A dos días y veintisiete leguas de Skoda, Druss, caminando a ese paso que devora la distancia característica de los soldados de infantería, estaba en las cercanías de los fértiles valles que bordeaban el bosque de Skultik. Se hallaba a tres días de marcha de Dros Delnoch, y su mirada no cesaba de identificar las señales que indicaban la proximidad de la guerra: los hogares estaban abandonados; los cultivos, desatendidos, y la gente con la que se cruzaba se mostraba precavida y desconfiaba de los desconocidos. La derrota parecía envolverlos a todos como un manto. Al llegar a la cima de una colina, Druss alcanzó a ver un poblado de unas treinta casas; algunas, de construcción tosca; otras, más cuidadas. En el centro de la aldea había una plaza, y en ella distinguió una posada y un establo.
Druss se masajeó la pierna derecha, intentando aliviar el dolor que le causaba el reuma. También le dolía el hombro derecho, pero aquello era una molestia tolerable: un recordatorio de una antigua batalla en la que una lanza ventriana le había atravesado el omoplato. Pero la rodilla… No podría resistir muchas leguas más sin algo de descanso y una bolsa de hielo.
Carraspeó, escupió y pasó una de sus grandes manos por la barba que le rodeaba los labios. «Estás viejo», se dijo. No tenía mucho sentido fingir otra cosa. Descendió cojeando por la colina, en dirección a la posada, preguntándose de nuevo si no debería comprar una montura. La cabeza le decía que sí, y el corazón, que no. Era Druss el Legendario y no montaba a caballo; podía caminar sin descanso toda la noche y luchar durante todo el día. Sería bueno para la moral que entrase a pie en Dros Delnoch. Los hombres dirían: «Por los dioses, el viejo ha venido caminando desde Skoda», y otros responderían: «Por supuesto. Se trata de Druss, que no cabalga nunca». Su cabeza le dijo que comprase un caballo y lo abandonase en la linde del bosque, a poco más de tres leguas del Dros, y aquello era lo más aconsejable.
La posada estaba llena de gente, pero al posadero le quedaban habitaciones libres. La mayoría de los parroquianos estaban de paso en dirección al sur, o hacia el oeste, hacia Vagria, que era neutral. Druss pagó, recogió una bolsa de lona llena de hielo, subió a su habitación, se sentó en el duro catre y se puso la bolsa sobre la rodilla inflamada. No había permanecido mucho tiempo en el salón, pero sí el suficiente para escuchar unas cuantas conversaciones y darse cuenta de que muchos de aquellos hombres eran soldados. Desertores.
Sabía que en tiempo de guerra siempre había hombres que preferían la huida a la muerte. Pero la mayor parte de los jóvenes que ocupaban la planta baja de la posada parecía más presa de la desmoralización que de la cobardía.
¿Tan mal estaban las cosas en Delnoch?
Retiró la bolsa de hielo y se masajeó la articulación; sus gruesos dedos tanteaban y presionaban, mientras apretaba los dientes para contener el dolor. Cuando por fin se dio por satisfecho, abrió el morral y sacó una recia venda de algodón, con la que se envolvió apretadamente la rodilla. Sujetó el extremo en un pliegue, se bajó la pernera de las calzas de lana y se puso la bota de cuero negro, soltando un gruñido al tensar la rodilla lastimada. Se puso en pie, se acercó a la ventana y la abrió. Sentía la rodilla un poco mejor; no mucho, pero sí lo suficiente. El cielo azul estaba despejado, y una brisa fresca le agitó la barba. En lo alto, un águila volaba en círculos.
Druss regresó adonde había dejado el morral y sacó la arrugada carta que le había enviado Delnar. Se acercó de nuevo a la ventana para ver mejor y abrió el pergamino.
La carta estaba escrita en grandes letras. Druss rió entre dientes; no leía muy bien, y Delnar lo sabía.
Mi querido camarada:
Mientras escribo estas líneas estoy recibiendo informes sobre el ejército nadir que se está reuniendo en Gulgothir. Está claro que Ulric planea dirigirse hacia el sur. He escrito a Abalayn para rogarle que envíe más hombres, pero no creo que lleguen. He enviado a Virae en busca de Vintar —¿recuerdas al abad de las espadas?— para que convoque a los Treinta. Me estoy aferrando a un clavo ardiendo, amigo mío.
Ignoro cómo estarás de salud cuando te llegue esta carta, pero la escribo desesperado. Necesito un milagro, o el Dros caerá. Sé que juraste no volver a cruzar sus puertas, pero las viejas heridas cicatrizan, y mi esposa murió, al igual que tu amigo Sieben. Tú y yo somos ya los únicos que conocen la verdad, y yo no le he contado la historia a nadie.
Tu mera presencia detendrá las deserciones y aumentará la moral. Estoy infestado por una plaga de malos oficiales, nombrados por razones políticas, pero la peor de mis cargas es el gan Orrin, el comandante en jefe. Es el sobrino de Abalayn, y un auténtico tirano. Todos lo desprecian, pero no puedo sustituirlo. La verdad es que ya no doy las órdenes.
Tengo un tumor que me consume día a día.
Sé que decírtelo es injusto por mi parte, pues estoy usando mi muerte inminente para pedirte un favor.
Ven a luchar a nuestro lado. Te necesitamos, Druss. Sin ti estamos perdidos; como en Skeln. Ven tan pronto como puedas.
Tu camarada de armas,
CONDE DELNAR.
Druss dobló la carta y se la guardó en un bolsillo del jubón de cuero.
—Un viejo con la rodilla hinchada y artritis en la espalda. Si has cifrado tus esperanzas en un milagro, amigo mío, tendrás que buscar por otro lado.
Sobre un baúl de roble había una palangana y un espejo plateado, y Druss observó su imagen con expresión torva: los ojos azules y penetrantes; la barba recortada en cuadrado que cubría la firme mandíbula. Se quitó el casco y se rascó el espeso cabello canoso. Estaba invadido por lúgubres pensamientos cuando volvió a ponerse el casco y bajó las escaleras de la posada.
Pidió una cerveza en la barra y escuchó las conversaciones.
—Dicen que Ulric tiene un millón de hombres —dijo un joven alto—, y ya os habéis enterado de lo que hizo en Gulgothir. Como la ciudad se negaba a rendirse, cuando la tomó hizo ahorcar y descuartizar a los defensores. Seis mil hombres. Dicen que el cielo estaba negro de tantos cuervos que había. ¡Imaginaos! ¡Seis mil hombres!
—¿Sabéis por qué lo hizo? —preguntó Druss, entrando en la conversación. Los hombres se miraron entre sí y después observaron a Druss.
—Por supuesto. Es un salvaje sediento de sangre; por eso lo hizo.
—En absoluto —dijo Druss—. ¿Queréis tomar un trago? —Llamó al posadero y pidió más cerveza—. Lo hizo para que la gente, como vosotros, hiciera correr la voz. ¡Espera! No me malinterpretes —añadió al ver la expresión de ira que invadía el rostro del hombre—. No te critico por contarlo; es normal que circulen estas historias. Pero Ulric es un guerrero astuto. Imagina que toma la ciudad y trata honrosamente a los defensores; el resto de las ciudades resistiría con la misma fuerza. Haciendo lo que hizo, el miedo se convirtió en su avanzadilla. Y el miedo es un aliado poderoso.
—Hablas como si lo admirases —dijo otro hombre, un tipo más bajo con un bigote rubio retorcido.
—Y lo admiro —respondió Druss, sonriendo—. Ulric es uno de los generales más eminentes de esta época. En mil años, sólo él ha conseguido unir a los nadir. Y lo consiguió de una forma muy sencilla: la costumbre nadir es luchar contra cualquiera que no pertenezca a su tribu. Eran mil tribus, y todas ellas pensaban lo mismo, así que nunca habrían podido convertirse en una nación. Ulric empezó con su tribu, los Cabeza de Lobo, y cambió el estilo nadir de hacer la guerra. A cada tribu que conquistaba le daba a elegir entre unirse a él y morir. Muchos eligieron la muerte, pero muchos otros eligieron seguir con vida. Así que su ejército creció; cada tribu mantenía sus costumbres, y todas eran tratadas honrosamente. Ulric no es alguien a quien se pueda tomar a la ligera.
—Es un perro traidor —intervino un hombre que estaba en otro grupo—. Firmó un tratado con nosotros y ahora lo ha roto.
—No defiendo sus valores morales —replicó Druss con serenidad—. Sólo señalo que es un buen general. Y sus hombres lo adoran.
—No me gusta tu forma de hablar, viejo —dijo el más alto de los que le rodeaban.
—¿No? —le respondió Druss—. ¿Acaso eres soldado?
El hombre titubeó, miró a sus compañeros y después se encogió de hombros.
—No importa —dijo—. Déjalo.
—¿Eres un desertor, pues?
—Te he dicho que lo dejaras, viejo —estalló el hombre.
—¿Todos sois desertores? —preguntó Druss, recostándose en la barra y recorriendo con la mirada la treintena de hombres reunidos en el establecimiento.
—No todos —dijo un joven, abriéndose paso entre los demás. Era alto y delgado, y el pelo largo y oscuro le sobresalía en una trenza por debajo del yelmo de bronce—. Pero no puedes culpar a los que sí lo son.
—No te molestes, Pinar —dijo otro—. Ya lo hemos hablado bastante.
—Lo sé. Una y otra vez —dijo Pinar—. Pero eso no cambia la situación. El gan es un cerdo. Peor aún; es un incompetente. Pero si os marcháis, lo único que conseguís es impedir que vuestros compañeros tengan la menor posibilidad.
—No tienen ninguna en cualquier caso —dijo el hombre bajo de bigote rubio—. Si tuvieran una pizca de sentido común, se habrían marchado con nosotros.
—Estás siendo egoísta, Dorian —dijo Pinar con voz tranquila—. Cuando comience el combate, el gan Orrin tendrá que olvidar sus estúpidas reglas. Todos estaremos demasiado ocupados para pensar en ellas.
—Bueno, pues yo ya he tenido bastante —dijo Dorian—. Armaduras relucientes; desfiles al amanecer; marchas forzadas; inspecciones en mitad de la noche; castigos por saludos mal ejecutados, penachos mal peinados y conversaciones después de apagar las luces… Ese hombre está loco.
—Si te pillan, te colgarán —dijo Pinar.
—No se atreverá a enviar a más hombres tras nosotros; desertarían también. Vine a Dros Delnoch a luchar contra los nadir; dejé mi granja, a mi mujer y a mis dos hijas. Pero no vine aquí para aguantar mierdas sobre armaduras relucientes.
—Entonces márchate, amigo mío —dijo Pinar—. Espero que no tengas que arrepentirte de ello.
—Ya me arrepiento, pero me he decidido —dijo Dorian—. Iré al sur, a unirme al Lacerador. ¡Eso sí es un soldado!
—¿Todavía vive el conde Delnar? —preguntó Druss. El joven guerrero asintió distraídamente—. ¿Cuántos hombres permanecen en sus puestos?
—¿Qué? —dijo Pinar al darse cuenta de que Druss estaba hablando con él.
—¿Cuántos hombres quedan en Delnoch?
—¿Qué te importa?
—Voy hacia allí.
—¿Por qué?
—Porque me lo han pedido, chico —dijo Druss—. Y en todos los años que tengo, jamás me he negado a atender el ruego de un amigo.
—¿Y ese amigo tuyo te ha pedido que te unas a nosotros en Delnoch? ¿Está loco? Necesitamos soldados, arqueros, piqueros y guerreros. No tengo tiempo para ser respetuoso, viejo; deberías volver a tu casa. No nos hacen falta barbas canosas.
Druss sonrió tristemente.
—Hablas con franqueza, chico, pero tienes el cerebro en el culo. He empuñado un hacha durante más años que el doble de los que tienes, y mis enemigos están muertos, o desearían estarlo. —Los ojos de Druss relampaguearon mientras se acercaba al joven—. Si alguien se ha pasado la vida en una guerra tras otra durante cuarenta y cinco años, tiene que ser muy bueno para estar vivo. Y tú, chico, aún tienes en los labios la leche que mamaste de tu madre; para mí no eres más que un chiquillo imberbe. La espada de tu costado luce muy bien, pero si quisiera podría matarte sin despeinarme.
El silencio invadió la estancia, y los observadores se dieron cuenta de que la frente de Pinar estaba perlada de sudor.
—¿Quién te ha llamado a Dros Delnoch? —consiguió decir al fin.
—El conde Delnar.
—Ya veo. Bueno, el conde está enfermo, anciano. Quizá seas aún un poderoso guerrero, o quizá no. Y desde luego que soy un chiquillo imberbe a tu lado. Pero voy a decirte una cosa: el gan Orrin es quien está al mando en Dros Delnoch, y no permitirá que te quedes allí, diga lo que diga el conde Delnar. Estoy seguro de que tu corazón está en el lugar correcto, y lamento haber sonado irrespetuoso. Pero eres demasiado viejo para ir a la guerra.
—¡El juicio de la juventud! —dijo Druss—. Pocas veces vale para algo. Está bien; por mucho que me fastidie, ya veo que tendré que demostrar mi valía. ¡Encárgame algo, chico!
—No te entiendo —dijo Pinar.
—Encomiéndame una tarea. Pídeme que haga algo que ninguno de los aquí presentes sea capaz de hacer, y ya veremos qué tal se porta este viejo.
—No tengo tiempo para juegos; debo volver al Dros. —Se giró con intención de marcharse, pero las palabras de Druss cayeron sobre él como un golpe y le helaron la sangre.
—No lo entiendes, chico. Si no me encomiendas ninguna tarea tendré que matarte, porque no estoy dispuesto a permitir que me avergüencen.
El joven hizo frente a Druss de nuevo.
—Como quieras. ¿Vamos a la plaza del mercado?
La posada quedó vacía. La multitud formó un círculo alrededor de los dos hombres en la desierta plaza de la aldea. El sol golpeaba con fuerza, y Druss inspiró profundamente, saboreando la calidez de la primavera.
—Sería una estupidez hacer una prueba de fuerza —le dijo Pinar—, porque tienes el físico de un toro. Pero la guerra, como ya sabes, es una prueba de resistencia. ¿Sabes luchar?
—Tengo alguna idea —dijo Druss mientras empezaba a quitarse el jubón.
—¡Bien! Entonces demostrarás tu habilidad contra tres hombres, uno tras otro, que yo escogeré. ¿Estás de acuerdo?
—Contra estos conejos gordos y tiernos será demasiado fácil —dijo Druss. Un murmullo irritado recorrió el grupo, pero Pinar lo silenció alzando una mano.
—Dorian, Hagir, Somin, ¿queréis poner a prueba al abuelo?
Aquellos hombres eran los tres con los que Druss había empezado a hablar en la posada. Dorian se quitó la capa y se sujetó la larga melena con una tira de cuero. Sin que se fijasen, Druss comprobó el estado de su rodilla: no muy bueno.
—¿Estáis listos? —preguntó Pinar.
Ambos asintieron, y sin mediar pausa alguna, Dorian cargó contra el anciano. Druss lo esquivó, agarró al otro hombre por el cuello, se agachó, pasó una mano entre las piernas de Dorian y lo alzó de un tirón. Con un gruñido, lo arrojó por los aires y lo hizo aterrizar a cinco pasos, como si fuera un saco de arena. Dorian intentó levantarse, pero volvió a caer sentado, sacudiendo la cabeza. El público se echó a reír.
—¿El siguiente? —dijo Druss.
Pinar hizo un gesto a otro hombre, pero al observar su expresión de temor, dio un paso hacia Druss.
—Has demostrado lo que querías, Barbagrís: eres fuerte, y yo me equivocaba. Pero el gan Orrin no te permitirá combatir.
—Chico, el gan no me va a detener. Si lo intenta, lo ataré a un caballo y se lo mandaré de vuelta a su tío.
Un grito ronco atravesó el aire, y todos se volvieron.
—¡Viejo bastardo! —Dorian había desenvainado su espada larga y se dirigía hacia Druss, que se quedó esperándolo de pie con los brazos cruzados.
—No —intervino Pinar—. Guarda la espada, Dorian.
—Apártate o desenvaina —le respondió Dorian—. Estoy harto de juegos. ¿Te crees un guerrero, viejo? Pues veamos cómo usas esa hacha. Si no, te ventilaré un poco las tripas.
Druss lo miró con frialdad.
—Chico, piénsatelo bien, y no te equivoques: no puedes enfrentarte a mí y salir con vida. Ningún hombre lo ha logrado.
Dijo aquellas palabras con indiferencia, pero ninguno de los testigos dudó que fueran ciertas.
Excepto Dorian.
—Ya veremos. ¡Coge tu arma!
Druss sacó a Snaga de la funda; sus grandes manos rodearon la empuñadura negra. Dorian atacó.
Y murió.
Quedó tumbado en el suelo, con la cabeza separada casi por completo del cuerpo. Druss hundió profundamente el hacha en la tierra para limpiar la sangre de la hoja, mientras Pinar lo observaba en un silencio estupefacto. Dorian no era un gran espadachín, pero no carecía de habilidad; aun así, el anciano había desviado la estocada y había contraatacado con un movimiento fluido, todo ello sin mover los pies. Pinar bajó la mirada hacia el cadáver de su antiguo compañero.
«Deberías haberte quedado en el Dros», pensó.
—No quería que ocurriera esto —dijo Druss—, pero se lo he advertido honradamente. La elección ha sido suya.
—Lo sé —dijo Pinar—. Me disculpo por haber hablado de la forma en que lo hice, y creo que nos serás de gran ayuda. Discúlpame mientras los ayudo con el cadáver. ¿Vendrás después a tomar un trago?
—Nos vemos en la posada —le contestó Druss.
El joven alto y moreno con el que Druss iba a luchar se le acercó mientras se alejaba del grupo.
—Discúlpame —dijo—. Siento lo de Dorian. Tenía mal genio; siempre lo ha tenido.
—Ya no —replicó Druss.
—No habrá ninguna deuda de sangre —le dijo el hombre.
—Me alegro. Un hombre con mujer e hijas no debería perder la calma de ese modo; cometió una estupidez. ¿Eras amigo suyo?
—Sí. Me llamo Hagir. Tenía una granja al lado de la suya; somos… Éramos vecinos.
—Espero que cuando regreses a casa te ocupes de que su mujer reciba ayuda… Hagir.
—No voy a casa. Vuelvo al Dros.
—¿Qué te ha hecho cambiar de idea?
—Con todos mis respetos: tú. Creo que sé quién eres.
—Toma tus propias decisiones; no las cargues sobre mis hombros. Quiero buenos soldados en Dros Delnoch, pero también quiero hombres que aguanten en su puesto.
—No me marché porque tuviera miedo; sólo estaba harto de tantas normas insensatas. Pero si alguien como tú está dispuesto a quedarse allí, me quedaré.
—Está bien. Ven luego a tomar un trago; ahora voy a darme un baño caliente.
Druss se abrió paso entre los hombres que se habían agrupado ante la puerta y entró en la posada.
—¿De verdad piensas volver, Hagir? —preguntó uno de aquellos hombres.
—Sí. Sí, volveré.
—¿Por qué? —quiso saber otro—. No ha cambiado nada, excepto que nos habrán denunciado y nos azotarán.
—Es por él. Él va allí. El Maestro del Hacha.
—¿Druss? ¿Ese hombre es Druss?
—Estoy seguro.
—Qué asquerosamente irónico —dijo el otro hombre.
—¿Qué quieres decir, Somin? —le preguntó Hagir.
—Lo de Dorian. Druss era su héroe. ¿Recuerdas cómo hablaba de él? Druss esto, Druss aquello… Se alistó por ese motivo: para ser como Druss, y quizá hasta para llegar a conocerlo.
—Bueno, pues lo consiguió —dijo Hagir lúgubremente.
Druss, el moreno Pinar, el alto Hagir y el soldado Somin, de rasgos toscos, estaban sentados en una mesa, en una esquina del salón de la posada. Alrededor de ellos se agolpaba una muchedumbre atraída por la leyenda del hombre de barba entrecana.
—Unos nueve mil, dices. ¿Cuántos arqueros?
El dun Pinar agitó una mano.
—No más de seiscientos, Druss. Los demás son lo que queda de los lanceros a caballo, la infantería, los piqueros y los zapadores. El grueso de la dotación está formado por voluntarios que estaban dispersos por la llanura de Sentran y que tenían el valor suficiente para venir.
—Si no recuerdo mal —dijo Druss—, la primera muralla mide cuatrocientos pasos de largo y tiene un grosor de veinte. Hará falta un millar de arqueros sobre ella. Y no estoy hablando de un millar de tipos con arcos: necesitamos hombres que sean capaces de acertar el blanco a cien pasos.
—Sencillamente, no los tenemos —dijo Pinar—. Por otro lado, disponemos de un millar de jinetes de la Legión Montada.
—Una buena noticia, por fin. ¿Quién los comanda?
—El gan Hogun.
—¿Es el mismo Hogun que derrotó a los sathuli en Corteswain?
—En efecto —dijo Pinar, con un toque de orgullo en la voz—. Un hábil soldado, firme a la hora de mantener la disciplina, pero aun así adorado por sus hombres. Al gan Orrin no le cae muy bien.
—No me extraña —replicó Druss—. Ya nos encargaremos de ese asunto en Delnoch. ¿Cómo estamos de provisiones?
—Hay pocos problemas. Tenemos comida suficiente para un año, y hemos encontrado otros tres pozos, uno de los cuales está tras la fortaleza. Disponemos de seiscientas mil flechas, gran cantidad de jabalinas y unos cuantos cientos de cotas de malla de repuesto.
»El principal problema es la ciudad en sí. Se ha extendido desde la sexta muralla hasta la tercera, y hay cientos de edificios entre cada muralla y la siguiente. No hay terreno despejado, Druss. En cuanto superen la sexta muralla, el enemigo dispone de lugares donde ponerse a cubierto hasta llegar a la fortaleza.
—También nos encargaremos de eso cuando llegue. ¿Sigue habiendo bandoleros en el bosque de Skultik?
—Por supuesto. ¿Cuándo no los ha habido? —le respondió Pinar.
—¿Cuántos?
—Es imposible saberlo. Quinientos o seiscientos, quizá.
—¿Tienen un jefe?
—También es difícil de saber. Según dicen los rumores, hay un joven noble al mando de la mayor de las bandas, pero ya sabes cómo son esos rumores. No hay un jefe de bandoleros que no afirme ser un antiguo noble o un príncipe. ¿Qué estás pensando?
—Que son arqueros —dijo Druss.
—Pero ahora no puedes entrar en Skultik, Druss. Puede suceder cualquier cosa. Pueden matarte.
—Es cierto; cualquier cosa puede suceder. Mi corazón puede fallar; o mi hígado. Puedo enfermar. Un hombre no puede pasarse la vida preocupándose por lo que puede ocurrir, y yo necesito arqueros. En Skultik hay arqueros. Es así de sencillo, chico.
—No; no es tan sencillo. Envía a otro, tú eres demasiado valioso para perderte de esa forma —le dijo Pinar, agarrando el brazo del anciano.
—Soy demasiado viejo para cambiar ahora mi forma de actuar. La acción directa sale a cuenta, Pinar; créeme. Y hay otras cosas que tener en cuenta; ya te lo explicaré en otro momento. —Se recostó en el asiento y se dirigió a los hombres reunidos—. Ahora ya sabéis quién soy y dónde voy. Os hablaré sin rodeos: muchos habéis huido. Algunos estáis asustados, y otros, desmoralizados. Pero tened esto en cuenta: cuando Ulric tome Dros Delnoch, las tierras de Drenai se convertirán en territorio nadir. Las granjas que cuidáis se convertirán en granjas nadir, y vuestras mujeres serán mujeres nadir. Hay cosas de las que un hombre no puede huir. Lo sé.
»En Dros Delnoch arriesgaréis la vida. Pero todos los hombres mueren. Incluso Druss. Incluso Karnak el Tuerto. Incluso el Conde de Bronce.
»Un hombre necesita algunas cosas en su vida para hacerla soportable. Una buena esposa, hijos, camaradería, calor, alimento, refugio… Pero, ante todo, necesita saber que es un hombre.
»Y un hombre es quien se levanta de nuevo cuando la vida lo ha hecho caer. Es quien alza su puño contra el cielo cuando una tormenta arruina la cosecha… y después vuelve a sembrar. Una y otra vez. Un hombre resiste los golpes más feroces del destino. Quizá no logre vencer nunca, pero cuando contempla su reflejo en el espejo se siente orgulloso de lo que ve. Puede carecer de importancia en el esquema general de las cosas; puede ser un campesino o un siervo, o no poseer bienes. Pero nada puede hacer que se doblegue.
»Y ¿qué es la muerte? El fin de las preocupaciones. El final de la lucha y del miedo.
»He peleado en muchas batallas, y he visto morir a muchos hombres.
Y también a muchas mujeres. En general, murieron con orgullo. Tened eso en cuenta cuando decidáis lo que vais a hacer.
La feroz mirada del anciano recorrió el grupo, valorando su reacción. Sabía que se había hecho con ellos; era el momento de marcharse.
Se despidió de Pinar y de los otros, pagó la cuenta a pesar de las protestas del posadero y echó a andar hacia Skultik.
Se sintió furioso mientras caminaba sintiendo las miradas clavadas en su espalda; la posada se había quedado vacía; los hombres habían salido para verlo partir. Estaba furioso porque sabía que su discurso era un montón de embustes, y él valoraba la sinceridad. Sabía que la vida derrotaba a muchos hombres. Algunos, fuertes como robles, se derrumbaban al ver morir a su esposa, o al ser abandonados por ella, o si veían sufrir o morir de hambre a sus hijos. Otros hombres se hundían si perdían un brazo, el uso de las piernas o la vista. Cada hombre tenía un punto de ruptura, por muy fuerte que fuese su espíritu. En algún lugar en su interior había un punto débil que un cruel capricho del destino podía alcanzar. Druss sabía que la fuerza de un hombre procedía, en última instancia, del conocimiento de sus propias debilidades.
El temor de Druss era la decadencia de la edad. El mero pensamiento de que lo alcanzase lo hacía estremecerse. ¿Oyó realmente una voz en Skoda, o era su propio terror que gritaba en su interior?
Druss el Legendario. El hombre más poderoso de su tiempo. Una máquina de matar; un guerrero. Y ¿por qué? Porque nunca había tenido el valor necesario para ser granjero, y lo sabía.
Se echó a reír, y desechó las dudas y los pensamientos sombríos. Tenía un talento, y aquel día se sentía a gusto con él. Se sentía afortunado. Si seguía los senderos más frecuentados acabaría encontrándose con los bandidos; un anciano que viajaba solo no era una presa que se dejase escapar. Los bandoleros tendrían que ser lamentablemente incompetentes si lograba cruzar el bosque sin que se fijasen en él, o sin que lo interceptasen.
El bosque se volvió más espeso cuando Druss se adentró en Skultik. Enormes robles nudosos, sauces elegantes y esbeltos olmos entrecruzaban sus ramas hasta donde podía alcanzar la mirada, y más lejos aún.
El sol del atardecer creaba lanzas de luz a través de las copas de los árboles, y la brisa arrastraba los sonidos de pequeñas cascadas formadas en arroyos ocultos por la espesura. Era un lugar hermoso que parecía encantado.
A su izquierda, una ardilla abandonó su búsqueda de alimento y observó con cautela al anciano mientras pasaba ante ella. Un zorro se agazapó entre los arbustos, y una serpiente desapareció tras un tronco caído cuando Druss se acercó. En lo alto cantaban los pájaros, haciendo coro a los sonidos de la vida silvestre.
Druss caminó durante toda la tarde; ocasionalmente se ponía a cantar a pleno pulmón versiones obscenas de los himnos guerreros de una docena de naciones.
Cerca del anochecer se dio cuenta de que estaba siendo observado.
No sería capaz de explicar cómo lo había notado. Una ligera tensión en la nuca; una sensación creciente de que su espalda presentaba un blanco amplio. Fuera lo que fuese, había aprendido a hacer caso de sus sensaciones. Aflojó la funda de Snaga.
Poco después llegó a un pequeño claro que se abría entre un grupo de hayas esbeltas y rectas como cayados, que destacaban sobre el fondo de robles.
En el centro del claro, sentado en un tronco caído, había un joven vestido con prendas sencillas: una túnica verde y calzas de cuero. En su regazo descansaba un espadón, y a su lado se distinguían un arco y un carcaj con flechas rematadas con plumas de ganso.
—Buenos días, anciano —le dijo a Druss cuando lo vio entrar en el claro. «Fuerte y ágil», pensó Druss, valorando con sus ojos de guerrero la elegancia felina con que el hombre se puso en pie, espada en mano.
—Buenos días, chico —le respondió. Por el rabillo del ojo percibió un movimiento en la espesura, a su izquierda. A la derecha oyó el roce de la tela contra las ramas.
—¿Qué te trae por nuestro encantador bosque? —le preguntó el joven. Druss caminó despreocupadamente hasta un haya cercana y se sentó con la espalda apoyada en el tronco.
—Busco soledad.
—¡Oh, sí! ¡Soledad! Y ahora resulta que tienes compañía. Quizá no sea tu día de suerte.
—Cualquier día es tan afortunado como cualquier otro —dijo Druss, devolviendo la sonrisa del otro hombre—. ¿Por qué no les dices a tus amigos que se unan a nosotros? Debe de haber mucha humedad entre los arbustos.
—Cierto; qué desconsiderado por mi parte. Eldred, Ring, venid a conocer a nuestro invitado.
Dos hombres se abrieron paso obedientemente entre la espesura y se situaron a los lados del primero. Ambos vestían ropas idénticas: túnica verde y calzas de cuero.
—Ya estamos todos —dijo el primer hombre.
—Excepto el barbudo del arco —dijo Druss.
El joven se echó a reír.
—Sal, Jorak. Parece que al abuelo no se le escapa ni una.
Un cuarto hombre salió al claro. Era alto; por lo menos le sacaba una cabeza a Druss, y tenía la constitución de un buey. Sus enormes manazas hacían que el arco largo pareciera de juguete.
—Y ahora, mi querido señor, ya estamos todos. Tened, pues, la amabilidad de aligeraros de todos vuestros objetos de valor, porque tenemos un poco deprisa. Hay un venado asándose en el campamento, acompañado de patatas tempranas y salsa de menta. No me gustaría llegar tarde. —Sonrió, casi como disculpándose.
Druss encogió sus poderosas piernas y se levantó de un salto, con un brillo en los ojos ante la expectativa del combate.
—Si queréis mi bolsa, tendréis que ganárosla —dijo.
—Oh, maldita sea —dijo el joven, sonriendo y volviendo a sentarse—. Te dije, Jorak, que nuestro anciano amigo tenía un guerrero en su interior.
—Y yo te dije que tendríamos que habernos limitado a pegarle un flechazo y coger su bolsa —replicó Jorak.
—No es deportivo —dijo el joven. Se volvió hacia Druss—. Escucha, anciano: sería muy grosero por nuestra parte dispararte desde lejos, y eso nos plantea un problema. Tenemos que conseguir tu bolsa, ¿sabes? ¿Qué sentido tendría que fuéramos ladrones, si no? —Hizo una pausa, sumido en sus pensamientos. Después siguió hablando—. Es evidente que no eres rico, así que cualquier cosa que podamos sacar de ti no justifica hacer grandes esfuerzos. ¿Qué te parece si lanzamos una moneda? Si ganas, te quedarás con tu dinero; si ganamos, nos lo llevamos. Y además te llevas una comida gratis. ¡Venado asado! ¿Qué te parece?
—¿Qué tal si, si yo gano, me llevo vuestras bolsas y una comida? —preguntó Druss.
—¡Calma, calma, vieja mula! No conviene que te tomes tantas libertades cuando te estamos tratando amablemente. Veamos. ¿Qué te parece esto? El honor tiene que quedar a salvo. ¿Qué te parece tener una pequeña escaramuza con Jorak? Pareces fuerte, y él no es muy duro en las peleas a puñetazos.
—¡De acuerdo! —respondió Druss—. ¿Cuáles son las reglas?
—¿Reglas? El que quede en pie, gana. Y ganes o pierdas, te daremos de cenar. Me caes bien; me recuerdas a mi abuelo.
Druss mostró una amplia sonrisa, metió una mano en el morral y sacó los guanteletes negros.
—No te importa, ¿verdad, Jorak? Es por la vieja piel de mis nudillos; tiende a abrirse.
—Acabemos con esto —dijo Jorak, adelantándose.
Druss salió a su encuentro, evaluando la increíble anchura de los hombros de su oponente. Jorak se inclinó y amagó un golpe cruzado con la derecha. Druss lo esquivó y hundió un puño en el vientre del gigante, que dejó escapar un torrente de aire por la boca. Druss retrocedió un paso y lanzó un gancho de derecha que se estrelló en el mentón de Jorak, haciéndolo caer de bruces. Se estremeció una vez, y después quedó inmóvil.
—¡Los jóvenes de hoy en día no tienen resistencia! —dijo Druss.
El jefe de los bandidos rió entre dientes.
—Has ganado, antepasado. Pero, escucha; para salvar un poco mi decreciente prestigio, dame la oportunidad de vencerte en algo. Apostemos también: mi bolsa contra la tuya a que soy mejor arquero.
—No sería una apuesta justa, chico. Te cedo ese punto. Pero te haré una apuesta yo: acierta en el tronco del árbol que hay detrás de mí con una sola flecha, y pagaré.
—Por favor, mi querido amigo, ¿qué mérito tiene eso? Ese árbol está a menos de quince pasos, y el tronco tiene tres palmos de ancho.
—Inténtalo, y luego hablamos —le dijo Druss.
El joven bandolero se encogió de hombros, tomó el arco y sacó una flecha del carcaj de cuero. Con un movimiento fluido, sus fuertes dedos tensaron la cuerda y liberaron la flecha. Mientras el arco se curvaba, Druss desenvainó a Snaga, y el hacha silbó al trazar un arco plateado en el aire cuando golpeó a su derecha. La flecha del bandolero se partió en dos.
El joven parpadeó y tragó saliva.
—Habría pagado por ver eso —dijo.
—¡Has pagado! —le dijo Druss—. ¿Y tu bolsa?
—Vacía, por desgracia —dijo el joven, sacudiendo la bolsa que colgaba de su cinturón—. Pero en el trato sólo entraba la tuya. ¿Dónde aprendiste ese truco?
—En Ventria, hace años.
—He visto manejar bien el hacha en algunas ocasiones, pero esto ha rozado lo increíble. Me llamo Arquero.
—Druss.
—Lo sé, vieja mula. Los actos dicen más que las palabras.