Todo cuanto sabía de la psicóloga procedía de mis observaciones durante la instrucción, en la que ejerció de distante supervisora y, a la vez, un rol más personal como confesora nuestra. Salvo que yo no tenía nada que confesar. Tal vez hablé más bajo hipnosis, pero durante las sesiones corrientes, a las que nos sometimos como condición para acceder a la expedición, poco dejé ver.
—Háblame de tus padres. ¿Cómo son? —me preguntó a modo de táctica inicial.
—Normales —repliqué, tratando de sonreír mientras pensaba «distantes, poco prácticos, irrelevantes, volubles, inútiles».
—Tu madre es alcohólica, ¿correcto? Y tu padre es una especie de… timador, ¿no?
Casi perdí el control ante lo que parecía un insulto más que un análisis. A punto estuve de protestar: «Mi madre es artista y mi padre, empresario».
—¿Cuáles son tus primeros recuerdos?
—El desayuno.
«Un cachorro de peluche que todavía conservo. Mirar con lupa la cavidad de una hormiga león. Besar a un chico y pedirle que se desnudara porque no se me ocurría nada más. Caerme a una fuente y golpearme la cabeza; resultado: cinco puntos en Urgencias y un miedo crónico a ahogarme. Otra vez en Urgencias, cuando mamá bebía demasiado, seguido del alivio de casi un año de sobriedad».
De todas mis respuestas, «El desayuno» es la que más la importunó. Se lo vi en las comisuras de la boca, que reprimieron una desviación hacia abajo, y en la postura rígida y la frialdad de la mirada. Pero se controló.
—¿Tuviste una infancia feliz?
—Normal —contesté.
«Una vez, mi madre estaba tan ida que me echó en los cereales zumo de naranja en lugar de leche. El parloteo incesante y nervioso de mi padre, que lo hacía parecer perpetuamente culpable de algo. Moteles baratos para las vacaciones en la playa, al final de las cuales mamá se ponía a llorar porque teníamos que volver a la vida normal y escasa de presupuesto, aunque en realidad no habíamos salido de ella. La sensación de un catastrofismo latente que invadía el interior del coche».
—¿Qué relación tenías con el resto de tus parientes?
—Bastante cercana.
«Tarjetas de cumpleaños aptas para críos de cinco años aun cuando cumplí veinte. Una visita cada par de años. Un abuelo afable de uñas largas y amarillas y con voz de oso. Una abuela que aleccionaba sobre la importancia de la religión y de meter monedas en la hucha. ¿Cómo se llamaban…?»
—¿Qué te parece formar parte de un equipo?
—Bien. He formado parte de equipos muchas veces.
«Y con “formar parte” me refiero a ocupar una posición marginal».
—Te despidieron de varios trabajos de campo. ¿Quieres explicarme por qué?
Ella sabía por qué, así que me encogí de hombros sin decir nada.
—¿Accedes a participar en esta expedición solo por tu marido?
»¿Estabais muy unidos, tu marido y tú?
»¿Os peleabais a menudo? ¿Por qué os peleabais?
»¿Por qué no llamaste a las autoridades en cuanto regresó a casa?
Saltaba a la vista que esas sesiones frustraban a la psicóloga a nivel profesional, ya que debía extraer de los pacientes información personal para establecer la verdad y así ahondar en cuestiones más profundas. Pero, a otro nivel que nunca acabé de entender, parecía aprobar mis respuestas. «Eres muy discreta», comentó una vez, no en sentido peyorativo.
En nuestro segundo día de caminata desde la frontera hasta el campamento base se me ocurrió que, a lo mejor, las mismas características que ella podía reprobar desde el punto de vista psiquiátrico eran las que me hacían apta para la expedición.
Yacía recostada en un montículo de arena y refugiada en la sombra del muro, como caída de un quinto piso, con una pierna estirada y la otra debajo de su propio cuerpo. Estaba sola. Deduje, por su situación y por la forma del impacto, que había saltado o la habían empujado desde lo alto del faro. Seguramente no había esquivado del todo el muro y por eso se había herido al caer. Mientras yo, con mi estilo metódico, me pasaba horas repasando los diarios, ella estuvo allí tirada todo el tiempo. Lo que no entendía era cómo podía seguir con vida.
Tenía la chaqueta y la camisa llenas de sangre, pero respiraba y sus ojos estaban abiertos, mirando al océano, cuando me agaché a su lado. Llevaba una pistola en la mano izquierda y tenía el brazo extendido; se la quité con cuidado y la arrojé a un lado, por si acaso.
La psicóloga no pareció captar mi presencia. Toqué suavemente uno de sus hombros anchos y entonces gritó, arremetió hacia un costado y se derrumbó, mientras yo retrocedía.
—¡Aniquilación! —me chilló, agitada y confusa—. ¡Aniquilación, aniquilación!
Era como si la palabra perdiera significado cuanto más la repetía, como el lamento de un pájaro con el ala rota.
—Soy yo, la bióloga —dije con voz tranquila, a pesar de que me había sobresaltado.
—Eres tú —señaló con una risa sofocada, como si hubiera dicho algo gracioso—. Eres tú.
Cuando volví a recostarla, oí una especie de crujido y comprendí que quizá se hubiera roto casi todas las costillas. Su brazo y su hombro izquierdos presentaban un tacto mullido por debajo de la chaqueta. Una sangre oscura se le filtraba alrededor del estómago, bajo la mano que por instinto se había llevado a aquel punto para presionarlo. Olí que se había orinado encima.
—Aún estás aquí —dijo en tono de sorpresa—. Pero yo te he matado, ¿no? —Era la voz de alguien que despierta de un sueño o que está entrando en él.
—No, ni por asomo.
Otra vez un crujido; el velo de confusión abandonó su mirada.
—¿Has traído agua? Tengo sed.
—Sí.
Le puse la cantimplora en la boca para que pudiera dar unos tragos. Gotas de sangre le relucían en la barbilla.
—¿Dónde está la topógrafa? —me preguntó sin aliento.
—En el campamento base.
—¿No ha venido contigo?
—No.
El viento le echaba hacia atrás los rizos del pelo, dejando al descubierto un buen tajo en la frente, tal vez por el impacto con el muro que teníamos encima.
—¿No le gustaba tu compañía? —quiso saber—. ¿No le gusta en qué te has convertido?
Me recorrió un escalofrío.
—Soy la misma de siempre.
La mirada de la psicóloga se volvió a desviar hacia el mar.
—¿Sabes qué? Te he visto venir hacia el faro. Entonces me he convencido de que habías cambiado.
—¿Qué has visto? —le pregunté, para complacerla.
Una tos seguida de saliva roja.
—Eras una llama —afirmó, y tuve una visión fugaz de mi esplendor convertido en algo manifiesto—. Eras una llama que me abrasaba la vista. Una llama que atravesaba los pantanos y el poblado en ruinas. Una llama de combustión lenta, un fuego fatuo que cruzaba flotando la marisma y las dunas, flotando y flotando, no como algo humano, sino algo libre y flotante…
Por el cambio de su tono, me di cuenta de que incluso en ese momento intentaba hipnotizarme.
—No funciona —la avisé—. Me he vuelto inmune a la hipnosis.
Abrió la boca, la cerró y la abrió otra vez.
—Claro. Siempre fuiste difícil —dijo como si le hablara a un crío. ¿Era orgullo aquel dejo peculiar en su voz?
Quizá debería haberla dejado sola, dejarla morir sin pedirle respuestas, pero no hallé tanta piedad en mí.
—¿Por qué no me has disparado al acercarme?
Ya que le había parecido tan inhumana…
Al balancear la cabeza para mirarme, incapaz de controlar todos los músculos de su rostro, se le escapó una expresión maliciosa.
—Con este brazo y esta mano no puedo apretar el gatillo.
Me sonó a delirio; además, yo no vi que hubiera ningún rifle abandonado junto a la luz del faro. Volví a probar:
—¿Y la caída? ¿Un empujón, un accidente o a propósito?
Se le frunció el ceño, pura perplejidad expresada mediante la red de arrugas de las comisuras de sus ojos, como si el recuerdo le llegara solo fragmentado.
—Me ha parecido… Me ha parecido que había algo detrás de mí. He intentado dispararte, no he podido y ya estabas dentro. Entonces me ha parecido ver algo a mi espalda, algo que se me acercaba desde la escalera, y me ha entrado un miedo tan invencible que he tenido que huir. Y he saltado por la barandilla. He saltado.
Como si no fuese capaz de creer que hubiera hecho semejante cosa.
—¿Qué aspecto tenía la cosa que iba a por ti?
Ataque de tos y palabras que se le escurrían:
—No lo he visto. No estaba ahí. O bien lo he visto demasiadas veces. Estaba dentro de mí. Y dentro de ti. He intentado escapar. De lo que está dentro de mí.
En aquel momento no me creí nada de esa explicación fragmentada, que parecía implicar que algo la había seguido desde la Torre. Atribuí tan frenética disociación a su necesidad de control: la expedición se le había ido de las manos y, por lo tanto, buscaba alguien o algo a quien culpar de su fracaso, por improbable que fuera. Probé con un enfoque distinto.
—¿Por qué te llevaste a la antropóloga al «túnel» en plena noche? ¿Qué pasó ahí abajo?
Vaciló, pero no supe ver si por precaución o porque algo se le estaba descomponiendo por dentro. Entonces dijo:
—Un error de cálculo. Impaciencia. Necesitaba informes antes de arriesgar la misión entera. Necesitaba saber en qué punto estábamos.
—¿Te refieres al avance del Reptador?
Sonrió con picardía.
—¿Así lo llamas? ¿El Reptador?
—¿Qué pasó? —insistí.
—¿Tú qué crees que pasó? Todo salió mal. La antropóloga se acercó demasiado. —Traducción: la psicóloga la obligó a acercarse—. La cosa reaccionó. A ella la mató y a mí me hirió.
—Por eso estabas tan afectada a la mañana siguiente.
—Sí. Y porque ya noté que estabas cambiando.
—¡Yo no estoy cambiando!
Lo dije gritando, con una rabia inesperada que crecía dentro de mí.
Una risita húmeda y un tono burlón:
—Claro que no. Solo te estás volviendo más como has sido siempre. Y yo tampoco estoy cambiando. Todo va bien. Vámonos de picnic.
—Cállate. ¿Por qué nos abandonaste?
—La expedición estaba condenada.
—Eso no es una explicación.
—¿Acaso tú me diste alguna durante la instrucción?
—No estaba condenada, o no tanto como para abandonar la misión.
—Sexto día después de llegar al campamento base y una persona muerta, dos en proceso de cambio y otra flaqueando. Yo llamo a eso un desastre.
—Si era un desastre, tú contribuiste a crearlo. —Me di cuenta de que, así como la psicóloga no me daba ninguna confianza en el aspecto personal, había llegado a creer en ella para liderar la expedición. En parte me enfurecía que nos hubiera traicionado y que también entonces pudiera dejarme—. Te entró el pánico y te rendiste.
La psicóloga asintió.
—Eso también. Me rendí, sí. Tendría que haberme dado cuenta antes de que habías cambiado. Tendría que haberte enviado de vuelta a la frontera. No debería haber bajado ahí con la antropóloga. Pero ya ves.
Hizo una mueca y tosió, expulsando una humedad densa.
Yo ignoré la mofa y fui por otra línea.
—¿Qué aspecto tiene la frontera?
Otra vez esa sonrisa.
—Te lo diré cuando llegue.
—¿Qué ocurre realmente cuando cruzamos?
—Nada de lo que esperarías.
—¡Dímelo! ¿Qué es lo que atravesamos?
Sentí que me estaba extraviando. De nuevo.
Sus ojos mostraron un brillo que no me gustó, pues presagiaba daños.
—Quiero que pienses una cosa. Puede que seas inmune a la hipnosis, es posible, pero ¿y el velo que ya está asentado? ¿Y si te quitara ese velo y tuvieras acceso a tus recuerdos de cuando cruzaste la frontera? —me preguntó la psicóloga—. ¿Te gustaría, Pequeño Fulgor? ¿Te gustaría o te volverías loca?
—Si intentas hacerme algo, te mato —le advertí, y lo dije en serio. La idea de la hipnosis en general y el condicionamiento que suponía me habían costado mucho: fueron para mí el invasivo precio que pagué para poder entrar en el Área X. Pensar en más manipulaciones se me hacía intolerable.
—¿Cuántos de tus recuerdos crees que son implantados? —siguió preguntando—. ¿Cuántos recuerdos tuyos del mundo de más allá de la frontera son comprobables?
—Eso no te va a funcionar conmigo —insistí—. Estoy segura del aquí y ahora, de este momento y el siguiente. Estoy segura de mi pasado.
Aquello era el torreón del castillo del pájaro fantasma, y permanecía intacto. Tal vez lo hubieran perforado mediante hipnosis durante la instrucción, pero no presentaba ninguna brecha. Estaba convencida de ello y seguiría estándolo, porque no tenía elección.
—Seguro que tu marido se sintió igual antes del final —afirmó la psicóloga.
Volví a ponerme en cuclillas, con la mirada fija en ella. Quise dejarla antes de que me envenenase, pero no pude.
—Centrémonos en tus propias alucinaciones —dije—. Descríbeme al Reptador.
—Hay cosas que tiene que verlas uno mismo. Tienes que acercarte más. Familiarizarte con ellas.
Su indiferencia por el destino de la antropóloga me resultaba odiosa, pero la mía también.
—¿Qué nos ocultasteis respecto al Área X?
—Una pregunta demasiado general.
Creo que, aunque se estaba muriendo, la divertía mi desesperación por sacarle respuestas.
—Vale, pues ¿qué miden las cajas negras?
—Nada. No miden nada. Son un simple truco psicológico para mantener la calma en la expedición: si no hay luz roja, no hay peligro.
—¿Qué secreto esconde la Torre?
—¿El túnel? Si lo supiéramos, ¿crees que seguiríamos enviando expediciones?
—Están asustados. Los de Southern Reach.
—Eso me parece.
—Entonces, no tienen respuestas.
—Te daré una pista: la frontera está avanzando. Despacio, de momento, pero un poco más cada año. De formas que no te esperarías. Pero puede que pronto se coma un par o tres de kilómetros de golpe.
La idea me dejó largo rato sin habla. Cuando te acercas demasiado al núcleo de un misterio no hay modo de tomar distancia y ver su forma en conjunto. Las cajas negras podían no hacer nada, pero en mi cabeza estaban todas con la luz roja encendida.
—¿Cuántas expediciones ha habido?
—Ah, los diarios —dijo—. Hay un montón, ¿eh?
—Eso no contesta a mi pregunta.
—A lo mejor desconozco la respuesta. A lo mejor no te lo quiero decir.
La cosa iba a continuar así hasta el final y yo no podía hacer nada al respecto.
—¿Qué encontró realmente la «primera» expedición?
La psicóloga hizo una mueca, no a causa del dolor sino más bien como si se acordara de algo penoso.
—Hay un vídeo de esa expedición… por llamarla de algún modo. El motivo principal de que no se permitiera tecnología avanzada a partir de entonces.
Un vídeo. Por algún motivo, después de estar rebuscando en la montaña de diarios no me sorprendió aquella información. Fui un paso más allá.
—¿Qué órdenes no nos revelasteis?
—Empiezas a aburrirme. Y yo empiezo a apagarme un poco… A veces os decíamos más y otras os decíamos menos. Ellos tienen sus cómputos y sus razones.
Ese «ellos» parecía de cartón piedra, como si la psicóloga no creyera demasiado en «ellos».
Sin ganas, volví a lo personal.
—¿Qué sabes de mi marido?
—Nada que no vayas a descubrir leyendo su diario. ¿Ya lo has encontrado?
—No —mentí.
—Muy ilustrativo… sobre ti, especialmente.
¿Era un farol? Desde luego, la psicóloga había dispuesto del tiempo suficiente en el faro como para encontrarlo, leerlo y arrojarlo de nuevo a la pila. Daba igual. El cielo se oscurecía y se imponía, las olas eran más profundas y la espuma dispersaba a las aves marinas que aguardaban con sus zancos, para volverse a reagrupar cuando las olas cedían. La arena a nuestro alrededor parecía más porosa de repente. Los rastros serpenteantes de cangrejos y gusanos se seguían trazando en su superficie. Toda una comunidad vivía allí, ocupada en sus asuntos y ajena a nuestra conversación. ¿Y en qué lugar del horizonte se encontraba la frontera marítima? Cuando se lo pregunté a la psicóloga durante la instrucción, solo me contestó que nadie la había cruzado nunca, y yo me imaginé a expediciones evaporándose en la bruma, en la luz y en la distancia.
Un estertor se apropió de la respiración de la psicóloga, ya superficial e inconsistente.
—¿Puedo hacer algo para que te sientas más cómoda?
Me estaba ablandando.
—Déjame aquí cuando me muera —pidió. Todo su miedo era visible de pronto—. No me entierres. No me lleves a ninguna parte. Déjame aquí, adonde pertenezco.
—¿Hay algo más que quieras decirme?
—No tendríamos que haber venido nunca. Yo no tendría que haber venido nunca.
La crudeza de su tono traslucía un tormento personal que iba más allá de su estado físico.
—¿Ya está?
—He acabado creyendo que esta es la verdad fundamental.
Supuse que se refería a que era mejor dejar que avanzara la frontera, ignorarla y que afectara a otra generación más lejana. Yo no era del mismo parecer, pero no dije nada. Más tarde acabé creyendo que se había referido a algo completamente distinto.
—¿Alguna vez ha vuelto alguien realmente del Área X?
—No desde hace mucho tiempo —dijo la psicóloga con un murmullo cansado—. No realmente.
Pero no sé si había oído la pregunta.
La cabeza se le desplomó y perdió la conciencia; luego volvió en sí otra vez y se quedó mirando las olas. Musitó unas palabras, una de las cuales pudo ser «remoto» o «derroto» y otra «tramar» u «observar». Pero no lo sé seguro.
Pronto caería la noche. Le di más agua. Cuanto más se le acercaba la muerte, más costaba verla como a una adversaria, aunque sin duda sabía mucho más de lo que me contaba. En cualquier caso, lo mismo daba, pues ya no iba a revelar nada más. Tal vez sí que me había visto como una llama al acercarme. Quizá ya solo pudiera pensar en mí de ese modo.
—¿Sabías lo de la pila de diarios antes de que viniéramos? —le pregunté.
Pero no contestó.
Tenía unas cuantas cosas que hacer una vez muerta la psicóloga, aunque estaba quedándome sin luz natural y no me apetecía hacerlas. Si en vida no había respondido a mis preguntas, tendría que contestarme una vez muerta. Le quité la chaqueta, que coloqué a su lado; entonces descubrí que había ocultado su propio diario en un bolsillo interior con cremallera, bien doblado. Lo dejé a un lado también, debajo de una piedra, y sus páginas se zarandearon al viento.
Entonces saqué mi navaja y, con mucho cuidado, le corté la manga izquierda de la camisa. La blandura de su brazo me había escamado, y vi que tenía motivos para preocuparme: desde la clavícula hasta el codo, tenía el brazo colonizado por una masa fibrosa de color verde dorado de la que emanaba un resplandor leve. Por las hendiduras y las largas grietas que le bajaban por el tríceps, parecía haberse extendido a partir de una herida inicial; la herida que le infligió, según ella, el Reptador. Fuera lo que fuese lo que me contaminó a mí, aquel otro tipo de contacto, más directo, causó una propagación más rápida y con consecuencias más nefastas. Existen parásitos y cuerpos germinantes capaces de causar no solo paranoia sino también esquizofrenia, con alucinaciones en exceso realistas que desembocan en comportamientos delirantes. Ya no me cabía ninguna duda de que la psicóloga me había visto como una llama que se acercaba, de que había atribuido su incapacidad para dispararme a alguna fuerza externa y de que la había asaltado el miedo a alguna presencia acechante. Supuse que, si no otra cosa, al menos el recuerdo de su encuentro con el Reptador la habría desquiciado en cierto grado.
Le corté una muestra de piel del brazo, junto con un poco de carne de debajo, y la metí en un vial. Luego cogí una muestra del otro brazo. De vuelta en el campamento base, las examinaría.
Para entonces ya me había entrado cierto temblor, así que hice una pausa y me centré en el diario. Vi que estaba dedicado a transcribir las palabras del muro de la Torre, completadas con muchos pasajes nuevos.
… pero ya se pudra bajo la tierra o sobre los campos verdes o mar adentro al aire mismo, todos llegarán a la revelación, y al regocijo, en el conocimiento del fruto asfixiante y la mano del pecador se alegrará, pues no hay pecado en la sombra o en la luz que las semillas de los muertos no puedan perdonar…
Había algunas notas garabateadas en los márgenes. Una decía «farero», lo que me llevó a preguntarme si le habría dibujado ella el círculo al hombre de la fotografía. Otra decía «¿Norte?» y, una tercera, «islas». No tenía ninguna pista sobre el significado de dichas notas, ni sobre qué indicaba respecto al estado mental de la psicóloga el hecho de que su diario se consagrara a aquel texto. Solo sentí un simple y llano alivio al ver que alguien había completado por mí una tarea que, de lo contrario, habría resultado complicada y laboriosa. Mi única pregunta era si había sacado el texto de los muros de la Torre, de diarios del interior del faro o bien de alguna otra fuente. Y sigo sin saberlo.
Procurando no entrar en contacto con su hombro ni su brazo, procedí a registrar el cadáver. Le palpé la camisa y los pantalones por si llevaba algo escondido. Le encontré una pistola minúscula atada a la pantorrilla izquierda y una carta, en un sobre pequeño, doblada en la bota derecha. La psicóloga había escrito un nombre en el sobre; al menos, parecía su letra. El nombre empezaba por S. ¿Era el de su hijo? ¿De un amigo? ¿De un amante? Hacía meses que no veía ni oía un nombre pronunciado en voz alta, y ver uno me trastornó profundamente. Parecía un error, como si no fuese algo propio del Área X. Allí un nombre era un lujo peligroso. Los sacrificios no precisaban nombres. Las personas que cumplían una función no precisaban ser nombradas. En todos los sentidos, el nombre era para mí una confusión mayor e indeseada, un espacio oscuro que iba creciendo en mi mente.
Arrojé la pistola encima de la arena e hice una bola con el sobre y lo envié al mismo sitio. Estaba pensando en el descubrimiento del diario de mi esposo y en que, en ciertos aspectos, era peor eso que no tenerlo. Y, desde cierto punto de vista, aún estaba enfadada con la psicóloga.
Por último le registré los bolsillos de los pantalones. Encontré algo de cambio, un amuleto de piedra suave y una hoja de papel; en esta había una lista de sugestiones hipnóticas que incluían «parálisis inducida», «inducir la aceptación» y «obligar a la obediencia», cada cual en correspondencia con una palabra o frase de activación. Tuvo que darle mucho miedo olvidar las palabras con las que controlarnos como para llegar a apuntárselas. La chuleta incluía otros recordatorios, como «La topógrafa precisa refuerzo» o «La mente de la antropóloga es porosa». Sobre mí solo había esta frase críptica: «El silencio crea su propia violencia». Qué ilustrativo.
La palabra «Aniquilación» iba seguida de «ayudar a inducir el suicidio inmediato».
Nos habían provisto a todas de botones de autodestrucción, pero la única capaz de pulsarlos estaba muerta.
Parte de la vida de mi marido estuvo definida por unas pesadillas que tenía de niño, experiencia que le afectó tanto que lo llevó al psiquiatra. Tenían que ver con una casa y un sótano, y horribles crímenes allí ocurridos. Pero el psiquiatra había descartado la memoria reprimida y, al final, optó por tratar de extraer el veneno escribiendo un diario sobre ellos. Ya de adulto, en la universidad, meses antes de alistarse en la Marina, mi esposo asistió a un festival de cine clásico… y ahí, en pantalla grande, vio representadas sus pesadillas. Entonces comprendió que, cuando él tenía solo un par de años, alguien debió de dejarse el televisor encendido con aquel film de terror emitiéndose. La astilla de su mente, nunca desalojada del todo, se desintegró y quedó en nada. Decía que fue el momento en que se supo libre, que a partir de entonces dejó atrás las sombras de su infancia… porque todo había sido una ilusión, una falacia, una falsificación, un garabato en su cerebro que lo había orientado en la dirección incorrecta cuando él tenía que ir en otra.
—Hace tiempo que tengo un tipo de sueño —me confesó la noche en que me contó que iría a la undécima expedición—. Uno nuevo, y de hecho no es una pesadilla, esta vez.
En esos sueños, flotaba sobre un paisaje virgen con la visión panorámica de un gavilán, y la sensación de libertad era «indescriptible».
—Es como si cogieras todas mis pesadillas y les dieras la vuelta.
A medida que los sueños evolucionaban y se repetían, variaban de intensidad y enfoque. Algunas noches, cruzaba a nado los canales de las marismas. Otras, se convertía en árbol o en gota de agua. Todo cuanto experimentaba lo revitalizaba. Todo cuanto experimentaba lo hacía desear ir al Área X.
Aunque no podía contarme gran cosa, confesó que ya había quedado varias veces con personas que reclutaban a miembros para las expediciones. Que se había pasado horas hablando con ellas y que sabía que era la decisión correcta. Era un honor. No todos llegaban: a algunos los rechazaban y otros se quedaban en el camino. Y aun otros, le señalé, debieron de preguntarse qué habían hecho cuando ya era demasiado tarde. Lo único que yo entendía por entonces de lo que él llamaba Área X procedía de la vaga historia oficial sobre la catástrofe medioambiental, además de rumores y murmuraciones de segunda mano. ¿El peligro? No sé si lo tenía tan presente como la idea de que mi marido acababa de decirme que me dejaba y me había ocultado la información durante semanas. Aún no estaba enterada del asunto de la hipnosis o la readecuación, por lo que no se me ocurrió que podían haberlo convertido en «sugestionable» durante esos encuentros.
Mi respuesta fue un silencio profundo, mientras él buscaba en mi rostro lo que creía que esperaba encontrar. Dio media vuelta y se sentó en el sofá, y yo me serví una copa muy grande de vino y tomé asiento en la silla enfrente de él. Permanecimos así largo tiempo.
Al cabo de un rato, se puso a hablar él otra vez: sobre lo que sabía del Área X, sobre lo poco que lo llenaba en ese momento su trabajo, sobre su necesidad de un desafío mayor… Pero en realidad yo no escuchaba. Estaba pensando en mi trabajo rutinario. En la naturaleza salvaje. En por qué no había hecho yo algo parecido a lo que estaba haciendo él: soñar con otro lugar y con el modo de llegar allí. En aquel momento no pude culparlo; no de verdad. ¿No hacía yo viajes ocasionales por trabajo? De acuerdo que no me ausentaba durante meses, pero en principio era lo mismo.
La discusión llegó más tarde, cuando aquello se me hizo real. Pero nada de ruegos. Nunca le supliqué que se quedara. No pude hacerlo. A lo mejor hasta pensé que su marcha salvaría el matrimonio, que, en cierto modo, nos uniría. No lo sé. No tengo ni idea. Hay cosas que nunca se me darán bien.
Pero ahí, contemplando el mar junto al cadáver de la psicóloga, sabía que el diario de mi marido me aguardaba, que pronto iba a conocer la pesadilla que se le apareció allí. Y sabía también que todavía le guardaba un rencor encarnizado por su decisión. Pero, a pesar de todo, en mi corazón empezaba a creer que el Área X era el sitio donde yo debía estar.
Me había entretenido demasiado y tendría que atravesar la oscuridad para poder regresar al campamento base. Si iba a un ritmo constante, podía estar de vuelta a medianoche. No era del todo malo llegar a una hora intempestiva, tal como había dejado las cosas con la topógrafa. Además, algo me decía que no debía quedarme en el faro a pasar la noche. Tal vez fuese el malestar por lo raro de la herida de la psicóloga, o quizá aún sintiera como si una presencia habitara aquel lugar; en todo caso, salí en cuanto metí en la mochila provisiones y el diario de mi esposo. A mi espalda, se iba volviendo cada vez más solemne la silueta de lo que ya no era realmente un faro, sino una especie de relicario. Al echar la vista atrás vi una fuente delgada de luz verde que manaba, flanqueada por la curva de las dunas, y me sentí aún más resuelta a poner distancia de por medio. Era la herida de la psicóloga, que yacía allá en la playa, desde donde brillaba aún más fuerte que antes. La idea de alguna forma de vida acelerada que ardía intensamente no parecía muy lógica. Me pasó por la cabeza otra frase que había leído en su diario: «Habrá un fuego que conoce tu nombre, y en presencia del fruto que asfixia, su llama oscura tomará posesión de cada parte de ti».
A la hora, el faro había desaparecido en la noche y, con él, la luz en que se había convertido la psicóloga. Se levantó viento y la oscuridad aumentó. El sonido de las olas, cada vez más distante, era como escuchar a hurtadillas una siniestra conversación murmurada. Crucé el poblado en ruinas lo más silenciosamente posible, bajo una fina tajada de luna, sin arriesgarme a encender la linterna. La oscuridad envolvía las siluetas en las habitaciones que habían quedado a la vista, y en su calma extrema percibí un inquietante atisbo de movimiento. Me alegré de pasarlas de largo y encontrarme pronto en la parte del sendero donde los juncos obstruían el canal por el lado marítimo y los pequeños lagos a la izquierda. En un rato aparecerían el agua negra y los cipreses, antesala de la sólida eficiencia de los pinos.
Minutos después empezó el quejido. Por un momento creí que estaba en mi cabeza. Luego me paré de golpe a escuchar. Fuera lo que fuese lo que oíamos cada anochecer, volvía a las andadas, y con las prisas por irme del faro me olvidé de que habitaba entre los juncos. De cerca, el sonido resultaba más gutural, cargado de confusión, angustia y rabia. Parecía tan extremadamente humano e inhumano que, por segunda vez desde mi llegada al Área X, me planteé lo sobrenatural. El sonido provenía de enfrente de mí, procedente del lado que daba al interior, a través de los gruesos juncos que mantenían el agua a raya a los lados del sendero. Era improbable que pudiera pasar por ahí sin que aquello me oyera. Y entonces ¿qué?
Al fin decidí seguir adelante. Saqué la más pequeña de mis dos linternas y me agaché mientras la encendía, de modo que el haz no se viera fácilmente por encima de los juncos. De esta guisa tan incómoda continué andando, con la pistola en la otra mano, alerta a la dirección del sonido. Pronto lo oí más cerca, aunque todavía distante, avanzando entre los juncos mientras procedía con su horrible lamento.
Transcurrieron unos minutos, en los que avancé bastante. Entonces, de repente, algo me pisó la bota al caérsele encima. Enfoqué la linterna hacia el suelo… y retrocedí de un salto y ahogando un grito: era increíble, pero parecía que un rostro humano brotara del suelo. Al cabo de un momento, puesto que no ocurría nada más, volví a iluminarlo y vi que era una especie de máscara de color marrón claro, hecha de piel y medio transparente, semejante al caparazón mudado del cangrejo herradura. Era un rostro ancho, con unas leves picaduras que le surcaban la mejilla izquierda. Los ojos estaban en blanco, ciegos, al acecho. Sentí que tenía que reconocer esos rasgos, que era muy importante… pero en su estado incorpóreo no fui capaz.
Por algún motivo, ver esa máscara restituyó en mí parte de la calma perdida durante la conversación con la psicóloga. Por raro que fuese, un exoesqueleto desechado, aunque se pareciese a un rostro humano, constituía un misterio resoluble que, al menos de momento, dejaba en segundo término la perturbadora imagen de una frontera en expansión y las innumerables mentiras de Southern Reach.
Cuando me arrodillé y apunté al frente mi linterna, vi más despojos de algún tipo de muda: una larga estela de restos como de piel, cáscaras y pellejos. Era obvio que pronto me iba a topar con el ser que hubiera soltado ese material, e igual de evidente era que la criatura gemebunda era humana o bien lo había sido una vez.
Me acordé del pueblo abandonado y de los extraños ojos de los delfines. Radicaba ahí una pregunta a la que, con el tiempo, tal vez tendría que responder de un modo demasiado personal. Pero la más importante en aquel momento era si, después de la muda, la cosa se habría vuelto más indolente o más activa. Dependía de la especie, y yo no era experta en el tema. Ni me quedaban demasiados ánimos para un nuevo encuentro, si bien ya era demasiado tarde para la retirada.
Continuando, llegué a un punto donde, a la izquierda, los juncos se aplanaban, doblándose para formar un camino de cerca de un metro de ancho. Las mudas, si eso eran, seguían el mismo curso. Al enfocar el camino con la linterna, vi que este giraba bruscamente hacia la derecha a menos de treinta metros de mí. Eso significaba que ya tenía a la criatura delante, entre los juncos, y podía volver sobre sus pasos y bloquearme el camino hacia el campamento base. Se intensificaron los ruidos de algo que se arrastraba y se revolcaba, hasta ser casi tan audibles como el lamento. Un denso olor a almizcle impregnaba el aire.
Seguía sin apetecerme regresar al faro, de modo que apreté el paso. La oscuridad era tan completa que solo veía unos centímetros por delante de mí y la linterna me mostraba bien poca cosa. Me sentí como si avanzara por un túnel circular. El lamento se oía aún más alto, pero fui incapaz de determinar su dirección. El olor se convirtió en una peculiar pestilencia. El suelo empezó a ceder un poco bajo mi peso y supe que el agua debía de estar cerca.
Otra vez se oyó el quejido, lo más cerca que lo había oído nunca, pero combinado con un fuerte sonido de algo que se zarandeaba. Paré y me puse de puntillas para enfocar la linterna por encima de los juncos a mi izquierda, a tiempo de ver una avalancha de violentos movimientos frente a mí, en ángulo recto con el sendero, que cesaron enseguida. Desplazamiento de juncos, derribados en un abrir y cerrar de ojos como si los trillara una máquina. La cosa intentaba tomarme la delantera. La cosa intentaba tomarme la delantera y el esplendor interno explosionó para ahogar mi pánico.
Vacilé un solo instante. Una parte de mí deseaba ver a la criatura después de tantos días escuchándola. ¿Eran las reminiscencias de mi yo científico, tratando de reorganizarse y de aplicar la lógica cuando lo único que importaba era sobrevivir?
En todo caso, era una parte muy pequeña. Corrí. Me sorprendió lo rápido que era capaz de hacerlo: nunca antes había tenido que correr tanto. Corrí por el túnel de oscuridad flanqueado de juncos, que me rastrillaban y me daba igual, pretendiendo que el esplendor me propulsara. Pasar a la bestia de largo antes de que me interceptara. Noté la vibración sorda de su paso, el fragor áspero de los juncos bajo sus pisadas y una especie de matiz expectante en su lamento que me dio vértigo por lo apremiante de su búsqueda.
Desde la oscuridad me llegaba la impresión de un lastre inmenso que apuntaba hacia mí por mi izquierda. El indicio del costado de un rostro torturado y pálido y un bulto enorme y pesado pegado a él. Cargando hacia un punto enfrente de mí, sin darme otra opción que dejarle hacer y arremeter como un corredor en la línea de meta, para pasar antes que él y quedar libre.
Se acercaba muy deprisa; demasiado. No creí que fuese a conseguirlo, era imposible desde ese ángulo, pero ya estaba decidida.
Llegó el instante crucial. Me pareció sentir su cálido aliento a mi lado y me estremecí y grité incluso corriendo. Pero entonces el camino ya estaba despejado y, casi justo detrás de mí, oí una lamentación aguda, y la sensación de espacio y de aire, casi justo detrás de mí, se colmó, y oí como si algo inmenso intentara frenar, cambiar de dirección, y se viera empujado hacia los juncos, al otro lado del camino, por su propio impulso. Un quejido casi lastimero, un sonido solitario que me llamaba. Y continuó llamando, suplicándome que volviera, que lo viera por entero, que reconociera su existencia.
No miré atrás. Seguí corriendo.
Al fin, jadeando y sin aliento, paré de correr. Con flojera en las piernas, anduve hasta que la senda fue a dar a terrenos boscosos, lo bastante lejos como para ponerme a buscar un roble grande al que trepar y pasar la noche en incómoda posición, acurrucada en algún recodo del árbol. Si la criatura gemebunda me hubiera seguido hasta allí, no sé qué habría hecho. Todavía la oía, aunque ya otra vez a lo lejos. No quería pensar en ella, pero no podía dejar de hacerlo.
Dormité a ratos, sin dejar de vigilar el terreno. En un momento dado, algo grande se detuvo a olisquear el pie del árbol, pero luego siguió su camino. En otra ocasión, percibí unas formas vagas que se movían a media distancia, aunque resultaron en nada. Fue como si parasen un instante, pero sus ojos luminosos, flotando en la oscuridad, no me transmitieron ninguna amenaza. Me apreté contra el pecho el diario de mi esposo, como un talismán que me protegiera de la noche, pero negándome aún a abrirlo: mis miedos sobre su posible contenido no habían hecho más que aumentar.
Antes del amanecer, desperté y descubrí que mi esplendor se había vuelto literal: de mi piel emanaba una tenue fosforescencia en la oscuridad; traté de ocultar las manos dentro de las mangas y me subí el cuello, para resultar menos visible, antes de dormirme otra vez. Una parte de mí solo quería dormir para siempre, durante el resto de lo que fuese que pudiera ocurrir.
Pero ya me acordaba de una cosa: de dónde había visto antes la máscara mudada. Era el psicólogo de la undécima expedición, un hombre cuya entrevista a su regreso pude ver. Un hombre que había dicho, en tono sereno y llano: «Era todo precioso y muy tranquilo en el Área X. No vimos nada fuera de lo común. Nada en absoluto». Luego había mostrado una sonrisa vaga.
Empezaba a comprender que la muerte no era lo mismo aquí que al otro lado de la frontera.
A la mañana siguiente, mi cabeza aún rebosaba de los gemidos de la criatura cuando volví a entrar en la parte del Área X donde el camino tenía mucha pendiente y, a cada lado, el agua negra y pantanosa se llenaba de rodillas de ciprés, que parecían muertas sin estarlo. El agua eclipsaba todo sonido y su superficie inmóvil solo devolvía el reflejo del musgo gris y de las ramas de los árboles. Esa parte del camino me gustaba más que ninguna otra. Allí, el mundo se mostraba tan vigilante como reposada era la sensación de soledad. Esa calma era una invitación a bajar la guardia y, simultáneamente, una reprimenda para que no lo hicieras. Faltaban casi dos kilómetros para el campamento base y me sentí perezosa con la luz y el zumbido de los insectos en la hierba crecida. Ya estaba maquinando qué iba a decirle a la topógrafa, qué le contaría y qué le ocultaría.
Mi esplendor interior se incendió. Me dio tiempo a dar medio paso a la derecha.
El primer disparo me dio en el hombro izquierdo en vez del corazón, y el impacto me retorció al empujarme hacia atrás. El segundo disparo se deslizó por mi costado izquierdo y, más que levantar del suelo, me hizo girar y tropezar. En el silencio profundo en que fui a dar contra la pendiente y reboté colina abajo, un rugido llegó a mis oídos. Me quedé tirada al pie de la colina, sin resuello y con una mano extendida hundida en el agua negra y el otro brazo atrapado bajo el cuerpo. El dolor en el costado fue al principio como si me abrieran con un cuchillo de carnicero y volvieran a coserme. Pero enseguida amainó en forma de un daño desagradable; las heridas de bala se redujeron, por alguna conspiración celular, a la sensación de minúsculos animales retorciéndose lentamente en mi interior.
Solo habían pasado unos segundos. Sabía que tenía que moverme. Menos mal que llevaba la pistola en la funda: de lo contrario, habría salido volando. La saqué. Había visto la mirilla, un círculo minúsculo en la alta hierba, y había reconocido a quien me puso la emboscada. La topógrafa era exmilitar, y de las buenas, pero no podía saber que el esplendor me protegía, que el impacto no me había cogido por sorpresa y que la herida no me tenía transida de paralizante dolor.
Me puse bocabajo, con la intención de arrastrarme junto al borde del agua. Entonces oí la voz de la topógrafa, gritándome desde el otro lado del terraplén:
—¿Dónde está la psicóloga? ¿Qué le has hecho?
Cometí el error de decir la verdad.
—¡Está muerta! —respondí a gritos, intentando que mi voz sonara temblorosa y débil.
La única respuesta de la topógrafa consistió en una sarta de disparos por encima de mi cabeza, quizá con la esperanza de que yo saliera al descubierto.
—¡Yo no la he matado! —chillé—. Ha saltado desde lo alto del faro.
—«¡Riesgo por recompensa!» —respondió la topógrafa, lanzándomelo como una granada. Debió de reflexionar sobre aquel momento durante toda mi ausencia. Ya no causaba más efecto en mí del que había causado mi intento de utilizarlo con ella.
—¡Escúchame! Me has herido… de gravedad. Puedes dejarme aquí. No soy tu enemiga.
Lastimosas palabras para aplacarla. Aguardé, pero la topógrafa no respondía. Solo se oía el zumbido de las abejas en torno a las flores silvestres y un borboteo de agua en algún punto del negro pantano detrás del terraplén. Alcé la vista al increíble azul del cielo y pensé que quizá era hora de empezar a moverme.
—¡Vuelve al campamento base y coge provisiones! —le grité, en un nuevo intento—. Regresa a la frontera. No me importa. No te detendré.
—¡No me creo nada de ti! —exclamó; su voz estaba un poco más cerca y avanzaba por el otro lado. Entonces—: Has vuelto y ya no eres humana. Deberías matarte para que no tenga que hacerlo yo.
No me gustó su tono despreocupado.
—Soy tan humana como tú —repliqué—. Esto es una cosa natural.
Me di cuenta de que ella no podía entender que me estaba refiriendo al esplendor. Tuve ganas de decir que yo también era algo natural, pero no sabía si era cierto; además, nada de aquello estaba contribuyendo a mi causa.
—¡Dime tu nombre! —chilló—. ¡Dime tu nombre! ¡Dime tu maldito nombre de las narices!
—No servirá de nada —le contesté—. ¿De qué iba a servir? No entiendo de qué te sirve.
El silencio fue su respuesta. Ya no volvería a hablar. Yo era un demonio, un diablo, algo que ella no podía o no quería comprender. Notaba cómo se iba acercando, agazapada para ocultarse.
No iba a dispararme de nuevo a menos que el tiro fuese muy directo, mientras que yo sentía el impulso de atacarla y punto, disparando a lo loco. Pero opté por avanzar, medio a gatas y medio a rastras, siguiendo deprisa el borde del agua. A lo mejor ella esperaba que me alejara y pusiera distancia de por medio, pero yo sabía que, con el alcance de su rifle, era un suicidio. Procuré ralentizar mi respiración: quería poder oír cualquier sonido que ella hiciera y que me revelara su posición.
Al cabo de un momento, oí pasos enfrente de mí, en el lado opuesto de la colina. Cogí un terrón de barro y lo lancé, lejos y bajo, siguiendo el borde del agua negra en la dirección por la que acababa de llegar. Cuando aterrizó, a unos diez metros de mí, con un correoso plaf, yo ya estaba bordeando la ladera hacia arriba, de modo que apenas veía el borde del camino.
La coronilla de la topógrafa asomó a menos de tres metros por delante de mí. Se había echado al suelo para arrastrarse entre las altas hierbas del sendero. Fue solo un vistazo fugaz. No quedó a la vista ni un segundo; después desaparecería. No me lo pensé. No dudé. Disparé.
Su cabeza se propulsó hacia un lado y la topógrafa se desplomó en la hierba sin ruido, y se volvió de espaldas con un gruñido, como si la hubieran molestado en pleno sueño; luego yació inmóvil. Tenía el costado del rostro cubierto de sangre y su frente presentaba una deformación grotesca. Volví a deslizarme pendiente abajo, mirando mi pistola, conmocionada. Me sentía como encallada entre dos futuros, a pesar de que ya había decidido en cuál iba a vivir. Ya solo estaba yo.
Eché otro vistazo, cautelosa y pegada al costado de la colina, y vi que continuaba allí tirada, sin moverse. Nunca había matado a nadie. Pero, dada la lógica de aquel lugar, tampoco estaba segura de haberlo hecho realmente. Al menos, eso me dije para controlar los temblores. Porque, en el fondo, no dejaba de pensar que podría haber intentado razonar con ella un poco más, o no disparar y huir hacia la espesura.
Me levanté y subí por la colina. En general, me sentía dolorida, aunque el hombro solo me hacía un daño relativo. Ahí junto al cadáver, cuyo rifle descansaba justo encima de la cabeza sanguinolenta como un punto de exclamación, pensé en cómo habrían sido sus últimas horas en el campamento base. Qué dudas la habrían torturado. Si quizá había salido rumbo a la frontera y, tras dudarlo, había regresado al campamento, para luego partir otra vez, atrapada en un círculo de indecisión. Supuse que algo la había empujado a enfrentarse a mí, o tal vez una noche a solas con su mente en aquel sitio había sido suficiente. La soledad podía presionar a una persona y exigirle que pasara a la acción. Si yo hubiera vuelto cuando prometí, ¿habría sido todo diferente?
No podía dejarla allí, pero no sabía si llevármela al campamento base y enterrarla en el antiguo cementerio de detrás de las tiendas. Mi esplendor interno me hacía dudar. ¿Y si su presencia en este lugar tenía un propósito? ¿Acaso enterrarla traicionaría una capacidad de transformación que quizá le perteneciera, aun en ese momento? Finalmente, la hice rodar, con su piel todavía elástica y cálida y la sangre manándole de la herida de la cabeza, hasta que alcanzó el borde del agua. Entonces pronuncié unas palabras respecto a que esperaba que me perdonase y a que yo la perdonaba por dispararme. No sé si mi discurso tenía mucho sentido para ninguna de las dos, llegado aquel punto. Al decirlo, a mí todo me sonó absurdo. Si hubiera resucitado de repente, quizá habríamos admitido las dos que no perdonábamos nada.
La cogí en brazos y me metí en el agua negra. La solté cuando esta me llegó a las rodillas y miré cómo se hundía. Cuando ya no pude ver ni la anémona pálida y extendida de su mano izquierda, regresé a la orilla. Desconocía si la topógrafa era religiosa, si esperaba resucitar en el cielo o ser pasto de los gusanos. En todo caso, los cipreses formaron sobre ella una especie de catedral a medida que se fue hundiendo cada vez más.
Sin embargo, no tuve tiempo para asimilar lo ocurrido. En cuanto volví a plantarme en el camino, el esplendor se apoderó de muchas otras partes además de mis centros nerviosos. Caí al suelo envuelta en lo que percibí como una invasión invernal de hielo oscuro, mientras el esplendor se propagaba en forma de corona de luz azul brillante con un núcleo blanco. Sentí como quemaduras de cigarro al tiempo que una especie de nieve abrasadora descendía y se infiltraba en mi piel. Pronto quedé tan bloqueada, tan extremadamente paralizada, tan atrapada en mi propio cuerpo en mitad del camino, que la vista se me quedó clavada en las gruesas hojas de hierba que tenía enfrente, con la boca medio abierta en la tierra. Debería haber sido consciente del consuelo de ahorrarme el dolor de las heridas, pero me estaba viendo acosada en mi desvarío.
Recuerdo solo tres momentos de esos acosos. En el primero, la topógrafa, la psicóloga y la antropóloga me miraban desde lo alto a través de unas ondas, como si yo fuese un renacuajo que las viera desde un estanque de agua. Se me quedaron mirando durante un lapso anormalmente largo. En el segundo, yo estaba junto a la criatura gemebunda, con la mano sobre su cabeza y murmurando algo en un idioma que no entendí. En el tercero, contemplaba un mapa viviente de la frontera, trazado como si esta fuese un gran foso circular que rodeara el Área X. En dicho foso nadaban grandes criaturas marinas, ajenas a mi mirada, y el hecho de que no me prestaran atención me dolía terriblemente.
Durante todo ese tiempo, como descubrí luego por las marcas en la hierba, no estuve paralizada en absoluto, sino que estuve retorciéndome y sacudiéndome en el barro como un gusano. Mientras, una parte remota de mí sufría unos dolores extremos y trataba de morir por ellos, pero el esplendor no iba a permitir que eso ocurriera. De haber alcanzado mi pistola, creo que me habría disparado en la cabeza… y habría estado bien contenta.
A estas alturas ya habrá quedado claro que no se me da muy bien lo de contarle a la gente cosas que se consideran con derecho a saber, y en este relato he omitido hasta ahora ciertos detalles sobre el esplendor. Los motivos son, de nuevo, la confianza en que la opinión inicial de cualquier lector no se vea influida por estos detalles al juzgar mi objetividad. He intentado compensarlo revelando más información personal de la que me habría gustado, en parte por su importancia respecto a la naturaleza del Área X.
Lo cierto es que, en el instante previo a que la topógrafa intentara asesinarme, el esplendor se expandió en mi interior para acentuar mis sentidos y pude notar el movimiento de sus caderas sobre el suelo, cuando me apuntaba con la mirilla. Pude oír el sonido de las gotas de sudor rodándole por la frente. Y oler su desodorante y notar el sabor de la hierba amarillenta que había aplastado para ponerme la emboscada. Cuando le disparé, lo hice con los sentidos todavía aguzados, y fue ese el único motivo de que me resultara vulnerable.
Fue, in extremis, una exacerbación súbita de lo que yo ya había estado experimentando. De camino al faro y al volver, el esplendor se había manifestado en parte como un resfriado leve. Me aparecieron unas décimas de fiebre, tos y mucosidad. En algunos momentos me sentí débil y mareada. La sensación de estar flotando o de pesadez me recorrió el cuerpo a intervalos totalmente descompensados, de modo que pasaba de ir ligera a arrastrarme.
Mi marido se habría mostrado precavido respecto al esplendor. Habría encontrado mil maneras de intentar ponerle remedio —y de eliminar todo rastro, de paso— y no dejarme afrontarlo por mi cuenta, razón por la que, durante mucho tiempo, no siempre se lo dije si me encontraba mal. De todos modos, en este caso tanto esfuerzo por su parte habría sido inútil. O te dedicas a preocuparte por una muerte que quizá no llegue o te concentras en lo que te queda.
Cuando al fin volví en mí, ya era mediodía del día siguiente. No sé cómo logré llegar de vuelta al campamento base. Estaba exprimida, era una cáscara necesitada de cinco litros de agua en las próximas horas para sentirme completa. El costado me ardía, pero sabía que estaba teniendo lugar una reparación apresurada, lo bastante como para permitirme ir tirando. El esplendor, que ya me había penetrado en las extremidades, parecía, forzado a retirada en un último arranque de mi cuerpo, que entorpecía su avance por la necesidad de atender a las heridas. Los síntomas de resfriado habían remitido y la ligereza y la pesadez fueron reemplazadas por un murmullo constante y sostenido en mi interior y, durante un rato, una sensación incómoda, como si algo avanzara por debajo de mi piel, formando una capa que imitaba a la perfección la que se podía ver.
Sabía que no debía fiarme de la sensación de bienestar, pues podía ser un mero intervalo previo a otra fase. El alivio que sentí hasta entonces por el hecho de que los cambios no fueran más allá de la agudización de los sentidos y los reflejos y la fosforescencia de mi piel quedó en nada ante lo que acababa de averiguar: para mantener controlado el esplendor, tendría que continuar sufriendo lesiones, tenía que ser herida. Someter mi sistema a impacto.
En aquel contexto, cuando me enfrenté al caos que era el campamento base, mi actitud fue tal vez más trivial de lo que habría sido en otro caso. La topógrafa había destrozado las tiendas hasta el punto de dejar colgando largos jirones de la dura lona. Los registros de datos científicos dejados por expediciones anteriores estaban quemados: aún vi fragmentos carbonizados sobresaliendo entre las cenizas de los leños. Todas las armas que había podido cargar las había destruido desmontándolas pieza por pieza; después las había esparcido por todo el campamento como para desafiarme. Tiradas por toda el área había latas de comida abiertas y vaciadas. En mi ausencia, la topógrafa se había convertido en una especie de enloquecida asesina en serie de lo inanimado.
Su diario aguardaba como una tentación sobre los restos de su cama, en su tienda, rodeado de una marabunta de mapas, algunos de ellos viejos y amarillentos. Pero estaba en blanco. Las pocas veces que la había visto «escribir» en él, apartada de las demás, fueron un embuste. Nunca tuvo intención de dejar que la psicóloga ni ninguna de nosotras conociéramos sus verdaderos pensamientos. Me di cuenta de que era algo que yo respetaba.
Con todo, había dejado una última y concisa afirmación, en un trozo de papel junto a la cama, que tal vez ayudara a explicar su hostilidad: «La antropóloga ha intentado volver, pero ya me he ocupado de ella». O estaba loca, o demasiado cuerda. Repasé los mapas con cuidado, pero no eran del Área X. La topógrafa había escrito en ellos cosas personales que sonaban a rememoraciones, hasta que comprendí que los mapas debían de señalar sitios que visitó o donde vivió. No podía culparla por regresar a ellos, por buscar algo del pasado que pudiera afianzarla en el presente, por vano que fuese.
Mientras seguía explorando los restos del campamento base, evalué mi situación. Encontré unas cuantas latas de alimentos que, por algún motivo, a la topógrafa se le habían pasado por alto. También se había dejado algo de agua potable porque, según mi costumbre, yo escondí un poco en mi saco de dormir. Aunque todas mis muestras se habían perdido —supuse que las había arrojado al pantano cuando se dirigía a preparar la emboscada—, de nada le había servido esa medida, pues yo conservaba mis mediciones y observaciones al respecto en una libreta pequeña, en mi mochila. Iba a echar de menos el mayor y más potente de mis microscopios, pero el que me llevé me serviría. Tenía alimento suficiente para un par de semanas, pues no comía mucho. El agua me duraría además otros tres o cuatro días, y siempre podía hervir más. Tenía bastantes cerillas como para mantener una hoguera encendida durante un mes y capacidad para encender una sin cerillas, en todo caso. En el faro me esperaban más provisiones, como mínimo en la mochila de la psicóloga.
Al salir otra vez, vi lo que la topógrafa había añadido al viejo cementerio: una tumba vacía, recién cavada, con un montículo de tierra al lado; clavada en el suelo, una cruz sencilla hecha de ramas caídas. ¿Se suponía que esa tumba era para mí o bien para la antropóloga? ¿O para ambas? No me gustó la idea de yacer a su lado para la eternidad.
Algo más tarde, haciendo limpieza, me dio un ataque de risa y empecé a troncharme. De repente me había acordado de cuando lavé los platos después de cenar la noche en que mi esposo regresó cruzando la frontera. Recordé con claridad que, tirando los restos de espaguetis y pollo de un plato, me pregunté perpleja cómo un acto tan mundano podía coexistir con el misterio de su reaparición.