
Elicas se acariciaba el pequeño pendiente de oro mientras Lebus, el rastreador, reconstruía la pelea. Elicas siempre se había sentido fascinado ante la habilidad del rastreador. Siguiendo un rastro, era capaz de deducir el sexo de las monturas, la edad de los jinetes y, casi, de qué habían hablado en el campamento la noche anterior. Era una capacidad que escapaba a su comprensión.
—El anciano entró al callejón por aquí. El primer atacante estaba escondido entre las sombras. Lo golpeó; Druss cayó y se levantó rápidamente. ¿Ves la sangre aquí? Es donde el hacha cortó la pierna. Después cargó contra los otros tres, pero probablemente había lanzado el hacha, porque tuvo que retroceder por el callejón hasta aquella pared.
—¿Cómo mató a Mendar? —le preguntó Hogun, que ya sabía la respuesta de labios de Druss. Pero también apreciaba la habilidad de Lebus.
—Eso me tenía desconcertado, mi señor —dijo el rastreador—, pero creo que ya lo he descubierto. Había un quinto atacante, que se mantuvo al margen de la refriega. Hay señales de que Druss y Mendar habían dejado de luchar y estaban muy cerca uno del otro. En ese instante debió de atacar el quinto hombre. Aquellas son las huellas de Druss. ¿Veis esa marca en círculo? Creo que giró arrastrando a Mendar para que le sirviera de escudo.
—Buen trabajo, Lebus —le dijo Hogun—. Los hombres dicen que puedes seguir el rastro de un pájaro en vuelo, y lo creo.
Lebus saludó con una reverencia y se marchó.
—Empiezo a creer que Druss es todo lo que dice que es —comentó Elicas—. Es asombroso.
—Es cierto, pero esto es preocupante —le respondió Hogun—. Que se acerque un ejército como el de Ulric es una cosa, pero tener traidores en el Dros es otra muy diferente. Y en cuanto a Mendar… Aún no me lo puedo creer.
—Era de buena familia, creo. He hecho correr el rumor de que Mendar ayudó a Druss contra unos infiltrados nadir; funcionará. No todos tienen el talento de Lebus, y de todas formas, todo el lugar estará pisoteado en cuando se haga completamente de día.
—Es una buena historia —dijo Hogun—, pero la verdad acabará por salir a la luz.
—¿Cómo está el viejo? —preguntó Elicas.
—Diez puntos de sutura en el costado y cuatro en la frente. Estaba dormido cuando me marché. Calvar Syn dice que es un milagro que no le rompieran el cráneo.
—¿Seguirá siendo el juez del torneo de espadas? —preguntó el joven. Hogun se limitó a alzar una ceja—. Sí, supongo que sí. Es una lástima.
—¿Por qué?
—Bueno, si él no fuera el juez, tendrías que serlo tú. Y yo me perdería el placer de darte una paliza.
—¡Mocoso engreído! —dijo Hogun, echándose a reír—. Aún no ha llegado el día en que puedas atravesar mi guardia, ni siquiera con una espada de madera.
—Hay una primera vez para todo, y tú no te estás haciendo más joven, Hogun. Ya debes de andar cerca de los treinta. ¡Estás con un pie en la tumba!
—Ya veremos. ¿Quieres apostar?
—¿Una jarra de tinto? —propuso Elicas.
—¡Hecho! Nada sabe mejor que el vino que paga otro.
—Como comprobaré esta tarde, sin duda —replicó Elicas.