Mientras salían ese día del colegio, Nicolás pensó que la realidad se había impuesto de modo contundente sobre la superstición. Por un momento creyó que era un hecho evidente para cualquiera.
—¿Viste? —le preguntó a Isabel mientras bajaban la escalera—. No te hacía falta.
Pero ella no sonreía.
—¿Qué cosa?
—La pulsera. No te hacía falta: tuviste suerte sin ella. La de historia faltó y no nos tomaron la prueba. Ahora tenés varios días más para estudiar. Eso es buena suerte.
—¿Suerte, dijiste?
Isabel se había detenido en un escalón superior y desde allí lo miraba con evidente irritación. Se veía aún más alta, perfecta y temible que nunca.
—No, bueno, yo… —tartamudeó Nicolás arrepintiéndose al instante de sus palabras. Ella no lo dejó seguir.
—¿Cómo vas a decir que tuve suerte el día en que perdí la pulsera que salvó la vida de mi abuela? ¿La pulsera que era de mi mamá y que iba a ser mía en el futuro? ¿Me estás tomando el pelo?
—¿El pelo? —Nicolás bajó un escalón más—. No.
—Mejor dejemos de hablar y busquémosla de una vez —dijo Isabel marchando decidida.
Pero, aunque recorrieron dos veces todo el trayecto con la mirada fija en el suelo, de la pulsera no vieron ni la sombra. Isabel parecía a punto de llorar.
—Quizá podríamos ir a casa ahora y hacer un intento más tarde —sugirió Nicolás, que acababa de observar su reloj y llevaba once minutos de retraso de su horario de llegada habitual.
—¿Más tarde? ¿Más tarde?
Una lágrima ya avanzaba por la mejilla de Isabel. Nicolás ansió hacer algo que lograra congelarla en su camino.
—Pensemos —dijo apartando la vista de la cara de ella— en qué momento exacto la perdiste. Me la acababas de mostrar cuando llegamos al parque. Entonces vimos a ese tipo enorme que vendía encendedores. Y después te ataste los cordones.
—¿Me até los cordones?
—Sí. Pensá: ¿la tenías en ese momento?
Isabel cerró los ojos unos segundos.
—Sí —dijo al abrirlos—, ahí la tenía. Tiene que haberse caído enseguida después.
—Volvamos al lugar de los hechos —contestó Nicolás y pensó que la frase sonaba demasiado a serie de televisión.
En el lugar, sin embargo, no había nada. Ya lo habían revisado dos veces y la tercera no aportó ningún cambio. Isabel se dejó caer en un banco.
—Mis padres me van a matar —susurró—. Nunca tendría que haberla agarrado.
En ese momento, Nicolás vio al gigante rubio. Estaba a un costado del parque, inclinado sobre la bandeja donde llevaba los encendedores.
—Preguntémosle a él —sugirió, solo por hacer algo que detuviera las lágrimas de Isabel—. Quizá la vio.
Isabel pareció intimidada por el tamaño del hombre.
—¿Te parece?
—Sí, vamos.
Cuando se acercaron, el hombre contaba el dinero de sus ventas. En la bandeja solo quedaban cinco encendedores.
—Buenas tardes —dijo Nicolás.
Viktor levantó la cabeza y los miró. Supo que los había visto antes: la chica linda y su hermano menor. Sin duda, ella se parecía un poco a Inga, su hija. Quizás era el pelo. Y también los ojos cristalinos.
—¿Sí? ¿Quierren enciendedores? Son baratos. Y regulables. Miren…
Nicolás lo detuvo con un gesto antes de que les hiciera la demostración.
—No, gracias, no vamos a comprar nada. Tenemos un problema. Hoy, al pasar por acá, perdimos una pulsera. Nos gustaría saber si usted la vio. Es muy importante.
El ruso los miró: primero a Isabel, después a Nicolás. Frunció el ceño.
—¿Y por qué es importante?
—Es especial —dijo Isabel con la voz quebrada—. Ayuda a que… pasen cosas. La salvó a mi abuela.
Viktor pareció genuinamente interesado.
—Es decir… ¿como si fuera mágica?
—No —dijo Nicolás.
—Sí —dijo Isabel.
—Entiendo —respondió Viktor y frunció el entrecejo.
Durante unos segundos nadie dijo nada.
—¿Entonces?
Nicolás lo miraba impaciente a Viktor.
—Tenemos problema —respondió al fin—. La vendí.
—¿Qué?
—La encontré tirada. Una mujer la vio y gustó —se encogió de hombros, como disculpándose—. Yo no podía saber.
Isabel intentó contener un sollozo.
—Decí a tu hermana que no llore —dijo Viktor.
—No es mi hermana —respondió fastidiado Nicolás—. ¿Sabe quién era la mujer?
El ruso asintió.
—Una directora de escuela. Se llama Leonor algo.
—¿Y sabe cuál es su escuela? ¿O dónde vive?
Viktor negó con la cabeza.
—No, no, no sabe. —El sollozo de Isabel aumentó de volumen—. Pero no se preocupe, Viktor la va a encontrar.
—¿Cómo? —Nicolás lo miró con desconfianza.
—No sé. Pero va a encontrar. Venga mañana.
—Está bien —Nicolás la miró a Isabel—. Vamos ahora. Va a aparecer.
Isabel asintió y se pasó un pañuelo por los ojos. Viéndola tan tremendamente desolada, Viktor sintió un pinchazo en su interior. No era solo el pelo y los ojos lo que le recordaba a Inga, pensó, sino también la forma de la cara, ese óvalo perfecto y delicado. Cuando empezaron a caminar, los llamó.
—¡Chico!
Nicolás se dio vuelta.
—¿Qué?
—Dígale a su hermana que esté tranquila. Viktor va a encontrar.
—¡No es mi hermana! —gritó enojado Nicolás, pero el ruso se limitó a asentir con la cabeza.