El solar del monasterio estaba dividido en zonas de entrenamiento: algunas de piedra, otras de hierba, otras de arena o de traicionera pizarra embarrada. La abadía, una antigua torre del homenaje almenada, de piedra gris, se alzaba en el centro. Estaba rodeada por cuatro muros y un foso; los muros eran de construcción posterior, con fines menos bélicos, y eran de blanda arenisca. A lo largo del muro occidental, protegidas en un invernadero que permitía su cultivo fuera de estación, crecían flores de treinta tonos diferentes. Todas eran rosas.
Serbitar, el albino, se arrodilló ante su rosal; su mente se unió a la planta. Había trabajado duramente en ella durante trece años, y la comprendía. Había entre ellos empatía, armonía.
La planta hacía brotar su aroma exclusivamente para Serbitar. Los pulgones que la cubrían se consumieron y murieron cuando el albino posó su mirada en ellos, y la sedosa belleza de las flores llenó los sentidos de Serbitar como una droga.
Las rosas eran blancas.
Serbitar se recostó con los ojos cerrados, observando con su mente la fuerza vital que recorría el rosal. Llevaba una cota de malla completa de plata, una espada en su funda y calzas de cuero con aros de plata entramados; al lado tenía un casco de plata en el cual había grabado el ideograma del Uno en las runas de los Antiguos. Se había recogido el cabello blanco en una trenza. Tenía los ojos verdes, del color de las hojas del rosal, y su rostro delgado, de piel traslúcida, poseía una belleza mística semejante a la que creaba la tisis.
Se despidió de la planta y calmó la tenue aura de pánico que surgió de esta. El monje había estado a su lado desde que se abrió el primer brote.
Y ahora, él iba a morir.
Un rostro sonriente invadió los pensamientos de Serbitar, que reconoció a Arberdark. Percibió el mensaje en su interior: «Te esperamos».
«Ya voy», respondió.
Se había dispuesto una mesa en el gran salón y, en ella, una jarra de agua y un bollo de cebada ante cada uno de los treinta asientos. Treinta hombres aguardaban en silencio cuando entró Serbitar, que ocupó la cabecera de la mesa y dirigió una reverencia a Vintar, el abad, que estaba sentado a su diestra. La compañía comió en silencio, cada uno de sus miembros sumido en sus propios pensamientos; estudiaban sus emociones ante aquella culminación de trece años de entrenamiento.
Al fin, Serbitar habló, cumpliendo el ritual de la Orden.
—Hermanos, la búsqueda culmina ante nosotros. Aquellos que la hemos realizado debemos obtener lo que perseguíamos. Un mensajero viene desde Dros Delnoch para enviarnos a la muerte. ¿Qué siente el Corazón de los Treinta sobre este asunto?
Todas las miradas se volvieron hacia Arberdark, el monje de la barba negra. Este se relajó y dejó que sus emociones se extendieran sobre el grupo, seleccionando pensamientos, analizándolos y unificándolos en una sola idea compartida por todos.
Después habló con voz grave y sonora.
—El núcleo de este asunto es que los hijos de Drenai se enfrentan a la extinción. Ulric ha reunido bajo su estandarte a todas las tribus nadir. El primer ataque al imperio de Drenai tendrá lugar en Dros Delnoch, donde el conde Delnar ha ordenado resistir hasta el otoño. Abalayn necesita tiempo para reclutar y adiestrar a un ejército. Nos acercamos a un momento clave en el destino del continente. El Corazón dice que debemos buscar nuestro destino en Dros Delnoch.
Serbitar se volvió hacia Menahem, un joven de nariz aquilina y piel morena que llevaba el pelo recogido en una cola de caballo, en la que se entrelazaban hilos de plata.
—¿Qué ven los Ojos de los Treinta? —le dijo.
—Si aceptamos ir al Dros, la ciudad caerá —dijo Menahem—. Si rehusamos, también caerá. Nuestra presencia tan sólo retrasará lo inevitable. Si el mensajero que pide que entreguemos nuestras vidas es digno, debemos ir.
Serbitar se volvió hacia el abad.
—Vintar, ¿qué dice el Alma de los Treinta?
El anciano se pasó una mano delgada por la rala cabellera canosa; después se levantó y se inclinó ante Serbitar. Parecía fuera de lugar, con la armadura de plata y bronce.
—Se nos pedirá que matemos a hombres de otro pueblo —dijo en voz baja y triste—. Se nos pedirá que los matemos, no porque sean malvados, sino porque sus gobernantes desean hacer aquello que Drenai hizo hace seis siglos.
»Nos erigiremos entre el mar y las montañas. El mar nos aplastará contra la montaña y moriremos. La montaña resistirá contra el mar, permitiendo que seamos aplastados. Y así moriremos.
»Somos maestros en el uso de las armas. Buscamos la muerte perfecta, como contrapunto a la vida perfecta. Es cierto que la agresión de los nadir no supone nada nuevo en la historia, pero sus acciones causarán incontables horrores que sufrirá la gente de Drenai. Al defender a esa gente, defenderemos los valores de la Orden. Que nuestra defensa vaya a fracasar no es motivo para evitar el combate. Lo que debe ser puro es el motivo, no el resultado.
»Aun lamentándolo, el Alma dice que debemos cabalgar hacia Dros Delnoch.
—Así sea —dijo Serbitar—. Estamos de acuerdo; yo también lo siento así. Llegamos a este monasterio como parias. Temidos y evitados por el mundo, nos reunimos para crear la contradicción definitiva: nuestros cuerpos se convirtieron en armas vivientes para orientar nuestra mente hacia la paz. Somos monjes guerreros de una forma que los Antiguos no llegaron a alcanzar. No habrá alegría en nuestros corazones cuando acabemos con el enemigo, pues amamos la vida.
»Cuando muramos, nuestras almas trascenderán las cadenas del mundo. Las envidias, las intrigas y los odios quedarán atrás como algo insignificante mientras viajamos hacia la Fuente. La Voz dice que partamos.
La luna casi llena se alzaba en el cielo despejado, haciendo que los árboles que rodeaban la hoguera de Rek arrojasen sombras débiles. Un desafortunado conejo, destripado y envuelto en barro, se asaba sobre las brasas. Virae regresaba del arroyo, secándose el torso desnudo con una camisa de Rek.
—¡Si supieras cuánto me costó! —le dijo Rek mientras Virae se sentaba en una piedra, junto al fuego. El cuerpo de la mujer lanzaba reflejos dorados bajo la luz danzante de las llamas.
—Jamás le han dado un uso mejor —le respondió—. ¿Falta mucho para que esté listo el conejo?
—Ya casi está. Y vas a coger una pulmonía, ahí sentada medio desnuda con el tiempo que hace. Me congelo con sólo mirarte.
—¡Qué raro! Esta mañana me has dicho que te ardía la sangre con sólo mirarme.
—En una cabaña caliente y dentro de la cama. Nunca se me ha dado muy bien hacer el amor en la nieve. Toma, he calentado una manta.
Virae cogió la manta y se la echó por los hombros.
—Cuando era pequeña acostumbraba a correr una legua por las colinas en mitad del invierno, vestida sólo con una túnica y sandalias. Era estimulante. Y hacía un montón de frío.
—Si eres tan dura, ¿cómo es que te pusiste azul antes de que encontrásemos la cabaña? —le dijo Rek, con una amplia sonrisa que aligeraba la malicia de la pregunta.
—Por la armadura —le respondió Virae—. Demasiado acero, y poca lana debajo. Si hubiera ido montada delante no me habría aburrido tanto y no me habría dormido. ¿Cuánto dices que le falta a ese conejo? Estoy hambrienta.
—Poco. Creo…
—¿Alguna vez has asado así un conejo?
—No exactamente, pero así es como se hace; lo he visto. Cuando rompamos el barro, se llevará pegada toda la piel. Es fácil.
Virae no estaba muy convencida.
—Me he pasado una eternidad acechando a esa bestezuela —dijo, recordando con una sonrisa el momento en que derribó al animal con un único disparo a cuarenta pasos—. No tienes un mal arco, aunque es un poco ligero. Es un arco de caballería, ¿verdad? Tenemos unos cuantos en Delnoch. Los arcos modernos son de acero plateado; tienen más alcance y más fuerza. Y estoy hambrienta.
—La paciencia mejora el apetito —le dijo Rek.
—Más te vale no estropear el conejo. No me gusta matar animales, pero si lo hago quiero que sirva para algo: que uno se los pueda comer.
—No estoy seguro de que el conejo comparta ese razonamiento.
—¿Pueden razonar? —le preguntó Virae.
—No tengo ni idea; no lo decía literalmente.
—Entonces, ¿para qué decirlo? Eres un tipo extraño.
—Era un pensamiento abstracto; ¿nunca has tenido uno? ¿Nunca te has preguntado cómo sabe una flor que le ha llegado el momento de abrirse? ¿O cómo encuentra un salmón el camino al lugar de desove?
—No. ¿Está listo el conejo?
—Pero ¿en qué diablos piensas cuando no estás ocupada haciendo planes para matar gente?
—En comer. Echa un vistazo a ese conejo.
Rek cogió un palo, sacó la bola de barro de las brasas y la observó mientras crepitaba sobre la nieve.
—¿Y ahora qué hay que hacer? —le preguntó Virae.
Rek no le prestó atención. Cogió una piedra del tamaño de su puño y golpeó con fuerza la bola de barro, que se abrió y dejó ver al conejo, medio asado y medio desollado.
—No tiene mala pinta —dijo Virae—. Y ahora, ¿qué?
Rek tanteó con el palo la carne humeante.
—¿Te atreves a comerte eso?
—Por supuesto. ¿Me dejas el cuchillo? ¿Qué parte quieres?
—Tengo pan de avena en las alforjas; creo que me apañaré con él. ¡Y ponte algo!
Habían acampado en una oquedad poco profunda, al pie de una ladera rocosa; no tan profunda como para ser una cueva, pero sí lo suficiente para reflejar el calor de las llamas y protegerlos parcialmente del viento. Rek comió el pan mientras observaba a la mujer devorar el conejo. No era una visión muy edificante.
Virae arrojó los restos hacia los árboles.
—A los tejones les vendrá bien —dijo—. No es un mal sistema de cocinar un conejo.
—Me alegro de que te haya gustado —le dijo Rek.
—Lo tuyo no es la vida al aire libre, ¿eh?
—Me las arreglo.
—Ni siquiera has sido capaz de comerte esa cosa. Te has puesto verde al destriparlo.
Rek arrojó el resto del pan en dirección al infortunado conejo.
—A los tejones les gustará tener postre —dijo. Virae soltó una risilla.
—Eres maravilloso, Rek. No te pareces a ningún hombre que haya conocido.
—Creo que no me va a gustar lo que sigue —dijo él—. ¿Por qué no te echas a dormir?
—No. Escúchame; hablo en serio. Me he pasado la vida soñando con encontrar al hombre adecuado: alto, amable, fuerte, comprensivo. Y cariñoso. No creí que existiera. La mayoría de los hombres que he conocido eran soldados: bruscos, tiesos como lanzas y tan románticos como un flechazo en la cabeza. También he conocido a poetas, de palabra fácil y amables. Cuando estaba con los soldados echaba de menos a los poetas, y cuando estaba con los poetas añoraba a los soldados. Había empezado a creer que no existía el hombre que buscaba. ¿Me entiendes?
—Te has pasado la vida buscando a un hombre que no es capaz de asar un conejo. Pues claro que te entiendo.
—¿De verdad? —le preguntó Virae en voz baja.
—Sí. Pero explícamelo de todas formas.
—Eres lo que siempre he buscado —dijo Virae, enrojeciendo—. Eres mi héroe cobarde. Mi amor.
—Sabía que iba a oír algo que no me iba a gustar.
Cuando Virae echó unos leños al fuego, Rek le cogió la mano.
—Siéntate a mi lado —dijo—. Estarás más caliente.
—Puedes compartir la manta —replicó ella. Rodeó la hoguera, se acurrucó entre los brazos de Rek y le apoyó la cabeza en un hombro—. ¿No te importa que te llame mi héroe cobarde?
—Puedes llamarme como quieras, mientras estés siempre ahí para decírmelo.
—¿Siempre?
El viento hizo oscilar las llamas y Rek se estremeció.
—«Siempre» no será mucho tiempo para nosotros, ¿verdad? Durará mientras Dros Delnoch resista. Además… Te cansarás de mí y me echarás.
—¡Nunca! —dijo ella.
—Nunca y siempre. Hasta ahora no había pensado en esas palabras. ¿Por qué no te conocí hace diez años? Esas palabras habrían significado algo entonces.
—Lo dudo; sólo tenía nueve años.
—No hablaba literalmente; era una licencia poética.
—Mi padre ha escrito a Druss —dijo Virae, cambiando de tema—. Esa carta y esta misión son lo único que lo mantienen con vida.
—¿Druss? Aun en el caso de que siga vivo, será un anciano. La idea es obscena. La batalla de Skeln tuvo lugar hace quince años, y ya era viejo entonces. Tendrán que subirlo al Dros a cuestas.
—Quizá, pero mi padre ha cifrado sus esperanzas en ese hombre. Le tiene un respeto que roza la adoración. Lo considera invulnerable, inmortal. En cierta ocasión me lo describió como el mayor guerrero de esta época. Me dijo que lo del paso de Skeln fue una victoria de Druss, que él y el resto de los hombres sólo estuvieron de relleno. Me contaba la historia cuando yo era pequeña; nos sentábamos ante un fuego como este y tostábamos pan en las llamas, y se ponía a hablarme de Skeln. Fue una época maravillosa.
Virae guardó silencio y contempló las brasas.
—Cuéntame esa historia —le dijo Rek, apretándola contra sí. Con la mano derecha apartó el pelo que había caído por el rostro de la joven.
—Seguro que la conoces. Todo el mundo ha oído hablar del paso de Skeln.
—Es cierto, pero nunca la he oído de labios de alguien que hubiera estado allí. Sólo he visto las representaciones y escuchado a los cantores de sagas.
—Dime qué sabes, y completaré los detalles.
—De acuerdo. Unos cientos de soldados drenai guardaban el paso de Skeln mientras el grueso del ejército estaba en otro lugar. El peligro era Gorben, el rey de Ventria. Los drenai sabían que se acercaba, pero no por dónde llegaría. Y atacó en Skeln. Los drenai estaban superados cincuenta a uno, y resistieron hasta la llegada de los refuerzos. Es todo lo que sé.
—Eso no es todo —le dijo Virae—. Gorben tenía un ejército de élite: diez mil hombres, los Inmortales. Jamás habían sido derrotados, pero Druss los venció.
—¡Oh, vamos! —exclamó Rek—. Un solo hombre no puede derrotar a un ejército. Eso son invenciones de los poetas.
—No; escúchame. Dice mi padre que el último día, cuando por fin atacaron los Inmortales, la línea drenai había comenzado a romperse. Mi padre ha sido un guerrero durante toda su vida; sabe de batallas, y de la facilidad con la que se pasa del valor al pánico. Los drenai estaban a punto de hundirse, pero de repente, cuando la línea estaba a punto de ceder, Druss lanzó un grito de guerra y cargó, golpeando y cortando con su hacha. Los ventrianos cayeron a su paso y, de pronto, los que estaban cerca de él se volvieron y echaron a correr. El pánico se extendió como un incendio, y el frente ventriano se hizo añicos: Druss había hecho retroceder la marea. Mi padre dice que aquel día parecía un gigante. Era inhumano, como un dios de la guerra.
—Pero eso fue aquel día —replicó Rek—. No veo cómo puede ser útil ahora un viejo desdentado. Nadie puede resistir los estragos de la edad.
—Estoy de acuerdo, pero ¿no te das cuenta de cuánto beneficiaría la moral el tener allí a Druss? Los hombres se amontonarán bajo su estandarte, para luchar al lado de Druss el Legendario. Es una forma de lograr la inmortalidad.
—¿Has visto alguna vez a ese viejo?
—No. Mi padre nunca me ha hablado del tema, pero sé que hay algo entre ellos. Quizá Druss no acuda a Dros Delnoch. Creo que es algo que tiene que ver con mi madre.
—¿A ella no le caía bien?
—No, no es eso. Es algo que tiene que ver con un amigo de Druss. Sieben, creo que se llamaba.
—¿Qué pasa con él?
—Lo mataron en Skeln, y era el mejor amigo de Druss. Eso es todo lo que sé.
Rek sabía que estaba mintiendo, pero lo dejó correr. Era agua pasada, de todas formas.
Como Druss el Legendario.
El anciano estrujó la carta y la dejó caer.
No era la edad lo que deprimía a Druss. Disfrutaba de la sabiduría que le daban sus sesenta años, del conocimiento adquirido y del respeto ganado. Pero los estragos causados por el tiempo eran otro asunto. Aún tenía unos hombros poderosos sobre un pecho ancho como un barril, pero los músculos tenían un aspecto envejecido y enjuto, sobre todo en la espalda. Su cintura había disminuido perceptiblemente durante el invierno anterior, y se había dado cuenta, casi de la noche a la mañana, de que su barba negra con algunos mechones blancos se había convertido en una barba canosa salpicada de líneas negras. Pero los ojos penetrantes que le devolvían la mirada desde el espejo no habían perdido su brillo. Aquella mirada había desmoralizado a ejércitos; había obligado a retroceder a adversarios valerosos, que habían enrojecido de vergüenza; había capturado la imaginación de un pueblo que necesitaba héroes. Era Druss el Legendario. Druss el invulnerable, el Maestro del Hacha. Su leyenda era narrada a los chiquillos por doquier; y la mayor parte de lo que se contaba era eso: una leyenda. Druss era consciente de ello. Druss el héroe, el inmortal, semejante a un dios.
Sus triunfos podrían haberle conseguido un palacio lleno de riquezas y docenas de concubinas. Quince años antes, el propio Abalayn lo había cubierto de joyas, tras los sucesos del paso de Skeln.
Sin embargo, a la mañana siguiente, Druss había regresado a las altas montañas de Skoda, a la región recóndita que rozaba las nubes. Entre los pinos y los leopardos de las nieves, el solitario guerrero de pelo entrecano había regresado a su guarida para disfrutar de su aislamiento. La que había sido su esposa durante treinta años estaba enterrada en aquel lugar, y él tenía la intención de morir allí, aunque sabía que no habría nadie para enterrarlo.
En aquellos quince años, Druss no había estado inactivo. Había vagado por diversos lugares, y había dirigido algunas campañas orquestadas por nobles menores. El invierno anterior había regresado a su refugio de las montañas, para reflexionar y esperar a que la muerte fuera a buscarlo. Sabía que moriría a los sesenta años; lo sabía incluso antes de que un vidente lo predijese varias décadas atrás. Conseguía imaginarse a los sesenta, pero no más. Cada vez que intentaba considerar la perspectiva de cumplir sesenta y uno, lo único que lograba contemplar era oscuridad.
Sus manos nudosas rodearon una copa de madera y la alzaron hasta los labios rodeados por la barba. El vino era fuerte, fabricado por él mismo cinco años antes. Había envejecido bien; mejor que él. Pero ya había desaparecido, y él aún permanecería…, al menos durante un poco más.
El calor en el interior de la cabaña de muebles austeros se estaba volviendo opresivo a medida que los rayos del sol primaveral calentaban el tejado de madera. Druss se quitó lentamente el jubón de piel de oveja y el chaleco de crin de caballo que había llevado durante el invierno. El gran cuerpo surcado de cicatrices no dejaba traslucir su edad. Druss se examinó las marcas; recordaba claramente a los hombres cuyas hojas las habían causado: hombres que jamás llegarían a alcanzar su edad, puesto que habían muerto en la flor de la vida bajo el filo de su hacha. Sus ojos azules se dirigieron a la pared, al lado de la entrada; allí colgaba el hacha, Snaga, que en la lengua antigua significaba «la Inexorable». La esbelta empuñadura era de acero negro, y en ella se distinguían las antiguas runas plateadas. La hoja de doble filo estaba tan afilada que hacía silbar el aire cuando lo surcaba.
Incluso en aquel momento podía escuchar su melodiosa llamada. «Una vez más, hermano —le decía—. Un último día sangriento antes de que se ponga el sol».
Sus pensamientos regresaron a la carta de Delnar. Estaba dirigida a un recuerdo, no a un hombre.
Druss se levantó de la silla de madera y maldijo al oír el chasquido de sus articulaciones.
—Se ha puesto el sol —le dijo al hacha en un susurro—. Sólo nos espera la muerte, y la muy bastarda tiene paciencia.
Salió de la cabaña y contempló las montañas lejanas. Su cuerpo musculoso y su pelo cano parecían una reproducción en miniatura de aquellas; orgullosas y fuertes, parecía que por ellas no pasaban los años y desafiaban al sol primaveral a que intentase librarlas de la nieve impoluta que había cubierto las cumbres durante el invierno.
Druss se dejó llenar por aquel esplendor salvaje, bañándose en la fría brisa y saboreando la vida como si fuera la última vez.
—¿Dónde estás, Muerte? —gritó—. ¿Dónde te escondes en este hermoso día?
El eco recorrió los valles. «MUERTE, MUERTE, Muerte, Muerte…». «DÍA, DÍA, día, día…».
—¡Soy Druss! ¡Te desafío!
Una sombra surcó los ojos de Druss; el sol murió en el cielo y las montañas se cubrieron de niebla. El dolor atravesó el poderoso pecho de Druss, profundamente, y estuvo a punto de hacerlo caer.
—¡Vanidoso mortal! —dijo una voz sibilante que atravesó los velos de dolor—. Nunca te he buscado. Eres tú quien me ha perseguido durante estos largos y solitarios años. Quédate en estas montañas y te garantizo cuarenta años más. Tus músculos y tu cerebro se atrofiarán. Te abotargarás, viejo, y no vendré hasta que me lo supliques…
»O… ¿Acaso saldrá el cazador en busca de una última presa?
»Ven a buscarme si quieres, viejo guerrero. Te aguardo en las murallas de Dros Delnoch.
El dolor abandonó el corazón del anciano, que se tambaleó; el refrescante aire de las montañas penetró en sus pulmones jadeantes, y Druss alzó la mirada. Los pájaros seguían cantando entre los pinos; ninguna nube ocultaba el sol, y las montañas se alzaban, altas y orgullosas, como se habían alzado siempre.
Druss regresó a la cabaña y se acercó a un baúl de roble que estaba cerrado con un candado desde el principio del invierno. Había arrojado la llave a lo más profundo del valle. Druss rodeó el candado con sus enormes manos y empezó a apretar. Los músculos de sus brazos se tensaron; las venas del cuello y los hombros se le hincharon. Y el metal emitió un gemido, se deformó y se rompió. Druss arrojó a un lado el candado y abrió el baúl. En su interior había un jubón de cuero negro con los hombros cubiertos de malla de acero, y un casco negro adornado con un hacha plateada flanqueada por calaveras. Había unos guanteletes de cuero negro con los nudillos forrados de plata. Druss se vistió lentamente, y al final se calzó unas botas largas de cuero; un regalo que el propio Abalayn le había hecho muchos años atrás.
Por último empuñó a Snaga, que pareció saltar de la pared a su mano.
—Una vez más, hermana —le dijo Druss al hacha—. Antes de que se ponga el sol.