DOS

Rek observó en silencio mientras el mozo de cuadras ensillaba el caballo castaño. No le gustaba aquel animal; tenía la mirada aviesa, y las orejas se le pegaban al cráneo. El mozo, un muchacho delgado, le canturreaba suavemente mientras aseguraba la cincha con dedos temblorosos.

—¿Por qué no has conseguido uno gris? —preguntó Rek. Horeb se echó a reír.

—Porque ya habría sido rozar el ridículo. La mesura es importante, Rek. Ya pareces un pavo real y, tal como estás, todos los marineros lentrianos te van a perseguir. No; un caballo castaño es mejor —dijo, y añadió con mayor seriedad—: De esta manera pasarás más desapercibido en Graven. Un enorme caballo blanco llama demasiado la atención.

—Creo que no le caigo bien. ¿Has visto cómo me mira?

—Su padre fue uno de los caballos más rápidos de Drenan; su madre era una montura de guerra, en el cuerpo de lanceros del Lacerador. No vas a encontrar nada con mejor pedigrí.

—¿Cómo se llama? —dijo Rek, aún no muy convencido.

—Lancero —respondió Horeb.

—No suena mal del todo. Lancero… Bueno, quizá… Sólo quizá.

—Narciso está listo, señor —dijo el mozo, apartándose del caballo castaño. El animal sacudió la cabeza y dio un brusco empujón al muchacho, que se tambaleó y cayó sobre los adoquines.

—¿Narciso? —exclamó Rek—. ¿Me has comprado un caballo que se llama Narciso?

—¿Qué pasa con el nombre, Rek? —respondió Horeb con expresión de inocencia—. Llámalo como quieras; tienes que reconocer que es un buen animal.

—Si yo no tuviera un exquisito sentido del ridículo lo llevaría amordazado. ¿Dónde están las chicas?

—Demasiado ocupadas para despedirse de los haraganes que no pagan las facturas. Venga, ponte en marcha.

Rek se acercó con cautela al caballo, hablando con suavidad. El animal le dirigió una mirada torva, pero le permitió subir a la silla. Rek tomó las riendas, colocó la capa azul en el ángulo adecuado sobre la grupa del caballo e hizo que echase a andar hacia la puerta.

—Rek, casi se me olvida… —dijo Horeb, retrocediendo hacia la casa—. Espera un momento.

El corpulento posadero desapareció en el interior, y después salió cargado con un arco corto de cuerno y madera de olmo, y un carcaj lleno de flechas de asta negra.

—Toma. Un cliente lo dejó como parte del pago hace unos meses. Parece un arma sólida.

—Estupendo —dijo Rek—. Siempre he sido un buen arquero.

—En efecto. Limítate a recordar que cuando lo uses, tienes que colocar el extremo puntiagudo de la flecha alejado de ti. Y ahora, lárgate, y ten cuidado.

—Gracias, Horeb. Cuídate tú también. Y recuerda lo que te dije sobre las velas.

—Lo recordaré. Andando, chico. Suerte.

Rek cruzó cabalgando la puerta sur de la ciudad mientras los guardianes se dedicaban a recortar los cabos de las lámparas. Las sombras que arrancaba la luz del amanecer se extendían sobre las calles de Drenan, y unos chavales jugaban bajo el rastrillo de la puerta. Rek había escogido la ruta del sur por razones obvias: los nadir se acercaban desde el norte, y el camino más rápido para alejarse del combate era seguir una línea recta en dirección contraria.

Sacudió las riendas e hizo que su montura avanzase hacia el sur. A su izquierda, el sol naciente despuntaba sobre las cumbres azuladas de las montañas orientales. El cielo era azul, los pájaros cantaban, y los sonidos de la ciudad que se despertaba quedaban a su espalda. Pero era el sol naciente de los nadir, Rek lo sabía. Para los drenai era el crepúsculo.

Llegó a lo alto de una cuesta y contemplo el bosque de Graven, blanco y virginal bajo la nieve reciente. Aun así, era un lugar sobre el que se contaban anécdotas funestas, y normalmente lo habría evitado; que se dispusiera a atravesarlo significaba que sabía dos cosas: en primer lugar, que las anécdotas tenían relación con las actividades de un hombre; en segundo, que conocía a aquel hombre.

Reinard.

Se había asentado en Graven con su banda de asesinos sedientos de sangre, y resultaban una herida abierta y sangrante en el cuerpo del comercio. Asaltaban caravanas, asesinaban peregrinos y violaban mujeres, y ni siquiera un ejército podía acabar con ellos, ocultos en la inmensidad del bosque.

Reinard. Adiestrado por un príncipe del Infierno, nacido como un noble de Ulalia. O eso decía él. Rek había oído decir que la madre de Reinard era una puta de Lentria y su padre, un marinero desconocido. Rek nunca había compartido con nadie aquella información; por así decirlo, no tenía redaños suficientes. Y pensó, con cierta diversión, que si los hubiera tenido no habría tardado en perderlos en el momento en que Reinard se enterase. Uno de los pasatiempos favoritos del bandido a la hora de tratar con sus prisioneros consistía en asar sobre brasas a algún infortunado y servírselo como cena a quienes lo acompañasen. Si Rek se encontraba con Reinard, lo mejor que podría hacer sería adularlo con tesón, y si aquello no funcionaba, darle las últimas noticias, ponerlo en la pista de la caravana más cercana y alejarse tan deprisa como pudiera de sus dominios.

Rek había tenido la precaución de informarse de todos los detalles sobre las caravanas que atravesarían Graven y sus rutas probables. Sedas, joyas, especias, esclavos, ganado… La verdad era que no deseaba dar aquella información; nada le agradaría más que atravesar Graven tranquilamente, sabiendo que el destino de aquellas caravanas estaba únicamente en manos de los dioses.

Los cascos del caballo apenas hacían ruido sobre la nieve, y Rek mantenía la marcha a paso lento para evitar que las raíces ocultas hicieran tropezar al animal. El frío comenzaba a abrirse paso a través de su ropa de abrigo, y no tardaría en sentir los pies helados dentro de las botas de cuero. Buscó en las alforjas y sacó unos mitones de piel de oveja.

El caballo siguió avanzando lentamente. A mediodía, Rek se dispuso a hacer un breve descanso para comer, y ató al caballo junto a un arroyo helado. Usó un recio puñal vagriano para romper el hielo y permitir que su montura bebiese, y tras ello le dio un puñado de avena. Acarició el cuello del animal, y de repente, este giró la cabeza bruscamente, mostrando los dientes. Rek saltó hacia atrás y cayó sobre un montículo de nieve. Permaneció inmóvil unos instantes y después sonrió.

—Sabía que no te caía bien —dijo. El caballo volvió a mirarlo y soltó un bufido.

Antes de montar de nuevo, Rek echó un vistazo a los cuartos traseros del caballo. Cerca de la cola tenía las marcas de profundas cicatrices. Las acarició con suavidad.

—Así que alguien la emprendió a fustazos contigo, ¿eh, Narciso? No parece que te doblegaran, muchacho.

Montó. Con suerte, estaría fuera del bosque en cinco días.

Los robles nudosos que se alzaban sobre raíces retorcidas cubrían el camino de sombras ominosas, y el viento nocturno hacía oscilar las ramas, produciendo sonidos susurrantes mientras Rek guiaba a su montura hacia el interior del bosque. La luna apareció sobre los árboles e inundó el camino con una luz fantasmal. A Rek empezaron a castañetearle los dientes, y se dispuso a buscar un lugar donde acampar aquella noche; una hora más tarde encontró una pequeña oquedad al pie de una charca cubierta de hielo. Usó unos arbustos para construir un pequeño refugio que protegiera al caballo del viento, dio de comer al animal y encendió una fogata junto a un roble caído y una gran roca. Protegido del viento, y con el calor del fuego reflejándose en la roca, Rek se preparó un té para ayudar a bajar la carne seca; después se echó una manta sobre los hombros, se apoyó en el tronco del roble y contempló cómo danzaban las llamas.

Un zorro escuálido asomó el hocico a través de un arbusto, con la mirada fija en el fuego. Impulsivamente, Rek le arrojó un trozo de carne. El animal pasó la mirada del hombre al bocado, y de nuevo al hombre, antes de lanzarse sobre la carne que reposaba en el suelo helado y volver a desvanecerse en la noche. Rek acercó las manos al fuego y pensó en Horeb.

El fornido posadero lo había criado después de que matasen al padre de Rek en el norte, en la guerra contra los sathuli. Horeb era honrado, leal, firme y digno de confianza. Y amable; un príncipe entre los hombres.

Rek le había pagado su deuda para con él una noche, que no podrían olvidar, en la que tres desertores vagrianos lo habían atacado en un callejón cercano a la posada. Fue una suerte que Rek hubiera estado levantado, bebiendo, y cuando oyó el sonido del acero contra el acero salió a toda prisa. En aquel callejón, Horeb estaba librando una batalla perdida; su cuchillo de cocina no era rival para tres espadas. Aun así, el viejo había sido guerrero y se defendía bien. Rek se había quedado helado en el sitio, olvidando su propia espada. Había intentado avanzar, pero sus piernas se negaban a obedecerlo. De repente, una espada había atravesado la guardia de Horeb y le había abierto una profunda herida en la pierna.

Rek gritó, y el grito le arrancó el miedo de encima.

La sangrienta escaramuza había terminado en cuestión de segundos. Rek despachó a uno de los atacantes con un tajo en el cuello, detuvo una estocada de otro y empotró al tercero contra una pared cuando cargó contra él con un hombro. Desde el suelo, Horeb agarró a aquel hombre, lo hizo caer y lo apuñaló con el cuchillo de cocina. El segundo atacante huyó.

—Has estado maravilloso, Rek —había dicho Horeb—. Créeme, peleas como un veterano.

«Los veteranos no se quedan paralizados por el miedo», había pensado Rek.

Echó unas ramas al fuego. Una nube ocultó la luna, y un búho ululó. Rek cerró una mano temblorosa en torno al puñal.

«Maldita sea la oscuridad —pensó—. ¡Y malditos sean todos los héroes!».

Fue soldado durante un tiempo; estuvo acuartelado en Dros Corteswain, y lo había disfrutado. Pero las escaramuzas contra los sathuli se convirtieron en una guerra fronteriza, y aquello acabó con la diversión. Rek hizo un buen trabajo y fue ascendido; los oficiales veteranos le habían dicho que tenía grandes dotes para la estrategia. Pero aquellos oficiales no sabían nada de las noches en blanco. Rek estaba seguro de que sus hombres lo respetaban, pero aquello se debía a que era extremadamente cauteloso. Abandonó antes de que lo traicionasen los nervios.

—¿Estás loco, Rek? —le había preguntado el gan Yavi cuando Rek abandonó su cargo—. La guerra se está encarnizando. Van a llegar tropas nuevas, y un excelente oficial como tú será ascendido, sin duda. Antes de seis meses estarás al mando de una centuria. Quizá hasta te concedan el águila de gan.

—Lo sé, señor, y creed que lamento tener que alejarme de la acción, pero se trata de un asunto familiar. Maldición, daría mi brazo derecho por poder quedarme, y vos lo sabéis.

—Lo sé, muchacho. Y te echaremos de menos, por Missael. Tus hombres se quedarán hechos polvo. Si cambias de idea, aquí habrá un puesto para ti. En cualquier momento. Eres un soldado nato.

—Lo recordaré, señor. Os agradezco vuestra ayuda y vuestro apoyo.

—Otra cosa, Rek —le había dicho el gan Yavi, recostándose en su asiento tallado—. ¿Estás al tanto de los rumores de que los nadir se preparan para marchar hacia el sur?

—Siempre ha habido rumores como ese, señor.

—Lo sé; llevan años circulando. Pero ese Ulric es un tipo astuto. Ya ha conquistado la mayoría de las tribus, y creo que está casi listo.

—Pero Abalayn ha firmado un tratado con él —había dicho Rek—. Paz a cambio de concesiones comerciales y dinero para sus planes de reconstrucción.

—A eso me refiero, muchacho. No tengo nada en contra de Abalayn; ha gobernado bien Drenai durante veinte años. ¡Pero no se puede detener a un lobo dándole comida, te lo aseguro! En cualquier caso, lo que trato de decir es que serán necesarios hombres como antes de que pase mucho tiempo, así que procura no oxidarte.

Lo último que necesitaba Drenai era un hombre al que le daba miedo la oscuridad. Lo que hacía falta era otro Karnak el Tuerto; o una veintena. Un Conde de Bronce. Un centenar como Druss el Legendario. E incluso así, si gracias a un milagro apareciesen, ¿podrían detener un maremoto formado por medio millón de guerreros de las tribus?

Ni siquiera era posible imaginar semejante número.

Rek sabía que se desbordarían a través de Dros Delnoch como un mar furioso.

«Incluso si hubiese una oportunidad, no iría. Afróntalo —pensó—. Incluso si la victoria estuviese garantizada, evitaría la batalla».

¿A quién le importaría dentro de cien años que sobrevivieran los drenai? Sería como la batalla del paso de Skeln, envuelta en un aura de leyenda y exagerada mucho más allá de lo real.

¡Guerra!

Moscas que cubren como una mancha negra las entrañas de un hombre, que aúlla de dolor e intenta contener las vísceras con las manos ensangrentadas, esperando un milagro. Hambre, frío, miedo, enfermedad, gangrena, muerte…

Eso es la guerra para los soldados.

El día que había abandonado Dros Corteswain se le había acercado un cul y le había ofrecido con nerviosismo un fardo apretado.

—De parte de la tropa, mi señor —había dicho.

Rek lo había abierto, avergonzado y sin saber qué decir, y había sacado una capa azul con un broche de bronce tallado en forma de águila.

—No sé cómo daros las gracias.

—Los hombres me han pedido que os diga… Bueno, que lamentamos que os marchéis. Eso es todo, mi señor.

—Yo también lo siento, Korvac. Asuntos familiares.

El hombre había asentido, probablemente deseando tener él asuntos familiares que le permitiesen abandonar el Dros. Pero los culs no estaban autorizados a renunciar; sólo los pertenecientes a la clase de los duns podían abandonar una fortaleza en tiempo de guerra.

—Bueno, buena suerte, señor. Espero volver a veros pronto… Todos lo esperamos.

—Sí. Pronto.

Aquello había ocurrido hacía dos años. El gan Yavi había muerto de un infarto, y algunos de los oficiales camaradas de Rek cayeron en batallas contra los sathuli. No había tenido noticias de ningún cul.

Los días pasaron, fríos y sombríos, pero afortunadamente sin ningún incidente. En la mañana del quinto día, mientras avanzaba por un ancho sendero que bordeaba un robledal, Rek oyó un sonido que aborrecía por encima de todos los demás: el chocar del acero contra el acero. Sabía que debería seguir cabalgando; pero, por algún motivo, su curiosidad sobrepasó ligeramente a su miedo. Amarró al caballo, se echó el carcaj a la espalda y cogió el arco de cuerno. Después se abrió paso entre los árboles cautelosamente y bajó hasta una cañada cubierta de nieve. Avanzó con sigilo, como un felino, hasta llegar al claro desde el que provenían los sonidos del combate.

Una joven, con una armadura de plata y bronce, se erguía con la espalda contra un árbol, resistiendo desesperadamente el ataque conjunto de tres forajidos: unos tipos robustos y barbudos, armados con espadas y puñales. La joven empuñaba una hoja esbelta, una espada centelleante y ágil con la que soltaba tajos y estocadas con tremenda rapidez.

Los tres hombres, espadachines torpes, se estorbaban entre ellos, pero la mujer empezaba a cansarse.

«Hombres de Reinard», pensó Rek, maldiciendo su curiosidad. Uno de los tres lanzó un grito cuando la espada de la mujer le ensartó el antebrazo.

—¡Toma esto, montón de mierda! —gritó la joven.

Rek sonrió. No era muy guapa, pero sabía luchar.

Colocó una flecha en el arco y esperó al momento adecuado para dejarla emprender el vuelo. La joven esquivó un fuerte tajo y le clavó la espada en el ojo a un bandolero, que lanzó un grito y cayó. Los otros dos retrocedieron ligeramente, más cautelosos. Se separaron para atacar a la joven por ambos flancos, que era lo que ella había estado temiendo hasta aquel momento, puesto que su única defensa sería volar. La mirada de la joven pasó de un hombre a otro; se disponía a atacar al más alto, olvidarse del otro y esperar que el primer golpe que le diera no fuese mortal. Quizá pudiera llevarse a los dos por delante.

El bandido alto se movió hacia la izquierda mientras su compañero se apartaba hacia la derecha. En aquel momento, Rek apuntó a la espalda del hombre alto, disparó, y la flecha atravesó la pantorrilla izquierda del bandido. Rek cargó rápidamente otra flecha. El sorprendido atacante giró en redondo, vio a Rek y echó a correr hacia él, cojeando y lanzando gritos de odio.

Rek tensó la cuerda hasta rozarse con ella la mejilla, afirmó el brazo izquierdo y disparó.

Aquella vez, su puntería fue ligeramente mejor. Había apuntado al pecho, el blanco más grande, pero la flecha salió alta y el forajido cayó de espaldas, con el astil negro alzándose en mitad de la frente. La sangre comenzó a manchar la nieve.

—Te has tomado tu tiempo para intervenir —dijo la joven con frialdad. Se acercó al cadáver del tercer forajido y usó su camisa para limpiar la fina hoja de la espada.

Rek apartó la mirada del rostro del hombre que había matado.

—Acabo de salvarte la vida —dijo, reprimiendo una réplica airada.

La joven era alta y bien formada, de rasgos casi masculinos. Su larga melena de color castaño claro estaba despeinada. Tenía los ojos azules, casi hundidos bajo unas espesas cejas castañas que indicaban un temperamento inestable. Su figura quedaba disimulada por la cota de malla de acero plateado y las hombreras de bronce. Llevaba las piernas embutidas en unos pantalones de lana teñida de verde sujetos a las caderas con tiras de cuero.

—¿Qué estás mirando? —preguntó la joven—. ¿No habías visto nunca una mujer?

—Bueno, eso responde a la primera pregunta —replicó Rek.

—¿Qué significa eso?

—Eres una mujer.

—¡Vaya! ¡Muy agudo! —Recogió un jubón de piel de oveja que había tirado cerca de un árbol, le sacudió la nieve y se lo puso. Rek pensó que no mejoraba mucho su aspecto.

—Me han atacado —dijo la joven—. ¡Han matado a mi caballo, los muy bastardos! ¿Dónde está el tuyo?

—Tu gratitud me abruma —dijo Rek, con un asomo de irritación en la voz—. Eran hombres de Reinard.

—¿De verdad? ¿Algún amigo tuyo?

—No exactamente. Pero si se entera de lo que he hecho, asará mis ojos y me los servirá de aperitivo.

—De acuerdo. Comprendo tu punto de vista. Estoy muy agradecida.

Y ahora, ¿dónde está tu caballo?

Rek hizo caso omiso de la joven, aunque la ira le hacía rechinar los dientes. Se acercó al forajido muerto, recuperó las flechas y las limpió en el jubón del hombre. Después, metódicamente, registró los bolsillos de los tres. Tras aumentar su riqueza en siete monedas de plata y unos cuantos anillos de oro, regresó junto a la joven.

—Mi caballo tiene una silla, y lo monto yo —dijo con frialdad—. Ya he hecho por ti todo lo que estaba dispuesto a hacer. Ahora tendrás que arreglártelas por tu cuenta.

—Muy caballeroso por tu parte.

—La caballerosidad no es lo mío —dijo Rek, alejándose.

—La puntería, tampoco.

—¿Qué?

—Apuntabas a la espalda de aquel tipo, a veinte pasos, y le has acertado en la pierna. Eso es porque has cerrado un ojo; eso hace perder la perspectiva.

—Gracias por el consejo sobre arquería. ¡Que tengas suerte!

—¡Espera! —Rek se volvió—. Necesito tu caballo.

—Yo también.

—Te pagaré.

—No está en venta.

—De acuerdo. Te pagaré por llevarme a algún sitio donde pueda comprar un caballo.

—¿Cuánto? —preguntó Rek.

—Un rak de oro.

—Cinco.

—¡Con eso puedo comprarme tres caballos! —exclamó la joven.

—Cuestión de oferta y demanda —replicó Rek.

—Dos raks y no se hable más.

—Tres.

—Está bien, tres. Y ahora, ¿dónde está tu caballo?

—Primero el dinero, querida. —Tendió la mano. La joven le dirigió una mirada gélida con los ojos azules mientras sacaba las monedas de una bolsa de cuero y las depositaba sobre la palma extendida.

—Me llamo Regnak. Rek para mis amigos.

—Eso no me interesa —replicó la joven.