Serbitar estaba asomado en una terraza alta, con Vintar a su lado, y observaba a los dos jinetes que se acercaban al monasterio, encaminando a sus monturas a la puerta norte. Las manchas de hierba comenzaban a aparecer entre la nieve que cubría los campos, conforme el cálido viento primaveral se abría camino desde el oeste.
—No es un buen momento para los amantes —dijo Serbitar.
—Siempre es buen momento para los amantes, hijo mío. Sobre todo en tiempo de guerra —replicó Vintar—. ¿Has sondeado la mente del hombre?
—Sí. Es un tipo extraño. La experiencia lo ha convertido en alguien negativo, aunque es romántico por naturaleza. Y ahora es un héroe por necesidad.
—¿Cómo pondrá a prueba Menahem al mensajero? —le preguntó Vintar.
—Con el miedo —respondió el albino.
Rek se sentía bien. El aire que respiraba era limpio y estimulante, y la cálida brisa del oeste anunciaba el final del invierno más duro que había habido en años. La mujer a la que amaba estaba a su lado, y el cielo azul permanecía despejado.
—Es un gran día para estar vivo —dijo.
—¿Qué tiene de especial? —le preguntó Virae.
—Es hermoso. ¿No te das cuenta? El cielo, la brisa, la nieve que se funde…
—Alguien viene hacia nosotros. Parece un guerrero.
El jinete se acercó y desmontó. Tenía el rostro cubierto por un yelmo negro y plateado coronado con un penacho de crin. Rek y Virae desmontaron a su vez y se acercaron a él.
—Buenos días —dijo Rek. El hombre hizo caso omiso de él; los ojos oscuros que observaban por las rendijas del yelmo estaban fijos en Virae.
—¿Eres el mensajero? —le preguntó.
—Así es. Deseo ver al abad Vintar.
—Primero debes superarme —le respondió el monje. Dio un paso atrás y desenvainó una larga espada de acero plateado.
—Un momento —intervino Rek—. ¿Qué es esto? No es normal tener que abrirse paso luchando para entrar en un monasterio.
El hombre siguió sin hacerle caso, y Virae desenvainó su espada.
—¡Deteneos! —ordenó Rek—. Esto es una locura.
—Mantente al margen, Rek —le dijo Virae—. Partiré en trocitos a este escarabajo plateado.
—No, de eso nada —le dijo Rek, sujetándole el brazo—. Tu espada de duelo no sirve de nada contra una armadura. Y en cualquier caso, esto no tiene sentido; no has venido a luchar con nadie. Tienes que entregar un mensaje, eso es todo. Tiene que haber un error en alguna parte. Espera un momento.
Rek se acercó al guerrero. Su cerebro trabajaba a toda velocidad; sus ojos buscaban los puntos débiles en la armadura. El hombre llevaba una coraza labrada sobre una cota de malla de acero. Un torque de plata le protegía el cuello, y tenía las piernas cubiertas hasta los muslos por unas calzas de cuero con aros de plata enhebrados, así como unas espinilleras de cuero. Sólo las rodillas, las manos y el mentón del hombre estaban desprotegidos y se podían atacar.
—¿Puedes decirme qué pasa aquí? —le preguntó Rek—. Creo que te has equivocado de mensajero; hemos venido a ver al abad.
—¿Estás dispuesta, mujer? —preguntó Menahem.
—Sí —respondió Virae. La punta de su espada trazó un ocho en el aire de la mañana cuando giró la muñeca para calentársela.
El arma de Rek centelleó en su mano.
—¡Defiéndete! —desafió.
—No, Rek. ¡Es mío! —gritó Virae—. No necesito que pelees por mí. ¡Apártate!
—Podrás ocuparte de él después —dijo Rek. Volvió su atención a Menahem—. Vamos. Veamos si tu forma de pelear es tan buena como tu aspecto.
Menahem dirigió sus ojos oscuros a la alta figura que se interponía entre la mujer y él. De inmediato, el estómago de Rek dio un vuelco; ¡aquello era la muerte! Una muerte fría, definitiva; los gusanos saliendo por las cuencas de los ojos. Era un combate sin esperanza. El pánico inundó el pecho de Rek, y sus miembros comenzaron a temblar. Volvía a ser un chiquillo encerrado en una habitación oscura, sabedor de que los demonios se ocultaban en las sombras. La bilis le subió hasta la garganta a causa del miedo y sintió una arcada. Quería huir… Necesitaba huir.
En lugar de ello, lanzó un grito y cargó contra el monje; la hoja de su espada cortó el aire en dirección al casco negro y plateado.
Sobresaltado, Menahem consiguió bloquear el tajo a duras penas, y un segundo golpe estuvo a punto de atravesar su defensa. El monje guerrero retrocedió mientras intentaba desesperadamente recuperar la iniciativa, pero el feroz ataque de Rek lo había sorprendido desequilibrado. Menahem bloqueó los golpes y siguió moviéndose, intentando evitar a Rek.
Virae observaba, muda de asombro, mientras Rek continuaba lanzando ataques relampagueantes. Las espadas de los dos hombres destellaban bajo el sol matinal, creando una telaraña cegadora de luz blanca, en un asombroso despliegue de habilidad. Virae sintió una punzada de orgullo; quería animar a Rek pero reprimió aquel impulso, consciente de que la menor distracción podría influir en el combate.
—Ayúdame —le dijo mentalmente Menahem a Serbitar—, o tendré que matarlo. —Detuvo un golpe a apenas un dedo de su cuello—. Si puedo —añadió.
—¿Cómo podemos detenerlo? —le preguntó Serbitar a Vintar—. El hombre pelea como un bersérker; no puedo alcanzar su mente. Y no va a tardar mucho en matar a Menahem.
—¡La chica! —dijo Vintar—. Únete a mí.
Virae se estremeció al contemplar cómo crecían las fuerzas de Rek. ¡Un bersérker! Su padre le había hablado de tales hombres, pero jamás habría pensado que Rek pudiera ser uno de ellos. Se trataba de locos asesinos que perdían por completo la razón y el miedo al combatir, convirtiéndose en los adversarios más letales. Todos los espadachines oscilaban entre la defensa y el ataque, puesto que el deseo de ganar estaba equilibrado con el de no perder, pero un berserker carecía de miedo; era puro ataque, e inevitablemente se llevaba por delante a su rival aunque cayera con él.
Una idea golpeó intensamente a Virae, y de repente supo que el guerrero no intentaba matar a Rek. El combate no era más que una prueba.
—¡Bajad las armas! —gritó—. ¡Deteneos!
Los dos hombres siguieron luchando.
—¡Rek, escúchame! —gritó—. ¡Es una prueba! ¡No intenta hacerte daño!
La voz de Virae llegó hasta Rek desde una gran distancia, atravesando el velo rojo que le cubría los ojos. Retrocedió y sintió, más que vio, el alivio que invadía a su oponente. Inspiró profundamente y se relajó. Le temblaban las piernas y las manos.
—Has entrado en mi mente —le dijo al guerrero, dirigiéndole una fría mirada a los ojos oscuros—. No sé cómo lo has hecho, pero si vuelves a intentarlo, te mataré. ¿Me has entendido?
—Sí —le respondió Menahem en voz baja, apagada a causa del yelmo. Rek consiguió envainar la espada al segundo intento y se volvió hacia Virae, que lo observaba con una expresión extraña.
—No era yo, realmente —le dijo Rek—. No me mires así, Virae.
—Rek, lo siento —le dijo ella con lágrimas en los ojos—. Lo siento de verdad.
Rek sintió un miedo de otra clase cuando ella apartó la mirada.
—No me dejes —dijo—. Esto me ocurre muy pocas veces, y nunca me volvería contra ti. ¡Nunca! Créeme.
Virae lo miró y lo rodeó con sus brazos.
—¿Dejarte? ¿De qué estás hablando? Esto no me importa, idiota. Estaba preocupada por ti. Oh, Rek, eres tan tonto… No soy una chica de taberna que grita al ver una rata. He crecido rodeada de hombres. Soldados. Luchadores. Guerreros. ¿Crees que te dejaría sólo porque seas un bersérker?
—Puedo controlarlo —le dijo Rek, apretándola contra sí.
—En el lugar adonde vamos no será necesario.
Serbitar abandonó la terraza del monasterio y se sirvió un vaso de agua de una jarra de piedra.
—¿Cómo lo ha hecho?
Vintar se recostó en su sillón de cuero.
—En el interior de ese hombre hay un pozo de valor, alimentado por muchas cosas sobre las que sólo podemos hacer conjeturas. Cuando Menahem ha intentado llenarlo de terror, ha reaccionado con violencia, porque Menahem no habría podido sospechar que lo que inspira temor a ese hombre es el miedo en sí mismo. ¿Percibiste aquel recuerdo de la infancia cuando Menahem lo sondeó?
—¿Te refieres a los túneles?
—Sí. ¿Qué pensarías de un niño que teme a la oscuridad y que se mete en un túnel siempre que puede?
—Que intenta acabar con sus temores enfrentándose a ellos —respondió Serbitar.
—Y sigue intentándolo. Eso casi le cuesta la vida a Menahem.
—Será útil en Dros Delnoch —dijo Serbitar, sonriendo.
—Más de lo que imaginas —le dijo Vintar—. Más de lo que imaginas.
—Así es —le dijo Serbitar a Rek. Ambos estaban sentados en el salón de paredes cubiertas de roble que daba al patio—. En efecto, podemos leer los pensamientos. Pero te aseguro que no volveremos a intentar leer los tuyos, ni los de tu compañera.
—¿Por qué me hizo eso? —preguntó Rek.
—Menahem es los Ojos de los Treinta. Tenía que ver si erais dignos de solicitar… nuestros servicios. Esperáis que peleemos a vuestro lado, que analicemos los tácticas del enemigo y que usemos nuestras habilidades para defender una fortaleza que no nos importa. El mensajero ha de ser digno.
—Pero yo no soy el mensajero; sólo lo acompaño.
—Ya veremos… ¿Cuánto tiempo hace que conoces tu… dolencia?
Rek desvió la mirada hacia el ventanal y la terraza que se abría al otro lado. Un gorrión se posó en la barandilla, se afiló el pico en la piedra y alzó el vuelo. Se habían formado nubes ligeras, islas de algodón en medio del azul del cielo.
—Sólo me ha ocurrido dos veces, las dos en las guerras sathuli. En una de ellas nos habían rodeado tras el ataque a un poblado, y en la otra, formaba parte del destacamento que protegía una caravana de especias.
—Es bastante habitual entre los guerreros —le dijo Serbitar—. Es un regalo del miedo.
—Me salvó la vida en ambas ocasiones, pero me asusta —dijo Rek—. Es como si alguien se adueñara de mi cuerpo y mi mente.
—Pero no es así, te lo aseguro. No hay nadie más que tú. No temas lo que eres, Rek… ¿Puedo llamarte Rek?
—Claro.
—No quería tomarme demasiadas familiaridades. Es un apodo, ¿verdad?
—Un diminutivo de Regnak. Horeb, mi padre adoptivo, empezó a usarlo cuando yo era pequeño. Era una especie de chiste. No me gustaban los juegos violentos, ni salir a explorar ni subirme a los árboles. Como niño era bastante recatado, decía, así que dejó fuera el atado y me llamó Rek. Como chiste no vale gran cosa, pero el nombre se quedó.
—¿Crees que estarás cómodo en Dros Delnoch? —le preguntó Serbitar.
Rek sonrió.
—¿Me estás preguntando si tengo lo que hay que tener?
—¿Hablando sin rodeos? Sí, supongo que eso pregunto.
—No lo sé. ¿Y tú?
La sombra de una sonrisa cruzó el pálido y descamado rostro del albino mientras este evaluaba la pregunta. Sus finos dedos acariciaron suavemente la superficie de la mesa.
—Es una buena pregunta. Sí, tengo el valor necesario; mis temores no tienen relación con mi posible muerte.
—Antes me has leído el pensamiento —dijo Rek—, puedes decirme si lo tengo yo. Lo digo en serio. No sé si seré capaz de resistir en un asedio; dicen que muchos hombres se hunden bajo semejante presión.
—No puedo decirte si aguantarás o cederás —dijo Serbitar—. Eres capaz de lo uno y de lo otro, y no puedo predecir todos los factores que tendrán lugar en el asedio. Pregúntate una cosa: ¿Qué ocurriría si cayera Virae? ¿Te quedarías allí?
—No —respondió Rek al instante—. Ensillaría un caballo y me marcharía. No me importa Dros Delnoch. Ni el imperio Drenai, ya que estamos.
—Drenai está acabado —dijo Serbitar—. Su estrella ha declinado.
—Entonces, ¿crees que el Dros caerá?
—En ultima instancia, sí, pero aún no alcanzo a verlo en el futuro. El Camino de la Niebla es extraño. A menudo muestra sucesos que tendrán lugar, pero más a menudo aún muestra lo que no ocurrirá nunca. Es una senda peligrosa, y sólo los auténticos místicos pueden recorrerla con seguridad.
—¿El Camino de la Niebla?
—Disculpa, es lógico que no sepas de qué hablo. Es una senda hacia otro plano…, otra dimensión. Un viaje espiritual, semejante a un sueño. La diferencia es que es sueño controlado en el que se ve aquello que se desea ver. Es un concepto que resulta difícil de explicar a aquellos que no son augures.
—¿Me estás diciendo que tu alma puede viajar fuera de tu cuerpo? —le preguntó Rek.
—Oh, sí. Esa es la parte fácil. Os vimos en el bosque de Graven, en el claro de la cabaña. Para ayudaros, influimos en los pensamientos de aquel hachero, Grussin.
—¿Hicisteis que matara a Reinard?
—No; no somos tan poderosos. Nos limitamos a darle un empujón en una dirección en la que ya se sentía inclinado a ir.
—No estoy seguro de estar muy cómodo sabiendo que tenéis ese poder —dijo Rek, evitando mirar los ojos verdes del albino.
Serbitar se echó a reír; le brillaban los ojos, y su rostro reflejaba la diversión que sentía.
—Amigo Rek, soy un hombre de palabra. He prometido no usar mi talento para entrar en tu mente, y lo cumpliré. Lo mismo hará el resto de los Treinta. ¿Crees que nos habríamos hecho monjes y nos habríamos alejado del mundo si deseásemos hacer daño a nuestros semejantes? Soy el hijo de un conde, pero si lo deseara podría ser un rey, o un emperador más poderoso que Ulric. No te sientas amenazado; debemos estar a gusto unos con otros. Más aún, debemos ser amigos.
—¿Por qué? —le preguntó Rek.
—Porque vamos a compartir un momento que sólo tiene lugar una vez en la vida —le respondió Serbitar—. Vamos a morir.
—Habla por ti —le dijo Rek—. No creo que ir a Dros Delnoch sea simplemente una forma de suicidarse. Es una batalla, eso es todo. Ni más ni menos. Una muralla se puede defender. Una fuerza reducida puede resistir ante una mayor. La historia está llena de casos como ese; el paso de Skeln, por ejemplo.
—Es cierto —dijo Serbitar—. Pero esos casos se recuerdan porque son excepciones. Afrontemos los hechos: el Dros está defendido por una fuerza que no llega a ser un tercio de su dotación completa. La moral baja, y el miedo se extiende. Ulric está al mando de una fuerza que sobrepasa el medio millón de guerreros, y todos ellos desean, incluso ansían, morir en combate por él. Yo soy experto en el uso de las armas y en estrategia bélica, y te aseguro que Dros Delnoch caerá; quítate de la cabeza cualquier otra idea.
—¿Por qué nos acompañáis, entonces? ¿Qué ganaréis con ello?
—Moriremos —respondió Serbitar—. Y después, viviremos. Pero no hablemos más de esto; no quiero deprimirte, Rek. Si sirviera para algo, te daría esperanzas, pero toda mi estrategia para la batalla está dirigida a retrasar lo inevitable. Sólo así puede servir de algo y ser útil para nuestra causa.
—Espero que te guardes esas opiniones para tus adentros —le dijo Rek—. Virae cree que podremos resistir. Sé lo suficiente sobre la guerra y la moral para advertirte que si tu teoría se extiende entre los hombres habrá deserciones en masa, y seremos derrotados el primer día.
—No soy estúpido, Rek. Te he dicho estas cosas porque era necesario. Seré tu consejero en Dros Delnoch, y necesitas que te diga la verdad. No tendré mucha relación con los soldados, ni tampoco la tendrán los Treinta. Además, los hombres nos evitarán en cualquier caso, en cuanto sepan quiénes somos.
—Quizá. ¿Por qué dices que serás mi consejero? Quien manda es el conde Delnar. Yo ni siquiera seré oficial.
—Digamos entonces que seré el consejero de tu causa —le dijo Serbitar—. El tiempo lo explicará todo mejor de lo que pueda hacerlo yo. ¿Te he desmoralizado?
—En absoluto. Me has dicho que no hay esperanza, que todos vamos a morir y que los drenai están acabados. ¿Desmoralizarme? ¡En absoluto!
Serbitar se echó a reír y aplaudió.
—Me caes bien, Rek. Creo que aguantarás.
—Pues claro que aguantaré —dijo Rek, sonriendo—. Porque sabré que tras la última muralla tendré dos caballos ensillados. Por cierto, ¿no tendrás para beber algo más fuerte que el agua?
—No, por desgracia. El alcohol reduce nuestras fuerzas. De todas formas, si necesitas tomar un trago, hay un pueblo cerca de aquí. Puedo pedirle a alguien que vaya a comprar bebida.
—No bebéis. No hay mujeres. No coméis carne. ¿Qué hacéis para divertiros?
—Estudiamos —respondió Serbitar—. Y nos entrenamos, plantamos flores y criamos caballos. Ocupamos bien nuestro tiempo, te lo aseguro.
—No me extraña que estéis ansiosos por ir a morir a algún otro sitio.
Virae estaba sentada con Vintar en un pequeño despacho escasamente amueblado, inundado de manuscritos y volúmenes encuadernados en piel. Había una mesa pequeña cubierta de plumas de ganso rotas y pergaminos garabateados. La joven reprimió una sonrisa mientras el anciano se peleaba con las correas de su coraza. Su imagen no podría estar más alejada de la de un guerrero.
—¿Puedo ayudarte? —le preguntó; se levantó y rodeó la mesa.
—Gracias, querida —respondió el abad—. Esto pesa un montón.
El abad dejó la coraza en la mesa, se llenó un vaso de agua y le ofreció la jarra a Virae, que negó con la cabeza.
—Siento el desorden, pero he tenido que apresurarme para terminar mi diario. Tanto que decir, y tan poco tiempo…
—Llévatelo —le dijo Virae.
—No me parece buena idea. Tendremos que ocupamos de demasiados problemas una vez nos hayamos puesto en marcha. Has cambiado desde la última vez que te vi, Virae.
—Dos años son bastante tiempo, abad —dijo Virae con cautela.
—Creo que la causa es el joven que está contigo —le dijo el abad, sonriendo—. Ha influido bastante en ti.
—Tonterías; soy igual que siempre.
—Caminas con más aplomo, y eres menos patosa de lo que recordaba. Creo que te ha dado algo.
—Eso no importa. Tenemos que hablar del Dros —espetó Virae, ruborizándose.
—Lo siento, querida. No pretendía avergonzarte.
—No me has avergonzado —mintió—. Pero volvamos al Dros. ¿Cómo podéis ayudarnos?
—Como le dije a tu padre hace dos años, organizando y planeando. Descubriremos los planes del enemigo y podremos ayudaros a desbaratarlos. En el aspecto táctico, podemos organizar la defensa, y en el militar, somos capaces de luchar como una centena. Pero el precio es alto.
—Mi padre ha depositado diez mil raks de oro en Ventria —dijo Virae—. A cargo de Asbidare, el mercader.
—Bien. Entonces, todo está dispuesto. Partiremos por la mañana.
—¿Puedo preguntarte una cosa? —dijo Virae. El abad abrió las manos y esperó—. ¿Para qué necesitáis el dinero?
—Para construir el próximo monasterio de los Treinta. Cada monasterio se financia con la caída del anterior.
—Oh. Y ¿qué ocurrirá si no morís? Quiero decir… Supongamos que vencemos.
Los ojos del abad escrutaron durante unos instantes el rostro de la joven.
—Devolveremos el dinero —dijo al fin.
—Ya veo.
—¿No lo crees?
—Eso no importa. ¿Qué opinas de Rek?
—¿En qué sentido? —replicó Vintar.
—Basta de juegos, padre abad. Sé que puedes leer los pensamientos. Quiero saber qué opinas de Rek.
—Esa pregunta no es muy concreta… No; déjame acabar —dijo el abad, al observar que Virae empezaba a irritarse—. ¿Me preguntas qué pienso de él como hombre, como guerrero o como hipotético marido de la hija de un conde?
—Las tres cosas, si quieres. No lo sé. Simplemente, responde a mi pregunta.
—Está bien. ¿Crees en el destino?
—Sí —respondió Virae, recordando que aquella misma pregunta se la había hecho ella a Rek—. Sí, creo en el destino.
—Entonces cree en esto: estabais destinados a encontraros. Sois una pareja perfecta; tú aumentas sus puntos fuertes y contrarrestas sus debilidades. En cuanto a lo que él hace por ti, ya lo sabes. Como hombre no es único; ni siquiera es especial. Carece de habilidades destacadas; no es poeta, escritor ni filósofo. Como guerrero… Bueno, esporádicamente muestra valor, un valor que oculta grandes temores. Pero es un hombre enamorado, y eso aumenta su fuerza y su poder para enfrentarse a esos temores. ¿Como esposo? En una época de paz y prosperidad creo que no sería muy estable, pero por ahora… Te ama, y está dispuesto a morir por ti. No le puedes pedir más a un hombre.
—¿Por qué lo he conocido precisamente ahora? —preguntó Virae, sintiendo que los ojos se le llenaban de lágrimas—. No quiero que muera. Creo que me mataría yo.
—No, querida. Creo que no, aunque estoy de acuerdo en que te sentirías como si murieses. Me preguntas que por qué ahora. ¿Por qué no? Vivan o mueran, los hombres y las mujeres necesitan amar. Es una necesidad de nuestra especie; tenemos que compartir. Pertenecer. Quizá muráis antes de que acabe este año, pero recuerda esto: para perder algo tienes que haberlo poseído, y es distinto de no haberlo tenido nunca. Es mejor haber saboreado el amor antes de morir que morir a solas.
—Supongo. Pero me habría gustado tener hijos y un hogar. Me habría gustado llevar a Rek a Drenan y haber presumido de él un poco. Habría querido mostrarles a esas zorras de la corte que un hombre era capaz de amarme. —Se mordió un labio, intentando contener las lágrimas.
—Lo que digan es irrelevante. Te vieran o no, eso no cambia el hecho de que se equivocaban. Y es un poco tarde para desesperarse. Llega la primavera, y pasarán varias semanas antes de que lleguemos al Dros. En ese tiempo pueden pasar muchas cosas. Ulric puede sufrir un ataque al corazón, o caerse del caballo y romperse la cabeza. Abalayn puede firmar otro tratado. El ataque puede tener lugar en otra fortaleza. ¿Quién sabe?
—Lo sé; tienes razón. No sé por qué me autocompadezco de repente. Conocer a Rek ha sido algo maravilloso. Deberías haberlo visto cuando hacía frente a los forajidos de Reinard. ¿Has oído hablar de Reinard?
—Sí.
—Bueno, ya no tendrás que volver a preocuparte por él; está muerto. Sea como sea, Rek se enfrentó a veinte de ellos porque querían llevárseme. ¡Veinte! Y habría luchado contra todos. ¡Maldita sea, voy a echarme a llorar!
—¿Y por qué no ibas a llorar? Estás enamorada de un hombre que te adora, y el futuro se presenta sombrío y carente de esperanza. —Se acercó a la joven, le cogió una mano y la hizo levantarse—. Virae, siempre es más duro para los jóvenes.
Virae hundió el rostro en el pecho del abad y dejó que corriesen las lágrimas. El abad la abrazó y le palmeó la espalda.
—¿Resistirá Dros Delnoch? —preguntó Virae.
—Pueden pasar muchas cosas. ¿Sabes que Druss se dirige hacia allí?
—¿Ha aceptado? ¡Qué buena noticia! —Virae se levantó de un salto y se secó los ojos con la manga de la blusa. De repente recordó algo que había dicho Rek—. No estará demasiado viejo, ¿verdad?
Vintar soltó una carcajada.
—¿Druss? ¿Demasiado viejo? Desde luego que no. ¡Vaya ocurrencia! Es un anciano que jamás será demasiado viejo; eso significaría que se rinde, o algo por el estilo. A veces creo que si Druss quisiera que la noche durase un poco más, se limitaría a sujetar el sol para evitar que se alzase por encima del horizonte.
—¿Lo conociste?
—Sí. Y a Rowena, su esposa. Una muchacha encantadora, y una vidente con una habilidad excepcional. Más dotada aún que Serbitar.
—Siempre creí que Rowena formaba parte de la leyenda —dijo Virae—. ¿Es cierto que Druss atravesó el mundo para encontrarla?
—Así es —le respondió Vintar, soltando a la joven y volviendo a su asiento—. Rowena fue raptada poco después de su boda, por unos esclavistas que atacaron su pueblo. Druss le siguió la pista durante años. Y fueron una pareja completamente feliz. Como Rek y tú, me atrevería a decir.
—¿Qué fue de ella?
—Murió poco después de lo del paso de Skeln. Tenía el corazón débil.
—Pobre Druss. Pero aún es fuerte, ¿no?
—«Cuando él observa, los valles se echan a temblar —citó Vintar—; cuando camina, las fieras guardan silencio; cuando habla, las montañas se estremecen; cuando lucha, caen los ejércitos».
—Pero ¿aún es capaz de luchar? —insistió Virae.
—Creo que podrá arreglárselas en un par de escaramuzas —respondió Vintar entre carcajadas.