El abad puso las manos en la cabeza del joven albino arrodillado ante él y cerró los ojos. Le habló de mente a mente, como era costumbre en la Orden.
—¿Estás listo?
—¿Cómo puedo saberlo? —respondió el albino.
—Libera tu mente ante mí —dijo el abad.
El joven relajó su control y, en su mente, la imagen del amable rostro del abad se superpuso a sus propios pensamientos, que flotaron entrelazándose con los recuerdos del anciano. La poderosa personalidad del abad cubrió la del joven como una capa reconfortante, y se durmió.
Cuando el abad lo despertó, la desconexión fue dolorosa, y sus temores regresaron. Volvía a ser Serbitar, y volvía a tener sus propios pensamientos.
—¿Estoy listo? —preguntó.
—Lo estarás. Se acerca el mensajero.
—¿Es digno?
—Júzgalo por ti mismo. Acompáñame a Graven.
Sus espíritus flotaron entrelazados por encima del monasterio, libres como el viento invernal. Bajo ellos se extendían los campos cubiertos de nieve que bordeaban el bosque. El abad hizo que se adelantaran, sobrevolando los árboles. En un claro, junto a una cabaña, un grupo de hombres observaba la puerta, en la que había un joven alto y, tras él, una mujer que empuñaba una espada.
—¿Quién es el mensajero? —preguntó el albino.
—Observa —le respondió el abad.
A Reinard no le habían salido muy bien las cosas últimamente. El ataque a una caravana había sido rechazado, y había sufrido demasiadas bajas. Tres más de sus hombres habían sido encontrados muertos al anochecer; entre ellos se hallaba su hermano Erlik. Un prisionero, capturado dos días antes, había muerto de frío antes de que hubiera comenzado la auténtica diversión, y el clima había empeorado. La mala suerte lo perseguía, y no acababa de entender por qué. Maldijo mentalmente al augur, furioso. Si no se hubiera metido en uno de sus periodos de sueño de tres días, habrían evitado atacar la caravana. Reinard había coqueteado con la idea de cortarle los pies mientras dormía, pero el sentido común y el interés lo habían hecho contenerse. El augur era valiosísimo. Había salido del trance mientras Reinard cargaba con el cadáver de Erlik de vuelta al campamento.
—¿Ves lo que ha pasado mientras dormías? —había estallado Reinard.
—Has perdido a ocho hombres en un ataque que ha salido mal, y una mujer ha matado a Erlik y a otro después de que ellos hubieran matado a su caballo —había respondido el augur. Reinard miró torvamente al anciano, clavando los ojos en las cuencas vacías de este.
—¿Una mujer?
—Sí.
—Había tres hombres muertos. ¿Qué pasó con el tercero?
—Lo mató una flecha en la frente.
—¿Quién la disparó?
—El hombre llamado Regnak. El Vagabundo que viene por aquí a veces.
Reinard sacudió la cabeza. Una mujer le había llevado una copa de vino caliente, y él se había sentado en una gran roca ante el fuego.
—No puede ser. ¡No se atrevería! ¿Estás seguro de que fue él?
—Fue él —respondió el augur—. Y ahora debo descansar.
—¡Espera! ¿Dónde están?
—Los encontraré —había dicho el anciano, y había regresado a su choza.
Reinard había pedido algo de comer y después había llamado a Grussin. El hachero se había agachado ante él.
—¿Lo has oído? —le había preguntado Reinard.
—Sí. ¿Lo crees?
—Es ridículo, pero ¿se ha equivocado alguna vez? Debo de estar haciéndome viejo. Cuando un cobarde como Rek se atreve a atacar a mis hombres, es que estoy haciendo algo mal. Lo cocinaré a fuego lento sobre las brasas por esto.
—No andamos bien de comida.
—¿Qué?
—Tenemos pocas provisiones. Está siendo un invierno largo, y necesitábamos esa puta caravana.
—Habrá otras. Primero encontraremos a Rek.
—¿Vale la pena? —había preguntado Grassin.
—¿Que si vale la pena? Ayudó a una mujer a matar a mi hermano. Quiero verla atada a un poste y que la usen todos los hombres. Quiero arrancarle la piel a tiras desde los pies hasta el cuello. Y después se la echaré a los perros.
—Como órdenes.
—No pareces muy entusiasmado —había dicho Reinard, arrojando al fuego el plato vacío.
—¿No? Bueno, quizá me esté haciendo viejo. Cuando vinimos aquí parecía haber una razón para todo esto, pero estoy empezando a olvidar cuál era.
—Vinimos aquí porque Abalayn y sus perros sarnosos saquearon mi granja y mataron a mi familia. Y yo no lo he olvidado. No te estarás ablandando, ¿verdad?
Grassin había observado el brillo en los ojos de Reinard.
—Por supuesto que no. Tú eres el jefe, y lo que ordenes me parece bien. Encontraremos a Rek y a la mujer. ¿Por qué no descansas un rato?
—A la mierda el descanso —había mascullado Reinard—. Duerme tú si lo necesitas. Nos marcharemos en cuanto el viejo nos oriente.
Grassin había regresado a su cabaña y se había arrojado en su camastro cubierto de helechos.
—¿Hay algún problema? —le había preguntado Mella, su mujer, mientras se arrodillaba a su lado y le ofrecía vino.
—¿Te gustaría marcharte? —le había preguntado él a su vez, apoyándole una mano en el hombro. Mella se había inclinado hacia delante y lo había besado.
—Adonde quieras ir, iré contigo.
—Estoy harto de todo esto. Harto de las matanzas. Cada día que pasa, todo tiene menos sentido. Debe de haberse vuelto loco.
—¡Calla! —había susurrado ella, preocupada. Se había acercado al rostro barbudo del hombre y había seguido hablando en voz baja—: No menciones tus temores en voz alta. Podemos marchamos sigilosamente cuando llegue la primavera. Mientras tanto, mantente tranquilo y haz lo que él te ordene.
Grassin asintió. Sonrió y besó el pelo de la mujer.
—Tienes razón —le había dicho—. Duerme un poco. —La mujer se había acurrucado junto a él, y él la había tapado con la manta—. No te merezco —le había dicho mientras sus ojos se cerraban.
¿Dónde habían empezado a ir mal las cosas? Cuando eran jóvenes, llenos de ardor, Reinard se había mostrado cruel ocasionalmente, y sólo con el fin de forjar la leyenda. O eso había dicho. Pretendía que se convirtieran en una espina en el costado de Abalayn hasta lograr justicia. Eso había ocurrido diez años antes. Diez miserables y sangrientos años.
Grassin esperaba que su causa hubiera sido siempre justa.
—Bueno, ¿vienes o qué? —había dicho Reinard desde la puerta—. Están en la vieja cabaña del bosque.
Había sido una larga marcha bajo el frío lacerante, pero Reinard apenas lo había notado. La ira lo abrasaba, y la expectativa de la venganza daba energías a sus músculos; las leguas se cubrieron con rapidez.
La cabeza de Reinard estaba llena de imágenes de satisfactoria violencia y de la música de los gritos. Sería el primero en tomar a la mujer, y le haría cortes con un cuchillo al rojo. Se había excitado ante aquella idea.
Y en cuanto a Rek… Sabía cuál sería la expresión de Rek cuando los viese llegar. Terror. Un terror que le embotaría el cerebro y le aflojaría el vientre.
Pero se equivocaba.
Rek había salido de la cabaña, temblando de furia. No era capaz de soportar el desprecio en la expresión de Virae; sólo la ira podía borrarlo, y a duras penas. Él no podía evitar ser lo que era, ¿no? Algunos hombres han nacido para ser héroes; otros, para ser cobardes. ¿Qué derecho tenía ella a juzgarlo?
—¡Regnak, querido! ¿Es cierto que tienes una mujer ahí?
La mirada de Rek estudió al grupo. Más de veinte hombres de pie formaban un semicírculo tras el hombre alto y de anchas espaldas que los encabezaba. Junto a Reinard se alzaba Grassin el Hachero, gigantesco y poderoso, empuñando el hacha de doble filo.
—Buenos días, Rein —dijo Rek—. ¿Qué te trae por aquí?
—He oído decir que tienes a quien te caliente la cama, y he pensado: «Al bueno de Rek no le importará compartir». Y me gustaría invitarte a mi campamento. ¿Dónde se ha metido?
—No es para ti, Rein, pero te ofrezco un trato. Hay una caravana que se dirige…
—¡Olvídate de la caravana! —gritó Reinard—. Limítate a sacar a la mujer.
—Especias, joyas, pieles. Es grande —dijo Rek.
—Puedes contármelo mientras andamos. Ahora no me hagas perder la paciencia; ¡sácala!
La ira de Rek estalló, y su espada salió disparada de la funda.
—¡Venid a cogerla, bastardos!
Virae salió de la cabaña y se puso a su lado, empuñando su espada, mientras los forajidos desenvainaban las armas y avanzaban.
—¡Esperad! —ordenó Reinard, alzando una mano. Dio un paso adelante y forzó una sonrisa—. Escúchame, Rek; esto no tiene sentido. No tenemos nada contra ti; eres un amigo. ¿Qué es esta mujer para ti? Mató a mi hermano, así que es un asunto de honor. Guarda la espada y podrás irte. Pero a ella la quiero viva. —«Y a ti también», pensó.
—¡Si la quieres, cógela! Y a mí también. Vamos, Rein. Aún recuerdas cómo se usa una espada, ¿no? ¿O vas a hacer lo de siempre? ¿Vas a esconderte detrás de los árboles mientras otros hombres mueren por ti? ¡Corre, gusano!
Rek saltó hacia delante; Reinard retrocedió con rapidez y chocó contra Grassin.
—¡Matadlo! Pero no a la mujer —dijo—. A ella la quiero con vida.
Grassin se adelantó, balanceando el hacha a un lado. Virae se adelantó para colocarse de nuevo al lado de Rek. El hachero se detuvo a diez pasos de la pareja y miró a Rek a los ojos; no iba a ceder. Volvió la mirada a la mujer: joven, valiente; no era hermosa pero no carecía de atractivo.
—¿A qué esperas, mula? —gritó Reinard—. ¡Cógela!
Grassin se volvió y regresó al grupo. Una sensación de irrealidad lo envolvió. Se vio cuando era joven, trabajando y ahorrando para comprar unas tierras. Tenía un arado heredado de su padre, y los vecinos estaban dispuestos a ayudarlo a construir una casa junto al bosquecillo de olmos. ¿Qué había hecho en los años que siguieron?
—¡Traidor! —gritó Reinard, desenvainando la espada.
Grassin detuvo el golpe con facilidad.
—Olvídalo, Rein. Volvamos a casa.
—¡Matadlo! —ordenó Reinard. Los hombres se miraron entre sí; algunos comenzaron a avanzar y otros titubearon—. ¡Bastardo! ¡Sucio traidor! —gritó Reinard, alzando de nuevo la espada.
Grassin inspiró profundamente, aferró el hacha con las dos manos y dio un golpe que destrozó en pedazos la espada de Reinard, pasó rozando la empuñadura y se estrelló en el costado del jefe de los bandoleros. Reinard cayó de rodillas. Grassin se adelantó, alzó el hacha y decapitó al forajido, cuya cabeza rodó sobre la nieve. Dejó caer el hacha y caminó hacia Rek.
—No siempre fue así —le dijo.
—¿Por qué? —le preguntó Rek, bajando su arma—. ¿Por qué has hecho eso?
—¿Quién sabe? No ha sido por ti, ni por ella. Quizá es que ya he tenido bastante. ¿Dónde está esa caravana?
—Estaba mintiendo —dijo Rek.
—Bien. No volveremos a encontramos; me marcho de Graven. ¿Es tu mujer?
—No.
—Podrías encontrar algo peor.
—Lo sé.
Grassin se volvió, se acercó al cadáver y recogió el hacha.
—Fuimos amigos durante mucho tiempo —dijo—. Demasiado.
Dio una orden al grupo, y todos desaparecieron en el bosque sin mirar atrás.
—No me lo puedo creer —dijo Rek—. Ha sido un milagro.
—Será mejor que acabemos de desayunar —dijo Virae—. Voy a preparar un té.
En el interior de la cabaña, Rek comenzó a temblar y se sentó. Su espada tintineaba contra el suelo.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Virae.
—Sólo es el frío —le respondió, con los dientes castañeteando.
Virae se arrodilló delante de él y le masajeó las manos sin decir nada.
—El té te sentará bien —dijo al cabo de un rato—. ¿Tienes azúcar?
—En las alforjas, envuelto en papel rojo. Horeb sabe que me gusta el dulce. ¡Lo siento! Normalmente no me afecta tanto el frío.
—No pasa nada. Mi padre siempre decía que el té dulce es muy bueno contra… el frío.
—¿Cómo habrán dado con nosotros? —dijo Rek—. La nevada de anoche tiene que haber cubierto nuestras huellas. Es extraño.
—No lo sé. Toma, bebe esto.
Rek tomó un trago de té, sosteniendo con las dos manos el cuenco de barro. El líquido caliente le salpicó los dedos. Virae se entretuvo limpiando y recogiendo las alforjas; después rastrilló las cenizas de la chimenea y dejó leña dispuesta para encender un fuego, para el próximo viajero que utilizase la cabaña.
—¿Qué haces en Dros Delnoch? —le preguntó Rek. La calidez del té dulce le recorrió el cuerpo.
—Soy la hija del conde Delnar. Vivo allí.
—¿Te hizo marchar para alejarte de la guerra?
—No. Le llevé un mensaje a Abalayn, y ahora le llevo otro a alguien. Cuando lo haya entregado volveré a casa. ¿Te sientes mejor?
—Sí; mucho mejor. —Titubeó y miró a la joven a los ojos—. No era sólo el frío.
—Lo sé. No tiene importancia. Todo el mundo tiembla después de la acción; lo que ocurre mientras tanto es lo que importa. Mi padre me dijo que después de la batalla del paso de Skeln, durante un mes no pudo dormir sin tener pesadillas.
—Tú no estás temblando.
—Eso es porque me mantengo ocupada. ¿Quieres más té?
—Sí, gracias. Creía que íbamos a morir. Y durante un instante no me importó; fue una sensación maravillosa. —Quería decirle lo bien que se sintió con ella a su lado, pero no podía. Quería cruzar la estancia y abrazarla, pero sabía que no sería capaz. Se limitó a mirarla mientras llenaba el cuenco y echaba azúcar al té.
—¿Dónde prestaste servicio? —le preguntó Virae, consciente de la mirada del hombre y no muy segura de qué significaba.
—En Dros Corteswain, al mando del gan Yavi.
—Está muerto.
—Lo sé; un infarto. Era un buen jefe. Predijo la guerra que se nos viene encima. Estoy seguro de que Abalayn desearía haberle hecho caso.
—Yavi no fue el único que le advirtió —dijo Virae—. Todos los comandantes del norte habían enviado informes. Mi padre tuvo espías entre los nadir durante años. Era evidente que se disponían a atacarnos. Abalayn es un idiota; en estos momentos está enviando mensajes a Ulric para solicitar nuevos tratados. Se niega a aceptar el hecho de que la guerra es inevitable. ¿Sabes que sólo hay diez mil hombres en Delnoch?
—Creía que eran menos aún —respondió Rek.
—Hay seis murallas, y una ciudad que defender. En tiempo de guerra, la dotación debería ser cuatro veces mayor. Y la disciplina ya no es lo que era.
—¿Por qué?
—Porque todos esperan morir —le respondió Virae, con furia en la voz—. Porque mi padre está enfermo… Se muere. Y porque el gan Orrin es tan valiente como un tomate podrido.
—¿Orrin? No he oído hablar de él.
—Es el sobrino de Abalayn. Está al mando de las tropas, pero es un inútil. Si yo fuera un hombre…
—Me alegro de que no lo seas.
—¿Por qué?
—No lo sé —dijo sin mucho entusiasmo—. Era por decir… Me alegro de que no lo seas, eso es todo.
—Como quieras. En cualquier caso, si fuera un hombre podría estar al mando de las tropas. Lo haría condenadamente mejor que Orrin… ¿Por qué me miras así?
—No te estoy mirando. ¡Estoy escuchándote, maldita sea! ¿Por qué sigues incordiándome?
—¿Quieres que encienda el fuego?
—¿Qué? ¿Vamos a estar aquí tanto tiempo?
—Si quieres.
—Decide tú —dijo Rek.
—Descansemos un día. Nos dará tiempo a… conocernos mejor. Hemos empezado fatal, al fin y al cabo. Y ya me has salvado la vida tres veces.
—Una. No creo que te hubieras muerto de frío; eres demasiado dura.
Y Grussin nos ha salvado a los dos. Pero tienes razón, estaría bien que nos quedásemos aquí hoy. Pero te lo advierto: no pienso dormir en el suelo otra noche.
—No tienes por qué —le respondió Virae.
El abad sintió la vergüenza del joven albino y sonrió. Apartó las manos y liberó el contacto mental, y volvió a su mesa.
—Ven aquí, Serbitar —dijo en voz alta—. ¿Lamentas haber hecho voto de castidad?
—A veces —respondió el joven, levantándose. Se sacudió el polvo de la túnica blanca y se sentó frente al abad—. La joven es digna; el hombre es un misterio. ¿Se debilitará su fuerza cuando hagan el amor?
—Aumentará —dijo el abad—. Se necesitan el uno al otro. Juntos están completos, como se dice en el Libro Sagrado. Háblame de ella.
—¿Qué puedo decir?
—Tú has entrado en su mente. Háblame de ella.
—Es la hija de un conde. Carece de confianza en sí misma como mujer, y es presa de deseos contradictorios.
—¿Por qué?
—No lo sabe —dijo el joven, intentando esquivar el tema.
—Me he dado cuenta de eso. ¿Sabes tú por qué?
—No.
—¿Y el hombre?
—No he entrado en su mente.
—No, pero ¿qué hay de él?
—Sus temores son grandes. Le da miedo morir.
—¿Eso es una debilidad? —preguntó el abad.
—Puede que lo sea en Dros Delnoch. La muerte, allá, es casi una certeza.
—En efecto. Pero ¿puede darle fuerza?
—No sé cómo —dijo Serbitar.
—¿Qué decía el filósofo sobre los cobardes y los héroes?
—El profeta decía: «Por su naturaleza, sólo el cobarde es capaz de las mayores heroicidades».
—Has de convocar a los Treinta, Serbitar.
—¿Debo guiarlos?
—Sí. Serás la Voz de los Treinta.
—Pero ¿quiénes serán mis hermanos?
El abad se recostó en la silla.
—Arberdark será el Corazón: es fuerte, valeroso y sincero; no puede ser otro. Menahem será los Ojos: tiene las dotes. Yo seré el Alma.
—¡No! —protestó el albino—. No puede ser, maestro. Yo no puedo guiaros.
—Pero debes. Tú decidirás quiénes son los otros miembros. Aguardaré tu decisión.
—¿Por qué yo? ¿Por qué debo guiar yo? Yo debería ser los Ojos. Arberdark debería estar al mando.
—Confía en mí; todo será revelado.
—Me crié en Dros Delnoch —le dijo Virae a Rek mientras estaban tumbados frente al fuego. La cabeza de Rek estaba apoyada en la capa doblada, y la de ella, en el pecho de él. Rek le acarició el pelo sin decir nada—. Es un lugar esplendoroso. ¿Has estado allí alguna vez?
—No. Háblame de él. —No le interesaba realmente, pero tampoco tenía ganas de decir nada.
—Tiene seis murallas exteriores, cada una de ellas de diez pasos de grueso. Las tres primeras fueron construidas por Egel, el Conde de Bronce. La ciudad fue creciendo, y al final se levantaron tres murallas más. La fortaleza se extiende por el paso de Delnoch. Aparte de Dros Purdol, al oeste, y Corteswain, al este, es el único camino por el que un ejército puede cruzar las montañas. Mi padre restauró la antigua torre del homenaje y la convirtió en su residencia. Desde las torres más altas, las vistas son maravillosas. Hacia el sur, en verano, los campos de trigo que cubren la llanura de Sentran parecen de oro. Y en dirección norte se alcanza a ver hasta el infinito. ¿Me estás escuchando?
—Sí. Paisajes de oro. No me cansaría de mirarlos —musitó Rek.
—¿De verdad quieres oír esto?
—Sí. Vuelve a hablarme de las murallas.
—¿Qué quieres saber?
—¿Cómo son?
—Llegan hasta las treinta varas de alto, y con torres que sobresalen cada cincuenta pasos. Cualquier ejército que atacase el Dros sufriría pérdidas terribles.
—¿Y las puertas? —preguntó Rek—. Ninguna muralla es más fuerte que las puertas que la abren.
—El Conde de Bronce pensó en ello. Todas las puertas se encuentran tras un rastrillo de hierro y están construidas con placas de bronce, hierro y roble. Tras las puertas se extienden pasadizos que se estrechan en el centro antes de abrirse al terreno que hay entre las murallas. Esos pasos se pueden defender contra un gran número de atacantes. El Dros está exquisitamente diseñado; sólo la ciudad lo estropea.
—¿De qué modo?
—En un principio, Egel diseñó el espacio entre las murallas como un terreno despejado, sin lugar donde cubrirse. El terreno va cuesta arriba, hasta llegar a la siguiente muralla, lo que obligaría al enemigo a avanzar más lentamente. Con los arqueros suficientes, aquello sería una masacre. Psicológicamente también era una ventaja: cuando alcanzasen la siguiente muralla, si lo lograban, los atacantes sabrían que al otro lado les esperaba más de lo mismo.
—¿Y cómo estropeó eso la ciudad?
—Creciendo, simplemente. Ahora hay edificios por todas partes hasta la sexta muralla. Adiós al terreno despejado. En realidad, ocurre al revés: ahora hay lugares donde ponerse a cubierto por todo el camino.
Rek giró en el lecho y besó la frente de Virae.
—¿Y eso a qué viene?
—¿Tiene que haber un motivo?
—Hay un motivo para todo.
Rek la besó de nuevo.
—Este por el Conde de Bronce —dijo—. O por la llegada de la primavera. O por un copo de nieve derretido.
—Dices tonterías.
—¿Por qué me has dejado hacerte el amor? —le preguntó Rek.
—¿Qué clase de pregunta es esa?
—¿Por qué?
—¡No es asunto tuyo!
Rek se echó a reír y le dio otro beso.
—Tienes razón, querida. Mucha razón. No es asunto mío.
—Te estás burlando de mí —dijo Virae, intentando levantarse.
—Tonterías —le respondió, sujetándola—. Eres preciosa.
—No lo soy, y no lo he sido nunca. Te burlas de mí.
—Nunca me burlaría de ti. Y eres preciosa; cuanto más te miro, más preciosa me pareces.
—Eres idiota. Déjame levantarme.
Rek la volvió a besar y se apretó contra ella. Alargó el beso, y ella se lo devolvió.
—Sigue hablándome del Dros —dijo él, finalmente.
—No quiero hablar de ello ahora. Me estás tomando el pelo, Rek, y no estoy dispuesta a tolerarlo. No quiero pensar en el Dros en lo que queda de noche. ¿Crees en el destino?
—Ahora sí. Casi.
—Lo digo en serio. Ayer no me preocupaba volver a casa y enfrentarme a los nadir. Creía en la causa drenai y estaba dispuesta a morir por ella. Ayer no estaba asustada.
—¿Y hoy?
—Hoy, si me lo pidieras, no volvería a casa. —Estaba mintiendo, pero no sabía por qué. Una oleada de miedo la invadió mientras Rek cerraba los ojos y se tendía de espaldas.
—Sí, volverías —dijo Rek—. Tienes que volver.
—¿Qué harás tú?
—No tiene sentido.
—¿El qué?
—No creo en lo que siento. Nunca he creído. Tengo casi treinta años y conozco el mundo.
—¿De qué hablas?
—De la providencia. Del destino. De un viejo sin ojos con una túnica azul ajada. Hablo del amor.
—¿Amor?
Rek abrió los ojos, alzó una mano y le acarició el rostro.
—No puedo explicarte cuánto significa para mí que esta mañana resistieses a mi lado. Fue el instante más intenso de mi vida. No me importaba ninguna otra cosa. Veía el cielo, y era más azul que nunca. Todo estaba nítido. Jamás había sido tan consciente de estar vivo. ¿Tiene sentido eso?
—No —le respondió ella en voz baja—. En realidad, no. ¿De verdad crees que soy hermosa?
—Eres la mujer más hermosa que jamás se haya puesto una armadura —le respondió Rek, sonriendo.
—Eso no es una respuesta. ¿Por qué soy hermosa?
—Porque te quiero —dijo, sorprendido ante la facilidad con que habían surgido las palabras.
—¿Eso quiere decir que vendrás conmigo a Dros Delnoch?
—Sigue hablándome de esas encantadoras murallas —respondió Rek.