En una buhardilla cuya ventana quedaba a la sombra de la gran fortaleza, un hombre tamborileaba con los dedos en la gran mesa mientras esperaba. Tras él, unas palomas se dedicaban a ahuecarse las plumas dentro de una jaula de mimbre. El hombre estaba nervioso. Mucho.
Oyó pasos en la escalera y se llevó una mano a la empuñadura de la elegante daga. Maldijo y se secó la palma sudorosa en la pernera de las calzas de lana.
Entró otro hombre, que cerró la puerta y se sentó frente al primero.
—¿Y bien? ¿Cuáles son las órdenes? —preguntó el recién llegado.
—Esperar. Pero eso puede cambiar cuando llegue la noticia de que Druss está aquí.
—Un solo hombre no supone ninguna diferencia.
—Quizá. Ya veremos. Las tribus llegarán al Dros dentro de cinco semanas.
—¿Cinco? Yo creía que…
—Lo sé —dijo el primer hombre—. Pero ha muerto el primogénito de Ulric; fue aplastado por un caballo. Los ritos funerarios durarán cinco días, y todo el asunto es un mal presagio.
—Los malos presagios no impedirán que las hordas nadir tomen esta decrépita fortaleza.
—¿Cuáles son los planes de Druss?
—Pretende cegar los pasadizos. Es todo lo que sé.
—Vuelve dentro de tres días —dijo el primer hombre. Cogió una pequeña tira de papel y comenzó a escribir con caligrafía minúscula. Derramó arena sobre la tinta, sopló y releyó lo que había escrito.
«Mensajero de la Muerte aquí. Pasadizos cegados. La moral aumenta».
—Quizá deberíamos matar a Druss —dijo el otro hombre mientras se levantaba.
—Si nos lo ordenan; no antes.
—De acuerdo. Te veré dentro de tres días.
En la puerta, se ajustó el yelmo y se echó la capa hacia atrás. Llevaba una insignia en el hombro.
Era un dun drenai.
El cul Gilad se había desplomado sobre la hierba que crecía frente a la tienda de la cocina levantada junto a la muralla de Eldíbar, y jadeaba convulsivamente. El pelo oscuro le colgaba en lacias colas de rata por las que le goteaba el sudor hasta los hombros. Se tendió de costado, gruñendo a causa del esfuerzo; todos los músculos de su cuerpo parecían gritar. Bregan y él, y los otros cuarenta y ocho miembros del grupo Karnak, habían competido tres veces contra otros cinco grupos en una carrera que consistía en recorrer el trayecto de la primera muralla a la segunda, trepar por cuerdas con nudos, continuar hasta la tercera muralla, volver a trepar, seguir hasta la cuarta… Un ejercicio mecánico, doloroso e interminable.
Sólo la cólera le había permitido continuar, sobre todo después de coronar la primera escalada. Aquel viejo bastardo de barba blanca había visto cómo superaba a otros seiscientos hombres en el ascenso a la segunda muralla. ¡Había sido el primero! Y ¿qué había dicho? «Un viejo tambaleante seguido de un montón de viejas tambaleantes. ¡No te quedes ahí tirado, chico! ¡Sigue hasta la tercera muralla!», y se había echado a reír.
Aquella risa fue la causa.
Gilad podría haberlo matado en aquel instante. Lentamente. Durante cinco espantosos e interminables días, los soldados de Dros Delnoch habían corrido, escalado, luchado, derribado edificios entre las maldiciones de los propietarios desalojados y volcado carreta tras carreta de escombros en los pasadizos de la primera y la segunda muralla. Habían trabajado día y noche, y estaban molidos. Y aquel viejo gordo los seguía azuzando.
Los torneos de arquería, las competiciones de lanzamiento de jabalina, la esgrima, las prácticas de lucha a cuchillo y las peleas a puñetazos, todo ello alternado con el duro trabajo, hacían que muy pocos de los culs fueran capaces de ir luego a las tabernas cercanas a la fortaleza.
Y la maldita Legión. Sus miembros deambulaban por las áreas de entrenamiento sonriendo despectivamente, y lanzaban pullas desdeñosas a los granjeros que intentaban seguirles el paso. Gilad pensó que ya le gustaría ver trabajar a los muy bastardos dieciocho horas diarias en el campo…
Se sentó gruñendo de dolor, apoyó la espalda en el muro y observó a los que seguían entrenándose. Aún quedaban diez minutos para el siguiente turno, en el que tendría que cargar carretas de escombros. Los camilleros avanzaban penosamente por el terreno despejado, cargando con piedras que pesaban el doble que un hombre herido. Muchos tenían las manos vendadas. Aquel tipo de barba negra, el bar Britan, no cesaba de gritarles.
Bregan, con el rostro amoratado, se le acercó tambaleándose y se dejó caer en la hierba. Sin decir nada, le pasó media naranja a Gilad; la dulce fruta le refrescó la boca.
—Gracias, Breg —dijo Gilad. Observó a los otros ocho hombres de su grupo. Casi todos estaban tumbados, en silencio; Midras se había puesto a vomitar. El muy idiota tenía una chica en la ciudad y había ido a verla la noche anterior; había regresado a hurtadillas a los barracones para dormir apenas una hora antes de que despuntase el día, y estaba pagando el precio.
Bregan estaba aguantando bien. Su velocidad y su forma física habían aumentado. Y nunca se quejaba, lo que era casi un milagro.
—Ya es casi la hora, Gil.
Gilad echó una ojeada al pasadizo, donde el trabajo había empezado a detenerse. Otros miembros del grupo Karnak se dirigían hacia los edificios semiderruidos.
—Vamos, muchachos —dijo Gilad—. Sentaos y respirad profundamente.
La orden fue respondida con gruñidos, y apenas hubo movimiento entre los hombres.
—¡Vamos, coño! ¡El grupo Kestrian ya se ha puesto en marcha! —Gilad se puso en pie, ayudó a Bregan a levantarse y recorrió el grupo de hombres. Se fueron poniendo en pie lentamente y echaron a andar hacia el pasadizo.
—Creo que me muero —dijo Midras.
—Y así será, como nos dejes tirados hoy —masculló Gilad—. Como ese viejo cerdo se vuelva a reír de nosotros…
—Que le den —dijo Midras—. Él no trabaja mucho, ¿no?
Al anochecer, los hombres agotados salieron de los pasadizos y se dirigieron hacia la paz y el relativo refugio que les ofrecían los barracones. Se dejaron caer en los estrechos catres y empezaron a quitarse las corazas y las espinilleras.
—No me importa trabajar —dijo Bail, un fornido granjero del pueblo vecino al de Gilad—. Lo que no entiendo es por qué tenemos que hacerlo con la armadura puesta.
Nadie le respondió.
Gilad había comenzado a dormirse cuando se oyó la orden.
—¡Grupo Karnak, al patio de armas!
Druss estaba en pie en el centro del patio, con las manos en las caderas y los ojos entrecerrados a causa del humo de las antorchas, y observaba a los hombres agotados que salían tambaleándose del barracón. Hogun y Orrin estaban flanqueándolo. El hachero sonreía tristemente mientras los hombres avanzaban arrastrando los pies y se ponían en formación.
A los cincuenta hombres del grupo Karnak se les unieron los del grupo Kestrian y el grupo Espada.
Aguardaron en silencio, preguntándose qué insensata idea se le habría ocurrido al anciano guerrero.
—Los tres grupos: id corriendo hasta el extremo de la muralla y volved. El grupo al que pertenezca el que llegue último repetirá la carrera. ¡Vamos!
Mientras los hombres se ponían en marcha para completar el trayecto de un tercio de legua, una voz surgió del fondo del grupo.
—¿Qué hay de ti, gordo? ¿Vienes?
—Esta vez no —respondió Druss—. ¡No llegues el último!
—Están agotados, Druss —dijo Orrin—. ¿Es buena idea?
—Confía en mí. Cuando comience el ataque, los hombres tendrán qué saltar de la cama más deprisa todavía. Quiero que conozcan sus límites.
Transcurrieron tres días más. El primer pasadizo se había cegado casi por completo, y habían comenzado a trabajar en el segundo. Ya nadie lanzaba vítores cuando se acercaba Druss, ni siquiera los lugareños. Muchos habían perdido sus casas; otros, sus negocios. Orrin había recibido la visita de una delegación que rogaba que se interrumpieran los derribos. Había quien pensó que la visión del terreno despejado entre las dos murallas demostraba que Druss esperaba que los nadir tomasen el Dros. Se había extendido una oleada de resentimiento, pero el viejo guerrero se guardó para sí la irritación que le causaba y continuó adelante con su plan.
El noveno día ocurrió algo que dio a la gente un nuevo tema de conversación.
Mientras el grupo Karnak se reunía para correr, el gan Orrin se acercó al dun Mendar, el oficial al mando.
—Hoy me uniré a vuestro grupo —dijo.
—¿Lo dirigiréis, señor? —le preguntó Mendar.
—No, no. Correré junto a los hombres. Un gan debe mantenerse en forma también, Mendar.
Un hosco silencio recibió a Orrin cuando se unió a las filas; la armadura de bronce y oro lo distinguía del resto de los soldados.
Durante toda la mañana, Orrin trabajó junto a los hombres, trepó por cuerdas y corrió entre las murallas. Siempre llegaba el último. Mientras corría, algunos de los hombres se reían; otros se burlaban de él. Mendar estaba furioso; pensó que aquel hombre hacía todo lo posible para quedar como un idiota, y de paso estaba haciendo quedar mal al grupo. Gilad hizo caso omiso de la presencia del gan excepto en una ocasión, en la que lo ayudó a coronar el parapeto cuando vio que estaba a punto de caerse.
—¡Déjalo caer! —dijo un hombre desde otro lugar de la muralla.
Orrin apretó los dientes y siguió adelante; pasó todo el día con la tropa e incluso participó en las tareas de demolición. Al llegar la tarde trabajaba a la mitad de la velocidad que los demás soldados. Nadie le había dirigido la palabra. Comió separado de los hombres, pero no por propia elección; cuando se sentaba, los demás lo rehuían.
Al anochecer regresó a los cuarteles, temblando y con los músculos ardiendo, y durmió con la armadura puesta.
Por la mañana se dio un baño, se puso la armadura y se unió al grupo Karnak. Sólo destacó en las prácticas con la espada, pero aun así llegó a pensar que los hombres contra los que combatía lo habían dejado ganar. No los culpó.
Una hora antes del anochecer se acercaron Druss y Hogun, y ordenaron reunirse junto a la puerta de la segunda muralla a cuatro grupos: Karnak, Espada, Fuego y Egel.
Druss se dirigió a los doscientos hombres desde lo alto del parapeto.
—Una carrerita para estirar los músculos, chicos. Desde esta puerta, para rodear la zona despejada y volver hay un tercio de legua. Recorreréis el trayecto dos veces. El grupo al que pertenezca el que llegue el último repetirá la carrera. ¡Adelante!
Cuando los hombres echaron a correr, amontonándose y empujándose, Hogun se inclinó hacia delante.
—¡Maldición!
—¿Qué ocurre? —le preguntó Druss.
—Orrin está corriendo con ellos. Creí que ayer habría tenido bastante. ¿Qué le pasa a ese tipo? ¿Se ha vuelto loco?
—Vosotros corréis con los hombres; ¿por qué no iba a hacerlo él?
—Vamos, Druss, ¿tú qué crees? Soy soldado y llevo toda la vida entrenándome, pero ¡míralo a él! Ya va el último. Tendrás que escoger al que llegue el último, exceptuando a Orrin.
—No puedo hacer eso, chico. Lo avergonzaría. Ha tomado una decisión, y creo que tiene sus motivos.
Al completar la primera vuelta, Orrin iba treinta pasos por detrás del último soldado y se esforzaba por avanzar. Clavó la mirada en la espalda de la coraza del hombre y siguió corriendo, haciendo caso omiso de las punzadas que sentía en un costado y del sudor que le hacía escocer los ojos. El penacho de crin blanca de su casco se cayó; fue un alivio.
Hacia la mitad de la segunda vuelta iba retrasado cuarenta pasos.
Gilad echó una ojeada hacia atrás desde su posición en el grupo de la delantera, redujo el paso y se volvió; se acercó al trote hasta donde estaba el gan jadeante, igualó su paso al de este y corrió a su lado.
—Escucha —dijo, respirando con facilidad—. Afloja los puños, te ayudará a respirar. No pienses en nada excepto en mantenerte a mi lado. No; no intentes responderme; ahorra aliento, y cuenta. Inspira profundamente y suelta el aire tan deprisa como puedas. Así. Una inspiración profunda cada dos zancadas. Y sigue contando. No pienses en nada más que en contar las inspiraciones, y mantente justo detrás de mí.
Se colocó delante del general, manteniendo el mismo paso lento, y lo fue acelerando poco a poco.
Druss se sentó en el parapeto mientras la carrera llegaba a su final. Orrin estaba siendo arrastrado por el delgado suboficial. La mayoría de los hombres habían terminado la carrera y se habían desperdigado junto a la muralla para ver a los últimos corredores. Orrin seguía el último, pero sólo se encontraba a diez pasos por detrás del cansado cul del grupo Fuego. Los hombres de todos los grupos, a excepción del Karnak, empezaron a animar al cul, gritándole que acelerase.
Treinta pasos hasta el final. Gilad se puso junto a Orrin.
—¡A fondo! —le gritó—. ¡Corre, gordo hijo de puta!
Gilad aceleró y adelantó al cul. Orrin apretó los dientes y salió disparado tras él. La furia le daba fuerzas. Una oleada de adrenalina le inundó los cansados músculos.
Faltaban diez pasos y estaba hombro con hombro del cul. Oía los gritos de ánimo de la multitud. El hombre de su lado hizo un último esfuerzo, con el rostro crispado de dolor.
Orrin entró en la sombra de la puerta y miró al frente. Saltó hacia delante y cayó al suelo, entre los pies de los soldados. No se podía levantar, pero unas manos lo sujetaron, lo pusieron en pie y le dieron unas palmadas en la espalda. Se esforzó por respirar…
—Sigue andando, te ayudará —dijo una voz—. Vamos, mueve las piernas.
Comenzó a moverse apoyado en los hombres que lo sostenían por ambos lados. La voz de Druss llegó desde el parapeto.
—El grupo de aquel hombre, una vuelta más.
El grupo Fuego emprendió la marcha, esta vez a trote lento.
Gilad y Bregan ayudaron a Orrin a llegar a los restos de unos cimientos y se sentaron a su lado. Las piernas del gan temblaban, pero ya respiraba con más facilidad.
—Siento haberos insultado —le dijo Gilad—. Quería que os enfurecieseis; mi padre decía siempre que la ira aumenta las fuerzas.
—No tienes por qué excusarte —le dijo Orrin—. No habrá ningún castigo.
—No es ninguna excusa. Podría repetir esa carrera diez veces más, y la mayoría de mis hombres también. Simplemente, he pensado que os serviría de ayuda.
—Y me ha servido. Gracias por volver atrás.
—Creo que lo habéis hecho maravillosamente —dijo Bregan—. Sé cómo os sentís, pero tened en cuenta que nosotros llevamos casi dos semanas haciendo esto; hoy es vuestro segundo día.
—¿Os uniréis a nosotros mañana? —preguntó Gilad.
—No. Me gustaría, pero tengo que atender otras tareas… —Se interrumpió y sonrió—. Por otro lado, a Pinar se le da muy bien el papeleo, y yo estoy harto de atender a las delegaciones de protesta que aporrean mi puerta cada cinco minutos. Sí, vendré.
—¿Puedo haceros una sugerencia? —dijo Gilad.
—Por supuesto.
—Conseguid una armadura corriente. De esa forma llamaréis menos la atención.
—Se supone que tengo que destacar —dijo Orrin, sonriendo—. Soy el gan.
Por encima de ellos, Druss y Hogun compartían una botella de tinto lentriano.
—Ha tenido que tener valor para volver por aquí, después de todas las burlas de ayer —dijo Druss.
—Supongo que sí —replicó Hogun—. Maldita sea, tengo que estar de acuerdo contigo y elogiarlo, pero todo ha ido en contra de su naturaleza; has sido tú el que le ha metido nervio en el cuerpo.
—No se le puede dar a alguien lo que no tiene —dijo Druss—, lo que pasa es que nunca le dio por buscarlo.
Druss sonrió, dio un largo trago a la botella y se la devolvió a Hogun medio vacía.
—Me cae bien ese hombrecillo —dijo Druss—. ¡Tiene espíritu!
Orrin estaba acostado en el catre, con la espalda apoyada en almohadones y aferrando una taza de loza. Intentó convencerse de que no había ninguna gloria en llegar el penúltimo, pero no lo consiguió. Estaba contento. Nunca había sido atlético, ni siquiera cuando era niño, pero provenía de una estirpe de guerreros y jefes drenai, y su padre había insistido en que recibiera entrenamiento militar. Siempre había manejado bien la espada, lo que a ojos de su padre compensaba sus grandes carencias en otras áreas. Como, por ejemplo, su incapacidad para soportar el dolor, o el no ser capaz de entender, ni aunque se lo explicaran pacientemente, el gran error cometido por Nazredas en la batalla de Pletii. Se preguntó si habría complacido a su padre que se arrojara al suelo para vencer a un cul en una carrera. Sonrió; su padre pensaría que se había vuelto loco.
El sonido de unos golpes en la puerta lo devolvió al presente.
—¡Adelante!
Era Druss, desprovisto de su jubón negro y plateado. Curiosamente, parecía más anciano sin su atuendo legendario. El guerrero se había peinado la barba y llevaba una túnica corta blanca con mangas abolsadas que se ajustaban en las muñecas, sujeta por un cinturón negro ancho con hebilla de plata. Llevaba una botella de tinto lentriano.
—He pensado que si estabas despierto podríamos tomar un trago —dijo Druss, cogiendo una silla y dándole la vuelta, tal como Orrin había visto hacer a Hogun en muchas ocasiones.
—¿Por qué haces eso? —le preguntó Orrin.
—¿Qué?
—Darle la vuelta a la silla.
—Los viejos hábitos son difíciles de perder, incluso entre amigos. Es una costumbre de guerreros. Con las piernas a los lados de la silla es más fácil levantarse, y de paso se coloca un buen escudo de madera entre el propio vientre y el interlocutor.
—Ya veo —dijo Orrin—. Siempre pensé en preguntárselo a Hogun, pero nunca surgió la oportunidad. ¿Qué hace que alguien adopte una costumbre como esa?
—La visión de un amigo con un cuchillo clavado en el vientre, por ejemplo —le respondió Druss.
—Sí; imagino que sí. ¿Me enseñarás algún truco más antes de que lleguen los nadir, Druss?
—Me temo que no; tendrás que aprenderlos de la manera difícil. Te ayudaré con los detalles cuando sea el momento; ya verás la diferencia.
—¿Detalles? Me intrigas, Druss. Dime algo ahora. —Orrin aceptó una copa de lentriano y se recostó. Druss bebió de la botella.
—Está bien —dijo el hachero, después de vaciarla hasta la mitad—. Contéstame a esto: ¿Por qué les damos naranjas a los hombres todas las mañanas?
—Los mantienen en forma y evitan la disentería. También los refrescan. ¿Es eso? —preguntó Orrin, desconcertado.
—En parte. El Conde de Bronce instauró la costumbre de las naranjas, entre otras cosas por los motivos que has dicho. Pero sobre todo lo hizo porque si la palma de la mano está impregnada de zumo, la espada no resbala con el sudor. Y el zumo de naranja en la frente impide que el sudor caiga por los ojos.
—No tenía ni idea. Supongo que debería haberlo supuesto, pero no tenía ni idea. ¡Qué sencillo! Cuéntame más cosas.
—No; en otra ocasión. Dime por qué te has unido a los entrenamientos con los culs.
Orrin se sentó y clavó sus ojos oscuros en el rostro de Druss.
—¿No te parece buena idea?
—Depende de qué intentes conseguir. ¿Buscas su respeto?
—¡No, por los dioses! —le respondió Orrin—. Es demasiado tarde para eso, Druss. Es por algo que dijiste la otra noche cuando sacamos a los hombres de la cama y los pusimos a correr. Te pregunté si era buena idea, y me dijiste que debían conocer sus límites. Bueno; yo también. Nunca he estado en una batalla. Quiero saber cómo es despertarse en mitad de la noche después de estar entrenándose todo el día, para volver a luchar. He decepcionado a mucha gente, y quizá vuelva a decepcionarla cuando los nadir estén escalando las murallas, aunque espero que no sea así. Pero necesito ser más fuerte y más rápido, y lo conseguiré. ¿Eso es mala idea?
Druss dio un pequeño trago, se lamió los labios y sonrió.
—No; es buena idea. Pero cuando estés un poco más en forma, trabaja también con otros grupos; saldrá a cuenta.
—¿A cuenta?
—Ya lo verás.
—¿Has visto al conde? —dijo Orrin de repente—. Syn dice que está mal. Muy mal.
—Creo que nunca ha estado peor. Delira constantemente; no tengo la menor idea de cómo puede resistir.
Los dos hombres siguieron charlando durante una hora. Orrin hizo preguntas al anciano sobre su vida y las batallas en las que había participado, y siempre habían acabado volviendo a la inolvidable historia de Skeln y la caída del rey Gorben.
Cuando sonó la alarma de la fortaleza, los dos reaccionaron al instante. Druss maldijo, arrojó la botella a un lado y corrió a la puerta. Orrin se levantó del catre y lo siguió. Druss atravesó a la carrera el patio de armas y la pequeña cuesta que ascendía hasta la fortaleza, pasó bajo el rastrillo de la entrada y subió por la escalera de piedra que llevaba a los aposentos del conde. Calvar Syn estaba al lado de Delnar, acompañado por Mendar, Pinar y Hogun. Un anciano criado sollozaba junto a la ventana.
—¿Ha muerto? —preguntó Druss.
—No. Pronto —le respondió Calvar Syn.
Druss se acercó al lecho y se sentó junto a la escuálida figura. El conde abrió los ojos y parpadeó.
—¿Druss? —dijo con voz débil—. ¿Estás ahí?
—Sí.
—Ya viene. La veo. Lleva una capucha negra.
—Escúpele en la cara de mi parte —le dijo Druss, acariciando la abrasadora frente del conde.
—Yo creía que… después de los hechos de Skeln… viviría eternamente.
—Tranquilo, amigo mío. Algo que he aprendido sobre la muerte es que ladra más que muerde.
—Los veo, Druss. Los Inmortales. ¡Han enviado a los Inmortales! —El moribundo aferró el brazo de Druss e intentó levantarse—. ¡Vienen! Por los dioses, Druss, ¡míralos!
—Sólo son hombres; nos encargaremos de ellos.
—Siéntate junto al fuego, hija, y te hablaré de ellos, pero no le digas a tu madre que te lo he dicho; ya sabes lo mucho que odia estas historias sangrientas. ¡Ah, Virae, querida! Nunca sabrás lo que ha significado para mí ser tu padre… —Druss inclinó la cabeza mientras el viejo conde divagaba con voz quebrada y débil; Hogun rechinó los dientes y cerró los ojos; Calvar Syn se dejó caer en una silla, y Orrin se quedó de pie junto a la puerta, recordando la muerte de su padre, muchos años antes—. Estuvimos en el paso durante interminables días, aguantando todo lo que nos echaban encima. Hombres de las tribus, carros, infantería, caballería… Pero la amenaza de los Inmortales pendía sobre nuestra cabeza. ¡Nunca habían sido vencidos! El viejo Druss se erguía en el centro de nuestra línea, y cuando los Inmortales avanzaron hacia nosotros, nos quedamos helados. Se podía oler el pánico en el aire. Yo quería salir corriendo, y sabía que los hombres que me rodeaban pensaban lo mismo. Y entonces, el viejo Druss alzó su hacha y lanzó un grito hacia la línea que avanzaba. Fue maravilloso. Mágico. El hechizo se rompió, y desapareció el miedo. Alzó su hacha para que la vieran y gritó. Aún puedo oírlo: «¡Venid y morid, hijos de puta! ¡Soy Druss, y esta es la muerte!».
»¿Virae? ¿Virae? Te he estado esperando… Sólo una vez más. Verte. Deseaba… tanto…
El frágil cuerpo se estremeció y quedó inmóvil. Druss cerró los ojos del muerto y se frotó los suyos.
—No debería haberla enviado tan lejos —dijo Calvar Syn—. Adoraba a esa muchacha. Vivía por ella.
—Quizá la envió lejos por eso —dijo Hogun.
Druss cubrió con la sábana de seda el rostro del conde y se acercó a la ventana. Estaba solo: era el último superviviente de Skeln. Se apoyó en el alféizar e inspiró el aire nocturno.
Fuera, la luna bañaba el Dros con una luz inquietante, gris y fantasmal, y el anciano miró hacia el norte. En lo alto, una paloma trazó un círculo y descendió hasta la buhardilla de una casa cercana a la fortaleza. Había llegado desde el norte.
Druss se apartó de la ventana.
—Enterradlo mañana, discretamente. No interrumpiremos el entrenamiento para celebrar ninguna ceremonia.
—Pero, Druss, ¡es el conde Delnar! —dijo Hogun, dirigiéndole una mirada furiosa.
—Eso —replicó Druss, señalando hacia el lecho— es un cadáver devorado por los tumores. No es nadie. Haced lo que digo.
—Eres un bastardo insensible —le dijo el dun Mendar.
Druss le dirigió una mirada gélida al oficial.
—Recuérdalo, chico, el día que tú o cualquiera de vosotros se atreva a oponérseme.