Rek estaba apoyado en la borda de estribor y rodeaba con un brazo los hombros de Virae. Contemplaba el mar y pensaba en lo extraña que era la manera en que la noche cambiaba su aspecto; parecía un inmenso espejo maleable que reflejaba las estrellas, mientras la gemela de la luna parecía flotar, fragmentada y etérea, a cosa de una legua. Siempre a una legua. Una brisa suave hinchaba la vela triangular, y el Gandul dejaba una estela blanca mientras surcaba las aguas, balanceándose arriba y abajo sobre el oleaje. En popa, el timonel manejaba la rueda; el parche de plata que le cubría un ojo lanzaba destellos a la luz de la luna. En proa, un joven marinero arrojaba la sonda e iba indicando los cambios de profundidad mientras pasaban sobre un arrecife sumergido.
Todo era armonía, paz y tranquilidad. El chapaleo rítmico de las olas aumentaba la sensación de aislamiento que envolvía a Rek mientras contemplaba el mar. Con las estrellas por encima y reflejadas en el agua, parecían flotar a través de las mareas de la galaxia, lejos de todos los conflictos terrenales que los aguardaban.
Rek pensó que aquello era la felicidad.
—¿En qué piensas? —le preguntó Virae, abrazándolo.
—Te quiero —le respondió él. Un delfín surgió ante ellos y lanzó una bienvenida musical antes de volver a zambullirse. Rek siguió con la mirada la grácil figura que nadaba entre las estrellas.
—Ya sé que me quieres —dijo Virae—, pero te he preguntado que en qué estabas pensando.
—En eso mismo. Me siento feliz. En paz.
—Por supuesto. Estamos en un barco, y es una noche tranquila.
—No tienes corazón —le dijo Rek, besándole la frente.
Virae lo miró y sonrió.
—Si eso es lo que tú crees, eres idiota. Lo que pasa es que los embustes adornados no se me dan tan bien como a ti; no tengo tanta práctica.
—Duras palabras, señora. ¿Te mentiría yo acaso? Me cortarías la cabeza.
—Desde luego. ¿A cuántas mujeres les has dicho que las querías?
—A cientos. —Rek la miró a los ojos y vio que su sonrisa desaparecía.
—¿Y por qué te iba a creer, entonces?
—Porque me crees.
—Eso no es ninguna respuesta.
—Claro que sí. No eres ninguna campesina estúpida que se deja engañar por una sonrisa. Distingues la verdad cuando la oyes. ¿Por qué te entran dudas de repente?
—¡No dudo de ti, tarugo! Sólo quiero saber a cuántas mujeres has amado.
—¿Con cuantas me he acostado, quieres decir?
—Si quieres ser grosero…
—No lo sé —mintió Rek—. No acostumbro a llevar las cuentas. Y si lo próximo que vas a preguntar es si hago comparaciones, te quedarás sola aquí, porque me iré a la sentina.
La pregunta fue aquella, pero no se marchó.
El timonel los miraba, y oyó su risa y sonrió a su vez, aunque no supiera a qué venía aquel buen humor. En casa lo esperaban su mujer y siete hijos, y se sentía bien al observar a los jóvenes amantes. Los saludó con un gesto mientras desaparecían bajo la cubierta, pero no lo vieron.
—Es agradable ser joven y estar enamorado —dijo el capitán, saliendo de entre las sombras que cubrían la puerta de su camarote y colocándose junto al timonel.
—Es agradable ser viejo y estar enamorado —le respondió este, sonriendo.
—La noche está tranquila, pero la brisa empieza a arreciar. No me gusta el aspecto de aquellas nubes del oeste.
—Pasarán de largo —dijo el timonel—, pero tendremos algo de mal tiempo. Estará a nuestra espalda, empujándonos; quizá ganemos un par de días. ¿Sabes que se dirigen a Delnoch?
—Sí —le respondió el capitán, rascándose la barba roja. Comprobó el rumbo mirando las estrellas.
—Es una pena —dijo el timonel, con sinceridad—. Dicen que Ulric ha jurado arrasar la fortaleza hasta los cimientos. ¿Sabes qué hizo en Gulgothir? Mató a uno de cada dos defensores, y a un tercio de las mujeres y los niños. Sencillamente, los puso en fila, y sus guerreros los despacharon.
—Me lo han contado, y no es asunto mío. Hemos comerciado con los nadir durante años, y no son tan terribles; iguales que cualquier otro pueblo.
—Estoy de acuerdo. Tuve una mujer nadir; al final se largó con un calderero. Más tarde me enteré de que le había cortado el cuello y se había llevado su carromato.
—Lo más probable es que solamente quisiera el caballo —dijo el capitán—. Con un buen caballo podría conseguir a un auténtico nadir. —Los dos hombres se echaron a reír.
Permanecieron un rato en silencio, disfrutando la brisa nocturna.
—¿Por qué van a Delnoch? —preguntó el timonel.
—Ella es la hija del conde; de él no sé nada. Si fuera mi hija, me habría asegurado de que no volviera; la habría enviado al punto más alejado al sur del imperio.
—Los nadir no tardarán mucho en llegar allí también, y más allá. Sólo es cuestión de tiempo.
—En ese tiempo pueden pasar muchas cosas. Seguro que los drenai se rinden mucho antes. ¡Mira! Son el maldito albino y su amigo. Me ponen los nervios de punta.
El timonel miró al lugar de la cubierta donde estaban Serbitar y Vintar, apoyados en la borda de babor.
—Te entiendo; no hablan nunca. Me encantará perderlos de vista —dijo el timonel, trazando sobre su pecho la señal de la Garra.
—Eso no mantendrá a raya a ese tipo de demonios —le dijo el capitán.
En la cubierta, Serbitar sonrió al recibir el pensamiento de Vintar.
—No nos aprecian demasiado, hijo mío.
—Así es; siempre pasa igual. Es difícil contenerse.
—Pero es necesario.
—He dicho que es difícil, no imposible.
—Palabrería. El simple reconocimiento de que es difícil ya equivale a reconocer la derrota —señaló Vintar.
—Siempre instruyendo, padre abad.
—Mientras queden discípulos en el mundo, maestro sacerdote.
Serbitar sonrió, lo que no era muy frecuente. Una gaviota sobrevolaba el barco en círculos. El albino tocó con indiferencia la mente del ave mientras se posaba sobre el mástil; era una mente en la que no había ni alegría, ni pesar, ni esperanza. Sólo hambre e instinto… y algo de frustración; en el barco no había nada que pudiera comer.
De repente, una oleada de fiera alegría recorrió el cuerpo del joven monje; un impulso de increíble energía lo empujó, un sentimiento de éxtasis y realización. Se aferró a la borda y retrocedió sin dejar de sujetarse. Liberó su sonda al acercarse a la puerta del camarote de Rek.
—Sus emociones son intensas —le dijo mentalmente Vintar.
—Es indecoroso regodearse en ellas —replicó Serbitar con algo de vergüenza. El rubor que cubría sus mejillas era visible incluso a la luz de la luna.
—No, Serbitar, amigo mío. En este mundo existen pocas cosas que lo rediman, y una de ellas es la capacidad de enamorarse con pasión intensa y duradera. Me alegro de que hagan el amor; es bueno para ellos.
—Eres un mirón, padre abad —dijo Serbitar, sonriendo. Vintar se echó a reír.
—Es cierto. Tienen tanta energía, los jóvenes…
De repente apareció en sus mentes la imagen del delgado y serio rostro de Arberdark. Mostraba una expresión sombría.
—Siento interrumpiros —les dijo—. Ha llegado una mala noticia de Dros Delnoch.
—Informa —le dijo Serbitar.
—El conde ha muerto, y hay traidores en el Dros. Ulric ha ordenado que maten a Druss.
—Formad en círculo a mi alrededor —ordenó Druss a los hombres agotados que se acercaban arrastrando los pies desde la muralla—. Y sentaos antes de que os caigáis.
Sus ojos azules recorrieron el círculo. Bufó con desprecio.
—¿Y vosotros os llamáis soldados, montón de escoria? Unas cuantas carreras y ya no podéis más. ¿Cómo diablos creéis que vais a estar después de tres días de combates, de día y de noche, contra una fuerza nadir que os supera cincuenta a uno?
Nadie respondió; estaba claro que no esperaba respuesta. Por otra parte, los hombres estaban encantados de recibir la reprimenda; era un descanso en medio del entrenamiento interminable.
Druss señaló a Gilad.
—¡Tú! ¿Qué grupos están representados en este círculo?
Gilad echó un vistazo a los rostros que lo rodeaban.
—Karnak, Bild, Gorbadac y… Eh… No sé cuál es el otro.
—¿Y bien? —gritó el anciano guerrero—. ¿Alguno de vosotros, desharrapados, quiere reconocer a cuál pertenece? ¿Cuál es el otro puto grupo?
—Halcón —dijo una voz desde atrás.
—¡Muy bien! Los oficiales de grupo, acercaos —dijo Druss—. El resto, tomaos un respiro.
Se alejó del grupo e hizo un gesto a los oficiales para que lo siguieran.
—Bien, antes de que os diga lo que quiero, ¿quién es el oficial del grupo Halcón?
—Yo, señor. Dun Hedes —dijo un joven bajo y robusto.
—¿Por qué no has nombrado tu grupo cuando he preguntado? ¿Por qué ha tenido que hacerlo un mocoso granjero?
—Soy un poco sordo, señor, y cuando estoy cansado y el corazón me late con fuerza, apenas consigo oír nada.
—Entonces, dun Hedes, considérate liberado de tus tareas en el grupo Halcón.
—¡No puedes hacerme esto! Siempre he trabajado bien. No puedes deshonrarme así —dijo el joven, alzando la voz.
—Escúchame, idiota. Ser sordo no es ninguna deshonra. Y puedes venir a luchar a mi lado en los parapetos si quieres, cuando ataquen los nadir. Pero ¿cómo vas a servirme de comandante si no puedes oír mis instrucciones?
—Me las arreglaré —dijo el dun Hedes.
—¿Y cómo te las arreglarás cuando tus hombres acudan a pedirte consejo? ¿Qué pasa si tocamos a retirada y no te enteras? ¡No! La decisión está tomada; quédate al margen.
—¡Solicito ver al gan Orrin!
—Como quieras, pero desde hoy, el grupo Halcón tendrá otro dun.
Y ahora hablemos de lo que nos ocupa. Quiero que todos vosotros, tú también, Hedes, escojáis a vuestros dos hombres más fuertes. Los mejores en la lucha cuerpo a cuerpo, a puñetazos…, lo que sea. Tendrán la oportunidad de darme una buena zurra; eso os animará. ¡Vamos!
El dun Mendar llamó a Gilad mientras regresaba a su grupo, y ambos recorrieron la línea comunicando a los hombres la idea de Druss. Algunos soldados rieron entre dientes al ver la velocidad con la que aparecían voluntarios. El barullo fue en aumento mientras los presentes comenzaban a reclamar su oportunidad de tumbar al viejo guerrero, y Druss se echó a reír mientras se sentaba, ligeramente alejado de los hombres, y pelaba una naranja. Al fin, las parejas fueron seleccionadas y se levantó.
—Este ejercicio tiene un objetivo, pero os lo explicaré más tarde. Por ahora, vamos a divertimos —dijo Druss, poniéndose en jarras—. Sin embargo, me he dado cuenta de que el público está siempre más atento si tiene la posibilidad de ganar algo, así que ofrezco una tarde libre al grupo cuyos adalides sean capaces de derrotarme. —Los guerreros lanzaron vítores—. Pero os advierto que los grupos cuyos hombres no me venzan tendrán que correr una legua más. —Sonrió al oír las quejas—. No seáis tan gallinas. ¿Qué os preocupa? Únicamente soy un tipo viejo y gordo. Venga; empezaremos con la pareja del grupo Bild.
Los dos hombres podrían haber pasado por gemelos; ambos eran enormes, con barba negra, y hombros y brazos increíblemente musculosos. Se quitaron la armadura. Eran la pareja de guerreros de aspecto más temible que podía encontrarse entre los grupos.
—Bien, chicos —les dijo Druss—. Podéis agarrar, golpear, dar patadas y estrangular. Empezad cuando queráis.
El viejo guerrero se había quitado el jubón mientras hablaba. La pareja del grupo Bild lo rodeó lentamente; ambos hombres estaban relajados y sonreían. Cuando estuvieron uno a cada lado del anciano, se lanzaron sobre él. Druss cayó sobre una rodilla, esquivando el abrazo del que llegaba por su derecha, hundió una mano en la entrepierna del hombre, lo agarró con la otra por la camisa y lo lanzó contra su compañero. Los dos cayeron al suelo con los brazos enredados.
Las maldiciones de los hombres del grupo Bild sentados en el círculo se mezclaron con las burlas de los miembros de los otros grupos.
—¡Siguientes! ¡Gorbadac! —llamó Druss.
La nueva pareja avanzó con más cautela que su predecesora. El más alto se lanzó hacia la cintura de Druss con los brazos extendidos. La rodilla del hachero salió a su encuentro, y el hombre cayó sobre la hierba. El otro atacó casi de inmediato, sólo para recibir en el rostro un revés lanzado con indiferencia. Tropezó con su compañero caído y se fue al suelo de bruces. El primer hombre estaba inconsciente, y lo sacaron del círculo a rastras.
—¡Halcón!
En aquella ocasión los observó mientras avanzaban, y de repente profirió un fuerte grito y cargó contra ellos. El primero se detuvo, boquiabierto; el otro retrocedió un paso y tropezó. Druss alcanzó al primero con un directo de izquierda, y el hombre cayó y quedó inmóvil.
—¿Karnak?
Gilad y Bregan entraron en el círculo. Druss se había fijado antes en el moreno, y le había caído en gracia; le había parecido un guerrero nato. Había disfrutado observando las miradas de odio que le lanzaba el joven cada vez que se reía de él, y le encantó que retrocediera para ayudar a Orrin. Druss echó una ojeada al otro hombre y se quedó asombrado. Tenía que tratarse de un error. Aquel tipo regordete no era un luchador, y no lo sería nunca. Era fuerte y estaba bien dispuesto, pero nunca sería un guerrero.
Gilad se lanzó hacia delante, pero se detuvo cuando Druss alzó los puños. Druss giró para mantenerlo en su línea de visión. De repente oyó un sonido a su espalda y se volvió, a tiempo de ver que el gordo cargaba contra él, tropezaba y caía a sus pies. Rió entre dientes y se giró para hacer frente a Gilad, sólo para recibir una patada en el pecho. Dio un paso atrás para recuperarse, pero el gordo había rodado y se había colocado tras sus piernas, y Druss cayó de espaldas y lanzó un gruñido al chocar contra el suelo.
Un inmenso rugido salió de doscientas gargantas. Druss sonrió, se puso de pie con agilidad y alzó una mano.
—Quiero que meditéis sobre lo que acabáis de ver, chicos —dijo Druss—, porque no se trataba sólo de divertirse. Habéis visto lo que puede hacer un hombre solo, y también lo que se puede conseguir con un poco de trabajo en equipo.
»Cuando los nadir empiecen a subir por las murallas como un enjambre os veréis obligados a defenderos, pero tenéis que hacer algo más. Tenéis que proteger a vuestros compañeros, porque ningún guerrero puede defenderse de una estocada por la espalda. Quiero que cada uno de vosotros tenga un hermano de espada. No es necesario que seáis amigos; eso ya llegará. Pero tenéis que compenetraros, y tenéis que trabajar para conseguirlo. Cada uno protegerá la espalda del otro cuando comience el ataque, así que escoged bien. Cualquiera que pierda a su hermano de espada en mitad del combate, que busque otro; si no lo encuentra, que haga lo que pueda por los hombres que lo rodean.
»He sido guerrero durante más de cuarenta años, el doble de la edad que tenéis algunos; tenedlo en cuenta. Lo que digo es útil, porque he sobrevivido.
»Sólo hay una forma de sobrevivir en una guerra, y es estar dispuesto a morir. Pronto descubriréis que el mejor espadachín puede caer bajo la espada de un salvaje desentrenado que se cortaría los dedos si tuviera que trinchar un asado. ¿Por qué? Porque al salvaje no le importa morir. Peor aún, puede que sea un bersérker.
»Aquel que retroceda un paso ante un guerrero nadir estará dando un paso hacia su muerte. Enfrentaos a ellos cara a cara, vuestro salvajismo contra el suyo.
»Habréis oído decir que esta es una causa perdida, y volveréis a oírlo. Es algo que yo he oído miles de veces en cientos de batallas. Normalmente, quienes lo digan serán hombres de flaco espíritu; a veces lo oiréis en boca de soldados curtidos. Pero, en definitiva, las profecías de ese tipo no tienen ningún valor. Tenemos delante medio millón de guerreros nadir, ¡una cifra formidable! La mente se nubla ante ella. Pero las murallas tienen una longitud limitada: no podrán venir todos a la vez. Los iremos matando a medida que se acerquen, y mataremos a varios centenares más mientras trepan por la muralla. Y día tras día los haremos caer.
»Vais a perder a amigos, a camaradas, a hermanos. Vais a perder sueño y vais a perder sangre. Pero nadie dijo que los próximos meses fueran a ser cómodos.
»No os estoy hablando de patriotismo, ni del deber, ni de defender vuestra libertad. Para un soldado, todo eso son sinsentidos. Os estoy hablando de vuestra supervivencia. Y la mejor forma de sobrevivir es mirar a los nadir cuando lleguen y deciros: “Hay cincuenta hombres para mí solo; y, por los dioses, los iré tumbando uno a uno”.
»En cuanto a mí… Bueno, yo soy veterano; me encargaré de un centenar.
Druss inspiró profundamente e hizo una pausa, dando tiempo a que sus palabras calasen en los hombres.
—Y ahora —dijo al fin—, volved al trabajo. A excepción del grupo Karnak.
Se volvió y se encontró con Hogun. Mientras los hombres se levantaban, se alejó en dirección al barracón de la primera muralla acompañado por el joven general.
—Buen discurso —le dijo Hogun—. Se parecía bastante al que has dado esta mañana en la tercera muralla.
—No has prestado mucha atención, chico —replicó Druss—. He repetido este discurso seis veces desde ayer. Y me han tumbado tres veces. Estoy tan seco como la panza de un lagarto.
—Te invito a una botella de vagriano en el barracón —le dijo Hogun—. No sirven lentriano en este extremo del Dros; es demasiado caro.
—Servirá. Ya veo que has recuperado el buen humor.
—Sí. Tenías razón sobre el entierro del conde; lo que pasa es que tuviste razón demasiado deprisa, eso es todo.
—¿Qué significa eso?
—Sólo lo que he dicho. Eres capaz de desconectarte de tus emociones rápidamente; la mayoría de los hombres tarda más. Te hace parecer… ¿Cómo dijo Mendar? Un bastardo insensible.
—No me gusta el término, pero se ajusta bien —dijo Druss, abriendo la puerta del barracón—. Lamenté la pérdida de Delnar mientras moría; pero una vez muerto, muerto estaba. Y yo sigo aquí, y aún nos queda un montón de cosas por hacer antes de que podamos marchamos.
Los dos hombres se sentaron en una mesa, junto a una ventana, y le pidieron a un criado que les sirviera algo de beber. El hombre regresó con una botella y dos copas. Los dos guerreros bebieron en silencio durante un rato, observando los entrenamientos.
Druss estaba sumido en sus pensamientos. A lo largo de su vida había perdido a muchos amigos, pero ninguna pérdida había sido más sentida que las de Sieben y Rowena. Uno fue su hermano de espada; la otra, su esposa. El recuerdo estaba tan fresco como una herida abierta.
«Cuando muera —pensó—, todo el mundo llorará por Druss el Legendario.
»Pero ¿quién llorará por mí?».