DIEZ

Druss cruzaba de un lado a otro el gran salón de la torre, impaciente, observando distraídamente las estatuas de mármol de los héroes del pasado que flanqueaban las altas paredes. Nadie le dio el alto cuando entró en el Dros; los soldados se desperdigaban por todas partes, estaban sentados disfrutando del sol primaveral, o se jugaban a los dados su magro salario, o sesteaban a la sombra. Los habitantes de la ciudad se dedicaban a sus quehaceres cotidianos, y una atmósfera de desánimo y apatía rodeaba la fortaleza. Los ojos del anciano relampaguearon con una ira helada. Los oficiales se dedicaban a charlar entre los grupos de soldados. Aquello era bastante más de lo que el viejo guerrero podía soportar, y furioso más allá de toda medida, se había dirigido a la fortaleza. Cuando llegó junto al rastrillo de la entrada se encontró con un joven oficial con capa roja que descansaba a la sombra, y lo llamó.

—¡Tú! ¿Dónde está el conde?

—¿Y yo qué sé? —respondió el hombre, comenzando a alejarse del hachero vestido de negro. Una mano poderosa agarró desdeñosamente la capa roja y dio un tirón; el oficial dio un traspiés y cayó hacia el anciano, quien lo agarró por el cinturón y lo alzó en vilo. La coraza del oficial lanzó un sonido metálico cuando su espalda chocó con la pared.

—Quizá no me hayas oído bien, hijo de puta —siseó Druss. El joven tragó saliva.

—Creo que está en el gran salón —dijo—, ¡mi señor! —añadió apresuradamente.

El joven oficial nunca había estado en una batalla ni participado en acciones violentas, pero reconoció instintivamente la amenaza contenida en aquellos gélidos ojos azules. Pensó que el anciano estaba loco, mientras este lo dejaba lentamente en el suelo.

—Guíame hasta él y anúnciame. Me llamo Druss. ¿Crees que podrás recordarlo?

El joven asintió tan enérgicamente que el penacho de crin que coronaba su yelmo le cayó sobre el rostro.

Pasado un rato, Druss paseaba por el gran salón, disimulando a duras penas la ira que sentía. ¿Así era como caían los imperios?

—¡Druss, viejo amigo! Cuánto me alegro de verte.

Si Druss se había sorprendido al descubrir el estado de la fortaleza, su asombro se duplicó cuando apareció el conde Delnar, el Señor Guardián del Norte. El hombre, apoyado en el joven oficial, apenas recordaba a la sombra que él mismo arrojaba en el paso de Skeln quince años atrás. La piel que cubría su rostro cadavérico estaba tensa como el pergamino, amarillenta y reseca, y los ojos, profundamente hundidos en las cuencas, ardían con un brillo febril. El joven oficial lo ayudó a acercarse al viejo guerrero, y el conde tendió una mano semejante a una garra.

«Por Missael —pensó Druss—. Pero si es cinco años más joven que yo».

—No tenéis muy buen aspecto, mi señor —le dijo Druss.

—¡Directo como siempre, ya veo! No, no estoy muy bien. Me estoy muriendo, Druss. —Dio unos golpecitos en el brazo del joven soldado—. Ponme aquella silla al sol, Mendar.

El joven dispuso la silla, y el conde le sonrió y lo mandó a buscar vino.

—Has asustado al muchacho, Druss. Temblaba con más fuerza que yo, y yo tengo buenos motivos. —Dejó de hablar y se dedicó a respirar profunda y lentamente durante unos instantes. Le temblaban los brazos. Druss se inclinó hacia él y le apoyó una mano en los frágiles hombros, deseando poder transmitir algo de su fuerza al cuerpo de su amigo.

—No aguantaré otra semana —prosiguió el conde—, pero Vintar acudió ayer a mí en un sueño. Cabalga hacia aquí acompañado de los Treinta, con mi Virae. Llegarán dentro de un mes.

—Los nadir también —dijo Druss, cogiendo una silla de respaldo alto para colocarla frente al conde.

—Cierto. Mientras tanto, me gustaría que te ocupases del Dros. Prepara a los hombres; hay muchas deserciones, y la moral está muy baja. Debes… ocuparte de ellos. —El conde volvió a detenerse para respirar.

—No puedo hacer eso, ni siquiera por ti. No soy general, Delnar. Un hombre debe conocer sus limitaciones. Soy guerrero, y a veces adalid, pero no soy ningún gan. No tengo ni idea de lo que hace falta para gobernar una ciudad. No puedo hacer eso… Pero me quedaré aquí y lucharé; tendrá que bastarte con eso.

La mirada febril del conde se clavó en los helados ojos azules del hachero.

—Conozco tus limitaciones, Druss, y comprendo tus reticencias. Pero no hay nadie más. Cuando lleguen los Treinta, se ocuparán de hacer planes y organizar las cosas. Hasta entonces, te necesito como guerrero. No para luchar, aunque los dioses saben lo bueno que eres, sino para entrenar. Para compartir tu experiencia. Imagina que estos hombres son un arma oxidada que necesita la mano firme de un guerrero; el arma debe afilarse y ponerse a punto; de lo contrario, no sirve para nada.

—Quizá tenga que matar al gan Orrin —dijo Druss.

—¡No! Tienes que comprender que no es malvado y que no se comporta así intencionadamente. Es como un pez fuera del agua, y lucha por resistir. No creo que carezca de valor. Vete a verlo y juzga por ti mismo.

El anciano conde comenzó a toser de forma incontrolable; su cuerpo se sacudía violentamente. De su boca salió sangre espumeante, y Druss saltó a su lado. El conde se metió una mano en la manga y sacó un pañuelo; Druss lo cogió y le limpió los labios. Después ayudó a recostarse a Delnar y le dio unas palmadas suaves en la espalda. Finalmente, el ataque se detuvo.

—Si alguien como tú ha de morir de esta forma, no existe la justicia —dijo Druss. Odiaba la sensación de impotencia que lo invadía.

—Ninguno de nosotros… puede escoger… la forma en que morirá. No; no es cierto… Tú eres un viejo caballo de batalla y estás aquí; veo que al menos has escogido bien.

Druss soltó una carcajada, sonora y sincera. Mendar, el joven oficial, regresó con una jarra de vino y dos copas de cristal. Le sirvió una al conde, quien se sacó un pequeño frasco de un bolsillo de la túnica morada, lo descorchó y vertió en el vino unas gotas de un líquido oscuro. Bebió, y un rastro de color regresó a su rostro.

—Opio negro —dijo—. Me alivia.

—Es adictivo —dijo Druss. El conde rió entre dientes.

—Dime, Druss, ¿por qué te has echado a reír cuando he dicho que habías escogido tu muerte?

—Porque aún no estoy dispuesto a dejar que esa vieja bastarda se salga con la suya. Me está buscando, pero pienso ponérselo difícil.

—Siempre has hablado de la muerte como si fuera un enemigo tuyo. ¿Crees que existe?

—¿Quién sabe? Me gusta creerlo así. Me gusta pensar que todo es un juego. Toda mi vida ha sido una partida entre ella y yo.

—¿Y es así?

—No; pero me da algo de ventaja. Tengo a seiscientos arqueros que se nos unirán dentro de dos semanas.

—Es una noticia excelente. ¿Cómo diablos te las has apañado? El Lacerador dijo que no podía prestamos ni un solo hombre.

—Son bandoleros, y les he prometido el indulto… y cinco raks de oro para cada uno.

—No me gusta eso, Druss. Son mercenarios, y no se puede confiar en ellos.

—Me has pedido que me haga cargo de esto, así que confía en mí: no te dejaré en la estacada. Ordena que se redacten los indultos, y organiza algo para evitar que nos la jueguen en Drenan. —Se volvió hacia el joven oficial que aguardaba pacientemente junto a la ventana—. ¡Tú, Mendar!

—¿Sí, mi señor?

—Ve y dile…, pregúntale al gan Orrin si puedo reunirme con él dentro de una hora. Mi amigo y yo tenemos mucho de que hablar, pero dile que le agradeceré que me conceda una audiencia, ¿entendido?

—Sí, señor.

—Pues andando.

El joven oficial saludó y se marchó. Druss se volvió hacia Delnar.

—Antes de que estés muy cansado, amigo mío, hablemos de negocios. ¿De cuántos guerreros dispones?

—Alrededor de nueve mil. Pero de ellos, unos seis mil son reclutas, y sólo un millar, la Legión, son guerreros veteranos.

—¿Médicos?

—Diez, a las órdenes de Calvar Syn. ¿Lo recuerdas?

—Sí. Es un punto a nuestro favor.

Durante el resto de aquella hora, Druss interrogó al conde. Al final de la charla, este se encontraba visiblemente más débil. Comenzó a toser sangre de nuevo, y cerró los ojos con fuerza a causa del dolor que lo atormentaba. Druss lo alzó de la silla.

—¿Dónde están tus aposentos? —le preguntó, pero el conde estaba inconsciente.

Druss cruzó el salón llevando en brazos la figura inerte del Guardián del Norte. Llamó a un soldado, le preguntó cómo llegar a los aposentos del conde, y le ordenó que llamara a Calvar Syn.

Druss se sentó al pie del lecho de Delnar mientras el anciano médico atendía al moribundo. Calvar Syn no había cambiado mucho; el cráneo afeitado seguía brillándole como el mármol pulido, y su túnica negra remendada parecía más andrajosa aún de lo que Druss recordaba.

—¿Cómo está? —le preguntó Druss.

—¿A ti qué te parece, viejo idiota? —le respondió el médico—. Se está muriendo. No aguantará más de un par de días.

—Veo que no has perdido tu buen humor —dijo Druss, sonriendo.

—¿Hay algún motivo para estar de buen humor? —preguntó el médico—. Un viejo amigo se está muriendo, y miles de jóvenes van a seguirlo en las próximas semanas.

—Quizá. Me alegro de verte, de todas formas —le dijo Druss, poniéndose en pie.

—Pues yo no me alegro de verte a ti —dijo Calvar Syn, con un brillo en los ojos y una leve sonrisa—. Donde tú apareces, los cuervos se dan un banquete. ¿Cómo es que sigues tan ridículamente sano?

—Tú eres el médico; explícamelo.

—¡Porque no eres humano! Te esculpieron en piedra en una noche de invierno, y un demonio te dio vida. Y ahora, lárgate. Tengo trabajo que hacer.

—¿Dónde puedo encontrar al gan Orrin?

—En los barracones principales. ¡Lárgate!

Druss sonrió y abandonó la habitación. El dun Mendar inspiró profundamente.

—¿No os cae bien, señor? —le preguntó al médico.

—¿Cómo? Por supuesto que me cae bien —espetó Calvar Syn—. Mata limpiamente, chico. Me ahorra mucho trabajo. Y ahora, lárgate tú también.

Mientras Druss atravesaba el patio de armas que se extendía ante los barracones principales, se dio cuenta de las miradas que le dirigían los soldados y los susurros que se extendían a su paso. Sonrió para sí: ya empezaban. A partir de aquel momento le resultaría imposible relajarse un solo instante, no podía permitir que aquellos hombres observasen rastro alguno de Druss, el hombre. Él era el Legendario. El invulnerable Maestro del Hacha. El indestructible Druss.

Hizo caso omiso de los saludos hasta que llegó a la entrada principal, donde dos guardias se pusieron firmes.

—¿Dónde puedo encontrar al gan Orrin? —le preguntó Druss a uno de ellos.

—Quinto pasillo de la derecha, tercera puerta —respondió el soldado, con la espalda bien recta y la mirada fija al frente.

Druss entró en el edificio, encontró el despacho y llamó a la puerta.

—¡Adelante! —dijo una voz desde el interior, y Druss cruzó la entrada. La mesa se hallaba inmaculadamente ordenada; el mobiliario del despacho era espartano, pero práctico. Al otro lado de la mesa se sentaba un hombre rechoncho, con oscuros ojos de mirada suave, como la de un venado. Parecía fuera de lugar allí, luciendo las charreteras doradas de un gan drenai.

—¿Eres el gan Orrin? —le preguntó Druss.

—Así es. Tú debes de ser Druss. Pasa y siéntate, querido amigo. ¿Has visto ya al conde? Oh, por supuesto que sí. Supongo que ya te ha hablado de los problemas que tenemos aquí. No es fácil. No es fácil en absoluto. ¿Has comido?

El hombre sudaba y se mostraba visiblemente incómodo, y Druss sintió lástima de él. Durante su vida, el hachero había servido a las órdenes de numerosos comandantes. Algunos eran buenos, pero casi todos habían sido incompetentes, estúpidos, inútiles o cobardes. Todavía no sabía en qué categoría encajaba el gan Orrin, pero se hacía cargo de sus problemas.

En una repisa, junto a la ventana, había un plato con pan negro y queso.

—¿Puedo comerme eso? —preguntó Druss.

—Por supuesto. —Orrin le pasó el plato—. ¿Cómo se encuentra el conde? Es un mal asunto… Un hombre tan excepcional… Es amigo tuyo, ¿no es cierto? Tengo entendido que luchasteis juntos en Skeln. Una historia maravillosa. Inspiradora.

Druss comió lentamente, saboreando el pan seco; el queso también era bueno, suave pero sabroso. Se replanteó su plan original, que consistía en recriminar a Orrin el caos en que había caído la fortaleza, la apatía y la desorganización. Un hombre debía conocer sus límites, y si los sobrepasaba, la naturaleza solía jugarle malas pasadas. Orrin no debería haber aceptado el cargo de gan, pero en tiempo de paz aquello no habría supuesto ningún problema. En las circunstancias actuales, se comportaba como un caballo de madera en una carga.

—Debes de estar agotado —le dijo Druss al fin.

—¿Cómo?

—Agotado. El trabajo que hay que realizar aquí es más que suficiente para destrozar a un hombre de menos valía. Organizar los suministros, el entrenamiento, las patrullas, la estrategia y todos los planes… Debes de estar hecho polvo por completo.

—Cierto, es agotador —dijo Orrin, secándose el sudor de la frente con evidente alivio—. No mucha gente es capaz de apreciar los problemas del mando. Es una pesadilla. ¿Puedo ofrecerte un trago?

—No, gracias. ¿Serviría de ayuda que yo me encargase de parte del peso que llevas sobre los hombros?

—¿De qué modo? No me estarás pidiendo que te ceda el puesto, ¿verdad?

—No, por Missael —dijo Druss enérgicamente—. Yo no sabría qué hacer. No me refiero a nada de ese estilo. Pero tenemos poco tiempo, y nadie espera que soportes esta carga tú solo. Quería proponerte que me traspasases la responsabilidad del entrenamiento y la preparación de la defensa. Es necesario bloquear los pasadizos que se abren tras las puertas, y enviar equipos de zapadores para derribar los edificios que se alzan entre la cuarta y la sexta muralla.

—¿Bloquear los pasadizos? ¿Derribar los edificios? No te comprendo, Druss —dijo Orrin—. Son propiedad privada; se producirá una revuelta.

—Exactamente —replicó el viejo guerrero en voz baja—. Por eso debes encargarle la tarea a alguien de fuera. Los pasadizos que hay tras las puertas están construidos de forma que un pequeño destacamento de retaguardia pueda impedir el paso del enemigo el tiempo suficiente para que los defensores se reagrupen en la siguiente muralla. Lo que te propongo es derribar los edificios que hay entre la cuarta y la sexta muralla y usar los escombros para bloquear los pasadizos. Ulric tendrá que sacrificar a muchos hombres para derribar las puertas, y cuando lo consiga, no le habrá servido de nada.

—Pero ¿por qué derribar los edificios? Podemos traer rocas del sur del paso.

—No hay terreno despejado —le respondió el viejo guerrero—. Tenemos que recuperar la intención original de la construcción del Dros. Cuando los hombres de Ulric sobrepasen la primera muralla, quiero que todos los arqueros que tenemos en el Dros se dediquen a ensartarlos. Cada vara de terreno abierto quedará cubierta de cadáveres nadir. Nos superan quinientos a uno, y tenemos que igualar un poco las cosas.

Orrin se mordió un labio y se frotó la barbilla, pensando frenéticamente. Echó una ojeada al guerrero de la barba canosa que estaba sentado frente a él. Tan pronto como se había enterado de la llegada de Druss había comenzado a mentalizarse para encajar el hecho de que sería sustituido y enviado de vuelta a Drenan con deshonor. Sin embargo, le estaban ofreciendo la vida. Lo de derribar los edificios y bloquear los pasadizos tendría que habérsele ocurrido a él, lo sabía, al igual que sabía que el puesto de gan le quedaba grande. Había sido difícil de aceptar.

Durante los cinco últimos años, desde que lo ascendieron, había evitado juzgarse. Sin embargo, pocos días antes había enviado a las tierras baldías a Hogun y a doscientos lanceros de la Legión. Al principio había intentado convencerse de que se trataba de una decisión táctica sensata, pero a medida que transcurrían los días sin recibir noticias no había dejado de dar vueltas a lo que había hecho. La orden no tenía mucho que ver con la estrategia; era una cuestión de envidia. Se había dado cuenta, horrorizado, de que Hogun era el mejor soldado del Dros. Cuando por fin había regresado y le había comunicado que su decisión había sido correcta, Orrin no se había crecido; al contrario, había abierto los ojos plenamente ante su propia incompetencia. Había pensado en dimitir, pero no era capaz de enfrentarse a la deshonra. Incluso había pensado en el suicidio, pero no podía soportar la idea de la vergüenza que aquello causaría a su tío Abalayn. Lo único que podía hacer era morir en la primera muralla, y se había preparado para ello.

Y había temido que Druss le pudiera quitar incluso aquello.

—He sido estúpido, Druss —dijo al cabo de un rato.

—¡Olvídate de eso! —espetó el anciano—. Escúchame: tú eres el gan. Desde este instante, ningún hombre hablará mal de ti. Tus temores, te los guardas para tus adentros. Y confía en mí. Todo el mundo comete errores; todos nos equivocamos en algo. El Dros resistirá, porque maldito sea si dejo que caiga. Si creyese que eres un cobarde, Orrin, te ataría a un caballo y te enviaría lejos. Nunca has estado en un asedio ni has guiado a los soldados al combate; pues bien, ahora harás las dos cosas. Y lo harás bien, porque estaré a tu lado.

»Abandona las dudas. El ayer está muerto; los errores del pasado son como el humo arrastrado por el viento. Lo que importa es mañana, y el día siguiente, y cada uno de los días hasta que el Lacerador llegue aquí con refuerzos. No te engañes, Orrin; cuando sobrevivamos y se cante esta gesta, te habrás ganado tu puesto en ella y nadie se atreverá a dudarlo. Créelo.

»Y ya está bien de charla. Pon tu sello en un pergamino y empezaré desde hoy mismo a cumplir mis tareas.

—¿Quieres que te acompañe hoy?

—Será mejor que no —le respondió Druss—. Tengo que romper unas cuantas cabezas.

Al cabo de unos instantes, Druss avanzó hacia el barracón de oficiales escoltado por dos guardias de la Legión, tipos altos y bien disciplinados. Los ojos del anciano centelleaban de ira, y los dos guardias intercambiaron una mirada mientras caminaban. Podían oír el sonido de las canciones que provenía del interior del barracón, y se disponían a disfrutar viendo en acción a Druss el Legendario.

Druss abrió la puerta y entró en un salón exquisitamente amueblado. En una pared se había dispuesto una barra sobre caballetes, y se extendía hasta el centro de la estancia. Druss se abrió paso entre los bebedores, haciendo caso omiso de las quejas, agarró un caballete y lo lanzó por los aires, haciendo que las botellas, las copas y los platos cayeran sobre los oficiales. Se hizo de inmediato un silencio estupefacto, que enseguida se transformó en una furiosa oleada de juramentos y maldiciones. Un joven oficial se abrió paso hasta situarse al frente del grupo; tenía el pelo oscuro, la mirada torva y expresión altanera, y se dispuso a plantar cara al guerrero de barba canosa.

—¿Quién diablos te crees que eres, viejo?

Druss no le hizo el menor caso; su mirada estudiaba a la treintena de hombres que había en el salón. Una mano le agarró el jubón.

—He dicho que…

Druss le dio una bofetada que le hizo cruzar la sala y estrellarse contra la pared. El hombre resbaló hasta quedarse sentado en el suelo, casi inconsciente.

—Soy Druss. Hay quienes me llaman el Maestro del Hacha. En Ventria me llaman el Inexorable. En Vagria se limitan a llamarme Hachero. Para los nadir soy el Mensajero de la Muerte. En Lentria me conocen como la Muerte Gris.

»¿Y vosotros, montón de despojos comemierda? ¿Quién diablos sois vosotros? —Desenfundó a Snaga—. Hoy tengo intención de dar ejemplo; tengo intención de extirparle el sebo a esta condenada fortaleza. ¿Dónde está el dun Pinar?

El joven se abrió paso desde el fondo del grupo, con una sonrisa torva y una mirada fría en los ojos oscuros.

—Aquí, Druss.

—El gan Orrin me ha encargado que me ocupe del entrenamiento y de preparar las defensas. Quiero que todos los oficiales se reúnan en el campo de prácticas dentro de una hora; organízalo. Los demás, limpiad todo esto y preparaos; se acabaron las vacaciones. El que me falle maldecirá el día en que nació. —Hizo un gesto a Pinar para que lo siguiera y salió del barracón—. Busca a Hogun —le dijo al joven— y dile que se reúna conmigo en el salón de la fortaleza.

—Sí, mi señor. Y una cosa…

—Suéltalo, chico.

—Bienvenido a Dros Delnoch.

La noticia corrió por la ciudad de Delnoch como la pólvora, de las tabernas a las tiendas y a los puestos del mercado. ¡Druss estaba allí! Las mujeres se lo dijeron a sus esposos; los chiquillos repetían el nombre por las calles. Se volvían a contar los relatos sobre sus hazañas, y los comentarios se extendían. Una muchedumbre se reunió ante los barracones y observó cómo se agrupaban los oficiales en el patio de armas. Los hombres levantaban a hombros a los chiquillos para que pudieran echarle un vistazo al mayor héroe drenai de todos los tiempos.

Cuando Druss apareció, un inmenso clamor surgió de la muchedumbre. El anciano se detuvo un instante y saludó con la mano.

La gente no alcanzó a oír lo que les dijo a los oficiales, pero los hombres se movieron con determinación cuando les ordenó romper filas. Druss saludó una vez más y regresó a la fortaleza.

Ya en el gran salón, Druss se quitó el jubón y se dejó caer en una silla de respaldo alto. Sentía un dolor punzante en la rodilla, y la espalda le ardía como el infierno. Hogun no había llegado.

Le ordenó a un criado que le preparase algo de comer y le preguntó cómo estaba el conde. El criado le dijo que Delnar dormía tranquilamente, salió y regresó con un gran trozo de carne poco hecha, sobre la que Druss se arrojó como un lobo. Hizo bajar la carne con una botella de tinto lentriano, se limpió la grasa de la barba y se frotó la rodilla. Cuando acabase con Hogun se daría un baño caliente y descansaría, para estar listo para el día siguiente. Sabía que el primer día le exigiría forzarse hasta el límite, y no debía fallar.

—El gan Hogun, señor —anunció el criado—. Y el dun Elicas.

Druss se animó al ver a los dos hombres que entraron. El primero, que debía de ser Hogun, era alto y ancho de hombros, de mirada despejada y mandíbula cuadrada. Elicas, más bajo y esbelto, le recordaba un águila. Ambos vestían con los colores negro y plateado de la Legión, sin ninguna insignia de rango. Era una antigua costumbre que procedía de la época en que el Conde de Bronce había creado la Legión para luchar en la guerra Vagriana.

—Siéntense, caballeros —les dijo Druss.

Hogun cogió una silla, le dio la vuelta y se sentó con los brazos apoyados en el respaldo. Elicas se sentó en el borde de la mesa y se cruzó de brazos.

El dun observó con atención a los dos hombres. No sabía qué esperar de Druss, pero había rogado a Hogun que le permitiera acudir a la reunión. Adoraba a Hogun, pero el adusto anciano que tenía sentado delante siempre había sido su ídolo.

—Bienvenido a Delnoch, Druss —dijo Hogun—. Ya has empezado a levantar la moral; los hombres no hablan de otra cosa. Lamento haberme perdido tu llegada, pero estaba en la primera muralla supervisando un torneo de arquería.

—Tengo entendido que ya te has encontrado con los nadir —le dijo Druss.

—Así es. Estarán aquí en menos de un mes.

—Estaremos listos, pero habrá que trabajar duramente. Los hombres están mal entrenados, si es que lo están; eso debe cambiar. Sólo tenemos diez médicos; no hay enfermeros ni camilleros, y solamente hay un hospital en la primera muralla, lo que no nos viene bien. ¿Algún comentario?

—Es una valoración muy exacta. Lo único que puedo añadir es que, aparte de mis propios hombres, sólo disponemos de una docena de oficiales de valía.

—Aún no he juzgado la valía de ninguno de los hombres, pero seamos optimistas por ahora. Necesito a alguien que sea bueno con los números para que se encargue de las reservas de provisiones y organice turnos de comida; tendrá que ir reorganizándose desde el momento en que tengamos bajas. También será responsable de ser el contacto con la administración y el gan Orrin.

Druss observó que los dos hombres intercambiaban una mirada, pero no dijo nada.

—El dun Pinar es tu hombre —dijo Hogun—. Prácticamente dirige el Dros, ahora mismo.

Druss dirigió una fría mirada al joven general y se inclinó en su dirección.

—No habrá más comentarios de ese estilo, Hogun. Son poco profesionales. A partir de hoy comenzamos con una pizarra limpia; el día de ayer ha desaparecido. Me formaré mis propios juicios, y no quiero que mis oficiales hagan comentarios maliciosos sobre los demás.

—Creí que preferirías saber la verdad —intervino Elicas, antes de que Hogun pudiera responder.

—La verdad es una criatura extraña, chico; cambia de un hombre a otro. Y ahora, cállate. Entiéndeme, Hogun: te valoro. Tienes un buen historial. Pero de ahora en adelante, nadie hablará mal del Primer Gan. No es bueno para la moral, y lo que no es bueno para nuestra moral es bueno para los nadir. Ya tenemos suficientes problemas. —Cogió un trozo de pergamino, una pluma y tinta, y se lo pasó a Elicas—. Sé de utilidad, chico, y toma notas. Pon arriba a Pinar; será nuestro intendente. Necesitamos cincuenta enfermeros y doscientos camilleros. Calvar Syn puede elegir entre los voluntarios, pero los camilleros tendrán que entrenarse; quiero que sean capaces de pasar todo el día corriendo. Missael sabe que lo necesitarán cuando se calienten las cosas; necesitarán una gran resistencia. Y no es fácil correr a través de un campo de batalla con armas ligeras, porque no podrán llevar espadas y camillas a la vez. ¿A quién proponéis para que los escoja y entrene?

Hogun se volvió hacia Elicas, que se encogió de hombros.

—Sin duda podréis proponer a alguien —dijo Druss.

—No conozco hasta ese punto a los hombres de Dros Delnoch —dijo Hogun—, y ninguno de los legionarios sería apropiado.

—¿Por qué?

—Son guerreros; los necesitamos en la muralla.

—¿Quién es tu mejor soldado raso?

—El bar Britan. Pero es un guerrero temible, señor.

—Por eso será bueno para este trabajo. Escuchadme bien: los camilleros irán armados sólo con puñales, pero arriesgarán su vida tanto como los que combatan en las murallas. No es una misión gloriosa, así que hay que darle importancia. Cuando nombres al mejor de tus soldados como su entrenador, y para que trabaje con ellos durante la batalla, los hombres lo tendrán en cuenta. El bar Britan estará a cargo de cincuenta hombres, elegidos por él, que formarán una unidad móvil que protegerá a los camilleros lo mejor que pueda.

—Me inclino ante tu lógica, Druss —dijo Hogun.

—Ahórrate las inclinaciones, hijo. Cometo tantos errores como cualquier otra persona; si crees que estoy equivocado, más te vale decírmelo.

—¡No te preocupes por eso, Hachero, que te lo diré! —le espetó Hogun.

—¡Bien! Y ahora, el entrenamiento. Quiero que los hombres trabajen en grupos de cincuenta. Cada grupo tendrá un nombre; elegidlos en las leyendas: nombres de héroes, campos de batalla… Lo que sea; lo importante es que enciendan la sangre. En cada grupo habrá un oficial y cinco suboficiales, cada uno a cargo de diez hombres. Los suboficiales serán elegidos después de tres días de entrenamiento; para entonces ya sabremos qué tal se portarán. ¿Entendido?

—¿Por qué darles nombres? —preguntó Hogun—. ¿No sería más sencillo que cada grupo tuviera un número? Por los dioses, ¡habrá que buscar ciento ochenta nombres!

—La guerra es algo más que tácticas y entrenamiento, Hogun. Quiero hombres orgullosos en esas murallas. Hombres que conozcan a sus camaradas y se puedan identificar con ellos. El grupo Karnak representará a Karnak el Tuerto, mientras que grupo seis no es más que una etiqueta. Durante las próximas semanas enfrentaremos a unos grupos contra otros, en el trabajo, en juegos y en combates figurados. Los convertiremos en unidades a las que estén orgullosos de pertenecer. Nos burlaremos de ellos, los engañaremos y los miraremos por encima del hombro. Y poco a poco, cuando empiecen a odiarnos más que a los nadir, comenzaremos a alabarlos. Tenemos que conseguir en el menor tiempo posible que se vean a sí mismos como un cuerpo de élite, y con eso habremos ganado media batalla. Corren tiempos desesperados y sangrientos; tiempos de muerte. Quiero hombres en esas murallas; hombres fuertes y hábiles, pero, por encima de todo, orgullosos.

»Mañana escogeremos a los oficiales y organizaremos los grupos. Quiero que todos corran hasta caer, y después, que sigan corriendo aún. Quiero que practiquen con la espada y escalen muros. Y quiero que las tareas de demolición se ejecuten ininterrumpidamente día y noche. Dentro de diez días comenzaremos a trabajar con las unidades. Los camilleros correrán cargados de piedras hasta que les ardan los brazos y los músculos se les caigan a trozos.

»Quiero que todos los edificios, desde la cuarta muralla hasta la sexta, sean arrasados hasta los cimientos; se deben bloquear los pasadizos. Quiero que haya cien hombres trabajando permanentemente en las tareas de demolición, en turnos de tres horas; eso les enderezará la espalda y les dará fuerza en los brazos para cuando empuñen las armas.

»¿Alguna pregunta?

Hogun habló:

—No. Se hará todo lo que deseas. Pero quiero saber una cosa: ¿Crees que el Dros resistirá hasta el otoño?

—Por supuesto, chico —mintió Druss—. ¿Por qué me iba a tomar tantas molestias, si no? Lo importante es: ¿Lo creéis vosotros?

—Oh, claro —mintió a su vez Hogun—. Sin la menor duda.

Los dos hombres sonrieron.

—Bebamos una copa de tinto lentriano —dijo Druss—. ¡Esto de hacer planes es un trabajo que da sed!