El bosque poseía una belleza atemporal que conectaba con el alma de guerrero de Druss. Una sensación mágica flotaba en el aire. Los robles de troncos nudosos se alzaban como centinelas silenciosos bajo la luz plateada de la luna, majestuosos, eternos e indómitos. ¿Qué les importaban las guerras de los hombres? Una brisa suave susurraba entre las ramas que se entrelazaban sobre la cabeza del anciano. Un rayo de luna incidió sobre un tronco caído, cubriéndolo durante un instante con un resplandor etéreo. Un tejón solitario, sorprendido por la luz, se escurrió entre los arbustos.
Los hombres reunidos en torno a la hoguera del campamento comenzaron a cantar ruidosamente, y Druss maldijo entre dientes. El bosque volvía a ser un bosque; los robles, plantas grandes. Arquero se acercó a Druss con dos vasos de cuero y un pellejo de vino.
—Tinto ventriano del mejor —dijo—. Hará que se te ponga el pelo negro.
—Brindo por eso —replicó Druss. El joven llenó el vaso del hachero, y después, el suyo.
—Pareces triste, Druss. Yo creía que la perspectiva de otra batalla gloriosa te animaría.
—Tus hombres son los peores cantantes que he oído en los veinte últimos años. Están masacrando esa canción —le dijo Druss.
El hachero se recostó contra el roble y sintió cómo el vino relajaba su tensión.
—¿Por qué vas a Delnoch? —le preguntó Arquero.
—Recuerdo a un grupo de prisioneros sathulis que eran peores todavía. Se dedicaban a entonar el mismo puto verso una y otra vez. Al final los dejamos en libertad; pensamos que si cantaban así cuando llegaran a casa, destrozarían el espíritu combativo de su tribu en menos de una semana.
—Atiende, vieja mula —dijo Arquero—. No me voy a distraer tan fácilmente. Dame una respuesta; cualquier respuesta. Miénteme si quieres, pero dime por qué vas a Delnoch.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Estoy fascinado. Un hombre con sólo medio ojo podría ver que Delnoch caerá, y tú tienes experiencia más que suficiente para aceptar la realidad. Así que ¿para qué ir?
—¿Tienes idea, chico, de en cuántas causas perdidas me he metido en los cuarenta últimos años?
—Muy pocas —respondió Arquero—, o no estarías aquí para hablar de ellas.
—No exactamente. ¿Cómo se decide que una batalla está perdida? ¿Por los efectivos? ¿Por la ventaja estratégica? ¿Por la posición? Todas esas cosas tienen la misma importancia que el pedo de un gorrión. Todo se reduce a la voluntad de los hombres. El mayor de los ejércitos puede caer si los hombres que lo componen están menos dispuestos a morir que a vencer.
—Retórica —bufó Arquero—. Úsala en el Dros; a los muy idiotas los encantará.
—Un hombre contra cinco, y el hombre solitario está lisiado —dijo Druss, conteniendo el mal genio—. ¿Por quién apostarías?
—No me pillarás, viejo. ¿Qué pasaría si el que está solo es Karnak el Tuerto? Bueno, entonces apostaría por él. Pero ¿cuántos Karnak hay en Dros Delnoch?
—¿Quién sabe? Hubo una época en la que incluso Karnak era un desconocido. Se ganó la fama en el campo de batalla. Muchos héroes encontrarán su final en Dros Delnoch.
—Entonces lo reconoces: el Dros está condenado —dijo Arquero con una sonrisa triunfal dibujada en los labios—. Al final lo has dicho.
—Joder, chico; no pongas en mi boca cosas que no he dicho —gruñó Druss, maldiciéndose.
«¿Dónde estás ahora, Sieben? —pensó—. Ahora necesitaría tu labia y tu ingenio».
—Entonces no me trates como si fuera idiota. Reconoce que el Dros está condenado.
—Como has dicho —aceptó Druss—, un hombre con sólo medio ojo sería capaz de verlo. Pero no me importa un carajo, chico. Hasta el momento en que me derriben estaré intentando vencer, y los dioses de la guerra son volubles. ¿De qué lado estás tú?
Arquero sonrió y volvió a llenar los vasos. Estuvo un rato sentado en silencio, saboreando el vino y la incomodidad del anciano.
—¿Y bien? —dijo Druss.
—Por fin llegamos —replicó Arquero.
—¿Llegamos adonde? —le preguntó Druss, inquieto ante la mirada cínica del joven.
—Al motivo por el que has visitado mi bosque —dijo Arquero abriendo las manos, sonriendo abierta y amistosamente—. Vamos, Druss; te respeto demasiado para pasar más tiempo dando rodeos. Quieres que mis hombres participen en tu batalla de locos, y la respuesta es que no. Pero disfruta del vino, de todas formas.
—¿Tan transparente soy? —preguntó el viejo guerrero.
—Cuando Druss el Legendario sale a dar un paseo por Skultik justo antes de la llegada del fin, es poco probable que sólo pretenda recoger bellotas.
—¿Es esto todo lo que deseas de la vida? —le preguntó Druss—. Duermes en un cobertizo, comes cuando tienes la suerte de cazar algo y, si no lo consigues, pasas hambre. Pasas frío en invierno, y en verano, las hormigas se te meten en la ropa y los piojos se ceban. No estás hecho para vivir así.
—No estamos hechos para vivir de ninguna forma, vieja mula; la vida está hecha para nosotros. Empezamos nuestra vida, y al final la abandonamos. Y no voy a desperdiciar la mía en tu sangrienta locura; eso lo dejo para los héroes como tú. Te has pasado todos estos años saltando de una guerra a otra, y ¿qué ha cambiado? ¿Te has parado a pensar que si no hubieras derrotado a los ventrianos hace quince años en Skeln ahora formaríamos parte de un gran imperio y serían ellos los que se preocuparían de los nadir?
—Vale la pena luchar por la libertad —dijo Druss.
—¿Por qué? Nadie puede quitarle la libertad al alma de un hombre.
—Ser libre es importante.
—La libertad sólo se valora cuando está amenazada, y es la amenaza la que aumenta su valor. Deberíamos darles las gracias a los nadir, que nos han hecho apreciar el valor de nuestra libertad.
—Me has perdido con tanta palabrería, maldito seas. Eres como los políticos de Drenan, que sueltan las palabras como los pedos una vaca enferma. No me digas que he desperdiciado mi vida, porque no te lo pienso tolerar. Amé a una buena mujer y siempre he sido fiel a mis principios. Nunca he sido cruel, y no he hecho nada de lo que tenga que avergonzarme.
—Ah, Druss, no todos los hombres son como tú. No pienso criticar tus principios si no intentas que yo cargue con ellos; no tengo tiempo.
Y sería un poco hipócrita si fuera bandolero y presumiera de tener principios.
—En ese caso, ¿por qué no dejaste que Jorak me disparase?
—Como ya dije, no sería deportivo. Carecía de estilo. Pero otro día que tenga más frío o esté de peor humor…
—Eres noble, ¿verdad? —le preguntó Druss—. Un muchacho rico que juega a los ladrones. ¿Por qué estoy aquí sentado discutiendo contigo?
—Porque necesitas a mis arqueros.
—No; ya he renunciado a esa idea —replicó Druss, tendiendo el vaso hacia el forajido. Arquero lo volvió a llenar; la sonrisa cínica había regresado a su rostro.
—¿Has renunciado? Tonterías. Te diré lo que estás pensando: discutirás un rato más, me ofrecerás dinero y el indulto por mis delitos y, si me niego, me matarás y probarás suerte haciéndoles la misma oferta a mis hombres.
Druss estaba impresionado, pero no dejó que su expresión lo mostrase.
—¿También eres vidente? —preguntó. Bebió un trago de vino.
—Eres demasiado honrado, Druss. Y me caes bien; por eso te advertiré que Jorak está escondido tras los arbustos con una flecha dispuesta en el arco.
—Entonces me doy por vencido. Quédate con tus arqueros.
—No, no, mi apreciado amigo… No espero tal derrotismo por parte de Druss el Legendario. Haz tu oferta.
—No tengo tiempo para seguirte el juego. Tuve un amigo que era como tú: Sieben, el Maestro de Sagas. Era capaz de tirarse todo un día hablando y convencer a quien fuera de que el mar era de arena. Jamás le gané una discusión. Decía que no tenía principios, e igual que tú, mentía.
—Fue el poeta que escribió la leyenda. Te hizo inmortal —dijo Arquero en voz baja.
—Así es —respondió Druss. Sus pensamientos echaron a volar sobre los largos años pasados.
—¿Es cierto que buscaste a tu mujer por todo el mundo?
—Esa parte, al menos, sí es cierta. Nos casamos muy jóvenes. Mi pueblo fue atacado por un grupo de esclavistas capitaneado por Harib Ka, que se llevó a mi mujer y se la vendió a un mercader oriental. Yo no estaba allí cuando tuvo lugar el ataque, porque había ido a trabajar a los bosques, pero los seguí. Tardé siete años en dar con ella, y cuando lo logré, estaba con otro hombre.
—¿Qué fue de él? —preguntó Arquero.
—Murió.
—Y ella regresó a Skoda contigo.
—Así es. Me amaba realmente.
—Es un añadido interesante a la saga —dijo Arquero.
Druss rió entre dientes.
—Debo estar ablandándome con la edad. Normalmente no me dedico a parlotear sobre el pasado.
—¿Qué fue de Sieben? —preguntó el forajido.
—Murió en Skeln.
—¿Erais muy allegados?
—Era como un hermano para mí.
—No entiendo por qué te lo recuerdo —dijo Arquero.
—Quizá porque los dos escondéis un oscuro secreto —le respondió Druss.
—Quizá —admitió el forajido—. En cualquier caso, haz tu oferta. —El indulto para todos y cinco raks de oro por barba.
—No es suficiente.
—Pues es mi mejor oferta; no voy a regatear.
—¿Qué tal esto? El indulto, cinco raks de oro para cada uno de los seiscientos veinte hombres, y el compromiso de que cuando caiga la tercera muralla podremos marchamos con el oro y los indultos sellados por el conde.
—¿Por qué la tercera muralla?
—Porque su caída será el principio del fin.
—Eres todo un estratega, ¿eh, chico?
—Podríamos decirlo así. Por cierto, ¿qué opinas de las mujeres guerreras?
—He conocido a unas cuantas. ¿Por qué lo preguntas?
—Llevaré una.
—¿Y? ¿Qué importa que sea mujer mientras sea capaz de empuñar un arco?
—No he dicho que importase; simplemente lo mencionaba.
—¿Hay algo que deba saber sobre esa mujer? —le preguntó Druss.
—Sólo que es una asesina —respondió Arquero.
—Entonces es perfecta, y la recibiré con los brazos abiertos.
—No te lo aconsejo.
—Presentaos en Delnoch dentro de dos semanas, y os recibiré a todos con los brazos abiertos.
Rek se despertó a tiempo para ver el sol que despuntaba sobre las montañas lejanas. Su cuerpo se ajustó rápidamente tras una noche sin sueños, y Rek se estiró, abandonó las mantas y se acercó a la ventana del dormitorio de la torre. Abajo, en el patio, los Treinta habían reunido a sus monturas; grandes bestias con las crines recortadas y las colas trenzadas. Aparte del sonido que producían las herraduras de acero al chocar contra los adoquines, un silencio inquietante cubría la escena. Ninguno de los hombres hablaba. Rek sintió un escalofrío.
Virae gimió en sueños; tenía un brazo estirado a lo largo del amplio lecho.
Rek observó a los hombres del patio mientras comprobaban sus armaduras y ajustaban las cinchas de las sillas de montar. Pensó que era extraño. Echaba en falta las bromas, las risas y el resto de sonidos que hacían normalmente los soldados mientras se preparaban para ir al combate. Las bromas, para disipar el miedo; las maldiciones, para rebajar la tensión.
Serbitar salió al patio. Una capa blanca cubría la armadura de plata, y se tocaba el cabello blanco trenzado con un yelmo, también de plata. Los Treinta lo saludaron, y Rek sacudió la cabeza. Había sido asombroso; la sincronía fue perfecta, como si el mismo saludo se hubiera reflejado en treinta espejos.
Virae abrió los ojos y bostezó. Se volvió y contempló la figura de Rek, de espaldas a ella, recortada contra el sol matinal. Sonrió.
—Tu barriga se está convirtiendo en un recuerdo —le dijo.
—No te burles —respondió Rek, sonriendo—. Y a menos que quieras presentarte desnuda delante de treinta guerreros, será mejor que te des prisa. Ya están en el patio.
—Sería una forma de averiguar si son humanos —dijo Virae, sentándose. Rek se obligó a apartar la mirada del cuerpo de la joven.
—Causas un extraño efecto en mí —le dijo, mirándola a los ojos—. Siempre me haces pensar en hacer el amor en el peor momento. Vístete.
En el patio, Serbitar dirigió la oración de los monjes; una unión silenciosa de sus mentes. Vintar observó al joven albino con afecto, satisfecho al comprobar con qué rapidez había asumido las responsabilidades del mando.
Serbitar dio por terminada la oración y regresó a la torre. Se sentía intranquilo y falto de armonía. Subió por la escalera circular de piedra hasta el dormitorio, sonriendo al recordar la promesa que les había hecho al drenai y a la mujer. Habría sido mucho más fácil enviar la Voz que subir las escaleras para comprobar si ya estaban listos.
Golpeó la puerta remachada de hierro. Rek la abrió y lo invitó a entrar con un gesto.
—Veo que ya estáis preparados —le dijo al monje—. No tardaremos mucho.
Serbitar asintió.
—Los drenai se han encontrado con los nadir —dijo.
—¿Ya han llegado a Delnoch? —preguntó Rek, sobresaltado.
—No, no. La Legión se enfrentó a ellos en las tierras baldías. El resultado fue bueno. Su jefe se llama Hogun; al menos este es un hombre de valía.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—Ayer.
—¿Lo sabéis gracias a vuestros poderes?
—Sí. ¿Te molesta?
—Me hace sentir incómodo, pero sólo porque carezco de ese talento.
—Esa ha sido una reflexión inteligente, Rek. Te irás acostumbrando, créeme. —Serbitar saludó con una inclinación a Virae, que acababa de entrar en la habitación desde el cuarto de baño.
—Siento haberos hecho esperar —le dijo Virae. Se había puesto la armadura y la cota de malla de plata con hombreras de bronce, y además portaba un casco de plata adornado con unas alas de cuervo y una capa blanca, obsequios de Vintar. Se había recogido el pelo en dos trenzas, una a cada lado.
—Pareces una diosa —le dijo Rek.
Se reunieron con los Treinta en el patio, comprobaron las monturas y emprendieron la marcha cabalgando al lado de Serbitar y Menahem, en dirección al estuario de Drum.
—Cuando lleguemos allí —les dijo Menahem— conseguiremos pasaje en un barco lentriano que nos llevará a Dros Purdol; eso nos ahorrará un par de semanas de viaje. Desde Purdol seguiremos la ruta fluvial, y después cabalgaremos; en total llegaremos a Delnoch en cuatro semanas, como mucho. Me preocupa que la batalla pueda comenzar antes de que estemos allí.
Conforme fueron transcurriendo las horas, el viaje se convirtió en una auténtica pesadilla para Rek. Tenía la espalda molida y las posaderas entumecidas antes de que Serbitar ordenase hacer una pausa, a mediodía. Fue un descanso breve, y al anochecer, Rek estaba totalmente dolorido.
Acamparon en un bosquecillo que crecía junto a un arroyo. Virae casi se cayó de la silla, y daba muestras de una intensa y entumecedora fatiga en cada uno de sus movimientos; pero era una amazona responsable y atendió a su montura antes de dejarse caer con la espalda apoyada en un árbol. Rek se tomó algo de tiempo para secar el sudor del lomo y los costados de Lancero; no tenía ninguna prisa por sentarse. Cubrió al caballo con una manta y se dirigió al arroyo, pensando con orgullo que Lancero se había portado tan bien como los caballos de los monjes, pero seguía actuando con cautela cuando se acercaba al animal; Lancero tenía, incluso a aquellas alturas, cierta tendencia a intentar morderlo. Rek sonrió al recordar una conversación de aquella mañana.
—Un caballo excelente —le había dicho Serbitar, acercándose para acariciar las crines del animal. Lancero le había tirado un mordisco, y el monje había retrocedido de un salto—. ¿Me permites hablar con él?
—¿Con un caballo?
—Es más bien un enlace empático. Le diré que no pretendo hacerle daño.
—Adelante.
Al cabo de unos instantes, Serbitar sonrió.
—Se ha mostrado muy amistoso, pero sigue teniendo intención de morderme. Es demasiado cascarrabias, amigo mío.
Rek regresó al campamento y se encontró con que habían encendido cuatro hogueras, que ardían alegremente mientras los jinetes daban cuenta de unos bizcochos de avena. Virae estaba dormida bajo un árbol, envuelta en una manta roja y con la cabeza apoyada en su capa blanca. Rek se acercó a la hoguera donde estaban Serbitar, Vintar y Menahem. Arberdark conversaba en voz baja con los hombres del grupo de al lado.
—Estamos forzando la marcha —comentó Rek—. Los caballos no aguantarán.
—Ya descansaremos en el barco —le respondió Serbitar—. Mañana a primera hora abordaremos el Gandid, un navío lentriano. Partirá con la primera marea; por eso vamos tan deprisa.
—Tengo cansados hasta los huesos —dijo Rek—. ¿Hay novedades en Delnoch?
—Lo comprobaremos más tarde —le respondió Menahem, sonriendo—. Rek, siento haberte sondeado; fue un error.
—Olvídalo, por favor; y olvida lo que dije. Era la ira quien pronunciaba las palabras.
—Gracias. Antes de que te reunieras con nosotros estábamos hablando del Dros. Creemos que bajo el mando actual no resistirá ni una semana. La moral está por los suelos, y Orrin, el jefe, está abrumado por la responsabilidad de su cargo. Necesitamos que el viento sople a favor y no se produzcan retrasos.
El corazón de Rek dio un vuelco.
—Quieres decir que todo puede haber terminado antes de que lleguemos —dijo.
—Creo que no —intervino Vintar—, pero puede que el fin esté cerca. Dime, Regnak, ¿por qué vas a Delnoch?
—No se puede descartar que el motivo sea simple estupidez —le respondió Rek, sin humor—. Y, de todas formas, quizá no perdamos. Tiene que haber una oportunidad, por nimia que sea.
—Druss llegará pronto —dijo Vintar—. Muchas cosas dependen de cómo sea recibido. Si el hachero entra con buen pie y nosotros llegamos antes de que caiga la primera muralla, podremos guiar las fuerzas defensoras y garantizar la resistencia del Dros durante un mes. No creo que diez mil hombres puedan aguantar mucho más.
—Quizá el Lacerador envíe refuerzos —dijo Menahem.
—Quizá —replicó Serbitar—, pero es poco probable. Sus reclutadores ya han recorrido todo el imperio; prácticamente todo el ejército está reunido en Delnoch, aparte de los tres mil hombres acuartelados en Dros Purdol, y un millar más en Corteswain.
—Abalayn se ha comportado como un estúpido los últimos años, al reducir los efectivos del ejército y confiar en los acuerdos comerciales con Ulric. Fue una locura. Si ahora no estuvieran atacando los nadir, la agresora habría sido Vagria, no mucho más tarde.
—A mi padre le encantará ver que los drenai reciben una lección de humildad; ha soñado con ello durante mucho tiempo.
—¿Tu padre? —le preguntó Rek.
—El conde Drada, de Dros Segril. ¿No lo sabías? —le dijo Serbitar.
—No. Pero Segril está a poco menos de treinta leguas al oeste de Delnoch. ¿No enviará hombres cuando sepa que estás allí?
—No; mi padre y yo no nos llevamos bien. Mi talento lo pone nervioso. Sin embargo, si me matan contraerá una deuda de sangre con Ulric, y pondrá sus efectivos al servicio del Lacerador. Ayudará a Drenai, pero no a Dros Delnoch.
Menahem echó más leña a la hoguera y acercó sus manos morenas al fuego.
—Abalayn tiene razón en una cosa: este lentriano, el Lacerador, es bueno. Es un guerrero de la vieja escuela; duro, resuelto y práctico.
—Hay momentos, Menahem, en los que dudo sinceramente que consigas alcanzar tus objetivos —dijo Vintar, sonriendo con amabilidad; la edad había pasado su factura tras la dura cabalgata—. ¡Guerreros de la vieja escuela, nada menos!
Menahem respondió con una amplia sonrisa.
—Puedo admirar las cualidades de un hombre y a la vez poner en entredicho sus principios —dijo.
—Por supuesto, hijo mío, pero detecto un ligero rastro de empatía —dijo Vintar.
—Así es, abad. Pero sólo un ligerísimo rastro, te lo aseguro.
—Eso espero, Menahem. No me gustaría perderte antes del Viaje; tu espíritu debe quedar a salvo.
Rek sintió un escalofrío. No tenía la menor idea de qué estaban diciendo, y pensándolo bien, no quería tenerla.
La primera línea de defensa de Dros Delnoch era la muralla Eldíbar, de unos cuatrocientos pasos, que se extendía serpenteante de un lado a otro del paso de Delnoch. Vista desde el norte, su altura era de unas veinticinco varas; en el lado sur no se alzaba más de tres. Parecía un gigantesco escalón construido en el corazón de la montaña con bloques de granito.
El cul Gilad estaba sentado en el parapeto, observando con expresión sombría el paisaje que se extendía más allá de los escasos árboles de la zona: las llanuras del norte. Sus ojos escudriñaron el horizonte luminoso y distante, buscando las nubes de polvo que anunciarían el comienzo de la invasión. No había nada que ver. Sus ojos oscuros se estrecharon cuando distinguió la silueta de un águila en el cielo matinal. Gilad sonrió.
—¡Vuela, ave dorada! ¡Vive! —gritó.
Gilad se levantó y se estiró. Tenía las piernas largas y esbeltas, y sus movimientos eran ágiles y fluidos. Sus botas nuevas del ejército le quedaban grandes, y las había rellenado con papel. El casco, un primoroso trabajo de orfebrería en bronce y plata, le cayó sobre un ojo. Gilad maldijo y lo tiró al suelo.
«Un día escribiré una canción sobre la eficacia del ejército», pensó. Su estómago emitió un gruñido, y Gilad echó una ojeada alrededor buscando a su amigo Bregan, que había ido en busca de la comida: pan negro y queso, probablemente. Todos los días llegaba a Delnoch una inmensa caravana de provisiones, pero ellos comían siempre pan negro y queso. Se protegió los ojos del sol y alcanzó a ver la rechoncha figura de Bregan cuando salía del barracón del comedor cargado con dos platos y una jarra. Gilad sonrió. Bregan era un buen tipo; granjero, esposo y padre. Eran cosas que hacía bastante bien, a su manera amable y despreocupada. Pero… ¿Soldado?
—Pan negro y queso fresco —dijo Bregan, sonriendo—. Sólo lo he comido tres veces y ya estoy harto.
—¿Siguen llegando carros? —le preguntó Gilad.
—Por docenas. De todas formas, supongo que los mandos saben mejor qué necesita un guerrero —dijo Bregan—. ¿Qué tal se las estarán arreglando Lotis y los chicos?
—Es posible que tengamos noticias más tarde. Sybad siempre recibe cartas.
—Sí. Sólo llevo dos semanas aquí y ya echo de menos terriblemente a mi familia —dijo Bregan—. Me alisté en el calor del momento, Gil. Las palabras de aquel oficial me emocionaron, supongo.
Gilad ya había oído aquello antes; casi a diario, durante las dos semanas transcurridas desde que les habían entregado las armaduras. Sabía que Bregan no debería estar en Delnoch. A su manera, era bastante duro, pero le faltaba el espíritu. Era un granjero; un hombre que disfrutaba haciendo crecer las cosas. Destruirlas era una idea que le resultaba ajena.
—¡Por cierto! —dijo de repente Bregan, con la emoción reflejada en el rostro—. Jamás adivinarías quién ha venido.
—¿Quién?
—Druss el Legendario. ¿Te lo puedes creer?
—¿Estás seguro, Bregan? Yo creía que estaba muerto.
—Pues no. Ha llegado hace una hora; en el barracón no se habla de otra cosa. Dicen que lo acompañan cinco mil arqueros y una legión de hacheros.
—No cuentes mucho con ello, amigo mío —le dijo Gilad—. No llevo mucho tiempo aquí, pero si por cada cuento que he oído sobre refuerzos, conversaciones de paz, tratados y licencias hubiera recibido una moneda de cobre, sería rico.
—Bueno, incluso aunque venga solo es una buena noticia, ¿no? Quiero decir: es un héroe, ¿verdad?
—Lo es, pero por los dioses, debe de tener casi setenta años. Es un poco mayor, ¿no?
—Pero es un héroe. —Bregan enfatizó la palabra; los ojos le brillaban—. Llevo toda la vida escuchando historias sobre él. Era hijo de un granjero. Y jamás ha sido derrotado, Gil. Jamás. Y estará con nosotros. ¡Con nosotros! El próximo cantar sobre Druss el Legendario nos incluirá. Ya sé que no saldrán nuestros nombres, pero nosotros lo sabremos, y podré decirle al pequeño Legan que su padre peleó junto a Druss el Legendario. Eso cambia un poco las cosas, ¿no es cierto?
—Por supuesto —respondió Gilad, rebañando el queso tierno con el pan y escrutando el horizonte. Nada se movía—. ¿Te queda bien el casco?
—No, es demasiado pequeño. ¿Por qué?
—Prueba el mío.
—Ya hemos hablado de eso, Gil. El bar Kistrid dice que intercambiar el material va en contra de las reglas.
—Que les den al bar Kistrid y a sus reglas estúpidas. Pruébatelo.
—Tienen números grabados en la parte de dentro.
—¿Y a quién le importa? Haz el favor de probártelo, por Missael.
Bregan echó una cautelosa ojeada a su alrededor, cogió el casco de Gilad y se lo puso.
—¿Qué tal? —le preguntó Gilad.
—Bastante mejor. Sigue siendo un poco estrecho, pero está mucho mejor.
—Dame el tuyo.
Gilad se puso el casco de Bregan; ajustaba a la perfección.
—¡Estupendo! —dijo—. Nos quedamos así.
—Pero las reglas…
—No hay ninguna regla que diga que un casco no debe quedar bien ajustado —replicó Gilad—. ¿Qué tal se te da la espada?
—No mal del todo —respondió Bregan—. Lo malo es cuando la llevo enfundada; me siento estúpido. Se me enreda entre las piernas y me hace tropezar.
Gilad se echó a reír; una risa musical que despertó ecos en las montañas.
—Ay, Breg, ¿qué diablos hacemos aquí?
—Luchar por nuestro país. No es para reírse, Gil.
—No me río de ti —mintió Gil—. Me río de todo este estúpido asunto. Nos enfrentamos a la mayor amenaza de la historia de Drenai y me dan un casco demasiado grande, y a ti, uno demasiado pequeño, y nos dicen que no podemos intercambiarlos. Es demasiado, de verdad. Dos granjeros en lo alto de una gran muralla y tropezándose con sus espadas. —Rió entre dientes, y la risa se convirtió de nuevo en carcajada.
—No creo que se den cuenta de que hemos cambiado los cascos —dijo Bregan.
—Yo tampoco. Ahora lo único que necesitamos es encontrar a un tipo con el pecho ancho que lleve mi coraza. —Gilad se inclinó hacia delante, doblándose de risa.
—La noticia sobre Druss es buena, ¿verdad? —dijo Bregan, asombrado ante el súbito estallido de buen humor de su amigo.
—¿Qué? Oh, sí.
Gilad inspiró profundamente y miró a su amigo. Desde luego, era una buena noticia si podía animar a alguien como Bregan. Un héroe, nada menos.
«No es un héroe, Bregan, idiota. Sólo es un guerrero. El héroe eres tú; has dejado a la familia que adoras y tu granja para venir, dispuesto a morir para protegerlas. Pero ¿quién va a cantar canciones sobre ti? ¿O sobre mí? Cuando recuerden Dros Delnoch en los años venideros será porque aquí murió un viejo con el pelo blanco».
Gilad prácticamente podía oír a los juglares y a los maestros de sagas mientras recitaban las rimas. Y los maestros les contarían a los chiquillos, chiquillos nadir y drenai, la historia de Druss: «Y al final de su larga y gloriosa vida, Druss el Legendario fue a Dros Delnoch, donde peleó increíblemente y cayó».
Bregan interrumpió los pensamientos de Gilad.
—Me han dicho en el comedor que dentro de un mes el pan estará infestado de gusanos.
—¿Te crees todo lo que te dicen? —le espetó Gilad, repentinamente irritado—. Si dentro de un mes aún sigo vivo, estaré encantado de comer pan con gusanos.
—Yo no —replicó Bregan—. Dicen que puede ser venenoso.
Gilad contuvo su irritación.
—¿Sabes? —continuó diciendo Bregan—. No entiendo por qué tanta gente cree que estamos condenados. Mira la altura de esta muralla. Hay otras cinco como esta, y al final de todo se alza el propio Dros. ¿No te parece?
—Sí.
—¿Qué sucede, Gil? Te comportas de forma extraña. En un momento te estás riendo; al siguiente estás furioso. No es tu forma de ser; tú siempre has sido tan… tranquilo, supongo…
—No me hagas caso, Breg; sencillamente, estoy asustado.
—Y yo. ¿Crees que Sybad habrá recibido la carta? Ya sé que no es lo mismo que verlos, pero me anima saber que están bien. Seguro que Legan tampoco está durmiendo muy bien, ahora que yo no estoy allí.
—No pienses en eso —le dijo Gilad, que percibió el cambio del estado de ánimo de su amigo y supo que las lágrimas no tardarían en aparecer. Bregan era un hombre tierno. No era débil, no; pero era tierno, amable y cariñoso. No como él. Gilad no había acudido a Delnoch para defender a Drenai y a su familia; había ido porque se aburría. Se aburría de la vida de granjero; su relación con su mujer era fría, y no le preocupaba la tierra. En cuanto amanecía se levantaba para atender a los animales y trabajar en los campos, y labraba y sembraba hasta que caía la tarde. Y después, a reparar vallas, arreos de cuero y agujeros en las cubas hasta pasado el anochecer, tras lo cual lo esperaba un hueco en un tosco catre con mantas ásperas, al lado de una mujer gorda y maledicente que se quejaba sin parar hasta mucho después de que el sueño se lo llevase en un breve viaje hasta la llegada del siguiente amanecer.
Gilad había supuesto que nada podía ser peor que aquello, pero estaba equivocado. Pensó en lo que había dicho Bregan sobre la fuerza de Dros Delnoch. Visualizó a cientos de miles de guerreros bárbaros que pasaban como una marabunta sobre la estrecha línea de defensores. Era divertida la forma en que dos personas podían contemplar la misma situación. Bregan no podía imaginarse cómo podrían los nadir conquistar Delnoch.
Gilad era incapaz de ver cómo podrían fallar.
«En el fondo —pensó, sonriendo—, creo que preferiría ser como Bregan».
—Seguro que hace más frío en Dros Purdol —dijo Bregan—. El viento del mar y todo eso. Este paso hace que caliente hasta el sol de primavera.
—Bloquea el viento del este —dijo Gilad—. Y la roca gris refleja el calor hacia nosotros. Creo que será agradable incluso en invierno.
—Bueno, no pienso estar aquí para entonces. Firmé sólo hasta el verano, y espero estar de vuelta en casa a tiempo para la cosecha. Eso le dije a Lotis.
Gilad se echó a reír, sintiendo que su tensión se relajaba.
—No me importa Druss —le dijo a su amigo—. Me alegro de que estés conmigo, Breg; de verdad.
Bregan estudió el rostro de Gilad en busca de alguna señal de sarcasmo; al no encontrarla, sonrió.
—Gracias por decir eso. No teníamos mucho trato cuando estábamos en el pueblo, y siempre me pareció que creías que era bobo.
—Estaba equivocado. Dame la mano. Aguantaremos juntos, tú y yo; nos libraremos de los nadir y volveremos para la cosecha con un montón de anécdotas.
Bregan le estrechó la mano, sonriendo, y después cambió de idea.
—No; así no. Tiene que ser el saludo de los guerreros, sujetándonos las muñecas.
Los dos hombres se echaron a reír.
—Olvídate de los maestros de sagas —le dijo Gilad—. Compondremos nuestra propia canción. Bregan, el de la gran espada, y Gilad, el demonio de Dros Delnoch. ¿Qué te parece?
—Que deberías buscarte otro nombre. A mi Legan siempre le han dado miedo los demonios.
El sonido de la risa de Gilad llegó hasta el águila que sobrevolaba el paso. El ave giró con elegancia y voló hacia el sur.