Cabalgaron en un silencio tan frío como el clima; la alta joven sentada en la grapa, tras Rek, que resistía el impulso de espolear al caballo, a pesar del miedo que le aferraba el vientre. Habría sido injusto decir que se arrepentía de haberla rescatado; a fin de cuentas, aquello había hecho maravillas con su autoestima. Su temor procedía de la posibilidad de encontrarse con Reinard; aquella mujer jamás sería capaz de quedarse sentada en silencio mientras Rek soltaba lisonjas y mentiras. E incluso si tuviera un golpe de suerte y ella fuese capaz de mantener la boca cerrada, sin duda lo denunciaría más tarde por informar sobre los movimientos de las caravanas.
El caballo tropezó con una raíz oculta y la joven cayó a un lado. La mano de Rek la sujetó por un brazo y la volvió a montar tras la silla.
—Pásame los brazos por la cintura, ¿de acuerdo? —le dijo a la joven.
—¿Cuánto me va a costar?
—Limítate a agarrarte. Hace demasiado frío para discutir.
Los brazos de la joven lo rodearon, y esta apoyó la cabeza en su espalda.
Sobre ellos se acumularon nubes oscuras y densas, y la temperatura empezó a bajar.
—Tendremos que acampar pronto —dijo Rek—. El tiempo está empeorando.
—Sí.
Comenzó a nevar, y el viento arreció. Rek bajó la cabeza ante la fuerza de la tormenta y parpadeó para librarse de los copos de nieve que le caían en los ojos.
Hizo que el caballo abandonase el camino y se adentrase en el refugio que ofrecían los árboles, sujetándose al pomo de la silla mientras el animal subía por una cuesta empinada. Sabía que sería estúpido acampar en un lugar abierto con aquella fuerte tormenta. Necesitaban una cueva, o al menos el abrigo de una pared rocosa. Siguieron avanzando durante una hora, hasta que llegaron a un claro rodeado de robles y tojos. En el claro se alzaba una cabaña de paredes de madera y techo de barro. Rek observó la chimenea de piedra: no había humo.
Espoleó a la agotada montura y avanzaron. A un lado de la cabaña había un cobertizo de tres lados, con un techo de mimbre que se inclinaba bajo el peso de la nieve. Hizo entrar en él al caballo.
—Baja —le dijo a la joven, pero las manos de esta no se apartaron de su pecho. Rek bajó la mirada y vio que estaban azules. Las frotó con energía—. ¡Despierta! ¡Despiértate, maldita sea!
Apartó las manos de la joven, se deslizó desde la silla y la atrapó mientras caía. Tenía los labios azules y el pelo cubierto de hielo. Se la cargó a un hombro, cogió las alforjas, aflojó la cincha de la silla y llevó a la mujer al interior de la cabaña. La puerta de madera estaba abierta, y la nieve se arremolinó en el interior cuando entró Rek.
La cabaña tenía una única estancia. Había un catre en una esquina, bajo la única ventana; la chimenea; unos cuantos armarios sencillos, y una reserva de madera que serviría para dos noches, quizá tres, amontonada contra la pared del fondo. También había tres sillas toscas y una mesa rudimentaria fabricada con un tablón de olmo. Rek acostó en el catre a la joven inconsciente, encontró una escoba bajo la mesa y barrió hacia el exterior la nieve que había entrado en la estancia. Cerró la puerta, pero uno de los desgastados goznes de cuero cedió, y la puerta quedó balanceándose, abierta por arriba. Rek maldijo, acercó la mesa a la entrada y la apoyó en el marco de la puerta.
Abrió las alforjas de un tirón, sacó una caja de yesca y se acercó a la chimenea. Quienquiera que fuese el propietario o el constructor de la cabaña había dejado madera lista para ser encendida, como era la costumbre en las montañas. Rek abrió la caja de yesca, amontonó unas hojas secas bajo las ramas dispuestas en la chimenea, derramó sobre ellas un poco de aceite para lámparas que llevaba en una petaca de cuero y golpeó el pedernal. Tenía los dedos torpes a causa del frío y no consiguió arrancar ninguna chispa, de modo que aguardó unos instantes, obligándose a respirar lentamente. Por segunda vez golpeó el pedernal y, en aquella ocasión, prendió una leve llama. Se inclinó hacia delante, sopló suavemente sobre la yesca y, cuando se encendieron las ramitas, se dirigió al montón de leña, recogió más ramas y las fue amontonando con cuidado sobre el pequeño fuego. Las llamas crecieron.
Acercó dos sillas a la chimenea, colocó las mantas sobre ellas y regresó junto a la joven que yacía en el tosco catre y que apenas respiraba.
—Es la puta armadura —dijo.
Desató con dedos torpes las correas del jubón, haciendo girar a la joven para quitárselo. Tras ello la liberó con rapidez del resto de la ropa y comenzó a frotarle la piel. Echó una ojeada al fuego, añadió tres troncos y extendió las mantas en el suelo, delante de la chimenea. Sacó a la mujer del catre, la acostó frente al friego y la puso boca abajo para frotarle la espalda.
—¡No se te ocurra morirte! —gritó, golpeándole las piernas—. ¡No te atrevas!
Le secó el pelo con una toalla y la envolvió en las mantas. El suelo estaba frío; la helada había calado bajo la cabaña. Rek acercó el catre a la chimenea y acostó en él a la joven. Tenía el pulso lento, pero estable.
Le observó el rostro. Era hermosa. No en un sentido clásico; tenía las cejas demasiado espesas, la mandíbula demasiado cuadrada y los labios demasiado voluminosos. Pero era un rostro que mostraba fuerza, valor y determinación. Y, además, mientras dormía, su expresión tenía cierta delicadeza y un aire infantil.
La besó suavemente.
Se abrochó el jubón de piel de oveja, apartó la mesa y salió de la cabaña, a la tormenta. El caballo resopló cuando se acercó a él. Había un poco de paja en el cobertizo; cogió un puñado y frotó el lomo del animal.
—Va a ser una noche fría, chico, pero aquí estarás bien.
Extendió la manta de la silla de montar sobre el ancho lomo del animal, le dio un poco de avena y regresó a la cabaña.
La joven tenía mejor color y dormía plácidamente.
Rebuscó en los armarios y encontró una sartén de hierro. Desató la cantimplora de lona y acero de las alforjas, cogió un trozo de carne y se dispuso a preparar un caldo. Sentía ya menos frío, y se quitó la capa y el jubón. En el exterior, el viento golpeaba las paredes mientras crecía la furia de la tormenta, pero el fuego llenaba la cabaña con su calidez y una débil luz rojiza. Rek se quitó las botas y se frotó los dedos de los pies. Se sentía bien. Vivo. ¡Y hambriento!
Sacó de las alforjas un cuenco de barro reforzado con cuero y probó la sopa. La joven se agitó, y Rek pensó durante un instante en despertarla, pero lo dejó correr. Tal como estaba en aquel momento era encantadora; despierta era una arpía. La mujer se volvió y gimió; una larga pierna salió de debajo de la manta. Rek sonrió al recordar su cuerpo; ¡no era masculino en absoluto! Era grande, pero maravillosamente bien proporcionada. Se quedó mirando la pierna, y su sonrisa se desvaneció. Se imaginó acostado desnudo junto a ella…
—¡No, Rek! —dijo en voz alta—. Olvídalo.
La tapó de nuevo con la manta y retomó el caldo.
«Prepárate —se dijo—. Cuando se despierte te acusará de haberte aprovechado de ella y te sacará los ojos».
Cogió la capa, se envolvió en ella y se tumbó junto al fuego. El suelo estaba más cálido. Echó más leños a la hoguera, apoyó la cabeza en un brazo y contempló las llamas danzantes, que giraban y saltaban, se retorcían y daban la vuelta…
Se durmió.
Lo despertó el olor del tocino frito. La cabaña estaba caliente. Sentía el brazo dormido y acalambrado; se estiró, gruñó y se sentó. La joven no estaba allí. De repente se abrió la puerta y la vio entrar, sacudiéndose la nieve del jubón.
—Estaba atendiendo al caballo —dijo ella—. ¿Te apetece comer algo?
—Desde luego. ¿Qué hora es?
—El sol ha salido hace unas tres horas. La nevada está amainando.
Rek obligó a su dolorido cuerpo a ponerse en pie, y estiró los músculos de la espalda.
—Demasiado tiempo en Drenan en camas blandas —dijo.
—Eso debe ser también la causa de esa barriga —replicó ella.
—¿Barriga? Tengo la columna torcida. Y en cualquier caso, se trata de músculos relajados. —Bajó la mirada—. Está bien, es barriga. Unos cuantos días más así y habrá desaparecido.
—No lo dudo. Sea como sea, tuvimos suerte de encontrar este lugar.
—Desde luego. —La conversación se agotó mientras ella volvía a dedicarse al tocino. Rek se sentía incómodo en aquel silencio, y los dos comenzaron a hablar al mismo tiempo.
—Esto es ridículo —dijo la joven al cabo de un rato.
—Sí. El tocino huele bien.
—Mira… Quería darte las gracias. Ya está; ya lo he dicho.
—Fue un placer. ¿Qué tal si volvemos a empezar, como si no nos hubiéramos visto antes? Me llamo Rek. —Tendió la mano.
—Virae —dijo ella, agarrándole la muñeca en un saludo de guerrero.
—Encantado. ¿Y qué te trae por el bosque de Graven, Virae?
—No es asunto tuyo —le espetó la joven.
—¡Yo creía que íbamos a empezar de nuevo!
—Lo siento, ¡de verdad! Mira, me cuesta trabajo mostrarme amistosa. No me caes demasiado bien.
—¿Cómo puedes saberlo? Apenas hemos cruzado diez palabras. Es un poco pronto para juzgar caracteres, ¿no?
—Conozco a los de tu tipo —dijo Virae. Cogió dos platos, dejó caer en ellos hábilmente el tocino de la sartén y le alargó uno—. Arrogante. Crees que eres un regalo que los dioses han hecho al mundo. Despreocupado.
—¿Y qué tiene eso de malo? Nadie es perfecto. Disfruto de la vida; es la única que tengo.
—Es la gente como tú la que ha echado a perder este país. La gente que no se preocupa, que vive día a día. Avaros y egoístas. Hubo un tiempo en que fuimos grandes.
—Bobadas. Hubo un tiempo en que fuimos guerreros, conquistamos a todos e impusimos las reglas de los drenai en todo el mundo. Ya ves.
—¡No había nada de malo en ello! Los pueblos que conquistamos prosperaron, ¿no? Construimos escuelas, hospitales y carreteras. Fomentamos el comercio y le dimos al mundo el sistema jurídico de Drenai.
—Entonces no debería molestarte mucho que el mundo esté cambiando —respondió Rek—. Ahora se impondrá el sistema nadir. La única razón por la que Drenai pudo conquistar al resto fue porque ya había pasado el momento de gloria de las naciones que nos rodeaban. Se habían vuelto cómodas y perezosas, egoístas y llenas de gente a la que no le importaba nada. Todas las naciones caen así.
—Vaya, eres un filósofo, ¿verdad? —dijo Virae—. Bueno, tus opiniones son tan despreciables como tú.
—Ah, ¿así que soy despreciable? ¿Qué sabes tú de ser despreciable, tú que te paseas por ahí vestida de hombre? Eres un guerrero de pega. Si estás tan ansiosa por defender los valores de Drenai, ¿por qué no te acercas a Dros Delnoch con los demás idiotas y agitas tu bonita espada delante de los nadir?
—Acabo de volver de allá, y regresaré en cuanto haya terminado lo que he venido a hacer —le respondió con frialdad.
—Entonces eres idiota —dijo Rek, sin mucho entusiasmo.
—Fuiste soldado, ¿verdad?
—¿Y a ti qué te importa?
—¿Por qué dejaste el ejército?
—No es asunto tuyo. —Hizo una pausa. Después, para romper el embarazoso silencio, siguió hablando—. Deberíamos llegar a Glen Frenae esta tarde. Es sólo una aldea, pero venden caballos.
Terminaron de comer sin decir nada más. Rek se sentía irritado e incómodo, pero no se veía capaz de atravesar la barrera que se había alzado entre ellos. Virae limpió los platos y la sartén, moviéndose torpemente bajo la cota de malla.
La joven estaba enfadada consigo misma. No había pretendido discutir con el hombre. Durante horas, mientras él dormía, se había movido sigilosamente por la cabaña para no despertarlo. Al principio, cuando se despertó, se había sentido furiosa y avergonzada por lo que él había hecho, pero sabía lo suficiente sobre la congelación para darse cuenta de que le había salvado la vida. Y no se había aprovechado de ella; de haber sido así, lo habría matado sin vacilar y sin remordimientos.
Lo había estado observando mientras dormía. Era apuesto, de una forma extraña; a pesar de que tenía buen aspecto, era alguna característica indefinible lo que lo hacía atractivo. Un aire de amabilidad, quizá. De sensibilidad. Le resultaba difícil concretarlo.
¿Por qué tenía que ser tan atractivo? Aquello la enfurecía; no tenía tiempo para romances. Después le asaltó un pensamiento amargo: nunca había tenido tiempo para romances. ¿O era que los romances no habían tenido tiempo para ella? Como mujer, era torpe; no se sentía segura en compañía de los hombres, excepto en el fragor del combate, o como una camarada más. Las palabras de Rek volvieron a su memoria: «¿Qué sabes tú de ser despreciable, tú que te paseas por ahí vestida de hombre?».
Y él le había salvado la vida dos veces. ¿Por qué le había dicho que le caía mal? ¿Tan asustada estaba?
Lo oyó salir de la cabaña. Y a continuación, una voz desconocida:
—¡Regnak, querido! ¿Es cierto que tienes una mujer ahí?
Virae cogió la espada.