Nunca me he movido bien en las ciudades, a pesar de que vivía en una por necesidad: porque mi marido tenía que estar allí, porque los mejores puestos para mí estaban allí, porque siempre me boicoteé cuando me surgieron oportunidades en el campo… Pero yo no era un animal domesticado. La mugre y el polvo de las ciudades, su estado de vigilia interminable, su saturación, la luz constante que oscurece las estrellas, los omnipresentes humos de gasolina, las mil formas en que presagian nuestra destrucción… nada de eso me resultaba atractivo.
—¿Adónde vas tan tarde por la noche? —me había preguntado mi marido varias veces, unos nueve meses antes de que se marchara con la undécima expedición. Hubo un tácito «realmente» después del «vas»: pude oírlo, alto e insistente.
—A ningún sitio —contesté. «A todas partes».
—No, en serio… ¿adónde vas?
Hablaba en su favor que nunca hubiera intentado seguirme.
—No te pongo los cuernos, si te refieres a eso.
Esa respuesta tan directa solía pararlo, si bien no lo tranquilizaba.
Yo le había explicado que un paseo en solitario a altas horas me relajaba, me permitía dormir cuando el estrés por el aburrimiento de mi trabajo se volvía excesivo. Pero lo cierto era que solo recorría la distancia hasta una parcela vacía llena de malas hierbas. La parcela me atraía porque en realidad no estaba vacía. Dos especies de caracoles la habían convertido en su hogar, así como tres especies de lagartos, junto con mariposas y libélulas. Un charco de humildes orígenes —la rodera de barro de unos neumáticos de camión— había ido acumulando agua de lluvia hasta convertirse en un pequeño estanco. Huevos de pez habían llegado hasta ese lugar, donde se veían pececillos y renacuajos e insectos acuáticos. Por todas partes crecían algas, que volvían el terreno menos susceptible de erosión. Pájaros cantores en plena migración lo utilizaban como estación de abastecimiento.
Como hábitat, la parcela no era demasiado compleja, pero su cercanía amortiguaba mis ganas de meterme en el coche y conducir hasta el paraje natural más cercano. Me gustaba visitarlo por la noche por la posibilidad de ver a un precavido zorro o pillar a un petauro del azúcar descansando en un poste telefónico. Los chotacabras se agrupaban ahí cerca para cebarse con los insectos que bombardeaban las farolas. Ratones y búhos ejecutaban antiguos rituales de depredador y presa. Todos ellos mantenían un estado de alerta que los diferenciaba de los animales verdaderamente salvajes: se trataba de una alerta hastiada, resultado de historias largas y fatigosas: experiencias de mala fe en territorios ocupados por humanos, hechos trágicos del pasado.
No le conté a mi esposo que mis caminatas tenían un destino porque quería la parcela solo para mí. Hay muchas cosas que las parejas hacen por costumbre y porque se espera que las hagan, y a mí eso no me importaba. A veces hasta me gustaba. Pero tenía la necesidad de ser egoísta con aquel pedazo de naturaleza urbana. Me expandía la mente cuando estaba en el trabajo, me calmaba, me proporcionaba una serie de dramas en miniatura de los que estar pendiente. Lo que yo no sabía era que, mientras me aplicaba esta tirita para mis ansias de lo ilimitado, mi esposo soñaba con el Área X y con espacios abiertos mucho mayores. Sin embargo, más adelante el paralelismo contribuyó a mitigar mi furia por su marcha y, luego, la confusión cuando regresó tan cambiado. Aunque la cruda verdad es que seguí sin comprender realmente en qué me había equivocado con él.
La psicóloga había dicho que la frontera avanzaba un poco más cada año. Pero a mí me parecía una afirmación demasiado restrictiva e ignorante. Existían miles de espacios «muertos» como la parcela que yo visitaba, miles de entornos de transición que nadie veía, que se habían vuelto invisibles porque no eran «útiles». En ellos podía habitar cualquier cosa durante un tiempo sin que nadie se diera cuenta. Habíamos llegado a pensar en la frontera como aquel muro monolítico e invisible, pero si los miembros de la undécima expedición fueron capaces de regresar sin nuestro conocimiento, ¿no podrían haberla atravesado ya otras cosas?
En esta nueva fase de mi esplendor, recuperándome de las heridas, la Torre me llamaba de forma incesante; percibía su presencia física bajo la tierra con una claridad equiparable a aquel primer arrebato, a la atracción de cuando, sin mirar, sabes perfectamente en qué lugar de la habitación se encuentra el objeto de tu deseo. Parte de ello se debía a mi necesidad de volver, pero otra parte podía deberse al efecto de las esporas, de modo que me resistí porque antes tenía otro trabajo que hacer. Trabajo que, si podía dedicarme a él sin interferencias ajenas, tal vez lo pusiera todo en orden.
Para empezar, tenía que poner en cuarentena las mentiras y las ocultaciones de mis superiores a partir de los datos correspondientes a las auténticas peculiaridades del Área X. Por ejemplo, el secreto conocimiento de que hubo una proto-Área X, una especie de «preámbulo» o cabeza de playa establecido en primer lugar. Aunque es cierto que el hecho de ver el montón de diarios modificó radicalmente mi perspectiva del Área X, no creía que un número mayor de expediciones me dijera mucho más sobre la Torre y sus efectos. Lo que me decía básicamente era que, aunque la frontera se estuviera expandiendo, el avance de la absorción por parte del Área X aún se podía considerar relativo. Los recurrentes datos hallados en los diarios que se referían a ciclos reiterados y a fluctuaciones temporales de lo extraño y lo corriente fueron de utilidad para establecer patrones. Pero esta información también podían conocerla mis superiores y, por lo tanto, podía considerarse como algo que ya habían comunicado otros. El mito de que solo habían acabado mal las primeras expediciones, cuya fecha inicial fue artificialmente «sugerida» por Southern Reach, reforzaba la idea de unos ciclos existentes dentro del marco general de un «avance».
Los detalles individuales relatados en los diarios podían contar historias de heroísmo o de cobardía, de buenas o malas decisiones, pero en último término reflejaban una especie de «determinismo». Hasta el momento, nadie había explorado los cimientos de la «meta» o el «propósito» de un modo que obstruyera dicha meta o dicho propósito. Todo el mundo murió o fue asesinado, volvió transformado o no, pero el Área X continuaba como siempre… Mientras, nuestros superiores, por lo visto, temían tanto todo replanteamiento radical de la situación que seguían enviando expediciones poco informadas como si fuese la única opción. Alimentemos el Área X sin contrariarla y quizá alguien, por suerte o por pura repetición, dé con alguna explicación o solución antes de que el mundo «se convierta» en el Área X.
No había modo de corroborar ninguna de estas teorías, pero aun así me proporcionaban cierto consuelo lúgubre.
Dejé el diario de mi marido para el final, aunque su llamada era tan poderosa como la de la Torre. Me centré en lo que había llevado: las muestras del poblado en ruinas y de la psicóloga, junto con las de mi propia piel. Instalé el microscopio en la desvencijada mesa, que supongo que la topógrafa ya encontró tan estropeada que no le mereció mayor atención. Las células de la psicóloga, tanto las del hombro sano como las de la herida, tenían aspecto de células humanas corrientes. Al igual que las de mis propias muestras. Era imposible. Las repasé una y otra vez, incluso fingiendo puerilmente que no me interesaban en absoluto antes de abalanzarme sobre ellas con ojos de lince.
Estaba convencida de que, cuando las miraba, las células se convertían en otra cosa, de que el propio acto de observarlas lo cambiaba todo. Sabía que era una locura, pero aun así lo creía. Era como si el Área X se riera de mí: cada brizna de hierba, cada insecto extraviado y cada gota de agua. ¿Qué ocurriría cuando el Reptador alcanzara el fondo de la Torre? ¿Y cuando volviera a la superficie?
A continuación examiné las muestras del poblado: musgo de la «frente» de una de las erupciones, astillas de madera, un zorro muerto y una rata. La madera era madera, en efecto. Y la rata, una rata. Pero el musgo y el zorro… se componían de células humanas modificadas. Allí donde aguarda el fruto asfixiante llegado de la mano del pecador yo traeré las semillas de los muertos…
Supongo que debería haberme alejado del microscopio alarmada, pero ya estaba por encima de semejantes reacciones ante nada de lo que pudiera mostrarme aquel instrumento. Así que me limité a maldecir en voz baja. El jabalí de camino al campamento base, los extraños delfines, la bestia atormentada de los juncos… Incluso, irracionalmente, la idea de que réplicas de los miembros de la undécima expedición cruzaron la frontera de vuelta. Todo respaldaba la prueba de mi microscopio. En este lugar se daban metamorfosis y, del mismo modo que me sentí parte de un paisaje «natural» cuando me dirigía al faro, no podía negar que se trataba de hábitats de transición en un sentido hondamente «antinatural». Una retorcida sensación de alivio se apoderó de mí: al menos podía demostrar que allí ocurrían cosas extrañas, y tenía además el tejido cerebral extraído por la antropóloga de la piel del Reptador.
Pero ya había tenido bastante de muestras. Después de almorzar resolví no dedicar más tiempo a la limpieza del campamento base; la mayor parte de esa tarea recaería en la siguiente expedición. Era otra tarde deslumbrante de asombroso cielo azul y temperatura confortable. Me senté un rato a observar las libélulas que rozaban la alta hierba y las lazadas y las caídas del vuelo de un carpintero cabecirrojo. Solo estaba aplazando lo inevitable: mi regreso a la Torre; y aun así, seguí perdiendo el tiempo.
Cuando al fin cogí el diario de mi marido y me puse a leer, el esplendor me abrumó con oleadas interminables y me conectó con la tierra, el agua, los árboles y el aire, mientras yo me iba abriendo cada vez más.
Aquel diario no era lo que me esperaba. Salvo lacónicas excepciones, garabateadas a toda prisa, casi todas las entradas iban dirigidas a mí. Yo no quería eso y, en cuanto me percaté, tuve que luchar contra la necesidad de arrojarlo lejos como un veneno. Mi reacción no tenía que ver con el amor ni con la falta del mismo, sino que nacía más bien de una sensación de culpa. Mi marido había querido compartir ese diario conmigo y ya estaba muerto, o bien existía en algún estado que quedaba más allá de toda posible comunicación con él, de toda reciprocidad.
La undécima expedición estuvo formada por ocho miembros, todos varones: un psicólogo, dos médicos (incluido mi marido), un lingüista, un topógrafo, un biólogo, un antropólogo y un arqueólogo. Llegaron al Área X en invierno, con los árboles despojados de casi todas sus hojas y los juncos ennegrecidos y gruesos. Los arbustos de flores se habían «vuelto plomizos» y parecían como «acurrucados» a lo largo del camino, según decía. «Menos aves de las indicadas en los informes —escribió—. Pero ¿adónde van? Solo el pájaro fantasma lo sabe». El cielo se encapotaba a menudo y el nivel del agua en los pantanos de cipreses era bajo. «Ni una lluvia en todo el tiempo que llevo aquí», escribió al final de la primera semana.
También ellos descubrieron lo que solo yo denominaba la Torre, en su quinto o sexto día —yo cada vez me convencía más de que la ubicación del campamento base estaba pensada para favorecer dicho descubrimiento—, pero su topógrafo opinó que debían continuar cartografiando el terreno y siguieron un derrotero distinto al nuestro. «A ninguno de nosotros le ha apetecido bajar allí», escribió mi esposo. «Y a mí, menos aún». Él sufría claustrofobia; a veces, hasta tenía que salir de la cama en plena noche e irse a dormir al porche.
No sé por qué, en aquel caso el psicólogo no coaccionó a la expedición para que descendiera a la Torre, así que continuaron explorando, pasando por el pueblo en ruinas, hasta el faro y más allá. Sobre el faro, mi marido anotó el horror al descubrir las señales de la matanza, pero sintieron «demasiado respeto como para ordenar aquello», refiriéndose, supongo, a las mesas volcadas en la planta baja. No mencionaba la fotografía del farero en la pared del rellano, cosa que me defraudó.
Igual que yo, descubrieron en lo alto del faro la pila de diarios, que también los conmocionó. «Hemos tenido una intensa discusión sobre qué hacer. Yo quería abortar la misión y volver a casa porque es evidente que nos han mentido». Pero, por lo visto, en aquel punto el psicólogo recuperó el control, si bien de un modo algo endeble. Una de las directrices del Área X era que cada expedición debía mantenerse como una unidad. Pero en la entrada siguiente la expedición ya había decidido dividirse, como para salvar la misión atendiendo solamente a la voluntad de cada persona y garantizar así que nadie intentase regresar a la frontera. El otro médico, el antropólogo, el arqueólogo y el psicólogo se quedaron en el faro a leer los diarios e investigar la zona adyacente. El lingüista y el biólogo se fueron a explorar la Torre. Mi marido y el topógrafo continuaron más allá del faro.
«Esto te encantaría», escribió en una entrada especialmente ferviente que, más que optimismo, me transmitió una euforia preocupante. «Te encantaría la luz en las dunas. Te encantaría la pureza espaciosa de su naturaleza».
Siguieron la costa durante toda una semana, cartografiando el paisaje y con la plena esperanza de toparse en algún momento con la frontera, tuviera la forma que tuviese, o algún obstáculo que impidiera su avance.
Pero no fue así, sino que el mismo hábitat los recibió un día tras otro. «Nos dirigimos al norte, me parece —escribió—, pero, a pesar de que cubrimos entre cinco y seis kilómetros al día, nada ha cambiado. Todo es igual». No obstante, hacía bastante hincapié en que no se refería a que estuvieran atrapados en algún tipo de «extraño círculo recurrente». Y aun así, sabía que «a todas luces tendríamos que habernos encontrado ya con la frontera». En efecto, se habían adentrado en una extensión de lo que él llamó el Tramo Sur que aún no se había cartografiado, «que, antes de cruzar la frontera, habíamos dado por hecho que existía, alentados por la vaguedad de nuestros superiores».
Yo también sabía que el Área X terminaba bruscamente no muy lejos del faro. ¿Que cómo lo sabía? Nuestros superiores nos lo dijeron durante la instrucción. Es decir, que, en realidad, no sabía nada.
Finalmente dieron media vuelta porque «hemos visto detrás de nosotros una lluvia de luces extrañas a lo lejos y, desde el interior, más luces, y sonidos que no sabemos identificar. Nos preocupan los miembros de la expedición a los que hemos dejado atrás». En el punto en que regresaron, acababan de alcanzar a ver «una isla rocosa, la primera que hemos visto», que les despertó un «potente impulso de explorar, aunque no hay manera sencilla de llegar hasta allí». Al parecer, la isla «fue habitada en algún momento: hemos visto casas de piedra repartidas por una colina y, abajo, un muelle».
El viaje de vuelta al faro les llevó cuatro días y no siete, «como si el terreno se hubiera contraído». En el faro, el psicólogo no estaba y se encontraron con las cruentas secuelas de un tiroteo en el rellano de mitad de la escalera. Un superviviente moribundo, el arqueólogo, «nos ha dicho que algo “que no era de este mundo” había subido y había matado al psicólogo y se había replegado con su cadáver. “Pero el psicólogo volvió luego”, ha desvariado el arqueólogo. Solo había dos cadáveres y ninguno era del psicólogo, cuya ausencia no ha sabido explicar. Tampoco ha sabido decirnos por qué luego se han disparado mutuamente; solo decía una y otra vez que “no confiábamos en nosotros”». Mi marido señaló que «he visto algunas heridas que no eran de bala, y ni la sangre que salpica las paredes se corresponde con lo que sé del escenario de un crimen. En el suelo había un residuo extraño».
El arqueólogo «se ha enderezado en la esquina del rellano y ha amenazado con dispararnos si me acercaba lo bastante como para verle las heridas. De todos modos, enseguida ha muerto». A continuación se llevaron los cadáveres afuera y los enterraron en la playa, a poca distancia del faro. «Ha sido difícil, pájaro fantasma, y no sé si nos recuperaremos nunca. No de veras».
Quedaban el lingüista y el biólogo en la Torre. «El topógrafo ha propuesto que volviéramos a subir por la costa que queda más allá del faro o que siguiéramos la playa hacia abajo. Pero ambos sabemos que eso sería eludir los hechos. Lo que estaba diciendo en el fondo era que abandonásemos la misión, que nos sumiéramos en el paisaje».
Un paisaje que les estaba afectando. La temperatura caía y se elevaba con violencia. Las profundidades del subsuelo retumbaban en forma de leves temblores. El sol se les aparecía con un «matiz verdoso», como si «la frontera estuviera distorsionándonos la visión de algún modo». También vieron «bandadas de pájaros volando tierra adentro, no de una misma especie, sino halcones y patos, garzas y águilas, todos agrupados como en una causa común».
En la Torre, solo se aventuraron a bajar unos cuantos niveles antes de subir otra vez. No había mención de las palabras en la pared. «Si el lingüista y el biólogo estaban dentro, era mucho más abajo, pero no hemos tenido interés en seguirlos». Al regresar al campamento base, se encontraron con el cadáver del biólogo, apuñalado varias veces. El lingüista había dejado una nota que decía simplemente: «Me he ido al túnel. No me busquéis». Sentí un extraño acceso de simpatía por un colega caído. Seguro que el biólogo había intentado razonar con él. O eso me dije. Quizá había tratado de matarlo. Pero era obvio que el lingüista ya había caído en la trampa de la Torre y de las palabras del Reptador. Ahora entiendo que conocer el significado de las palabras en términos tan íntimos podía ser demasiado para cualquiera.
El topógrafo y mi marido volvieron a la Torre al anochecer. El porqué no aparece en las entradas del diario: empezaba a haber brechas que correspondían al transcurso de algunas horas, sin recapitulaciones. Pero, durante la noche, vieron una procesión horrenda que penetraba en la Torre: siete de los ocho miembros de la undécima expedición, incluidos un doble de mi esposo y uno del topógrafo. «Y ahí, ante mí, estaba yo mismo. Caminando muy rígido. Con una expresión muy ausente en el rostro. Claramente no era yo… y, sin embargo, lo era. El topógrafo y yo quedamos conmocionados. No intentamos detenerlos. No sé por qué, parecía imposible tratar de detenernos a nosotros mismos. Y no mentiré: estábamos aterrados. No pudimos hacer más que observar hasta que hubieron descendido. Después, por un instante, todo me encajó, todo lo ocurrido: estábamos muertos. Éramos fantasmas vagando por un paisaje embrujado y, aunque no lo sabíamos, la gente vivía aquí vidas normales… pero nosotros no podíamos verlo a través del velo, de la interferencia».
Poco a poco, mi marido fue quitándose esa sensación de encima. Aguardaron varias horas, ocultos entre los árboles que había más allá de la Torre, por si regresaban los dobles. Discutieron sobre qué hacer si eso ocurría. El topógrafo quería matarlos. Mi marido quería interrogarlos. Todavía ofuscados, ninguno dio mucha importancia al hecho de que el psicólogo no se contara entre ellos. En un momento dado, una especie de siseo como de vapor emanó de la Torre y un haz de luz se proyectó hacia el cielo antes de cesar bruscamente. Pero aun así no salió nadie y, al fin, los dos hombres volvieron al campamento base.
Fue en ese momento cuando decidieron tomar caminos separados. El topógrafo ya había visto suficiente y pensaba dar media vuelta e irse de inmediato del campamento base a la frontera. Mi esposo se negó porque sospechaba, por algunas interpretaciones del periódico, que «esta idea de volver por los mismos medios que nuestra entrada podría ser en realidad una trampa». Con el transcurso del tiempo y al no hallar obstáculo para avanzar siempre hacia el norte, mi marido fue volviéndose «receloso con la idea general de las fronteras», aunque no era capaz de sintetizar «la intensidad de esa sensación» en una teoría coherente.
Intercaladas con esta explicación directa de lo acontecido a la expedición había observaciones más personales, la mayoría de las cuales prefiero no exponer aquí. Pero hay un pasaje que pertenece al Área X y a nuestra relación al mismo tiempo:
Viendo y experimentando todo esto, incluso lo malo, me gustaría que estuvieras aquí. Que nos hubiéramos presentado juntos. Aquí te habría entendido mejor, de camino al norte. Sin tener que decirnos nada si tú no hubieras querido. Yo no me habría molestado. En absoluto. Y no habríamos vuelto atrás. Habríamos continuado hasta que ya no se pudiera ir más allá.
Lenta y dolorosamente fui comprendiendo lo que llevaba leyendo desde las primeras palabras de aquel diario: mi marido tuvo una vida interior que iba más allá de su exterior sociable y, si yo hubiera sabido bajar la guardia ante él, quizá me habría dado cuenta. Pero, por supuesto, no lo hice. La bajé ante pozas de marea y hongos capaces de corroer hasta el plástico en mi interior, pero no ante él. De todos los aspectos del diario, este es el que más me consumía. Él había contribuido a nuestros problemas presionándome demasiado, deseando demasiado, intentando ver en mí algo que no existía. Pero yo podría haberle tendido una mano y contener mi soberbia. Ya era demasiado tarde.
Sus observaciones personales incluían varios divertimentos, como la descripción de una poza de marea en las rocas, justo pasado el faro, o la observación detenida del uso atípico de un afloramiento de ostras, en marea baja, por parte de un rayador que intentaba matar a un pez grande. En una solapa trasera había metido algunas fotos de la poza. Y cuidadosamente guardadas en la misma solapa encontré flores silvestres prensadas, una vaina delgada y unas cuantas hojas poco comunes. En principio, a mi marido no le interesaba nada de eso; incluso observar el rayador y escribir una página de anotaciones le habría requerido un gran esfuerzo de concentración. Yo sabía que esos elementos iban dirigidos a mí y solo a mí. No había palabras cariñosas, pero yo entendía en parte el porqué de tal reserva: él sabía que yo odiaba palabras como «amor».
La última entrada, escrita a su regreso al faro, decía: «Volveré a subir por la costa. Pero no a pie. En el pueblo abandonado hay un barco. Está desfondado y carcomido, pero lo arreglaré con madera del muro que hay fuera del faro. Seguiré la línea de la costa mientras pueda. Hasta la isla y quizá más allá. Si llegas a leer esto, ahí es adonde voy. Ahí es donde estaré». ¿Acaso podía existir, entre tantos ecosistemas de transición, uno de más transición todavía, es decir, en los límites de la influencia de la Torre pero fuera aún de la influencia de la frontera?
Después de leer el diario, me quedó el consuelo de aquella imagen esencial y recurrente de mi marido echándose a la mar en un barco construido por él, cruzando el oleaje para salir a la calma. Siguiendo la costa hacia el norte, solo, buscando en esa experiencia la alegría de los pequeños momentos que recordaba de días más felices. Me sentí terriblemente orgullosa. Demostraba resolución. Demostraba valentía. Nos unía de un modo más íntimo de lo que parecía que habíamos estado nunca viviendo juntos.
En destellos, en fragmentos de pensamiento, después de la lectura, me pregunté si aún escribiría un diario, o si la mirada del delfín me había resultado familiar por un motivo distinto al hecho de ser tan humana. Pero pronto rechacé semejante tontería; hay preguntas que pueden acabar contigo si la respuesta se te niega el suficiente tiempo.
Mis heridas se habían reducido a un dolor constante pero razonable cuando respiraba. No por casualidad, al anochecer el esplendor volvió a irrumpir en mis pulmones y a entrarme por la garganta, de un modo que me imaginé que me brotaba en volutas de la boca. Me estremecí al recordar la columna de la psicóloga que había visto desde lejos, como una señal de peligro. No podía esperar a la mañana, aunque solo se tratara de la premonición de un futuro aún lejano. Volvería a la Torre de inmediato. Era el único sitio al que podía ir. Dejé el rifle de asalto. Dejé el cuchillo. Dejé la mochila y me sujeté al cinturón una cantimplora con agua. Cogí la cámara, antes de pensármelo dos veces y abandonarla en una roca a medio camino de la Torre: las ansias por registrar solo me distraerían, y las fotografías no tenían más valor que las muestras. En el faro me aguardaban décadas de diarios. Generaciones de expediciones que habían escrito antes que yo. Lo inútil que era, la presión que representaba, casi pudo conmigo otra vez. El desperdicio de todo ello.
Había llevado una linterna, pero descubrí que veía lo bastante al resplandor verde que emanaba de mi cuerpo. Me deslicé rápidamente por la oscuridad, siguiendo el sendero que conducía a la Torre. El cielo oscuro, libre de nubes, enmarcaba las altas líneas estrechas que formaban los pinos y reflejaba la plena inmensidad del firmamento. Sin fronteras, sin luz artificial que oscureciera las miles de perforaciones titilantes. Podía verlo todo. De niña me gustaba observar el cielo nocturno y buscar estrellas fugaces, como a todo el mundo. De mayor, sentada en el tejado de mi casita de la bahía y, más tarde, rondando la parcela vacía, ya no buscaba estrellas fugaces sino fijas, intentando imaginarme qué clase de vida habitaría en esas pozas celestiales tan lejanas. Las estrellas que veía eran extrañas, se repartían por el cielo formando unos patrones nuevos y caóticos, mientras que la noche anterior me habían reconfortado con su familiaridad. ¿Acaso ahora las veía con claridad? ¿Estaría aún más lejos de casa de lo que creía? Una idea que no debería haberme provocado esa sombría satisfacción.
La palpitación me llegó más distante al penetrar en la Torre, con la mascarilla bien sujeta sobre la nariz y la boca. No sabía muy bien si estaba evitando mayores contaminaciones o si solo procuraba contener mi esplendor. La bioluminiscencia de las palabras en el muro era más intensa y el brillo de mi piel expuesta parecía responderle del mismo modo, iluminándome el camino. Por lo demás, no noté ninguna diferencia al bajar más allá de los primeros niveles. Aunque con los pisos más altos ya estaba familiarizada, jugaba en contra el significativo hecho de que fuese mi primera vez a solas en la Torre. A cada nueva curva de esas paredes que bajaban hacia la oscuridad, disipada solo por la luz granulada y verdosa, estaba más convencida de que algo emergería de entre las sombras para atacarme. En ese momento eché de menos a la topógrafa y tuve que pisotear mi sensación de culpa. Y, pese a mi concentración, noté la atracción de las palabras en el muro; vi que, por más que intentara concentrarme en las grandes profundidades, esas palabras seguían tirando de mí. El sembrado entre las sombras es de una gracia y misericordia que hará brotar flores oscuras, y sus dientes devorarán, sustentarán y anunciarán la desaparición de una era…
Antes de lo esperado, llegué al lugar donde habíamos encontrado muerta a la antropóloga. No sé por qué, me sorprendió encontrarla aún allí, rodeada de los restos de su fallecimiento: jirones de tela, su mochila vacía, un par de viales rotos, su cabeza que dibujaba un perfil quebrado… La cubría una capa movediza de organismos claros que, al detenerme cerca, descubrí que eran los minúsculos parásitos con forma de mano que vivían entre las palabras del muro. Imposible decir si estaban protegiéndola, transformándola o estropeándola; del mismo modo que tampoco podía saber si alguna versión de la antropóloga se le había aparecido a la topógrafa cerca del campamento base, cuando yo ya me había marchado hacia el faro.
No me entretuve, sino que continué bajando. El latido de la Torre empezó a hacer eco y aumentó de volumen. De repente, las palabras en la pared volvían a aparecer más frescas, como si solo se «secaran» una vez creadas. Me percaté de un zumbido menos audible que el latido, un sonido casi de interferencia. La ranciedad quebradiza de aquel espacio dio paso a algo más tropical y empalagoso. Me di cuenta de que estaba sudando. Y lo más importante: el rastro del Reptador bajo mis botas se volvió más fresco, más pegajoso, y procuré ir por la parte derecha para evitar la sustancia. La pared de la derecha también había cambiado, pues la cubría una capa fina de musgo o de liquen. No me gustaba tener que presionarla con la espalda para esquivar la sustancia del suelo, pero no tenía elección.
Al cabo de unas dos horas de lento avance, el latido de la Torre había aumentado tanto que parecía que sacudiera la escalera, y el zumbido subyacente se fragmentó en forma de limpia crepitación. Los oídos me retumbaban, el cuerpo me vibraba y tenía la ropa sudada de la humedad, tan sofocante que me entraron ganas de quitarme la mascarilla para engullir aire. Pero me resistí a la tentación. Estaba cerca. Sabía que estaba cerca; de qué, no tenía ni idea.
Las palabras en el muro se habían formado hacía tan poco que era como si gotearan, y las criaturas con forma de mano no eran tan numerosas, y las que había formaban puños cerrados, como si aún no hubieran despertado del todo a la vida. Lo mortal descubrirá vida aun en la muerte pues cuanto se pudre no es olvidado y una vez reviva recorrerá el mundo con la dicha del no saber…
Bajé en espiral otro tramo de escalera y entonces, al llegar al estrecho intervalo antes de la siguiente curva, vi luz. Los bordes de una luz nítida y dorada que emanaba de algún punto fuera de mi campo de visión, oculto por la pared; mi esplendor interno palpitó y se excitó. El zumbido volvió a intensificarse hasta convertirse en un siseo ya tan aguzado que me pareció que me salía sangre de los oídos. El pico del latido resonó en cada parte de mi ser. No me sentí como una persona, sino como el simple canal receptor de una serie de abrumadoras transmisiones. Sentí el esplendor brotándome de la boca en forma de espray medio invisible y topando con la resistencia de la mascarilla; me la arranqué con un jadeo. Me surgió este pensamiento: «Devuelve a aquello que te dio», sin saber qué podía estar alimentando, ni qué significaba para la colección de células e ideas que me constituían.
Comprenderéis que, si no había podido irme a tiempo, tampoco podía dar la vuelta en ese momento. Mi libre albedrío estaba comprometido, aunque solo fuese por la fuerte tentación de lo desconocido. ¿Dejar aquel lugar, volver a la superficie sin doblar esa curva? Mi imaginación me habría torturado para siempre. Llegado aquel punto, me había convencido de que prefería morir sabiendo… algo, cualquier cosa.
Crucé el umbral. Descendí a la luz.
Una noche, durante los últimos meses en Bahía Rocosa, experimenté una profunda inquietud. Fue después de confirmar que no iban a renovarme la beca y antes de que hubiera perspectivas de un nuevo trabajo. Del bar me había llevado a otro desconocido con el que intentar distraerme de mi situación, pero se había marchado hacía horas. Estaba muy desvelada y todavía estaba borracha. Era estúpido y peligroso, pero decidí ir en camioneta a las pozas de marea. Quería coger desprevenida a toda esa vida oculta y sorprenderla en cierto modo. Se me había metido en la cabeza que las pozas de marea se transformaban por la noche, cuando nadie las miraba. Quizá es lo que ocurre cuando llevas tanto tiempo estudiando algo que puedes distinguir una anémona marina de otra al instante; podría haber distinguido a cualquier morador de esas pozas de marea en una rueda de reconocimiento, si hubiera cometido un crimen.
Así pues, aparqué la furgoneta y bajé por el camino ventoso hasta la playa de arena, ayudándome de una linterna muy pequeña que colgaba de mi llavero. Luego chapoteé por los bajíos y trepé a las rocas. En realidad, deseaba perderme. La gente me ha dicho toda la vida que me controlo demasiado, pero nunca ha sido el caso. Nunca me he controlado de veras, ni he deseado el control.
Aquella noche, aunque se me habían ocurrido mil excusas para culpar a otros, supe que la había cagado. A base de no llenar informes. De no ceñirme al foco del puesto encomendado. De registrar datos raros y periféricos. Nada que satisficiera a la organización que me proporcionó la beca. Yo era la reina de las pozas de marea y lo que yo decía era ley, y lo que comunicaba era lo que había querido comunicar. Me había despistado, como siempre, por confundirme con mi entorno, por no saber mantenerme separada, aparte del mismo; la objetividad era un terreno desconocido para mí.
Fui de una poza de marea a otra con mi patética linterna, perdiendo el equilibrio media docena de veces y a punto de caerme. Si me hubiera observado alguien —¿y quién puede decir hoy que no?—, habría visto a una bióloga malhablada, bebida y temeraria que había perdido toda perspectiva, que estaba en mitad de la nada por segundo año consecutivo y se sentía vulnerable y sola, aunque se había prometido no entristecerse nunca por su soledad. «Cosas que hizo y dijo ella que la sociedad tachó de antisociales o egoístas». Rastreando algo de noche en las pozas de marea, pese a que ya era bastante milagroso lo que halló durante el día. Tal vez gritara incluso, vociferando y revoloteando sobre las rocas resbaladizas como si las mejores botas del mundo no pudieran fallar, como si no pudieran hacerte romper el cráneo contra el suelo y llenarte la frente de lapas y percebes y de sangre.
Pero el hecho es que, aunque no me lo merecía —¿o sí?, ¿y realmente solo buscaba algo familiar?—, encontré algo milagroso, algo que se manifestaba con luz propia. Vislumbré una trémula y chispeante promesa de iluminación, procedente de una de las pozas más grandes, y me dio que pensar. ¿Realmente deseaba una señal? ¿Realmente quería descubrir algo o solo lo creía? Pues bien, decidí que sí quería descubrir algo, porque me encaminé hacia allí, lo bastante sobria de repente como para vigilar dónde ponía el pie, para ir con cuidado y no abrirme la cabeza antes de ver lo que había en esa poza.
Lo que encontré cuando al fin llegué allí y me asomé con las manos en las rodillas flexionadas fue una rara especie de estrella de mar colosal, de seis brazos, mayor que una sartén y que exudaba un color dorado oscuro dentro del agua quieta, como si estuviera ardiendo. Los que nos dedicamos a esto preferimos a su nombre científico el de «destructor de mundos», más pertinente. La cubrían gruesas espinas y, a lo largo de los bordes, pude ver, con contornos verde esmeralda, los más delicados cilios transparentes, miles de ellos, que la propulsaban por el camino designado para alcanzar a su presa: otra estrella de mar, más pequeña. Yo nunca había visto un destructor de mundos, ni en acuarios, y fue tan inesperado que me olvidé de la roca resbaladiza, perdí el equilibrio y no me caí por muy poco, gracias a que me apoyé con un brazo en el borde de la poza.
Pero, cuanto más la observaba, menos comprensible me resultaba la criatura, más ajena se me hacía y mayor mi sensación de no saber nada de nada, ni de naturaleza, ni de ecosistemas. Algo en mi humor y en su resplandor oscuro me ofuscaba la razón y me hacía ver a esa criatura, que de hecho ocupaba un lugar en la taxonomía —catalogada, estudiada y descrita—, como algo irreductible a nada de todo ello. Y supe que, si seguía mirando, tendría que acabar admitiendo que nada sabía tampoco de mí misma, fuese cierto o no.
Cuando al fin conseguí apartar la vista de la estrella de mar y volver a enderezarme, no habría sabido decir dónde se tocaban cielo y mar, si estaba de cara al agua o a la orilla. Estaba completamente descolocada, y lo único que tenía para guiarme en aquel momento era ese haz resplandeciente a mis pies.
Doblar esa curva en la Torre y encontrarme con el Reptador por primera vez fue una experiencia similar elevada a la enésima potencia. Si, años atrás, fui incapaz de distinguir el mar de la costa encima de aquellas rocas, en ese momento tampoco distinguía la escalera del techo. Y aunque me apoyé con un brazo en la pared, fue como si esta se hundiera al contacto y me costó trabajo no caerme.
Allí, en las fauces de la Torre, no logré entender en absoluto qué era lo que estaba viendo; incluso ahora tengo que esforzarme para formar un todo a partir de fragmentos. Y no sabría decir qué espacios en blanco podría estar rellenando mi mente con tal de aligerar el peso de tantas incógnitas.
¿He dicho que vi luz dorada? En cuanto doblé esa curva por completo, ya no era dorada sino azul verdosa, y esa luz azul verdosa no se parecía a nada que yo hubiera experimentado hasta entonces. Manaba a borbotones, cegadora y sangrante, densa, estratificada y absorbente. Superaba hasta tal punto mi capacidad de asimilar las formas que contenía que me obligué a prescindir de la vista para centrarme primero en lo que me decían otros sentidos.
El sonido que me llegaba era como un crescendo de hielo o cristales de hielo estallando para crear un ruido no terrenal que antes había confundido con un zumbido, y que empezaba a transmitir una melodía y un ritmo intensos que me colmaban el cerebro. Vagamente, desde algún lugar remoto, vi que las palabras en la pared se infundían también de sonido, un sonido que hasta entonces yo no había sido capaz de oír. La vibración tenía peso y textura, y llevaba consigo un olor a quemado, como de tardías hojas de otoño o de algún motor lejano y enorme que se estuviera recalentando. El sabor en mi lengua era como de salmuera en llamas.
«Ninguna palabra puede… ninguna foto podría…»
Mientras yo me acoplaba a la luz, el Reptador seguía transformándose a la velocidad del rayo, como burlando mi capacidad de abarcarlo. Era una figura dentro de una serie de hojas de cristal refractadas. Era una serie de capas en forma de arco. Era un gran monstruo semejante a una babosa y cercado por satélites de criaturas aún más raras. Era una estrella reluciente. Mis ojos le echaban vistazos sin parar como si no bastara con un nervio óptico.
Entonces se convirtió en una enormidad abrumadora en mi maltrecha visión, que parecía aumentar cada vez más mientras se dirigía hacia mí. La forma se propagó hasta que estuvo incluso donde no estaba o no debía haber estado. De repente parecía más una especie de obstáculo o muro o gruesa puerta cerrada que bloqueaba la escalera. No un muro de luz —dorada, azul y verde, existentes en algún otro espectro—, sino un muro de carne que parecía luz, con elementos afilados y curvos y texturas como el hielo cuando se ha helado agua corriente. Daba la impresión de que cosas vivas flotaban perezosas en el aire alrededor, cual blandos renacuajos, pero en el límite de mi visión, por lo que yo no sabía si eran como esas motas oscuras que son efectos visuales y no existen.
Dentro de esa masa fracturada, dentro de esas distintas impresiones del Reptador —medio cegada pero todavía cuadrando a través de mis otros sentidos—, me pareció ver la sombra, más oscura, de un brazo o una especie de eco de brazo en constante movimiento borroso, confiriendo sin cesar a la pared de la izquierda una repetición de profundidad y signo que avanzaba costosamente despacio: su mensaje, su código de cambio, de recalibrados y ajustes, de transformaciones. Y, tal vez, otra forma oscura, vagamente parecida a una cabeza, que sentía por encima del brazo, pero tan poco definida como si, nadando en aguas turbias, viera a lo lejos una silueta medio oculta por algas gruesas.
En ese punto traté de apartarme, de volver a subir los peldaños, pero no pude. Ya fuese porque el Reptador me había apresado o porque el cerebro me traicionaba, fui incapaz de moverme.
El impacto del Reptador cambió, o bien yo empecé a perder la conciencia repetidamente para luego volver en mí. Me parecía como si allí no hubiera nada, nada de nada, como si las palabras se escribieran solas, y a continuación el Reptador cobraba existencia temblorosamente antes de desaparecer otra vez, y lo único que permanecía constante era la sugerencia de un brazo y la impresión de las palabras escribiéndose.
¿Qué hacer cuando los cinco sentidos no son suficientes? Porque yo seguía sin verlo realmente, no más de lo que lo había visto al microscopio, y era eso lo que más me asustaba. ¿Por qué no lo veía? En mi cabeza, me encontraba de pie junto a la estrella de mar de Bahía Rocosa y esta crecía y creía hasta ocupar no solo la poza de marea sino el universo, y yo me tambaleaba sobre su superficie áspera y luminosa, contemplando de nuevo el cielo nocturno mientras la criatura proyectaba su luz hacia arriba, atravesándome.
Contra la horrible presión de esa luz, como si allí se concentrara todo el peso del Área X, cambié de estrategia e intenté centrarme tan solo en la creación de palabras en el muro, la impresión de una cabeza o un casco o… algo, en algún punto por encima del brazo. Una cascada de chispas que yo sabía que eran organismos vivientes. Una nueva palabra en la pared. Y yo que seguía sin ver, y el esplendor enroscado conmigo casi se tornó susurrado, como si estuviéramos dentro de una catedral.
La envergadura de la experiencia, combinada con el latido y el crescendo de sonido procedente de la escritura incesante, me colmaron hasta que no me quedó espacio. Aquel instante, que tal vez llevase esperando toda mi vida aun sin saberlo —el encuentro con la cosa más hermosa y más terrible que quizá llegara a experimentar nunca—, me sobrepasó. Qué equipo tan poco adecuado había llevado y qué nombre tan poco adecuado había elegido: el Reptador. El tiempo prolongado no hacía sino alimentar las palabras que esa cosa había creado en el muro desde hacía quién sabe cuándo para quién sabe qué.
No sé cuánto tiempo me quedé allí observando al Reptador, paralizada. Podría haberlo observado para siempre sin percatarme nunca del terrible paso de los años.
Pero entonces ¿qué?
¿Qué viene tras la revelación y la parálisis?
O la muerte, o un deshielo lento pero seguro. Un retorno al universo físico. No es que me hubiera acostumbrado a la presencia del Reptador, pero sí alcancé un punto —un solo instante infinitesimal— en que volví a reconocer que el Reptador era un organismo. Un complejo, único, intrincado, pavoroso y peligroso organismo. Tal vez fuese inexplicable. Tal vez quedara más allá de la capacidad de mis sentidos para captar —o de mi ciencia o intelecto—, pero aun así creía estar en presencia de algún tipo de criatura viviente, la cual practicaba el mimetismo utilizando mis pensamientos. Pues incluso entonces me pareció que podía estar extrayendo de mi mente esas distintas impresiones de sí mismo y proyectándomelas de nuevo, a modo de camuflaje. Para desubicarme como bióloga y para frustrar la lógica que me quedara.
Con un esfuerzo que percibí en el quejido de mis extremidades y en la dislocación de mis huesos, logré darle la espalda al Reptador.
El simple acto, sencillo y desgarrador, fue un gran alivio, y me aferré a la pared opuesta, con toda su fría aspereza. Cerré los ojos —¿para qué la visión si aquello no hacía más que traicionarme?— y empecé a volver sobre mis pasos como un cangrejo, notando aún la luz sobre mi espalda. Sintiendo la música que provenía de las palabras. La pistola, de la que me había olvidado por completo, se me clavaba en la cadera. La sola idea de una pistola resultaba tan patética e inútil como la palabra «muestra». Ambas implicaban pretender algo. ¿Y qué había que pretender allí?
Solo había dado un par de pasos cuando sentí un calor y un peso crecientes, y una especie de humedad de lengüetada, como si la luz densa se transformara en el mar mismo. Me había creído con posibilidades de escapar, pero no era así. Con solo un paso más, empecé a asfixiarme y me di cuenta de que la luz se había convertido de hecho en el mar. De algún modo, y aunque no me encontrara debajo del agua, me estaba ahogando.
El frenesí que me invadió por dentro era aquel pánico espantoso e informe del crío que se cae a una fuente y por primera vez sabe, con los pulmones llenándosele de agua, que podría morir. Aquello no tenía final, no había modo de salvarlo. Me encontraba inundada por un océano caldoso, de color verde azul salpicado de chispas. Y seguí ahogándome y luchando por no ahogarme hasta que una parte de mí comprendió que continuaría ahogándome para siempre. Me imaginé tropezando con las rocas y cayéndome, zarandeada por las olas. Arrastrada a miles de kilómetros de distancia, irreconocible bajo alguna otra forma pero aún con el recuerdo horrible de aquel instante.
Entonces tuve la impresión de que, a mi espalda, cientos de ojos empezaban a volverse en mi dirección, observándome. Yo era un bicho en una piscina, contemplado por una niña descomunal. Era un ratón en una parcela vacía, rastreado por un zorro. Era la presa que la estrella de mar había alcanzado y derribado dentro de la poza.
En algún compartimento estanco, el esplendor me dijo que debía aceptar el hecho de no sobrevivir a aquel momento. Yo quería vivir, de verdad quería. Pero ya no podía. Ni siquiera podía seguir respirando. De modo que abrí la boca y acogí el agua, acogí el torrente. Salvo que en realidad no era agua. Y los ojos sobre mí no eran ojos, y el Reptador me tenía bien sujeta, yo lo había dejado, me di cuenta, de modo que su mirada completa se posaba en mí y yo no podía moverme, no podía pensar, estaba indefensa y sola.
Una furiosa catarata rompió contra mi mente, pero el agua se componía de dedos, cientos de ellos, que me palpaban y me apretaban la piel del cuello, y luego subían clavándoseme en el hueso de la nuca y metiéndoseme en el cerebro… hasta que la presión aflojó, sin que cesara la sensación de fuerza sin límites; durante un lapso, todavía ahogándome, me envolvió una calma gélida y, a través de esa calma, manó una especie de luz monumental verde azulada. Olí a quemado dentro de mi cabeza y vi un destello de rojos y amarillos, y llegado ese momento grité; mi cráneo se deshizo en polvo y se recompuso, mota a mota.
«Habrá un fuego que conoce tu nombre y, en presencia del fruto que asfixia, su llama oscura tomará posesión de cada parte de ti».
Fue la peor agonía que he sufrido nunca, como si me clavaran una y otra vez una barra metálica y el dolor se repartiera como una segunda piel por la periferia de mi silueta. Todo se tiñó de rojo. Perdí el conocimiento. Volví. Lo perdí, volví y lo perdí, sin dejar de jadear, con las rodillas combadas y arañando la pared en busca de apoyo. Abrí tanto la boca del chillido que algo se me reventó en la mandíbula. Creo que dejé de respirar un minuto, pero mi esplendor interno no experimentó dicha interrupción, sino que continuó oxigenándome la sangre.
Entonces, la terrible invasión se retiró, se desprendió y, con ella, la sensación de ahogo y la mar gruesa que me había rodeado. A continuación, algo me empujó; el Reptador me arrojó unos peldaños más abajo. Allí, magullada y abatida, sin nada en que apoyarme, me desplomé como un saco, vencida ante algo que nunca tuvo que haber sido, algo que nunca tuvo que invadirme. Cogí aire con grandes y trémulos resuellos.
Pero no podía quedarme allí, aún dentro del alcance de su mirada. Ya no tenía elección. Con la garganta en carne viva y destripada por dentro, me arrojé a la oscuridad más abajo del Reptador, con las manos y las rodillas por delante, braceando por escapar, poseída por el impulso ciego y despavorido de alejarme de su vista.
Solo cuando la luz a mi espalda se difuminó, solo cuando me sentí segura, me dejé caer de nuevo al suelo. Me quedé allí tirada largo rato. Al parecer, me había vuelto reconocible para el Reptador. Al parecer, yo era palabras que él entendía, a diferencia de la antropóloga. Me pregunté si aquello era el principio del final. Pero, sobre todo, sentí el alivio extremo de haber superado el reto, aunque por los pelos. Dentro de mí, mi esplendor se contraía, traumatizado.
Es posible que mi única habilidad real, mi único talento, consista en aguantar más allá de lo aguantable. No sé cuándo logré ponerme otra vez en pie y seguir adelante, con las piernas temblando. No sé cuánto me llevó, pero al fin me levanté.
Pronto la escalera en espiral se volvió recta y, con ello, la sofocante humedad disminuyó bruscamente, y las criaturas minúsculas que vivían en la pared ya no se veían, y los sonidos procedentes del Reptador, más arriba, adoptaron una textura mitigada. Con todo, aún podía ver las sombras de antiguas escrituras en el muro, pese a que mi luminiscencia enmudeció. No me fiaba de aquella tracería de palabras, como si en cierto modo pudieran dañarme de forma tan certera como el Reptador; sin embargo, seguirlas me proporcionaba cierto consuelo. En ese punto, las variaciones eran más inteligibles y yo les encontraba más sentido. «Y vino a por mí. Y expulsó todo lo demás». Rastreado una y otra vez. ¿Acaso las palabras eran más descarnadas allí abajo, o yo poseía un mayor conocimiento?
No me pasó por alto el hecho de que esos nuevos peldaños eran casi exactos, en profundidad y anchura, a los del faro. Sobre mí, la superficie ininterrumpida del techo había cambiado: lo atravesaba una profusión de surcos hondos y curvos.
Paré a beber agua. Paré a coger aliento. El impacto posterior al encuentro con el Reptador seguía abrumándome a rachas. Continué, pero no sin una especie de adormecida conciencia de que aún podía haber otras revelaciones que asumir, de que debía estar preparada. Sin saber por qué.
Minutos después, un pequeño bloque rectangular de luz borrosa y blanca empezó a tomar forma. Bastante más abajo. A medida que yo descendía, se fue haciendo más grande, con una reticencia que solo podría calificar de vacilación. Al cabo de otra media hora, pensé que sería una especie de puerta, pero la vaguedad permanecía, casi como si la luz se ocultara a sí misma.
Cuanto más me acercaba y teniéndola aún lejos, más segura estaba de que esa puerta guardaba un inquietante parecido con la que había visto, al echar la vista atrás, después de cruzar la frontera para dirigirnos al campamento base. Fue esa misma vaguedad la que desencadenó tal asociación, pues era un tipo de vaguedad muy concreto.
En la media hora siguiente empecé a sentir un instintivo impulso de dar media vuelta, el cual ignoré diciéndome que aún no podía afrontar el trayecto de vuelta y al Reptador otra vez. Pero los surcos del techo resultaban dolorosos a la vista, como si recorrieran el exterior de mi propio cráneo, como si se rehicieran allí continuamente. Se habían convertido en las líneas de alguna fuerza repulsiva. Una hora más tarde, con aquel rectángulo blanco y tembloroso creciendo pero no concretándose, me colmó tal sensación de «maldad» que sufrí náuseas. La idea de una trampa se impuso en mi mente. De que esa luz flotante en la oscuridad no era en absoluto una puerta, sino las fauces de una bestia, y si yo penetraba hacia el otro lado, me devoraría.
Finalmente, me detuve. Las palabras continuaban, implacables, hacia abajo, y calculé que la puerta estaba a unos quinientos o seiscientos peldaños más abajo. De pronto ardía ante mi vista; percibí una aspereza en la piel. Como si, al mirarla, me bronceara como un sol. Quise continuar, pero no podía. No lograba poner las piernas en marcha, ni obligar a mi mente a superar el desasosiego y el miedo. Incluso la ausencia pasajera del esplendor, como escondido, aconsejaba no seguir adelante.
Permanecí allí, sentada en los peldaños, contemplando la puerta durante algún tiempo. Me preocupaba que esa sensación fuese el residuo de un mandato hipnótico; que, desde más allá de la muerte, la psicóloga hubiera hallado el modo de manipularme. Tal vez había alguna orden o directriz codificada que mi infección no había podido burlar o invalidar. ¿Me encontraba en la fase final de alguna forma prolongada de aniquilación?
Qué más daba el motivo, sin embargo. Sabía que nunca alcanzaría la puerta. Me pondría tan enferma que sería incapaz de moverme, nunca regresaría a la superficie; con los ojos rajados y cegados por los surcos del techo, me quedaría apresada en los peldaños, igual que la antropóloga, y casi tan fracasada como ella y la psicóloga a la hora de reconocer lo imposible. De modo que di media vuelta y, con un dolor inmenso, sintiéndome como si dejara allí una parte de mí, me puse a subir peldaños otra vez como podía, con la imagen de una puerta nebulosa de luz tan grande como la inmensidad del Reptador.
Recuerdo la sensación, en ese instante de dar media vuelta, de que algo me observaba desde esa puerta de abajo; pero, cuando me volví a echar un vistazo, tan solo me recibió aquel fulgor blanco y nebuloso que ya conocía.
Me gustaría poder decir que no recuerdo bien el resto del trayecto, como si yo, en efecto, fuese la llama que la psicóloga había visto y mirase a través de mi propio ardor. Quisiera que lo que vino a continuación fuesen la luz del sol y la superficie. Pero, aunque me había ganado el derecho a que todo terminase, nada había terminado.
Recuerdo cada peldaño de subida, doloroso y aterrador; recuerdo cada instante. Recuerdo parar antes de doblar la curva donde volvía a encontrarse el Reptador, aún inmerso e inabarcable en su tarea. Sin saber si tendría que soportar de nuevo que me excavara la mente. Sin saber si esta vez me enloquecería la sensación de ahogarme, por más que la razón me dijera que era una ilusión. Pero sabiendo también que, cuanto más me debilitara, más me traicionaría la mente. Pronto sería muy fácil replegarse entre las sombras, convertirse en una cáscara afincada en los peldaños más bajos. Quizá no volviera a tener más fuerza o capacidad de resolución que en aquel momento.
Dejé correr lo de Bahía Rocosa y la estrella de mar de la poza y me dediqué a pensar en el diario de mi marido. Pensé en mi marido, a bordo de un barco, en algún punto hacia el norte. Pensé que todo se encontraba ahí arriba y ya nada había ahí abajo.
De modo que volví a abrazar la pared. De modo que cerré otra vez los ojos. De modo que volví a soportar la luz y me estremecí y gemí, disponiéndome para el torrente de agua en la boca y para que se me partiera la cabeza… pero no ocurrió nada de eso. Nada de nada, y no sé por qué, a no ser que, después de analizarme y de soltarme ya una vez, basándose en criterios desconocidos, el Reptador no tuviera más interés en mí.
Ya casi estaba fuera del alcance de su vista, doblando la curva más arriba, cuando una terca parte de mí insistió en arriesgarse y volver la vista atrás. Una sola, última, imprudente y desafiante mirada a algo que tal vez nunca pudiera llegar a entender. Y observándose entre la plétora de identidades que generaba el Reptador, vi, apenas distinguible, el rostro de un hombre a la sombra de una capucha y orbitado por cosas indescriptibles de las que solo se me ocurrió que eran sus carceleros.
La expresión del hombre reflejaba una emoción extrema, tan compleja y descarnada que me paralizó. Vi en esos rasgos un dolor y una pena interminables, sí; pero también traslucían una especie de sombría satisfacción y de éxtasis. Era una expresión que yo no había visto nunca, pero reconocí el rostro. Lo había visto en una foto. «Una afilada mirada de águila en aquel rostro contundente. Una densa barba dejaba asomar tan solo la barbilla firme».
Era el farero, atrapado en el interior del Reptador. El último farero que hubo, mirándome, al parecer, no solo a través de un vasto abismo infranqueable, sino a través de los años. Pues, aunque más delgado —los ojos, más hundidos en sus órbitas, y la mandíbula, más pronunciada—, el farero no había envejecido ni un día desde que le hicieron esa foto hacía más de treinta años. Un hombre que existía en un sitio que nadie entre nosotros podría comprender.
¿Sabía en qué se había convertido o había enloquecido tiempo atrás? ¿Podía verme de verdad?
Ignoro cuánto llevaba observándome antes de que yo me volviese y lo viera. O si existió siquiera antes de que lo viera yo. Pero para mí era real, aunque le sostuve la mirada poco tiempo, demasiado poco, y no puedo decir que pasara nada entre nosotros. ¿Cuánto tiempo habría sido el suficiente? No había nada que yo pudiera hacer por él, y ya no me quedaba espacio para nada aparte de mi supervivencia.
Puede que haya cosas mucho peores que ahogarse. No supe adivinar qué había perdido él o qué pudo haber ganado en los últimos treinta años, pero no envidié su viaje en lo más mínimo.
Yo nunca soñé antes del Área X o, al menos, nunca recordaba los sueños. A mi esposo le extrañaba y en cierta ocasión dijo que tal vez significara que vivía en un sueño continuo del que nunca había despertado. Puede que lo dijera en broma o puede que no. Al fin y al cabo, a él lo persiguió una pesadilla muchos años, y le influyó hasta que todo se vino abajo y se reveló pura fachada. «Una casa y un sótano, y horribles crímenes ocurridos allí».
Pero yo volvía de un día agotador en el trabajo y me lo tomé en serio. En especial porque era la última semana antes de su marcha con la expedición.
—Todos vivimos en una especie de sueño continuo —le dije—. Cuando despertamos, es porque algo, algún hecho o hasta algún pequeño incordio, ha alterado los límites de lo que tomábamos por realidad.
—¿Me estás diciendo que yo soy un incordio que altera los límites de tu realidad, pájaro fantasma? —me preguntó, y esta vez capté la desesperación en su voz.
—Vaya, ¿es la hora de martirizar al pájaro fantasma? —repliqué alzando una ceja.
No era que me lo tomara a la ligera. Tenía el estómago encogido, pero creí importante parecer normal. Cuando, más adelante, él volvió y vi qué podía ser la normalidad, deseé haber sido anormal, haber gritado, haberme mostrado de todo menos banal.
—A lo mejor soy una invención de tu realidad —continuó—. A lo mejor solo existo para cumplir tus órdenes.
—Pues lo haces espectacularmente mal —señalé mientras me dirigía a la cocina a por un vaso de agua. Él ya iba por la segunda copa de vino.
—O espectacularmente bien porque tú quieres que lo haga mal —dijo, aunque estaba sonriendo.
Entonces se me acercó por detrás y me abrazó. Tenía los antebrazos gruesos y el torso ancho. Sus manos eran redomadamente masculinas, como algo digno de vivir en una caverna: ridículamente fuertes, muy ventajosas cuando salía a navegar. El olor a la goma antiséptica de las tiritas lo impregnaba como una colonia especialmente empalagosa. Todo él era una gran tirita aplicada directamente sobre la herida.
—Pájaro fantasma, ¿dónde estarías si no estuviéramos juntos? —quiso saber.
Yo no tenía respuesta para eso. «No aquí. Tampoco allí. En ninguna parte, tal vez». Y luego:
—¿Pájaro fantasma?
—Sí —dije resignada a mi apodo.
—Pájaro fantasma, ahora estoy asustado. Estoy asustado y tengo una pregunta egoísta. Una pregunta que no tengo derecho a hacerte.
—Pregúntamelo igual.
Aún estaba enfadada, pero aquellos últimos días me había reconciliado con la idea de mi pérdida, la había compartimentado para no negar mi cariño por él. Además, había una parte de mí a la que enfurecía mi pérdida sistemática de asignaciones de campo y que tenía envidia de su nueva oportunidad. Que se regodeaba con la parcela porque era solo mía.
—¿Me vendrás a buscar si no vuelvo? Si puedes…
—Volverás —le aseguré. A base de estar aquí, como un golem, todas las cosas que sabía de ti se han ido evaporando.
Cuánto desearía, más allá de toda lógica, haberte respondido, aun para decirte que no. Y cuánto desearía ahora —pese a que fue siempre imposible— haber ido, al final, al Área X por él.
Una piscina. Una bahía rocosa. Una parcela vacía. Un faro. Una torre. Estas cosas son reales y no lo son. Existen y no existen. Las reelaboro en la mente con cada nuevo pensamiento, con cada detalle recordado, y en cada ocasión son ligeramente diferentes. A veces son camuflajes o disfraces. A veces son algo más verídico.
Cuando, por último, llegué a la superficie, me tumbé de espaldas en lo alto de la Torre, demasiado exhausta como para moverme y sonriendo por el simple e inesperado placer del calor, en los párpados, del sol de la mañana. Aun entonces volvía a imaginarme continuamente el mundo, con el farero colonizando mis pensamientos. No paraba de sacar la foto del bolsillo y mirar su rostro, como si contuviera alguna respuesta que yo no lograra captar. Quería —necesitaba— saber que, en efecto, lo había visto, que no era una aparición conjurada por el Reptador, y me aferraba a cualquier cosa que me ayudara a creérmelo. Lo que más me convenció no fue la foto; fue la muestra que la antropóloga había cogido de la parte externa del Reptador, la muestra que había resultado ser tejido cerebral humano.
Con eso como punto de partida, empecé a concebir un relato para el farero, lo mejor que pude, mientras me ponía en pie y volvía otra vez al campamento base. Resultaba difícil, porque no sabía nada de su vida, no contaba con ningún indicador que me permitiera imaginármelo. Tan solo la fotografía, y aquella visión terrible de él dentro de la Torre. Lo único que se me ocurría era que una vez fue un hombre con una vida normal, tal vez, pero que ninguno de los rituales familiares que definen la normalidad había permanecido… o lo había ayudado. Se había visto atrapado en una tormenta que aún no había amainado. Puede que hasta la viera venir desde lo alto del faro, el Acontecimiento acercándose como una especie de ola.
¿Y qué se había manifestado? ¿Qué creo que se manifestó? Pensemos en ello como una espina, tal vez; una larga y gruesa espina, tan enorme que se clava bien hondo en el costado del mundo. Inyectándose al mundo. Y de dicha espina gigante emana una necesidad incesante, quizá automática, de asimilar e imitar. Asimilador y asimilado interactúan a través del catalizador de una escritura, unas palabras que alimentan el motor de la transformación. Tal vez sea una criatura que vive en perfecta simbiosis con multitud de otras criaturas. Tal vez sea «tan solo» una máquina. Pero en todo caso, si posee inteligencia, es muy distinta a la nuestra. Crea, a partir de nuestro ecosistema, un nuevo mundo, cuyos procesos y objetivos son en extremo ajenos; un mundo que funciona mediante actos supremos de reflejo y manteniéndose oculto de muchas otras maneras, todo ello sin renunciar a los fundamentos de su «otredad» al convertirse en aquello que encuentra.
No sé cómo llegó aquí la espina ni desde qué distancia pero, por suerte o destino o planificación, se topó con el farero en un momento dado y no lo dejó marchar. De cuánto tiempo dispuso mientras lo rehacían y lo replanteaban, es un misterio. Nadie lo observó, nadie aportó testimonio hasta que, treinta años después, una bióloga lo vislumbra y especula sobre en qué se ha convertido. Catalizador. Chispa. Motor. ¿El grano de arena que formó la perla? ¿O tan solo un pasajero involuntario?
Y, una vez determinado su sino, imaginémonos las expediciones —doce, cincuenta o un centenar, qué más da— que van llegando para entrar en contacto con esa entidad o entidades, que se van convirtiendo en forraje y se van rehaciendo. Expediciones que llegan aquí por un punto de entrada escondido de una frontera misteriosa, un punto de entrada que (quizá) tiene su reflejo en las profundidades más hondas de la Torre. Imaginémonos esas expediciones y reconozcamos entonces que todas existen todavía en el Área X bajo alguna forma, incluidas las que regresaron, y en especial ellas: coexistiendo, solapadas unas con otras, comunicándose de cualquier modo que aún les quede. Imaginémonos que esa comunicación infunde a veces al paisaje una sensación de extrañeza, debido al narcisismo de nuestra perspectiva humana, pero que aquí no es más que una parte del mundo natural. Quizá nunca llegue a saber qué originó la creación de los dobles, aunque puede que no importe.
Imaginémonos también que la Torre, al tiempo que hace y rehace el mundo de fronteras para adentro, envía emisarios al otro lado de estas en cantidades cada vez mayores para que, en jardines descuidados y campos en barbecho, sus enviados inicien su labor. «¿Cómo viaja y hasta qué distancia? ¿Qué extraña materia combina y mezcla?» En algún momento futuro, la infiltración podría incluso alcanzar cierta capa remota de roca costera y germinar discretamente en esas pozas de marea que yo conozco tan bien. A menos, claro, que me equivoque al creer que el Área X despierta de un sopor, cambia y se transforma en algo diferente a lo que era antes.
Lo terrible, lo que no puedo ignorar después de todo lo que he visto, es que ya no estoy convencida de que se trate de algo malo. No ante la naturaleza inmaculada del Área X en comparación con el otro mundo, que tanto hemos alterado. Antes de morir, la psicóloga dijo que yo había cambiado; creo que se refería a que me había cambiado de bando. No es cierto —ni siquiera sé si los bandos existen o qué significarían—, pero podría serlo. Ahora veo que se me podría persuadir. Una persona religiosa o supersticiosa, alguien que creyera en ángeles y demonios, lo vería de otro modo. Casi cualquier otra persona sé que lo vería de otro modo. Pero yo no soy ellos. Soy tan solo la bióloga; no preciso nada de eso para poseer un significado más profundo.
Reconozco que toda esta especulación es incompleta, inexacta, imprecisa e inútil. Si no dispongo de respuestas reales, es porque todavía no sabemos qué preguntar. Nuestros instrumentos son ineficaces; nuestra metodología, fragmentada; nuestras motivaciones, egoístas.
No queda mucho más que decir, pese a que no lo he contado muy bien. En todo caso, lo he intentado. Al salir de la Torre, volví brevemente al campamento base antes de venir aquí, a la cima del faro. He dedicado cuatro largos días a perfeccionar el relato que tenéis en vuestras manos, aun con sus imperfecciones; lo complementa un segundo diario, con el registro de todos mis hallazgos a partir de las muestras recogidas por mí u otros miembros de la expedición. Hasta he escrito una nota para mis padres.
He unido estos materiales al diario de mi marido y los dejaré aquí, en lo alto de la pila que descansa bajo la trampilla. He desplazado la mesa y la alfombra para dejar a la vista de cualquiera lo que antes se ocultaba. También he vuelto a colocar la fotografía del farero en su marco, en la pared del rellano. No he podido evitar añadir un segundo círculo alrededor de su cara.
Si los indicios de los diarios apuntan en la dirección correcta, cuando el Reptador finalice el último ciclo dentro de la Torre, el Área X entrará en una época convulsa de sangre y barricadas, una especie de muda catastrófica, si se prefiere pensarlo de este modo. Hasta puede que el detonante fuese la dispersión de unas esporas activadas, salidas de las palabras que escribió el Reptador. Las dos últimas noches he visto un cono creciente de energía que se alzaba desde la Torre y se extendía por la espesura circundante. Aunque todavía no ha salido nada del mar, del poblado en ruinas han emergido figuras que se han dirigido a la Torre. Del lado del campamento base, ningún signo de vida. En cuanto a la playa, de la psicóloga no queda ni una bota, como si se hubiera fundido en la arena. Cada noche, la criatura gemebunda me ha hecho saber que mantiene el dominio sobre su reino de juncos.
Observar todo esto ha sofocado las últimas cenizas de mi ardiente impulso por saberlo todo, o cualquier cosa; en su lugar persiste el conocimiento de que el esplendor no ha terminado conmigo. No está haciendo más que empezar y la idea de infligirme daño continuamente para seguir siendo humana me resulta patética. No estaré aquí cuando la decimotercera expedición llegue al campamento base. (¿Acaso me han visto ya o están a punto de hacerlo? ¿Me confundiré con este paisaje y me asomaré desde los juncos altos o las aguas del canal, para ver a otro explorador que me contempla incrédulo? ¿Seré consciente de que algo va mal o está fuera de lugar?)
Pienso continuar adentrándome en el Área X, llegar lo más lejos que pueda antes de que sea demasiado tarde; seguiré a mi marido costa arriba, más allá de la isla, incluso. No creo que lo encuentre —no necesito encontrarlo—, pero quiero ver lo que él vio. Quiero sentirlo cerca, como si estuviera aquí. Y, para ser sincera, no me quito de encima la sensación de que todavía vive, en alguna parte, aunque muy transformado: en el ojo de un delfín, en el tacto de una erupción de musgo, donde sea y en todas partes. A lo mejor hasta me encuentro un barco abandonado en una playa desierta, con suerte, y algún signo de lo que ocurrió a continuación. Podría conformarme con eso, aun sabiendo lo que sé.
Esta parte la haré sola, dejándoos a vosotros. No me sigáis. Ya estoy mucho más allá y viajo deprisa.
¿Habrá habido siempre alguien como yo para enterrar los cuerpos, para tener remordimientos y para seguir adelante cuando ya han muerto todos?
Soy la última víctima, tanto de la undécima expedición como de la duodécima.
No voy a volver a casa.