UNO

Rek estaba borracho. «No tanto como para preocuparse, pero lo bastante como para no preocuparse», pensó, contemplando el vino rojo rubí que arrancaba sombras sangrientas en el cristal de la copa. Los troncos que ardían en la chimenea le calentaban la espalda. El humo le irritaba los ojos, y su olor acre se mezclaba con el de los cuerpos sin lavar, las comidas olvidadas y las ropas sucias. La llama de una lámpara tembló brevemente bajo una fría ráfaga de viento que cruzó la estancia, y que se interrumpió cuando el recién llegado cerró la puerta de madera mientras musitaba unas disculpas en la posada llena de gente.

Se reanudaron las conversaciones que se habían interrumpido bajo el repentino golpe de aire gélido, y una docena de voces que surgían de los diferentes grupos se mezclaron en un galimatías de sonidos incomprensibles. Rek tomó un trago de vino, y se estremeció cuando oyó una risa, un sonido tan frío como el viento invernal que golpeaba las paredes de madera.

«Es espeluznante», pensó. Se arrebujó un poco más bajo la capa azul. No necesitaba distinguir las palabras para saber cuál era el tema de las conversaciones; había sido siempre el mismo durante varios días: la guerra.

Qué palabra tan sencilla, y cuánto dolor conllevaba. Sangre, muerte, conquista, hambre, pestes y terror.

Unas risas cruzaron la estancia.

—¡Bárbaros! —rugió una voz, alzándose por encima de las conversaciones—. Presa fácil para las lanzas drenai.

Más risas.

Rek observó la copa de cristal, tan hermosa, tan frágil… Fabricada con cuidado, incluso con cariño. Con múltiples facetas, como un delicado diamante. Se acercó el cristal al rostro y contempló una docena de ojos reflejados en él.

Y la mirada de aquellos ojos era acusadora. Durante un instante sintió la tentación de romper la copa en pedazos, destruir aquellas miradas recriminatorias, pero no lo hizo.

«No soy tan estúpido —se dijo—. Todavía no».

Horeb, el posadero, se limpió con un trapo los dedos regordetes y dirigió una mirada cansada pero atenta a la multitud; atento a los problemas, preparado para adelantarse con una palabra y una sonrisa antes de que fueran necesarios un gruñido y un puñetazo.

Guerra. ¿Qué tenía la perspectiva de semejante empresa sangrienta, que reducía a los hombres a animales? Algunos parroquianos, la mayoría, de hecho, eran personas a las que Horeb conocía muy bien. Muchos eran tipos hogareños: granjeros, comerciantes, artesanos… Todos eran amistosos; muchos, piadosos, dignos de confianza y amables. Y ahí estaban, hablando de muerte y de gloria, y dispuestos a atacar y ensartar a cualquier sospechoso de simpatizar con los nadir.

Los nadir. Hasta el nombre se pronunciaba con desprecio.

Pensó con tristeza que ya aprenderían. Vaya si aprenderían. La mirada de Horeb recorrió la gran sala, y su expresión se suavizó cuando contempló a sus hijas, que limpiaban mesas y servían jarras. La pequeña Dori, que enrojecía hasta las pecas cuando era objeto de alguna broma procaz; Besa, la viva imagen de su madre, alta y rubia; Nessa, llenita, sencilla y querida por todos, que pronto se iba a casar con Norvas, el aprendiz del panadero. Buenas chicas. Auténticos regalos.

La mirada del posadero tropezó con la alta figura cubierta con una capa azul que estaba sentada junto a la ventana.

—Maldito seas, Rek, anímate —murmuró, sabiendo que el hombre no lo escucharía.

Horeb se volvió, lanzó un juramento, se quitó el delantal de cuero, y cogió una jarra medio llena de cerveza y un pichel. Tras pensárselo un poco, abrió un pequeño armario y sacó una botella de vino que había estado reservando para la boda de Nessa.

—Un problema compartido es un problema duplicado —dijo, escurriéndose en el asiento frente a Rek.

—Un amigo en problemas es un amigo al que hay que evitar —replicó Rek, cogiendo la botella que el posadero le ofrecía para volver a llenarse la copa—. Una vez conocí a un general —prosiguió, mirando el vino y haciendo girar la copa con sus largos dedos—. Nunca perdió una batalla. Tampoco ganó ninguna.

—¿Y eso? —preguntó Horeb.

—Ya sabes la respuesta. Te lo he contado.

—Tengo bastante mala memoria. Y, en cualquier caso, me gusta escuchar tus historias. ¿Cómo es posible que nunca ganara y, a la vez, nunca perdiera?

—Se rendía en cuanto se sentía amenazado. Listo, ¿eh?

—¿Y por qué lo seguían sus hombres si nunca ganaba?

—Porque nunca perdía, y ellos tampoco.

—¿Tú lo habrías seguido? —preguntó Horeb.

—Yo ya no sigo a nadie. Y menos que a nadie, a los generales. —Rek giró la cabeza, atento a las conversaciones de alrededor. Cerró los ojos, concentrándose—. Escúchalos —le dijo a Horeb en voz baja—. Escucha cómo hablan de gloria.

—Son ignorantes, amigo mío. Nunca la han visto ni la han probado. No han visto los cuervos cayendo sobre un campo de batalla como una nube negra y dándose un banquete con los ojos de los muertos, ni a los zorros tirando de la carne desgarrada, ni a los gusanos…

—Cállate, maldita sea… No necesito que me lo recuerdes. Y maldito sea yo si se me ocurre volver. ¿Cuándo se casa Nessa?

—Dentro de tres días —respondió Horeb—. Él es un buen muchacho; la tratará bien. Le hará pasteles, y ella se pondrá como un tonel en poco tiempo.

—De una forma o de otra —dijo Rek, guiñando un ojo.

—En efecto —replicó Horeb, con una sonrisa de oreja a oreja.

Los dos hombres siguieron sentados en silencio, dejando que el ruido flotase sobre ellos, bebiendo y pensando, tranquilos en su círculo de dos. Al cabo de un rato, Rek se inclinó hacia delante.

—El primer ataque tendrá lugar en Dros Delnoch —dijo—. ¿Sabes que sólo tenemos diez mil hombres allí?

—He oído decir que son menos aún. Abalayn ha estado licenciando a los regulares y se ha concentrado en la milicia. Aun así, hay seis murallas y la gran torre. Además, Delnar no es estúpido; estuvo en la batalla de Skeln.

—¿De verdad? —dijo Rek—. Había oído decir que era un hombre contra diez mil, que lanzaba montañas sobre el enemigo.

—La saga de Druss el Legendario —dijo Horeb, bajando la voz—. El cuento de un gigante cuyos ojos eran la muerte, y cuya hacha era el terror. Venid, chiquillos, y manteneos alejados del mal que acecha en las sombras mientras os cuento mi historia…

—¡Bastardo! —dijo Rek—. De pequeño me cagaba de miedo cuando me decían eso… Tú lo conociste, ¿verdad? Al Legendario, me refiero.

—Hace mucho tiempo. Dicen que ha muerto. Si no, debe de tener más de sesenta años. Estuve con él en tres campañas, pero sólo hablamos un par de veces. Y también lo vi en acción una vez.

—¿Era bueno?

—Increíble. Fue justo antes de lo de Skeln y la derrota de los Inmortales. Una simple escaramuza, en realidad. Y sí, era muy bueno.

—No es que te prodigues con los detalles, Horeb.

—¿Quieres que me ponga como este montón de idiotas que parlotean sobre la guerra, la muerte y las carnicerías?

—No —contestó Rek; vació la copa de vino de un trago—. No. Me conoces, ¿verdad?

—Lo bastante para que me caigas bien. A pesar de…

—¿A pesar de qué?

—A pesar de que tú mismo no te caes bien.

—Al contrario —replicó Rek, llenándose la copa—. Me caigo bastante bien. Es sólo que yo me conozco bastante mejor que los demás.

—¿Sabes, Rek? A veces creo que te exiges mucho.

—No. No, en realidad me pido muy poco. Conozco mis puntos débiles.

—Es curioso, eso de los puntos débiles —dijo Horeb—. La mayoría de la gente te dirá que conoce sus debilidades. Si le preguntas a alguien, te dirá: «Bueno, para empezar, soy demasiado generoso». Venga, cuéntame las tuyas si quieres. Para eso estamos los posaderos.

—Bueno, para empezar, soy demasiado generoso, sobre todo con los posaderos.

Horeb sacudió la cabeza, sonrió y guardó silencio.

«Demasiado inteligente para ser un héroe y demasiado temeroso para ser un cobarde», pensó. Observó a su amigo mientras vaciaba la copa, la alzaba ante sus ojos y contemplaba el reflejo troquelado de su rostro. Durante un instante, Horeb pensó que Rek estrellaría la copa, cuando observó la sombra de ira que pasó por el rostro enrojecido del joven. Pero este se limitó a dejarla en la mesa con suavidad.

—No soy estúpido —murmuró Rek. Se puso rígido cuando se dio cuenta de que había hablado en voz alta—. ¡Maldita sea! Al final me ha hecho efecto el vino.

—Te acompaño a tu habitación —le propuso Horeb.

—¿Hay luz? —preguntó Rek, oscilando en su asiento.

—Por supuesto.

—No dejarás que se apague, ¿verdad? No me hace ninguna gracia la oscuridad. No es que me dé miedo, entiéndelo. Es que no me gusta, sólo eso.

—No dejaré que se apague, Rek. Confía en mí.

—Confío en ti. Te rescaté, ¿te acuerdas?

—Me acuerdo. Apóyate en mí; te ayudaré a subir la escalera. Por aquí. Bien. Un pie delante de otro… ¡Muy bien!

—No titubeé. Cargué directamente con la espada alzada, ¿verdad?

—Sí.

—No, no fue así. Estuve parado unos minutos, temblando. Y a ti te alcanzaron.

—Pero aun así acudiste en mi ayuda, Rek. ¿No lo ves? No importa que me hiciesen algún corte; aun así me rescataste.

—A mí sí me importa. ¿Hay luz en mi habitación?

Tras él se alzaba la fortaleza, sombría y gris, perfilada por el humo y las llamas. El sonido de la batalla le llenaban los oídos, y corrió jadeante con el corazón desbocado. Miró a su espalda: la fortaleza estaba cerca, más que antes. Ante él se extendían las verdes colinas que flanqueaban la llanura de Sentran, que parecían difuminarse y alejarse de él, tentándolo con su aspecto pacífico. Corrió más deprisa. Una sombra cayó ante él. Las puertas de la fortaleza se abrieron, y él luchó contra la fuerza que lo empujaba hacia atrás. Gritó y suplicó, pero las puertas se cerraron y se encontró de nuevo en medio de la batalla, con una espada cubierta de sangre en su mano temblorosa.

Se despertó y abrió los ojos desmesuradamente. Las aletas de la nariz se le agitaban, y un grito se formaba en sus pulmones. Una mano suave le acarició el rostro y unas palabras amables lo calmaron. Enfocó la vista; estaba a punto de amanecer, y la luz rosada del día naciente incidía en el hielo que cubría la ventana de la habitación. Se agitó en el lecho.

—Anoche estabas preocupado —le dijo Besa, acariciándole la frente. Rek sonrió, apartó el edredón y la arrastró bajo la sábana.

—Ahora no lo estoy —respondió—. ¿Cómo podría estarlo?

La calidez del cuerpo de la mujer lo envolvió, y le acarició la espalda.

—Hoy no —dijo ella; lo besó ligeramente en la frente y se apartó. Retiró el edredón, se estremeció y cruzó corriendo la habitación, recogiendo sus ropas—. Hace frío. Más que ayer.

—Aquí dentro se está caliente —replicó él, irguiéndose para verla vestirse. Ella le lanzó un beso.

—Estás bien para retozar un poco, Rek, pero no quiero tener hijos contigo. Y ve saliendo de la cama; pronto llegará un grupo de viajeros y tiene la habitación reservada.

—Eres una mujer preciosa, Besa. Si tuviera algo de sentido común me casaría contigo.

—Entonces me alegro de que no tengas, porque te rechazaría, y tu amor propio no podría soportarlo. Busco a alguien un poco más responsable.

La sonrisa de la mujer quitó algo de mordacidad al comentario. Algo.

Se abrió la puerta y entró Horeb, cargado con una bandeja con pan, queso y una jarra.

—¿Qué tal la cabeza? —le preguntó a Rek, dejando la bandeja en la mesilla que había junto a la cama.

—Bien —respondió Rek—. ¿Eso es zumo de naranja?

—Lo es, y te costará caro. Nessa abordó a un comerciante vagriano en el momento en que se bajaba del barco. Estuvo esperando una hora y se arriesgó a congelarse sólo para conseguir naranjas para ti. No creo que te lo merezcas.

—Es cierto. —Rek sonrió—. Triste, pero cierto.

—¿De verdad que te irás hoy al sur? —le preguntó Besa, mientras Rek bebía el zumo. Este asintió—. Eres un idiota. Creí que ya habías aguantado bastante a Reinard.

—Intentaré esquivarlo. ¿Está limpia mi ropa?

—Dori ha perdido horas con ella —le respondió Besa—. ¿Y para qué? Para que puedas volver a ensuciarla en el bosque de Graven.

—No se trata de eso. Uno siempre tiene que tener su mejor aspecto cuando sale de una ciudad. —Miró la bandeja—. No aguanto el queso.

—No importa —dijo Horeb—. Lo vas a pagar de todas formas.

—En ese caso intentaré comérmelo. ¿Hay más viajeros hoy?

—Hay una caravana de especias que se dirige a Lentria y atravesará Graven. Veinte hombres, bien armados. Van a seguir la ruta circular hacia el sur y el oeste. Hay una mujer que viaja sola, pero ya ha partido —le contestó Horeb—. También hay un grupo de peregrinos, pero no se marcha hasta mañana.

—¿Una mujer?

—No del todo —dijo Besa—, pero casi.

—Vamos, chica, no es propio de ti ser tan maliciosa —dijo Horeb, sonriendo—. Era una chica alta, con un buen caballo. E iba armada.

—Podría haber viajado con ella —dijo Rek—. Habría hecho más agradable el viaje.

—Y te podría haber protegido de Reinard —dijo Besa—. Parecía hábil. Vamos, Regnak, vístete. No tengo tiempo para verte desayunar como un señor. Ya has causado bastante caos en esta casa.

—No puedo levantarme mientras estés aquí —protestó Rek—. No sería decoroso.

—Idiota —le contestó Besa, cogiendo la bandeja—. Haz que se levante, padre, o se quedará ahí todo el día.

—Tiene razón, Rek —dijo Horeb, cuando la puerta se cerró tras la mujer—. Es hora de que te vayas moviendo. Y sabiendo cuánto tardas en prepararte antes de presentarte en público, te dejo mientras tanto.

—Uno siempre tiene que tener su mejor aspecto…

—… cuando sale de una ciudad, ya sé. Siempre dices lo mismo, Rek. Nos vemos abajo.

La expresión de Rek cambió cuando se quedó a solas. Las líneas de diversión que bordeaban sus ojos se convirtieron en marcas de tensión, casi de pesar. Drenai estaba acabada como potencia mundial. Ulric y las tribus nadir habían emprendido ya la marcha hacia Drenan y cabalgarían hacia las ciudades de las llanuras derramando ríos de sangre. Aunque cada soldado de Drenai matase a treinta hombres de las tribus nadir, aún quedarían cientos de miles.

El mundo estaba cambiando, y Rek se estaba quedando sin lugares donde esconderse.

Pensó en Horeb y sus hijas. Durante seiscientos años, los drenai habían extendido la civilización en un mundo no muy dispuesto a acogerla. Habían conquistado con ferocidad, ilustrado con sabiduría y, en definitiva, gobernado bien. Pero habían llegado a su ocaso, y un nuevo imperio estaba aguardando, listo para alzarse entre la sangre y las cenizas del antiguo. Volvió a pensar en Horeb y se echó a reír. Ocurriese lo que ocurriese, el anciano sobreviviría; incluso los nadir necesitarían buenas posadas. En cuanto a sus hijas… ¿Qué sería de ellas cuando las hordas cargasen contra las puertas de la ciudad? Imágenes sangrientas pasaron por su mente.

—¡Maldición! —gritó, saltando de la cama. Abrió de un empellón la ventana cubierta de hielo.

El viento invernal golpeó su cuerpo, aún caliente gracias a las mantas, haciendo que sus pensamientos volvieran a la realidad inmediata y al viaje hacia el sur. Se acercó al banco donde estaba su ropa y se vistió rápidamente. La ropa interior de lana blanca y los calcetines azules habían sido un regalo de la amable Dori; la túnica con bordados dorados en el cuello era un recuerdo de mejores días pasados en Vagria; el jubón de piel de oveja y broches dorados, un regalo de Horeb, y las botas altas de cuero, un regalo sorpresa de parte de un cansado viajero en una posada extranjera. «Aquel tipo tuvo que llevarse una sorpresa, desde luego», pensó Rek, recordando la mezcla de temor y emoción que lo había invadido cuando entró a hurtadillas en la habitación de aquel hombre, para robar, hacía apenas un mes. Un gran espejo de bronce se alzaba junto al armario, y Rek estudió cuidadosamente su reflejo. Vio a un hombre alto, con una melena que le llegaba a los hombros y un bigote bien cuidado; una excelente figura alzada sobre las botas robadas. Se puso una bandolera, y guardó la espada larga en su funda negra y plateada.

—Todo un héroe —le dijo a su reflejo, con una sonrisa cínica—. Una joya de héroe.

Desenvainó la espada y amagó un bloqueo y una estocada, observando de reojo su reflejo. El giro de la muñeca era hábil; el agarre, firme. Aunque no fuera otra cosa, no cabía duda de que era un buen espadachín. Cogió del alféizar una diadema de plata, su amuleto de buena suerte desde que lo robó en un burdel de Lentria, y se lo puso sobre la frente de forma que mantuviera su melena negra sujeta por detrás de las orejas.

—Quizá no seas magnífico —le dijo a su reflejo—, pero por todos los dioses de Missael que lo pareces.

Los ojos reflejados le devolvieron una mirada socarrona.

—No te burles de mí, Regnak el Vagabundo.

Se colgó la capa de un brazo y bajó las escaleras que llevaban al largo salón, echando una ojeada a la gente que lo ocupaba a aquella hora tan temprana. Horeb lo saludó desde la barra.

—Eso ya está mejor, Rek —dijo Horeb, inclinándose hacia atrás y fingiendo admiración—. Podrías haber salido directamente de un poema de Serbar. ¿Un trago?

—No. Creo que lo dejaré durante una temporada; diez años o así. El brebaje de anoche aún está fermentando en mi garganta. ¿Me has preparado algo de tu infame comida para el viaje?

—Galletas con gusanos, queso mohoso y un trozo de lomo de dos años de antigüedad que acudirá cuando lo llames —le respondió Horeb—. Y una botella del peor…

La conversación se detuvo cuando el vidente entró en la posada. Llevaba una túnica de color azul desvaído que ondeaba alrededor de las huesudas piernas, y un cayado con cuyo extremo golpeaba los tablones del suelo al avanzar. Rek reprimió un gesto de repugnancia ante la aparición de aquel hombre, y desvió la mirada de las cuencas vacías en las que habían estado los ojos.

El anciano tendió una mano de la que faltaba el dedo corazón.

—Una moneda de plata por su futuro —dijo; su voz recordaba el viento cortante que soplaba entre las ramas desnudas durante el invierno.

—¿Por qué hacen eso? —susurró Horeb.

—¿Te refieres a los ojos? —dijo Rek.

—Sí. ¿Cómo puede alguien sacarse los ojos?

—Que me aspen si lo sé. Dicen que refuerza sus visiones.

—Suena tan sensato como cortarse las partes para mejorar la vida sexual.

—Hay gente para todo, Horeb.

El hombre cojeó hacia ellos con la mano extendida, guiado por sus voces.

—Una moneda de plata por su futuro —entonó. Rek se apartó.

—Vamos, Rek —le pidió Horeb—. Averigua si el viaje irá bien. ¿Qué problema hay?

—Si pagas tú, yo lo escucho —dijo Rek.

Horeb se metió una mano en el bolsillo del delantal de cuero y sacó una pequeña moneda de plata, que dejó en la mano extendida del vidente.

—Por mi amigo, aquí presente —le dijo—. Yo ya conozco mi futuro.

El anciano se agachó sobre el suelo de madera y rebuscó en una bolsa desgastada. Sacó un puñado de arena, que derramó ante sí, y después sacó seis dados de hueso con runas talladas.

—Son huesos humanos, ¿verdad? —le preguntó Horeb a Rek en un susurro.

—Eso dicen —respondió Rek. El anciano comenzó a canturrear en la lengua de los Antiguos; su voz cascada resonaba en el silencio que los rodeaba. Arrojó los huesos sobre la arena y pasó las manos por las runas.

—Conozco la verdad —dijo al fin.

—No te preocupes por la verdad, viejo. Cuéntame un cuento lleno de mentiras doradas y vírgenes espléndidas.

—Conozco la verdad —repitió el vidente, como si no lo hubiera oído.

—¡Oh, al infierno! —dijo Rek—. Cuéntame la verdad, viejo.

—¿Deseas oírla, hombre?

—Olvídate del condenado ritual. ¡Di lo que tengas que decir y lárgate!

—Tranquilo, Rek, tranquilo. Lo hace a su manera —intervino Horeb.

—Quizá, pero ya se las está arreglando para fastidiarme el día. Nunca dan buenas noticias, al fin y al cabo. Probablemente, el viejo bastardo está a punto de decirme que voy a contraer la peste.

—Desea la verdad —le dijo Horeb al anciano, siguiendo el ritual—, y la usará sabiamente y para bien.

—Me temo que ni lo uno ni lo otro —dijo el vidente—, pero el destino ha de ser escuchado. No deseas oír hablar de tu muerte, Regnak el Vagabundo, hijo de Argas, así que eso me lo guardaré. Eres un hombre de carácter inestable y sólo ocasionalmente valeroso. Eres un ladrón y un soñador, y tu destino te perseguirá y te acosará. Huirás para evitarlo, pero tus pasos te llevarán a él. Pero eso ya lo sabes, Piernas Largas, pues soñaste con ello anoche.

—¿Eso es todo, viejo? ¿Unos balbuceos sin sentido? ¿Eso vale una moneda de plata?

—El conde y la leyenda estarán juntos en el muro. Y los hombres soñarán, y los hombres morirán, pero ¿caerá la fortaleza?

El anciano se giró y se marchó.

—¿Qué soñaste anoche, Rek? —preguntó Horeb.

—No te creerás todas esas tonterías, ¿no?

—¿Qué soñaste? —insistió el posadero.

—No soñé nada; dormí como un tronco, excepto por culpa de esa jodida vela. La dejaste encendida toda la noche y apestaba. Deberías tener más cuidado; podría haber causado un incendio. Cada vez que paso por aquí te advierto sobre las velas, pero nunca me haces caso.