Después de pasar dos días en cama, Isabel volvió el miércoles a la escuela. Se la veía más flaca y un poco pálida, pero, según le dijo a Nicolás al salir, las cosas no le habían ido tan mal: su madre aún no había tenido el tiempo suficiente para ordenar el cajón. Entonces sus ojos lo interrogaron.
—¿Y cómo te fue?
—Un desastre —respondió él y en pocas palabras le contó el fracaso de su gestión ante Mano Dura.
Le pareció que a ella le costaba digerir la noticia. Era el momento para introducir su idea.
—¿Qué pensarías si te dijera que Viktor tiene la pulsera? —preguntó.
—Que estás loco. ¿No me acabás de decir que la tiene Mano Dura?
—Sí, pero también la tiene Viktor.
Isabel se detuvo y lo miró frunciendo el ceño.
—¿Me estás tomando el pelo, Nicolás?
Él le explicó su idea: una pulsera idéntica. Y ya estaba hecha.
—¿Entendés? Es perfecta. Nadie se va a dar cuenta.
Isabel sonrió.
—Qué bueno —dijo en un tono que a Nicolás le sonó triste—, te agradezco mucho.
—Pero no estás contenta.
—Sí, sí. Sólo que… no es lo mismo.
—Es igual. Viktor me la mostró ayer: idéntica.
—No es eso. Es que no sería la verdadera. La que le salvó la vida a mi abuela.
—Pero nadie lo va a saber.
Isabel suspiró.
—Es que es esa la que trae suerte. En algún momento mi mamá me la iba a entregar. Y yo la iba a conservar mucho tiempo, hasta que tuviera una hija grande. Entonces se la iba a dar a ella, y así… Yo creía que si la tenía nunca podría pasarme nada muy malo. Ya sé, no me lo digas, te parezco una tarada.
—No, no me parecés una tarada. Además, yo sé lo que le parezco a todo el mundo: un aparato. Un freak: me lo dijeron. Me odian.
—No creo que sea para tanto… ¿Por qué nunca te haces amigos?
—Creo que no sé hacerlo.
—No es tan difícil. Bueno, quizá les pase lo mismo a todos los genios. La verdad es que antes me parecías un aparato. Pero ahora no. Con vos está todo bien.
—¿De verdad?
—De verdad.
Lo encontraron a Viktor en la plaza. Apenas los vio, sacó la pulsera de su bolsillo y la expuso ante los ojos de Isabel.
—Señorita, su pulsera.
Isabel sonrió con esfuerzo.
—Gracias, está genial.
—No, tan geniol no —Viktor la observó y pensó que con esa palidez Isabel se parecía aún más a Inga—. Pero está bien. Ya vamos a encontrar verdadera, no se preocupe.
Se calló porque en ese momento se acercó una pareja de chicos. Iban de la mano y a Viktor le pareció evidente que era la chica quien marcaba el rumbo y que el chico la seguía sin importarle a dónde, completamente subyugado. Por algún motivo eso le pareció conmovedor. Ella murmuró algo acerca de un regalo que necesitaba hacer y se dedicó a observar los aros, hasta que de pronto desvió su mirada y la clavó en la pulsera que Isabel acababa de apoyar en la bandeja, mientras se ataba los cordones. Lo codeó al muchacho y le susurró algo al oído. Después lo miró a Viktor.
—Esa pulsera —señaló—. ¿Está en venta?
—No —dijo Viktor—. Es de ella. Pero tengo otras parecidas. Puedo mostrar.
—No, no, me interesa esa. ¿La hizo usted?
—Sí. ¿Por qué?
—Por nada.
Por un momento todos se miraron. Hubo en esas miradas una luz de reconocimiento que circuló de uno a otro.
—Ordóñez —dijo de pronto Viktor señalando al chico—. Séptimo B.
Maximiliano abrió grandes los ojos.
—¿Cómo sabe?
—Me dijo la profesora Leonor. El que la encontró en la calle. Y la volvió a perder.
—Sí, se la regalé a ella, que se la dejó olvidada en el gimnasio. Lo lamentamos —la miró a Isabel—. Vos debés ser la dueña. ¿Entonces la recuperaron?
—No.
Maximiliano volvió a observar la pulsera y levantó la vista, confundido.
—¿Cómo que no?
—Es una copia —le explicó Nicolás—. Seguimos buscando la verdadera. Es muy importante que la encontremos: tiene un valor afectivo para la familia de ella.
Cuando Isabel lo oyó, se sintió extrañamente emocionada y estuvo a punto de llorar otra vez, pero pensó que eso iba a aumentar su imagen de tonta sentimental y se contuvo. Los miró a Maximiliano y a Gabriela.
—¿Ustedes conocen a la que la tiene?
—¿A Mano Dura? Solo de vista. No te la recomiendo —dijo Gabriela.
—¿Y si fuéramos todos a pedírsela? —Isabel sonrió, momentáneamente ilusionada—. Quizá si los cuatro le explicamos todo el asunto, cómo fue perdida y encontrada… ¿no les parece una buena idea?
Todos la miraron en silencio. Era obvio que no les parecía.
—Nos tira un golpe a cada uno y nos hace papilla así de rápido —Nicolás golpeó las manos cuatro veces, como si fueran las cachetadas con que Nancy iba a bombardearlos.
—Pero si querés podemos probar —dijo débilmente Gabriela, que aún no había dejado de sentirse culpable por olvidar la pulsera—. Los viernes, ella suele llegar al gimnasio cuando yo salgo, a las tres. Podríamos hacerlo…
—Sí, encontrémonos en la esquina del gimnasio —sonrió Isabel—. El viernes, dos y media.
La cita quedó hecha y después de saludarse todos siguieron su camino. El silencio de Nicolás le hizo pensar a Isabel que él reprobaba completamente el plan.
—Te parece mal.
—¿Qué? No, para nada, no es eso. Estaba pensando en otra cosa. ¿En serio ya no creés que soy un freak?
—En serio. Sos un poco… —agitó la mano, sin encontrar la palabra.
—¿Qué?
—Distinto. Un poco distinto. Pero me caés bien.
—Gracias —dijo él y sonrió.