cap8

La señora Nina Tamburini era famosa por tener el peor carácter del barrio y tal vez de toda la ciudad. Sobre este punto había un consenso absoluto entre sus familiares y conocidos. Siempre había sido irritable, quejosa y criticona, pero esas características se habían ido incrementando con los años. Por ese motivo, la gente tendía cada vez más a evitarla, lo que producía en ella un renovado y vigoroso malhumor que espantaba aún más a sus relaciones y así el círculo no tenía fin.

Desde hacía varios años, Nina estaba a cargo del gimnasio que utilizaban conjuntamente cuatro escuelas de la zona. Ella debía coordinar los horarios y ocuparse de que todo funcionara correctamente. También tenía la única llave disponible del armario donde se guardaban los objetos que chicos y chicas olvidaban constantemente en el lugar. El armario estaba siempre lleno: allí se podían encontrar paraguas, medias, toallas, hebillas, relojes, pañuelos, libros, un viejo oso de peluche y hasta un inesperado par de pestañas postizas.

Había quienes nunca reclamaban los objetos perdidos. En algunos casos, ni siquiera sabían que los habían dejado olvidados allí. En otros, preferían perderlos definitivamente antes que enfrentarse a los ácidos comentarios de Nina, quien consideraba que en la actualidad los chicos eran unos tontos cabezas huecas, incapaces de cuidar sus pertenencias, y no se privaba de repetirlo en cada oportunidad posible.

El miércoles 7 de junio Nina había ido a revisar el baño de mujeres después de que le informaran sobre una canilla que perdía. Fue entonces cuando vio, junto a uno de los lavatorios, una pulsera olvidada. La recogió mientras mascullaba uno de sus típicos comentarios sobre el escaso contenido del cerebro de las adolescentes y la llevó a su despacho. Pero en el momento en que iba a guardarla en el armario le echó una segunda mirada. Le pareció una linda pulsera. Y por primera vez Nina Tamburini pensó en guardarse un objeto perdido. Al día siguiente era su cumpleaños y le gustaba la idea de llevarla puesta durante la celebración. Para ella no se trataba de un robo: lo más probable era que esa pulsera quedara para siempre juntando polvo en el armario y simplemente la estaba salvando de ese destino. De modo que se la puso y se fue a su casa. Tenía por delante un día libre, ya que siempre se tomaba franco su cumpleaños, pero esta vez no estaba segura de que las cosas fueran a salir bien.

Hacía un año que Nina vivía sola, después de que su única hija, Vanesa, se recibiera de maestra y se mudara a un departamento compartido con amigas. Y hacía exactamente un mes y dieciocho días que no se veían ni hablaban por teléfono. La última visión de su hija había sido junto a la puerta, un instante antes de que la cerrase con un golpe que hizo estremecer la casa y gritara:

—¡Siempre la misma bruja!

Es que Vanesa se había enojado terriblemente cuando su madre le dijo que su nuevo novio, Mauricio, tenía las uñas sucias y cara de fracasado. A juicio de Nina, el comentario no merecía semejante reacción: al menos lo de las uñas sucias era una realidad innegable. Pero Vanesa se había ofendido y no quería hablarle.

El miércoles 7 junio, Nina hizo el camino de regreso a su casa pensando qué pasaría el día siguiente. Era una tradición que el día de su cumpleaños ella preparaba una opulenta comida para un grupo numeroso de personas. Además de su mal carácter, había otra característica de Nina en la que coincidían todos sus allegados: era una excelente cocinera. De las mejores. Aun así, la cantidad de participantes de su celebración se había ido reduciendo con los años, en forma inversamente proporcional al crecimiento de su malhumor. En los últimos cumpleaños solo habían estado sus amigas Rita y Mirna, además de Vanesa y, en ocasiones (es decir, cuando lo tenía), su novio. Este año, sin embargo, Mirna ya le había avisado que no podría estar presente porque uno de sus hijos recibía su título de ingeniero. Y Vanesa… quién sabe si vendría. Lo que a Nina le parecía seguro era que no estaría el novio de las uñas sucias.

Una gran comida solo para Rita le parecía a Nina una exageración. Venía pensando en la posibilidad de invitar a Yoli Maqueda, una empleada nueva del gimnasio, con quien hasta el momento nunca se había peleado, probablemente por dos motivos: solo llevaba ocho días trabajando allí y ella venía refrenándose de decirle lo que pensaba sobre el moño que usaba en la cabeza y su forma de vestir.

Se detuvo frente a la frutería, porque vio unas frambuesas estupendas que le servirían para la torta que pensaba preparar. Acababa de pedir que le embolsaran medio kilo cuando vio pasar a su hija.

—¡Vanesa!

—Mamá. Qué sorpresa.

—¿Qué hacías por acá? ¿Vas a casa?

—No, vengo de dar clase a mi alumno particular. Es acá a la vuelta.

—Ah, es cierto.

—¿Y vos qué hacías? —preguntó Vanesa.

—Estoy comprando frambuesas. Para una torta.

—Claro. Mañana es tu cumpleaños.

Al menos se había acordado, pensó Nina, y ese descubrimiento la alegró. Esperó, para ver si su hija agregaba algún comentario sobre el evento, pero no hubo nada.

—¿No querés tomar un café en casa?

Vanesa vaciló.

—Está bien —dijo al fin—. Pero solo me voy a quedar un ratito por que estoy apurada.

A Nina le hubiera gustado preguntarle en el camino si pensaba participar de su comida de cumpleaños al día siguiente, pero temía demasiado la respuesta y no se decidía a hacerlo. En realidad, Vanesa tampoco se atrevía a sacar el tema, de modo que hablaron de todo tipo de cuestiones sin importancia hasta el momento en que Nina empezó a servir el café y Vanesa observó su muñeca.

—Qué linda pulsera. ¿La compraste?

Nina había olvidado completamente ese asunto y ahora se sintió avergonzada de reconocer ante su hija que se había llevado un objeto ajeno. Prefirió inventar una explicación.

—No, me la dio una chica para que se la cuidara durante la clase de gimnasia y después se olvidó de pedírmela.

—Qué bien. Eso significa que te estás llevando mejor con las chicas.

—Si nunca me llevé mal…

—Mamá…

—Bueno, quizá sí, pero son ellas las que…

—Mamá…

Nina se quedó callada unos segundos, hasta que no pudo más.

—Bueno, basta —dijo golpeando la mesa—. Ya sé que tengo mal carácter. ¿Pero vas a venir a mi cumpleaños o no?

—Sí, basta —Vanesa también golpeó—. Voy a venir, pero lo voy a traer a Mauricio. Y ante tu primer comentario desagradable, ante la mínima alusión que me moleste, nos levantamos y nos vamos. ¿Te queda claro?

—Clarísimo —Nina sonrió—. Pensaba hacer tarteletas de atún, pollo a la crema de verdeo, mousse de chocolate y torta de frambuesas.

—Mmmm —Vanesa también sonrió—. Exquisito.

La celebración salió razonablemente bien y Nina se lució por su sobriedad: solo hizo dos comentarios irritantes y ninguno de ellos estuvo destinado a Mauricio, que por otra parte —observó sorprendida— tenía las uñas impecables.

Al día siguiente, cuando volvió al gimnasio, dejó la pulsera en el armario. Lo hizo con pesar, pero ya no podía quedársela o su hija iba a descubrir que le había mentido y no iba a gustarle nada. Minutos después apareció una chica que siempre andaba dando vueltas por el lugar, aun después de que terminaran sus clases. Se llamaba Nancy, pero todo el mundo le decía «Mano Dura» porque se comentaba que sus golpes eran letales.

Nina la observó acercarse. Tendría dieciséis o diecisiete años, espaldas anchas y unos brazos macizos y musculosos. Un aspecto general un poco intimidante.

—Hace unos días me olvidé una hebilla marrón, ¿me la busca? —le dijo sin preámbulos.

—Ahora estoy ocupada.

Nina fingió revisar las anotaciones de un cuaderno, con la esperanza de que la chica se fuera. No tenía ganas de buscarle nada.

—La espero —respondió Nancy y se paró a su lado, mirándola fijamente.

Nina solo soportó cinco minutos. Después suspiró pesadamente, se puso de pie, y revisó el armario hasta localizar la caja con hebillas. Se tomó mucho tiempo para hacerlo, como para demostrarle que las cosas no eran tan fáciles y tenía que cuidar mejor lo que llevaba al gimnasio. Mientras se la alcanzaba repitió su habitual discurso sobre la responsabilidad. La chica ni siquiera le contestó. Hurgó rápidamente entre las hebillas de la caja, sacó una y al mismo tiempo señaló la pulsera, que había quedado a la vista.

—Y esa pulsera también es mía.

—¿Sí?

Nina la miró sorprendida y con un cierto desagrado.

—Sí, me la dejé el otro día —Mano Dura le sostuvo la mirada—. ¿Me la da?

Hubiera querido negársela, pero no encontró ningún buen motivo para hacerlo.

—Está bien.

La observó mientras salía. Pensó que era una chica verdaderamente odiosa, pero esta vez se cuidó de decirlo.

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