Había alcanzado a hacer dieciocho pulseras. Bastante lindas, por cierto. Después de trabajar buena parte de la noche, Viktor Pavlenko miraba orgulloso su producción, que ahora compartía la bandeja con los encendedores. Las cosas, definitivamente, estaban mejorando. El día anterior había vendido diecisiete de los veinte encendedores y ese día, apenas llegado al parque, ya le habían comprado una pulsera. Esa noche se disponía a hacer más, y quizá también algunos collares.
Pero una cosa lo perturbaba: el episodio de la pulsera que le había venido a reclamar esa chica llorosa que le recordaba tanto a Inga. Viktor Pavlenko no soportaba pensar que ella sufría por su culpa. Por eso desde el momento en que llegó al lugar que había elegido para ubicar su puesto estuvo alerta y apenas vio que Leonor Corti atravesaba el parque corrió en su dirección.
—¡Prrofesora!
Leonor se asustó cuando vio que el gigante rubio se abalanzaba sobre ella y dio instintivamente un paso atrás.
—¿Sí?
—Disculpa, prrofesora, pero debo prreguntar algo.
—Qué curioso, yo también.
—¿Usted? —El ruso alzó las cejas con sorpresa—. ¿Qué?
—¿Qué tal es el clima en Moscú en el mes de julio?
—¿El clima? —Viktor parecía completamente desconcertado—. Bueno. Julio es verano: un poco de calor. No mucho. ¿Por qué?
—Estoy pensando en viajar.
—¿Viaja a Moscú? —Viktor sonrió encantado—. ¿A mi Moscú? La fecilito, prrofesora. Buena elección.
—Felicito.
—¿Qué?
—Nada, que se dice felicito. ¿Y usted de qué tenía que hablarme?
—De la pulsera.
—Ah, la pulsera —Leonor suspiró—. Vio, el broche estaba mal. La perdí. Pero no importa, no se preocupe.
—¿La perdió?
—Bueno, no ponga esa cara, no es tan importante —miró entonces la bandeja—. Veo que hoy tiene más.
—Sí, regalo a usted la que quiera. Elija, prrofesora.
—No, no hace falta. No se moleste.
—Sí, sí, por favor. Pero dígame: ¿dónde la perdió?
Mientras seleccionaba una pulsera con piedras azules, la directora Corti se dio cuenta de que algo raro estaba pasando. Ese hombre mostraba demasiado interés.
—En la calle, mientras caminaba… Pero sé quién la encontró.
—¿Quién?
—Ordóñez, de séptimo B. ¿Me va a explicar por qué me hace tantas preguntas?
Viktor pareció nervioso.
—Es complicado… Explico: yo tenía la pulsera por… una casualidad. No era mía. Ahora tengo que recuperar.
Leonor frunció la nariz con desagrado.
—¿Usted la robó?
—No, no, no —Viktor negó con vehemencia, moviendo las manos—. Yo la había encontrado. No sabía que era de una chica. Y que es muy especial.
—¿Especial cómo?
—Da suerte —susurró Viktor—. Es como… mágica.
La directora volvió a fruncir la nariz.
—¿Usted cree en esas cosas?
—¿Qué cosas?
—Eso, que un objeto puede dar suerte. Que las cosas no suceden simplemente por azar.
Viktor se encogió de hombros.
—Prrofesora, yo no creo ni dejo de creer. Pero si me dicen que algo da suerte… quizá da suerte. Y un poco de suerte vendría muy bien a mí. Si tengo suerte, entonces hago dinero y traigo familia.
—¿Dejó la familia allá? Debe extrañarlos.
—Sí. Mucho. Demasiado.
Leonor asintió y pensó que tenía que irse. Pero en ese momento vio que se les acercaban una chica preciosa y un nene, que parecía ser su hermano. Viktor se los presentó: eran los dueños de la pulsera que ella había comprado. Hubo un momento de silencio, mientras todos se miraban incómodos. Entonces Viktor les explicó que Leonor la tenía el día anterior, pero que se le había caído en la calle. Y aunque la directora intentó aclarar que sabía quién se la había llevado y que se la iba a pedir, a Isabel se le humedecieron los ojos instantáneamente y se tapó la boca, como conteniendo el grito.
—No llora —se apuró a consolarla el ruso—. La prrofesora va a encontrarla. La tiene Ordóñez, séptimo B.
Pero las lágrimas ya resbalaban por las mejillas de Isabel, que no acababa de entender lo que le explicaba Viktor. Nicolás le apretó un brazo.
—Quedate tranquila, saben quién la tiene: la vamos a encontrar.
—Eso —insistió Viktor sonriendo—. Se queda tranquila, como dijo su hermano.
—¡No soy su hermano! —protestó Nicolás, pero nadie le prestó atención.
Mientras volvían a sus casas, Nicolás intentó distraer a Isabel para que olvidara el asunto de la pulsera. Empezó a contarle la escena que había presenciado en un recreo, cuando Roberto Aranda (a quien todo el mundo apodaba Cabezón por obvios motivos) se había trenzado en una feroz pelea con Marcos Pereyra, por un asunto que nadie tenía muy claro, pero que al parecer estaba relacionado con la canción que había elaborado Pereyra inspirándose en el grano que le había salido en la frente a Aranda. La historia era divertida, pero se dio cuenta de que Isabel apenas lo escuchaba. De pronto, ella se detuvo en seco.
—¡Mirá!
Estiró la mano donde se acaba de posar un pequeño insecto.
—¿Qué tiene?
—¡Es una vaquita de San Antonio!
—Ah. ¿Y qué?
—¡Que traen suerte! —Isabel sonreía mientras se pasaba el insecto de una mano a la otra—. ¿La querés?
—No, dejá.
Siguieron caminando en silencio. Isabel llevaba la mano extendida y observaba feliz al insecto. Nicolás la observaba a ella.
—¿De verdad creés que vas a tener suerte porque un bicho se te posó en la mano?
Isabel se encogió de hombros.
—No sé. Pero me gusta la idea. Fijate que yo no lo busqué. Vino por su cuenta hasta mi mano, como si me anunciara algo: un golpe de suerte.
—Podrías pensar lo mismo cuando te pica un mosquito. O cuando se te posa una mosca en la nariz.
—No seas tonto, Nicolás. Los mosquitos y las moscas son asquerosos. En cambio todo el mundo sabe que las vaquitas de San Antonio traen suerte. Me vendría bien un golpe de suerte ahora: quizá podría recuperar la pulsera.
—O sea que necesitás suerte para recuperar lo que tenía que darte suerte. Eso suena raro.
Isabel suspiró
—Es que no hay que pensarlo tanto… O lo creés o no lo creés.
—Entiendo —dijo Nicolás, pero al mismo tiempo pensó que en verdad no lo entendía y nunca iba a entenderlo.