Hogun reprimió la ola de desesperación que lo invadía mientras su cerebro trabajaba furiosamente. Junto con doscientos jinetes de la Legión Montada, se enfrentaba a más de un millar de Licaones, el cuerpo de caballería de las fuerzas de Ulric.
Los habían enviado a evaluar las fuerzas y la disposición de la horda nadir, y estaban a más de cincuenta leguas de Delnoch. Hogun le había rogado a Orrin que se olvidase de aquel plan, pero el Primer Gan no estaba dispuesto a dejarse disuadir.
—Negarse a obedecer una orden directa está penado con la pérdida inmediata del rango de gan. ¿Es eso lo que quieres, Hogun?
—Sabes que no es eso lo que estoy diciendo. Lo que trato de decir es que se trata de una misión inútil. Tenemos información de nuestros espías y de los incontables refugiados, y conocemos las fuerzas del ejército de Ulric. Es una locura enviar doscientos hombres a las tierras baldías.
Los ojos castaños de Orrin lanzaron destellos de ira, y su papada tembló mientras intentaba contenerse.
—¿Una locura? ¿Seguro que lo dices por eso? ¿No será que no te gusta el plan, o que el famoso guerrero de Corteswain tiene miedo de toparse con los nadir?
—Los Jinetes Negros son las únicas tropas experimentadas y de valía comprobada que tienes aquí, Orrin —replicó Hogun, en un tono tan persuasivo como le fue posible—. Con semejante plan es muy fácil que perdamos doscientos hombres y no averiguaremos más de lo que sabemos ya. Ulric tiene medio millón de hombres, y más del doble de ese número entre ayudantes de campo, cocineros, zapadores y putas. Y estará aquí dentro de seis semanas.
—Rumores —dijo Orrin—. Partirás al amanecer.
Hogun estuvo muy cerca de matarlo en aquel momento; tan cerca que Orrin presintió el peligro.
—Soy tu oficial superior —dijo, con una voz cercana a un gemido—. Me debes obediencia.
Y Hogun había obedecido. Con doscientos de sus mejores hombres y a lomos de las monturas negras criadas durante generaciones, los mejores caballos de guerra del continente, había salido al galope en dirección norte cuando la luz del amanecer despuntó sobre las montañas de Delnoch.
Una vez fuera de la vista de las murallas hizo que la columna redujera el paso, indicó a sus hombres que cabalgasen tranquilamente y les dio permiso para charlar con sus compañeros. El dun Elicas se puso a su lado e hizo avanzar a su montura al paso.
—Mal asunto, señor.
Hogun sonrió sin decir nada. Le caía bien el joven Elicas. El hombre era un guerrero nato, y un excelente teniente. Cabalgaba como si hubiera nacido sobre una silla de montar; un auténtico centauro. Y luchaba como un demonio ayudado de su sable de acero plateado hecho a medida, dos dedos más corto que el oficial.
—¿Qué se supone que tenemos que averiguar? —preguntó el joven.
—El tamaño y la disposición del ejército nadir —le respondió Hogun.
—Eso ya lo sabemos —dijo Elicas—. ¿A qué está jugando ese gordo imbécil?
—Ya basta, Elicas —lo reprendió Hogun con voz severa—. Quiere asegurarse de que los espías no están… exagerando.
—Te tiene envidia, Hogun. Quiere verte muerto. Afróntalo: nadie nos hace caso. Ya sabes que es un cortesano sin redaños. El Dros no aguantará ni un día; seguro que abre las puertas.
—Es un hombre que se encuentra bajo una presión terrible: la causa drenai descansa sobre sus hombros —replicó Hogun—. Dale tiempo.
—Tiempo es lo que no tenemos. Escucha, Hogun; envíame ante el Lacerador, para que le explique nuestra situación. Orrin puede ser reemplazado.
—No. Hazme caso, Elicas; no serviría para nada. Orrin es sobrino de Abalayn.
—Ese viejo tendrá que responder de muchas cosas —espetó Elicas—. Si nos las arreglamos de algún modo para salir con vida de este asunto, caerá con toda seguridad.
—Ha gobernado durante treinta años; eso es mucho tiempo. Pero, como dices, si conseguimos salir con vida será gracias al Lacerador, y estoy seguro de que tomará el control.
—Entonces déjame ir en su busca —rogó Elicas.
—No es el momento. El Lacerador no puede actuar; déjalo tranquilo por ahora. Haremos nuestro trabajo y, con suerte, nos habremos largado antes de que nos detecten.
Pero la suerte no los había acompañado. A cinco días de Delnoch se habían tropezado con tres exploradores nadir. Habían conseguido matar a dos, pero el tercero se había inclinado sobre la silla de su caballo de las estepas y se había dirigido, veloz como el viento, hacia un bosque cercano. Hogun había ordenado una retirada inmediata, y habrían logrado huir si hubieran tenido una pizca de suerte. Elicas había sido el primero en detectar los mensajes enviados mediante espejos que viajaban de una cumbre a otra.
—¿Qué opinas, señor? —le preguntó a Hogun mientras este tiraba de las riendas.
—Que necesitaremos mucha suerte. Depende de cuántos Licaones estén recorriendo los alrededores.
La respuesta no tardó en llegar. Al final de la tarde descubrieron una nube de polvo que se alzaba al sur. Hogun miró hacia atrás.
—¡Lebus! —gritó.
Un joven guerrero adelantó su montura y se puso a su lado.
—Tienes ojos de halcón. Mira detrás nuestro —le ordenó—; ¿qué ves?
El joven soldado se protegió los ojos de la luz del sol y escrutó la senda que habían recorrido.
—Polvo, señor. El que levantarían unos dos mil jinetes.
—¿Y ante nosotros?
—Quizá un millar.
—Gracias. Regresa a la línea. ¡Elicas!
—¿Señor?
—Capas recogidas. Nos enfrentaremos a ellos con lanzas y sables.
—Sí, señor.
Elicas recorrió la línea de jinetes. Las capas negras fueron desabrochadas, plegadas y atadas en las sillas; las armaduras negras y plateadas brillaron a la luz del sol mientras los hombres se preparaban para cargar. Los jinetes sacaron de sus alforjas guanteletes negros y plateados que protegían los antebrazos, y se los colocaron. A continuación descolgaron pequeñas hebillas redondas de las sillas de montar y se las sujetaron en el brazo izquierdo. Se ajustaron los correajes; se aseguraron las armaduras. Ya era posible distinguir a cada uno de los nadir que se aproximaban, pero el sonido de los gritos de guerra quedaba apagado bajo el atronar de los cascos de los caballos.
—¡Poneos el yelmo! —gritó Hogun—. ¡Formación en cuña!
Hogun y Elicas se situaron en el extremo de la cuña; el resto de los jinetes se colocó hábilmente en posición, un centenar a cada lado.
—¡Adelante! —ordenó Elicas.
Los jinetes emprendieron un trote que pronto se convirtió en galope tendido. Las lanzas oscilaban. Mientras se acortaba la distancia que los separaba de los nadir, Hogun sintió que su sangre corría y pudo oír el latido de su corazón, acompasado con el estruendo de los cascos herrados de las monturas negras. Ya podía distinguir los rostros de los nadir, y oír sus gritos.
La cuña se estrelló contra la línea nadir, y los grandes caballos de batalla abrieron una brecha en la masa que formaban los caballos de las montañas, más pequeños. La lanza de Hogun se ensartó en el pecho de un nadir y se partió mientras el hombre salía catapultado de su caballo. Hogun desenvainó el sable, hizo caer a un nadir de un tajo, detuvo una estocada a la izquierda y lanzó un revés que abrió el cuello del otro jinete. A su derecha oyó el grito de guerra de Elicas, cuyo caballo se encabritó y hundió los cascos delanteros en el pecho de un potro nadir, que hizo caer a su jinete bajo el remolino que formaban los Jinetes Negros.
Y pasaron. Se lanzaron al galope hacia la distante y frágil seguridad que ofrecía Dros Delnoch. Hogun miró hacia atrás y vio que los jinetes nadir se reagrupaban y cabalgaban hacia el norte. No los persiguieron.
—¿Cuántos hombres hemos perdido? —le preguntó a Elicas mientras la tropa proseguía su avance al paso.
—Once.
—Podría haber sido peor. ¿Quiénes eran?
Elicas le dijo los nombres. Todos eran buenos guerreros, curtidos en numerosas batallas.
—Ese bastardo de Orrin pagará por esto —dijo Elicas con amargura.
—¡Olvídalo! Tenía razón. Gracias a la suerte, no a su buen juicio, pero tenía razón.
—¿Qué quieres decir? No hemos descubierto nada nuevo y hemos perdido once hombres.
—Hemos descubierto que los nadir están más cerca de lo que creíamos. Esos Licaones eran de la tribu Cabeza de Lobo. La propia tribu de Ulric; su guardia personal. Nunca los enviaría demasiado lejos del ejército principal. Yo diría que nos queda un mes… ¡Si tenemos suerte!
—¡Maldición! Estaba dispuesto a destripar a ese cerdo y enfrentarme a las consecuencias.
—Ordena a los hombres que no enciendan fuego esta noche —le dijo Hogun.
«Bueno, gordo —pensó—. Esta ha sido tu primera decisión correcta. Ojalá no sea la última».