Nancy Montefiore era una chica mala y le gustaba. No siempre había sido mala: en una época solo era una chica común y corriente, sin nada que la hiciera especial. No le iba muy bien en el colegio, no era demasiado linda, no brillaba por su humor, por su inteligencia ni por su simpatía. Aunque era bastante buena en los deportes, no había encontrado ninguno en el que pudiera destacar: le faltaba gracia para la gimnasia y puntería para el básquet.
Ya desde chica solía perder la paciencia demasiado rápido y tendía a empujar o sacudir a sus compañeros. Pero un día, cuando tenía trece años, se peleó a puñetazo limpio. El motivo fue intrascendente: una palabra de más, una discusión que fue elevando el tono. Hasta que una golpeó, la otra respondió y Nancy tiró un derechazo tan contundente que su contrincante cayó redonda al piso. Ese día se ganó el apodo de Mano Dura.
Su fama de mala se fue expandiendo y descubrió que lo disfrutaba. Era temida. Tenía pocos amigos, sí, pero en verdad nunca había tenido muchos. Y una vez que se convirtió en Mano Dura, ya no hubo marcha atrás: la gente esperaba que reaccionara siempre mal y ella los complacía. Veía que sus erupciones violentas provocaban temor en algunos y una mirada teñida de admiración en otros. Y si bien por momentos —aunque esto no se lo confesaba a nadie— estaba un poco cansada de ser mala, encontraba que le aportaba notorias ventajas.
El viernes 9 de junio, Nancy se había quedado en el gimnasio después de la clase. Estaba un poco fastidiada porque durante la práctica de básquet no había logrado hacer un solo tanto. Por eso, cuando el resto de sus compañeras se fue, decidió seguir intentando un rato más. En realidad lo que quería era no volver temprano a su casa. Esa mañana había tenido una pelea con su padre a propósito de sus notas. No es que fueran tan tremendamente malas, solo tenía que levantar tres materias. Pero su padre no había tenido mejor idea que compararla una vez más con su hermana Ludmila, la chica perfecta, que había traído como siempre un ramillete de dieces. Y si había algo que Nancy detestaba en la vida era que la comparasen todo el día con Ludmila.
Por mucho que se esmeró, la práctica no hizo sino empeorar su humor: sobre veinte intentos al aro, solo logró embocar siete veces, un porcentaje que le pareció lamentable. Mientras guardaba la pelota vio que la encargada del lugar, una tal Nina, la observaba. Era una mujer absolutamente odiosa, que siempre estaba mirando lo que hacían los demás con cara de desaprobación. Nancy sintió un intenso deseo de hacer algo que la molestara. Pensó en pedirle una cosa, cualquier cosa: si había algo que parecía desagradarle era que la gente le reclamase objetos perdidos. Una hebilla, pensó, seguro que alguien había dejado olvidada una hebilla.
Mientras la mujer la buscaba con evidente malhumor, Nancy vio en un estante del armario una pulsera. No supo bien por qué le llamó la atención, en verdad ella no solía usar ese tipo de cosas. Pero en ese momento la quiso. La reticencia y el desagrado que mostró Nina cuando se la pidió no hizo sino aumentar su deseo: ahora sí que había logrado molestarla. Salió de allí sintiéndose mucho mejor.
Le hizo gracia el chico que fue a pedirle la pulsera el lunes siguiente. Era increíblemente bajo, usaba anteojos y tenía dientes de ratón. En otra situación podría habérsela entregado, pero un par de compañeros de curso (entre ellos Mauro Moro, un darkie que le parecía muy interesante) estaban observando la escena y hubiese sido muy malo para su imagen mostrarse tan blanda. De modo que reaccionó de la forma clásica, prometiéndole unos buenos golpes si no desaparecía de su vista de inmediato. No tardó en olvidarse del episodio, sobre todo porque esa tarde sucedió algo trascendente para su vida.
Había dado vueltas por el gimnasio una media hora, buscando infructuosamente algo que hacer después de clase cuando la vio. Era una puerta ubicada en un nivel inferior, al final de una pequeña escalera. Tenía un cartel que decía «No entrar» y hasta ese momento siempre la había visto cerrada. Pero ahora la habían dejado entornada y Nancy no pudo resistir la curiosidad de bajar y asomarse al interior. Lo que vio la fascinó: una sala para practicar boxeo. Había un cuadrilátero, un par de bolsas para golpear, guantes y sogas para saltar. Y estaba vacía.
Nancy entró sigilosamente, se calzó un par de guantes rojos y se puso a golpear una bolsa. Siempre había deseado hacer eso y una vez que empezó sintió que no podía parar: izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda, derecha. El resto del mundo había desaparecido y solo estaban sus puños, que golpeaban rítmica y perfectamente coordinados. Cuando finalmente se detuvo oyó tres lentos aplausos a su espalda. Se dio vuelta sobresaltada: un tipo corpulento la miraba burlón.
—Bien, muy bien. ¿Y se puede saber quién sos…?
Nancy se sacó los guantes a toda velocidad.
—Ya me iba.
—No, no te vayas. Lo hacés bien, de verdad —se adelantó y le extendió la mano—. Beto Aguilar, entrenador. Me dicen Rengo. ¿No te gustaría ser boxeadora?
—¿Qué?
Lo miró atentamente. El hombre dio unos pasos y los motivos del apodo fueron evidentes. Le sonrió.
—Tenés cualidades. Y las mujeres boxeadoras están de moda. Yo puedo prepararte y creo que harías una buena carrera.
—¿De verdad?
—De verdad. Veamos un poco más: pónete otra vez los guantes. Quiero ver cómo manejás los pies.
Nancy empezó a calzárselos. Se sentía nerviosa y excitada.
—Pero no me dijiste tu nombre.
—Nancy Montefiore.
—Buen nombre. Aunque necesitarías un apodo.
Ella empezó a darle otra vez a la bolsa.
—Tengo uno —dijo agitada—. Me dicen Mano Dura.
—¿Mano Dura? —Aguilar sonrió—. Me encanta.
Ese día Nancy volvió saltando a su casa, de pura excitación. Estaba tan emocionada con lo que había pasado que no podía pensar en otra cosa. Menos que nada en esos horrendos problemas de matemática que le habían dado. Era la materia donde más necesitaba mejorar la nota, pero, por mucho que miró los números, no logró concentrarse. Empezó a imaginarse que luchaban entre ellos y que el 7 con su punta amenazante atacaba al 8, que, incapaz de defenderse, caía sobre su panza y rebotaba una y otra vez. Cuando empezaba a elaborar la estrategia con que el 1 saldría en defensa del 8, concluyó que se estaba poniendo muy estúpida y no tendría más alternativa que acudir a su hermana, la perfecta y brillante Ludmila.
Nancy y Ludmila tenían una relación muy variable, donde el odio y el amor alternaban casi a diario. Nancy odiaba que su hermana fuese la preferida de la casa y que todos festejaran cada vez que se sacaba un diez, lo cual sucedía con irritante frecuencia. Y Ludmila detestaba que Nancy fuese tan brusca, que perdiese la paciencia con demasiada facilidad y a veces le pegara. Pero últimamente habían logrado resolver muchos de sus problemas a través de la negociación y en más de una oportunidad habían hecho frente común ante sus padres. Ahora la encontró inclinada sobre sus libros. Ludmila casi ni levantó la cabeza cuando le explicó la situación: necesitaba ayuda con los problemas.
—Hoy no puedo hacértelos. Tengo mucha tarea propia.
—Es imprescindible, Lud.
—Te digo que no, hoy no. Quizá mañana.
—Tiene que ser hoy. ¿Qué querés a cambio?
Su hermana giró y, ahora así, la miró con atención. Le sorprendió ver en su muñeca una pulsera, algo absolutamente inusual en ella.
—Eso.
A Nancy le dio un poco de pena perderla, pero no había remedio. Prioridades son prioridades, pensó, y le entregó la pulsera a Ludmila.
—Dicen que da suerte —le dijo.