03: Inmolación

Entonces fui presa de un humor extraño, caminando sola y callada entre los últimos pinos y las rodillas de ciprés que parecían flotar en el agua negra, y por el musgo gris que lo cubría todo. Fue como si viajara por el paisaje mientras una efusiva e intensa aria sonaba en mis oídos. Todo estaba imbuido de emoción, empapado de ella, y yo ya no era una bióloga sino la cresta de una ola que iba creciendo sin llegar a romper en la orilla. Vi con ojos completamente nuevos las sutilezas de la transición a los llanos pantanosos y salobres. Cuando el camino se convirtió en un arcén elevado, unos lagos cenicientos y atestados de algas se extendieron a la derecha y un canal lo flanqueó a la izquierda. Cursos irregulares de agua salían serpenteando como un laberinto a través de un bosque de juncos en el lateral del canal; en la distancia, como súbitas revelaciones, aparecían islas u oasis de árboles retorcidos por el viento. Su aspecto encorvado y oscuro impactaba en contraste con el vasto y reluciente marrón dorado de las cañas. El tono de la luz que caía sobre aquel hábitat, la quietud de todo ello y la sensación de espera, me sumieron casi en un estado de éxtasis.

Más allá se alzaba el faro y, antes, los restos de un poblado: lo sabía porque también iba señalado en el mapa. Pero ante mí estaba la senda, tapizada en ocasiones con fragmentos de escombros pesados y blanquecinos, de extraño aspecto atormentado, arrojados tierra adentro por antiguos huracanes. Pequeños saltamontes rojos habitaban a legiones las hierbas altas, con la sola presencia de algunas ranas para devorarlos; unos túneles de hierba aplanada indicaban por dónde se habían vuelto a meter en el agua enormes reptiles que volvían de tomar el sol. En lo alto, las rapaces inspeccionaban el terreno en busca de presas, con un vuelo tan controlado que sus círculos parecían seguir un patrón geométrico.

En esa burbuja atemporal, en la que no tenía la sensación de acortar distancias con el faro por más que caminara, tuve más tiempo para pensar en este y en nuestra expedición. Sentía que, hasta ese momento, había eludido mi responsabilidad, que era considerar los elementos hallados en la torre como parte de una entidad biológica amplia que podía o no ser terrestre. Pero sopesar la enormidad de esta idea en un macronivel habría acabado con mi humor igual que una avalancha me aplastaría el cuerpo.

A ver: ¿qué sabía? ¿Cuáles eran los detalles concretos? Un «organismo» escribía palabras vivientes en los muros internos de la torre, tal vez desde mucho tiempo atrás. Ecosistemas enteros nacían y prosperaban entre dichas palabras, para luego morir al desvanecerse ellas, de las que dependían. Pero este era un efecto colateral de crear las condiciones adecuadas, un hábitat viable. La única importancia que eso tenía era si las adaptaciones de las criaturas que vivían en las palabras me dirían algo sobre la torre. Por ejemplo, las esporas que había inhalado, que apuntaban a una visión veraz.

Esta idea me hizo parar en seco; me rodeaban los juncos de la marisma, barridos por el viento. Yo daba por hecho que la psicóloga me había hipnotizado para ver la torre como una construcción física y no un ente biológico y que las esporas me habían vuelto resistente a esa sugestión hipnótica. Pero ¿y si se trataba de un proceso más complejo? ¿Y si, de alguna manera, la torre emanaba también algo cuyo efecto constituía una especie de mimetismo defensivo? ¿Y si las esporas me habían vuelto inmune a esa ilusión?

Partiendo de este contexto, surgieron muchas preguntas y pocas respuestas. ¿Qué papel desempeñaba el Reptador? (Decidí que era importante asignar un nombre al hacedor de palabras.) ¿Cuál era el propósito del «recitado» físico de las palabras? ¿Importaban las palabras en sí o daba igual las que hubiera? ¿De dónde habían salido? ¿Qué interacción había entre ellas y la criatura-torre? Dicho de otra manera, ¿eran las palabras una forma de comunicación simbiótica o parasitaria entre el Reptador y la Torre? O el Reptador era un emisario de la Torre, o bien existió en origen con independencia de esta y entró más tarde en su órbita. Pero sin una puñetera muestra del muro de la Torre, no podía empezar a teorizar en serio.

Lo que me llevaba de vuelta a las palabras. Donde aguarda el fruto asfixiante llegado de la mano del pecador… Las avispas, los pájaros y otros nidificadores suelen utilizar alguna sustancia crucial e insustituible para crear sus estructuras, pero también incorporan cualquier cosa que encuentren en su entorno inmediato. Eso podría explicar la aparente naturaleza aleatoria de las palabras, que vendrían a ser simple material de construcción. Y tal vez explicara también por qué nuestros superiores habían vetado la alta tecnología en el Área X: sabían que fuera lo que fuese lo que se había instaurado en ese lugar podría utilizarla de formas desconocidas y poderosas.

Varias ideas nuevas detonaron dentro de mí mientras observaba a un halcón de los pantanos caer sobre los juncos y resurgir con un conejo forcejeando en sus garras. Primera, que las palabras —la línea que formaban, su cualidad física— eran completamente fundamentales para el bienestar de la Torre, del Reptador o de ambos. El muro presentaba el rastro debilitado de tantas líneas de escritura anteriores que a la obra del Reptador cabía suponerle algún imperativo biológico. Proceso que quizá se insertara en el ciclo reproductor de la Torre o del Reptador. Tal vez este dependiera de él y supusiera algún beneficio secundario para la Torre. O viceversa. A lo mejor las palabras daban igual porque se trataba de un proceso de fertilización, que no se completaba hasta que toda la longitud del muro izquierdo de la Torre presentaba una línea de palabras que lo recorría.

Pese a mi intento de mantener el aria en mi cabeza, experimenté un discordante retorno a la realidad a medida que barajaba posibilidades. De pronto volví a ser solo una persona que recorría un paraje natural como tantos otros que ya había visto. Existían demasiadas variables, carecía de datos suficientes y estaba dando por sentadas cosas que quizá no fueran ciertas. Para empezar, suponía que ni el Reptador ni la Torre poseían inteligencia, en el sentido de libre albedrío. Y aunque mi teoría de la procreación podía seguir siendo válida en ese contexto en expansión, también había otras posibilidades; por ejemplo, el papel del ritual en determinadas culturas y sociedades. Cuánto habría dado en aquel momento por disponer de la mentalidad de la antropóloga, si bien el estudio de los insectos sociales me había proporcionado cierta comprensión de las mismas áreas del acontecer científico.

Y si no lo ritual, quizá lo comunicativo, considerado en términos de conciencia, no biológicos. ¿Qué podían estar comunicándole a la Torre esas palabras en el muro? Tenía que suponer, o eso creía, que el Reptador no vivía solamente en la Torre, sino que se alejaba para reunir las palabras, las cuales tenía que asimilar, aun en el caso de que no las entendiera, para luego volver a la Torre. El Reptador debía memorizarlas en cierto sentido, lo que era una forma de absorción. Las hebras de frases en los muros de la Torre podían ser pruebas llevadas por el Reptador para que esta las analizara.

Pero pensar algo monumental tiene un límite, aunque solo se piense en una pequeña parte de ello, pues la sombra del conjunto se alza a tu espalda a pesar de todo y te pierdes entre las ideas, en parte por la angustia ante la envergadura del imaginado leviatán. Así que tuve que dejarlo ahí, compartimentado, a la espera de poder apuntarlo, verlo sobre el papel y empezar a adivinar el verdadero significado. Además, por fin el faro se divisaba más grande en el horizonte. Su presencia me pesó al caer en la cuenta de que la topógrafa tenía razón al menos en una cosa: desde el interior, cualquiera me vería llegar a kilómetros. Y estaba también el otro efecto de las esporas, aquel esplendor en el pecho, que seguía modelándome mientras caminaba; cuando alcancé el poblado abandonado que me indicaba la mitad del camino hasta el faro, me creí capaz de haber corrido una maratón. Esa sensación no me daba confianza. En muchos sentidos, percibía que me estaban engañando.

Tras ver la antinatural serenidad que exhibieron los miembros de la undécima expedición, durante nuestra instrucción pensé a menudo en los benévolos informes de la primera. El Área X, antes del inconcreto Acontecimiento que treinta años atrás la aisló al otro lado de la frontera y la convirtió en objeto de tantos sucesos inexplicables, había formado parte de una naturaleza prístina contigua a una base militar. Después continuó viviendo gente allí, en lo que vino a ser una reserva de la fauna; pero pocos, y en general eran herméticos descendientes de pescadores. Su desaparición pudo parecer para algunos la mera intensificación de un proceso iniciado generaciones antes.

El surgimiento del Área X fue ambiguo y confuso y sigue habiendo mucha gente que ignora su existencia. La versión gubernamental de los hechos hizo hincapié en una catástrofe medioambiental localizada, derivada de una investigación militar experimental. Esto se fue filtrando en la esfera pública a lo largo de un período de varios meses, de tal modo que, como en el proverbio de la rana y la cazuela, la noticia penetró en la conciencia de la gente poco a poco, como parte de la saturación general de los medios sobre la constante devastación ecológica. En cuestión de un par de años, se convirtió en terreno abonado para teóricos conspiratorios y demás elementos alternativos. Cuando me presenté voluntaria y obtuve la acreditación de seguridad con que formarme una idea de la verdad, la idea de un «Área X» constituía en el imaginario de la gente una especie de cuento de hadas siniestro, algo en lo que nadie quería pararse a pensar demasiado. Si llegaban a pensar nunca en ello. Otros problemas teníamos.

Durante la instrucción nos contaron que la primera expedición entró dos años después del Acontecimiento, después de que los científicos hallaran una manera de franquear la frontera. Por supuesto, estuvo integrada por voluntarios, pues nadie sabía qué se encontrarían allí. Fue esa primera expedición la que estableció el perímetro del campamento base y proporcionó un mapa aproximado del Área X, confirmando muchos de los puntos de referencia. Descubrieron una naturaleza salvaje desprovista de toda vida humana. Hallaron lo que hay quien llamaría un silencio sobrenatural.

—Me sentí libre como nunca y, a la vez, coartado como nunca —explicaba un miembro de la expedición—. Me sentí capaz de hacer cualquier cosa… si no me importaba ser observado.

Otros hablaban de una sensación de euforia y deseos sexuales extremos e inexplicables que, en última instancia, sus superiores consideraron intrascendentales.

Si se llegaba a detectar alguna anomalía en sus informes, estas siempre eran marginales. Para empezar, nunca vimos sus diarios, sino que ofrecieron sus consideraciones en largas entrevistas grabadas. A mí, esto me sugería algún tipo de rechazo a su experiencia directa, aunque, al mismo tiempo, también pensé que a lo mejor estaba siendo un poco paranoica, en el sentido no clínico.

Algunos ofrecieron unas descripciones del pueblo abandonado que a mí me parecían incongruentes. La degradación y el nivel de ruina describían un lugar abandonado durante mucho más tiempo que unos cuantos años. Pero si alguien había captado esta peculiaridad antes, cualquier observación al respecto había sido suprimida.

Ahora tengo la certeza de que a mi expedición y a mí nos dieron acceso a esos documentos por la sencilla razón de que, para cierta clase de información confidencial, no importaba lo que supiéramos o no. Solo había una conclusión lógica: la experiencia les decía a nuestros superiores que pocas de nosotras volveríamos, si alguna lo conseguía.

El pueblo deshabitado estaba tan inmerso en el paisaje natural de la costa que no lo vi hasta que lo tuve encima. El sendero se hundía en una depresión y ahí estaba el poblado, flanqueado por más árboles atrofiados. Solo quedaban unos cuantos tejados, de doce o trece casas: el camino que lo atravesaba era poco más que unos escombros porosos. Algunos muros externos todavía se aguantaban, de negra madera podrida manchada de liquen. Pero la mayoría de las paredes se habían desmoronado y ofrecían una curiosa vista de los interiores: restos de sillas y mesas, juguetes infantiles, ropa podrida, vigas de techo caídas y llenas de musgo y enredaderas… Aquel lugar despedía un penetrante olor químico, y a más de un animal muerto descomponiéndose en el mantillo. Algunas casas, con el tiempo, se habían desplazado hacia el canal de la izquierda, y sus restos esqueléticos parecían criaturas luchando por salir del agua. Era como si todo ello hubiera sucedido un siglo atrás y lo que quedaba fuesen vagos recordatorios del acontecimiento.

Pero, en lo que antaño habían sido cocinas o salas o dormitorios, vi también unas peculiares erupciones de musgo o liquen que se alzaban casi un metro y medio. Aquella materia vegetal deforme parecía formada por miembros, cabezas y torsos. Como si hubiera habido un vertido del material, demasiado pesado para la gravedad, congregado a los pies de esos objetos. O quizá el efecto me lo imaginaba yo.

Hubo una escena en concreto que me causó un impacto emocional. Cuatro de esas erupciones, una «en pie» y las otras tres descompuestas hasta el punto de «sentarse» en lo que una vez debió de ser una sala con una mesa de centro y un sofá, todo de cara a un punto del extremo opuesto de la estancia, donde solo había los restos despedazados de los ladrillos de una chimenea. Un olor a lima y menta surgió inesperadamente, atravesando el moho y la marga.

No quise ponerme a especular sobre esa escena y su significado, ni qué elemento del pasado representaba. De aquel lugar no emanaba ninguna sensación de paz, sino de algo sin resolver o aún en desarrollo. Quería avanzar, pero antes tomé muestras. Tenía la necesidad de documentar lo que me había encontrado y una fotografía no me parecía suficiente, visto cómo habían salido las demás. Corté un trozo de musgo de la «frente» de una de las erupciones. Cogí astillas de la madera. Incluso raspé la carne de los animales muertos: un zorro herido, seco y hecho un ovillo, y una especie de rata que solo debía de llevar muerta un día o dos.

Justo antes de abandonar el poblado sucedió algo curioso. Me sobresaltó ver que, de repente, una doble línea bajaba por el canal hacia mí, surcando el agua. Los prismáticos no me servían, pues el agua era opaca debido al resplandor del sol. ¿Nutrias?, ¿peces?… ¿u otra cosa? Saqué la pistola.

Entonces afloraron los delfines; fue un desajuste casi tan vívido como el primer descenso a la Torre. Yo sabía que, allí, los delfines se adentraban a veces desde el mar, pues se habían adaptado al agua dulce. Pero cuando la mente se prepara para un abanico de posibilidades, cualquier explicación que quede fuera de esas expectativas resulta una sorpresa. Entonces ocurrió algo que aún me descolocó más: al pasar junto a mí, el más cercano se puso ligeramente de lado y se me quedó mirando con un ojo que, en ese instante fugaz, no me pareció de delfín, sino dolorosamente humano, casi familiar. La visión de los delfines duró un segundo y se sumergieron de nuevo, así que no tuve modo de comprobar lo que acababa de ver. Me paré a observar cómo desaparecían esas líneas gemelas por el canal, en dirección al pueblo abandonado. Se me ocurrió la perturbadora idea de que el mundo natural que me rodeaba se había convertido en una especie de camuflaje.

Un poco aturdida, continué rumbo al faro, que se erguía enorme, casi aplastante, con unas franjas blancas y negras coronadas de rojo que le daban un aire autoritario. No podía contar con ningún otro refugio antes de llegar a mi destino. Destacaría, a ojos de quienquiera o lo que fuera que me observara desde aquel punto privilegiado, como algo artificial en el paisaje, algo llegado de fuera. Tal vez una amenaza, incluso.

Ya era casi mediodía cuando alcancé el faro. Había tomado la precaución de beber agua y comer algo por el camino, pero aun así llegué agotada; quizá me estuviera pasando factura la falta de sueño. En cambio, durante los últimos trescientos metros volví a estar muy tensa, pues me acordé de la advertencia de la topógrafa. Llevaba una pistola sujeta en el costado; como si fuese a servirme de algo contra la potencia de un rifle. No aparté la vista de la ventana del faro, que estaba hacia la mitad del remolino blanco y negro de su superficie, ni de los grandes ventanales panorámicos de la cima, atenta a cualquier movimiento.

El faro se encontraba justo antes de una elevación natural de dunas que parecía una ola encrespada de cara al océano; más allá se extendía la playa. De cerca daba la intensa sensación de haberse reconvertido en fortaleza, circunstancia que nuestra instrucción obvió oportunamente. Esto no hizo más que confirmar la impresión que ya me había formado desde lejos, pues, aunque seguía habiendo hierba crecida, no se alzaban árboles junto al sendero desde casi medio kilómetro de distancia: solo me había encontrado cepas. Cuando estaba a unos doscientos metros miré con los prismáticos y, hacia el lado del faro que daba tierra adentro, vi un muro circular de unos tres metros que, era evidente, no formaba parte de la construcción original.

Del lado del mar había otro muro, una fortificación en lo alto de la duna de aspecto aún más sólido, rematada con vidrios rotos y, como vi al acercarme, con unas almenas que creaban líneas de visibilidad para rifles. Todo estaba a punto de venirse abajo y caer por la pendiente hacia la playa, y si no lo había hecho ya debía de ser porque lo habían construido con cimientos profundos. Por lo visto, los antiguos defensores del faro habían librado una guerra con el mar. No me gustó ese muro, porque era la prueba de un tipo muy concreto de demencia.

En algún momento dado, alguien también había invertido tiempo y esfuerzo en descender por los costados del faro y había ido pegando cascos puntiagudos de cristal con algún adhesivo fuerte. Aquellos puñales de vidrio empezaban como a un tercio de la altura y continuaban hasta el penúltimo piso, justo donde empezaba la baliza con su cercado de cristal. En aquel punto, una especie de anillo metálico se alzaba más de medio metro de altura, y el conjunto defensivo se complementaba con una alambrada oxidada.

Alguien había puesto todo su empeño en impedir el paso a los demás. Me acordé del Reptador y de las palabras que escribía. Me acordé de la fijación con el faro en los fragmentos de notas dejados por la última expedición. Pero, a pesar de esos elementos discordantes, me alegró alcanzar la sombra del muro fresco y húmedo que rodeaba el lado de tierra. Con aquel ángulo no podían dispararme, ni desde arriba ni desde la ventana del medio. Había superado el primer escollo. Si la psicóloga se encontraba dentro, de momento había optado por no atacar.

El muro defensivo del lado de tierra mostraba tal deterioro que era evidente que llevaba años descuidado. Un orificio grande e irregular daba a la puerta del faro, que había sido reventada hacia dentro y de la cual solo quedaban pedazos de madera pegados a las bisagras oxidadas. Una enredadera de flores violeta había colonizado la pared del faro y se retorcía entre los restos de la puerta por el lado izquierdo. Era un consuelo, pues la acción violenta que acabó con la puerta ocurrió, en todo caso, hacía mucho.

Sin embargo, la oscuridad que había más allá me despertaba recelos. Sabía, por el plano que vi durante la instrucción, que la planta baja del faro disponía de tres habitaciones exteriores, y que la escalera que subía hasta lo alto quedaba hacia la izquierda; por la derecha, las habitaciones daban a una zona trasera con al menos un espacio más amplio. Eso se traducía en un montón de escondrijos.

Cogí una piedra, que medio arrojé y medio hice rodar sobre el suelo, más allá de esa doble puerta destrozada. Restalló y rebotó en las baldosas antes de desaparecer de mi vista. No hubo otro sonido, ni movimiento, ni atisbo de respiración que no fuese la mía. Mientras sacaba un arma, entré lo más silenciosamente que pude, desplazándome con el hombro pegado a la pared izquierda y buscando el punto de entrada a la escalera.

Las habitaciones exteriores de la planta baja del faro estaban vacías. El viento sonaba amortiguado, pues los muros eran gruesos, y solo dos ventanitas hacia la parte frontal dejaban entrar algo de luz; tuve que utilizar la linterna. Mientras los ojos se me iban acostumbrando, la sensación de devastación y soledad fue en aumento. Las flores violeta de la enredadera se terminaban en la entrada, incapaces de adentrarse en la oscuridad. No había sillas. Las baldosas del suelo estaban cubiertas de tierra y escombros. No quedaba ningún efecto personal en esas habitaciones exteriores. En el centro de un amplio espacio abierto, encontré la escalera. Nadie me acechaba desde los peldaños, pero me dio la impresión de que alguien pudo haber estado allí hacía un segundo. Pensé en subir a lo más alto antes de explorar las habitaciones traseras, pero me eché atrás: mejor pensar como la topógrafa, con su formación militar, y barrer primero la zona; aunque siempre podía entrar alguien por la puerta mientras yo me encontrara arriba.

La sala trasera era otra historia. Mi imaginación solo podía reconstruir lo ocurrido en unos términos muy amplios y bastos. Robustas mesas de roble se habían volcado para formar rudimentarias barricadas. Algunas estaban llenas de agujeros de bala y otras aparecían medio deshechas o despedazadas por tiroteos. Más allá de los restos de mesas, las manchas oscuras de la pared y las charcas en el suelo apuntaban a una violencia indescriptible y repentina. El polvo lo había invadido todo, junto con el olor hueco y frío de la lenta putrefacción, y vi excrementos de rata y lo que parecía un catre o una cama situados no hacía mucho en un rincón… aunque, ¿quién podría dormir entre semejantes recordatorios de una masacre? Además, alguien había grabado sus iniciales en una de las mesas: «R.S. estuvo aquí». Esas marcas parecían más recientes que todo lo demás. A lo mejor hay gente lo bastante insensible como para grabar sus iniciales en un monumento de guerra. A mí me olía a fanfarronada para ahuyentar el miedo.

La escalera me aguardaba y, para sofocar mi creciente repulsión, me dirigí hacia allí y empecé a subir. Me había guardado la pistola, pues necesitaba la mano para sostenerme, pero deseé tener conmigo el rifle de asalto de la topógrafa: me habría sentido más segura.

Fue un ascenso raro en comparación con mis descensos por la Torre. El tono salubre de la luz en aquel interior cada vez más grisáceo era mejor que la fosforescencia de la Torre, pero lo que hallé en esas paredes me trastocó hasta el mismo punto, si bien de otro modo: más manchas de sangre, la mayoría de ellas gruesos borrones, como si varias personas se hubieran desangrado mientras trataban de huir de un ataque desde abajo. En ocasiones, goteos. En otras, una rociada.

En esas paredes había palabras escritas, aunque no como las de la Torre: más iniciales, pero también dibujitos obscenos y unas cuantas frases de índole más personal: «Si ves esto, dile a fulanita que la quiero», seguido de una firma. Algunas pistas más extensas de lo que pudo haber ocurrido: «4 cajas de comestibles, 3 cajas de material médico y agua potable para 5 días si se raciona; balas suficientes para todos en caso de necesidad». También confesiones, que no transcribiré, pero que tenían la sinceridad y el peso de lo que se escribe cuando se cree que la muerte está cercana. Tantas ansias por comunicar lo que tan poco significaba.

Objetos hallados en la escalera: un zapato desparejado, la recámara de una pistola automática, unos viales mohosos con muestras podridas y convertidas en líquido rancio, un crucifijo que parecía arrancado de la pared, un portapapeles con la madera pastosa y el metal oxidado de un rojo intenso. Y, lo peor de todo, un conejo descoyuntado y con las orejas hechas jirones, que tal vez fuera un amuleto de la suerte introducido a hurtadillas en alguna expedición. Que yo supiera, no había niños en el Área X desde que apareciera la frontera.

Hacia medio camino fui a dar a un rellano, que debía de quedar donde había visto el destello de luz la noche anterior. El silencio seguía imponiéndose y yo no había oído el menor signo de movimiento por encima de mí. Entraba más luz gracias a las ventanas a derecha e izquierda. Allí, las salpicaduras de sangre cesaron en seco, pero la pared estaba acribillada de agujeros de proyectil. Los casquillos de bala tapizaban el suelo, aunque alguien se había dedicado a barrerlos hacia los lados, despejando un sendero para seguir subiendo la escalera. A la izquierda había una pila de pistolas y rifles, algunos antiguos y otros no reglamentarios. No habría sabido decir si alguien los había utilizado hacía poco. Al pensar en las palabras de la topógrafa, me pregunté cuándo me encontraría un trabuco o algún otro chiste de mal gusto.

Sin embargo, no había más que polvo y moho, y una ventana minúscula y cuadrada que daba a la playa y a los juncos. Frente a esta, una foto descolorida en un marco roto, colgado de un clavo. El mugriento cristal estaba rajado y medio cubierto de motas de moho verde. La imagen, en blanco y negro, mostraba a dos hombres al pie del faro y, a un lado, una niña. Alguien había dibujado un círculo con rotulador en torno a uno de los hombres; tenía aspecto de estar en la cincuentena y lucía un gorro de pescador, así como el brillo de una afilada mirada de águila en aquel rostro contundente. Una densa barba dejaba asomar tan solo la barbilla firme. No sonreía, pero tampoco fruncía el ceño. Yo había conocido a suficientes fareros como para saber cuándo tenía uno delante. Pero había en él algo más que me hacía verlo como el guardián del faro, aunque quizá solo se debiera al extraño modo en que el polvo le enmarcaba la cara. O a lo mejor llevaba demasiado rato en aquel sitio y mi mente buscaba cualquier respuesta incluso a las preguntas más simples.

El bulto redondeado del faro aparecía brillante y nítido detrás de las tres figuras; la puerta, en el extremo derecho, se veía en buenas condiciones. Nada que ver con lo que yo me había encontrado, por lo que me pregunté cuándo habrían tomado la foto. Y cuántos años transcurrirían entre la fotografía y el inicio de todo. Durante cuántos años mantuvo el farero sus horarios y rituales, vivió en esa comunidad y frecuentó el bar del lugar. A lo mejor la niña de la foto era su hija. A lo mejor fue un hombre popular. O solitario. O un poco de cada. En todo caso, nada de eso había importado al final.

Estuve observándolo desde años de distancia, intentando dilucidar por la fotografía mohosa, por el perfil de su mandíbula y por el reflejo de la luz en sus ojos, cómo pudo haber reaccionado, cómo debieron de ser sus últimas horas. Tal vez se marchó a tiempo, pero quizá no. Incluso podía estar descomponiéndose en la planta baja, en algún rincón olvidado. O tal vez, y experimenté un escalofrío, me esperase más arriba, en lo alto. Bajo alguna forma. Quité la fotografía del marco y me la guardé en el bolsillo. Aunque no podía considerarse un talismán, el farero iría conmigo. Al salir del rellano, se me ocurrió la peculiar idea de que yo no era la primera que se guardaba esa foto; de que siempre acudiría alguien a reemplazarla y a rodear al farero con otro círculo.

A medida que subía, seguí tropezando con otros signos de violencia, pero ya no vi más cuerpos. Cuanto más me acercaba a la cima, más me daba la sensación de que alguien había estado allí hacía poco. El olor a cerrado dio paso al de sudor, aunque también a una fragancia como a jabón. La escalera ya no presentaba tantos escombros y las paredes estaban limpias. Cuando me agaché en el último tramo de estrechos peldaños para salir al cuarto de la baliza, con un techo que de pronto se te echaba encima, estaba convencida de que me encontraría a alguien esperándome.

Así que volví a sacar la pistola. Pero tampoco esta vez había nadie; tan solo unas cuantas sillas, una mesa destartalada con una alfombrilla debajo y la sorpresa de que el grueso cristal continuara intacto. El vidrio en sí de la baliza permanecía apagado y dormido en el centro de la estancia. Se divisaban kilómetros por todos los lados. Me quedé un instante mirando el camino por el que había llegado allí: la senda que me había llevado hasta aquel lugar, la sombra a lo lejos que debía de ser el pueblo y, a la derecha, pasados los últimos pantanos, la transición a la maleza y los arbustos nudosos castigados por el viento marítimo. Estos, aferrados al terreno, evitaban su erosión y contribuían a parapetar las dunas y la arena de mar que había más allá. Una suave pendiente descendía hacia la playa radiante, las olas y la espuma.

Un segundo vistazo, desde la parte del campamento base entre el pantano y los pinos lejanos, me reveló unas hebras de humo negro que podían significar cualquier cosa. Pero también vi, desde la ubicación de la Torre, una especie de luminosidad propia de esta, como una fosforescencia refractada. El hecho de poder verla, de tener afinidad con ella, me puso nerviosa. Estaba segura de que nadie que quedase allí, ni la topógrafa ni la psicóloga, podían ver aquel despertar de lo inexplicable.

Centré mi atención en las sillas y la mesa, buscando cualquier cosa que pudiera arrojar algo de luz sobre… lo que fuese. Al cabo de cinco minutos se me ocurrió retirar la alfombrilla. Una trampilla cuadrada de unos dos metros de lado apareció ante mi vista, con el pestillo introducido en la madera del suelo. Aparté la mesa con un horrible ruido cortante que me hizo rechinar los dientes. Entonces, rápidamente por si alguien me aguardaba ahí abajo, abrí la trampilla de golpe mientras gritaba algo absurdo del tipo: «¡Tengo una pistola!», apuntando el arma con una mano y la linterna con la otra.

Tuve la sensación remota del peso del revólver cayéndose al suelo y de la linterna temblándome en la mano, aunque de algún modo conseguí no soltarla. Incapaz de creer lo que estaba viendo, me sentí perdida: la trampilla se abría a un espacio de unos cuatro metros y medio de hondo por treinta de ancho. Era obvio que la psicóloga había estado allí, pues a un lado se encontraban su mochila, varias armas, botellas de agua y una linterna grande. Pero de ella no había ni rastro.

No, lo que me dejó sin aliento, como un puñetazo en el estómago que me hizo caer de rodillas, fue el inmenso montículo que se imponía en ese espacio, una especie de muladar inconcebible. Tenía ante mí una pila de papeles con cientos de diarios… precisamente como los que nos habían proporcionado para anotar nuestras observaciones en el Área X. Cada uno llevaba el nombre de una profesión escrita en la portada. Y resulta que cada uno estaba repleto de texto. Mucho, muchísimo más del que habrían podido registrar doce expediciones.

¿Puede alguien imaginarse cómo fueron esos primeros momentos escudriñando aquel espacio oscuro y viendo aquello? Tal vez no. Tal vez lo estéis mirando ahora.

Mi tercer y mejor trabajo de campo fuera de la universidad me obligó a viajar a un destino apartado en la costa occidental, a un territorio con forma de gancho en el extremo más alejado de la civilización, en una zona a caballo entre los climas templado y ártico. Allí, la tierra había vomitado inmensas formaciones rocosas y un bosque pluvial había surgido de antiguo en torno a ellas. Era un universo siempre húmedo, con un índice de precipitaciones superior a los ciento setenta centímetros al año, donde ver una hoja sin gotitas de lluvia era algo extraordinario. El aire era tan increíblemente limpio y la vegetación tan densa y exuberante que cada espiral de helecho se me antojaba concebida para hacerme sentir en paz con el mundo. Osos, panteras y alces habitaban esos bosques, junto con multitud de aves. Los peces de los ríos eran enormes y estaban libres de mercurio.

Viví en un pueblo de unas trescientas almas cerca de la costa. Había alquilado una casita contigua a otra casa mayor, en lo alto de una colina, que había pertenecido a cinco generaciones de pescadores. Los dueños de la propiedad eran un matrimonio sin hijos, de un laconismo extremo común entre la gente de la zona. No hice ninguna amistad y ni siquiera sé si los vecinos eran amigos entre sí. Solo en el bar local, que frecuentaba todo el mundo, veías, después de unas cuantas jarras, algún signo de amistosa camaradería. Pero la violencia también habitaba en ese bar, por lo que casi siempre me mantuve a distancia. Faltaban cuatro años para que conociera a mi futuro marido y, en aquel tiempo, no buscaba gran cosa en nadie.

Estuve muy ocupada. Cada día recorría aquella carretera tortuosa del diablo llena de hoyos y baches, y traicionera aun estando seca, que me llevaba al lugar al que llamaban simplemente Bahía Rocosa. Allí, las capas de magma asentadas más allá de las playas irregulares se habían ido alisando a lo largo de millones de años y se habían llenado de pozas de marea. Por la mañana, cuando esta estaba baja, hacía fotos a esas pozas, tomaba medidas y catalogaba las formas de vida que hallaba en ellas, en ocasiones prolongaba mi estancia durante la marea alta, vadeando con unas botas de agua y empapada por el oleaje que rompía en los salientes.

Una especie de mejillón que no se encontraba en ningún otro lugar vivía en esas pozas de marea, en simbiótica relación con un pez llamado gartner, por su descubridor. Varias especies de anémonas y caracoles marinos merodeaban también por ahí, así como un pequeño y duro calamar al que apodé San Pugnacio, renunciando a su nombre científico, porque, ante una amenaza, agitaba de tal modo su blanca luminiscencia que su manto parecía el gorro de un papa.

Podía pasarme horas allí, observando la vida oculta de las pozas de marea, y en ocasiones me maravillaba de haber recibido tal regalo: no solo perderme hasta tal extremo en el instante presente sino tener también semejante soledad, que es lo que siempre ansié en mis años de estudiante, mi entrenamiento para llegar hasta allí.

Aun así, cuando conducía de vuelta me lamentaba de antemano por el fin de esa felicidad. Porque sabía que un día se iba a terminar. La beca de investigación solo duraba dos años, a nadie iban a importarle los mejillones, y también era verdad que mis métodos podían resultar excéntricos. Esos pensamientos me invadían a medida que se acercaba la fecha de expiración y las posibilidades de renovación parecían cada vez más débiles. En contra del buen juicio, empecé a pasar más tiempo en el bar. Por la mañana me despertaba mareada y, en ocasiones, con alguien al lado a quien apenas conocía y que ya se marchaba, y me daba cuenta de que estaba un día más cerca del fin de todo ello. Todo se impregnaba de una sensación de alivio que, aunque no era tan marcada como la tristeza y contrariaba todo cuanto sentía, le decía que al menos no se iba a convertir en la eterna forastera a quien los lugareños ven pasearse a solas por las rocas. «Ah, la bióloga esa. Lleva siglos aquí, estudiando los mejillones como una chiflada. Habla sola, en el bar murmura para sí misma, y si le dices una palabra amable…»

Al ver esos cientos de diarios sentí que, al fin y al cabo, me había convertido en la bióloga esa. Es así como la locura del mundo intenta colonizarte: de fuera hacia adentro, obligándote a vivir en su realidad.

Pero la realidad también invade de otras maneras. En algún momento de nuestra relación, mi esposo empezó a llamarme «pájaro fantasma»; era su forma de incordiarme por no estar lo bastante presente en su vida. Lo decía arrugando un poco la comisura de los labios y formando casi una sonrisa delgada, pero sus ojos transmitían reproche. Si íbamos a tomar algo con amigos suyos, que era una de las cosas que más le gustaban, yo solo me prestaba a lo que un prisionero durante un interrogatorio. En el fondo no eran amigos míos, pero además no estaba acostumbrada a las charlas banales, ni tampoco a las «charlas cruciales», como me gustaba llamarlo. No me interesaba la política, salvo si perjudicaba al medio ambiente. No era religiosa. Todas mis aficiones tenían que ver con mi trabajo. Vivía para lo que hacía y centrarme hasta ese punto resultaba excitante, pero a la vez era algo profundamente personal: no me gustaba hablar de mis investigaciones. No me maquillaba, ni me preocupaba por tener zapatos nuevos o por escuchar lo último en música. Seguro que los amigos de mi marido me encontraban, como mínimo, taciturna. A lo mejor hasta pensaban que era basta o «curiosamente ignorante», como le oí decir a uno, aunque no sé si se refería a mí.

Me gustaban los bares, pero no por las mismas razones que a mi marido. Me encantaba esa cocción a fuego lento de las salidas nocturnas, cuando mi mente no paraba de dar vueltas a un mismo problema, a algún dato concreto, mientras podía dar la imagen de hacer vida social aunque, en realidad, me mantenía al margen. Mi marido se preocupaba demasiado por mí, y mi necesidad de estar sola le aguaba el placer de hablar con sus amigos, que eran casi todos del hospital. Por ejemplo, a media frase empezaba a arrastrar las palabras y a mirarme en busca de algún indicio de que me sentía a gusto; mientras, un poco al margen, yo apuraba mi whisky. «¿Te lo has pasado bien, pájaro fantasma?», me preguntaba más tarde; yo asentía con una sonrisa.

Pero, para mí, pasarlo bien era asomarme a hurtadillas a una poza de marea para averiguar los entresijos de las criaturas que la habitaban. Para mí, sustento iba ligado a ecosistema y hábitat; orgasmo, a la súbita comprensión de la interconexión entre los seres vivos. La observación siempre me importó más que la interacción. Él lo sabía, creo. Pero nunca fui capaz de expresárselo bien, a pesar de que lo intenté y de que él me escuchaba. Y en cambio, en otros aspectos, yo no era más que expresión. Mi único don o talento, pienso ahora, era que los lugares podían estamparse en mí y yo podía convertirme en parte de ellos con facilidad. Incluso un bar era un tipo de ecosistema, si bien muy ordinario, y cualquiera que llegase y me viera ahí sentada, alguien con prioridades distintas a las de mi marido, se imaginaría que estaba contenta en mi pequeña burbuja de silencio. No tendría problema en creerme integrada.

Sin embargo, si bien mi marido me quería ver más o menos integrada, la ironía era que él deseaba despuntar. Esta es otra cosa en la que pensé al ver esa pila enorme de diarios: que él no era adecuado para la undécima expedición debido a esta característica. Que ahí estaban los relatos indistintos de tantísimas almas y que era imposible que el suyo despuntara. Que, al final, quedó reducido a un estado que se aproximaba al mío.

Esos diarios, cual lápidas de papel, me confrontaron una vez más con la muerte de mi esposo. Temí encontrar el suyo, temí conocer su relato verdadero, y no esos murmullos genéricos que había ofrecido a nuestros superiores a su regreso.

—Pájaro fantasma, ¿tú me quieres? —me susurró una vez a oscuras, antes de partir hacia su instrucción, aunque el fantasma era él—. Pájaro fantasma, ¿me necesitas?

Yo lo quería, pero no lo necesitaba, y consideraba que era así como debía ser. Un pájaro fantasma podía ser un halcón en un sitio y un cuervo en otro, dependiendo del contexto. El gorrión que una mañana surcaba el cielo azul podía transformarse a medio vuelo en un quebrantahuesos. Así eran las cosas. No había razones tan poderosas que pudieran superar las ansias de estar en armonía con las mareas y el curso de las estaciones y los ritmos subyacentes a todo cuanto me rodeaba.

Los diarios y otros materiales formaban una pila que se iba viniendo abajo, de unos cuatro metros de alto por cinco de ancho y que, en ciertos puntos cerca de la base, se había convertido claramente en humus al irse pudriendo el papel. Escarabajos y lepismas daban buena cuenta de los archivos, así como unas cucarachas negras y pequeñas que movían las antenas sin parar. Hacia la base, y sobresaliendo por los bordes, vi restos de fotografías y docenas de cintas de casete estropeadas, todo mezclado con el mantillo de las páginas. También aquí vi pruebas de la presencia de ratas. Si quería llegar a descubrir algo, tendría que descender hasta el muladar mediante la escalera de mano clavada a la trampilla y abrirme paso entre esa inestable montaña de basura y de pasta en descomposición. La escena plasmaba indirectamente los retales de escritura que me había encontrado en el muro de la Torre: … las semillas de los muertos para compartirlas con los gusanos que se agolpan en la oscuridad y envuelven al mundo con la fuerza de su existencia…

Volqué la mesa y la atranqué contra la estrecha entrada de la escalera. No tenía ni idea de dónde se había metido la psicóloga, pero no quería que me sorprendiera, ni ella ni nadie. Si alguien intentaba mover la mesa yo lo oiría, y tendría tiempo de subir a recibirlo con la pistola. Además, tenía una sensación que, visto ahora, puedo atribuir a ese esplendor que crecía en mi interior: de una presencia que presionaba desde abajo, incidiendo en los límites de mis sentidos. Un hormigueo me recorría la piel en momentos inesperados y sin ningún motivo.

No me gustaba que la psicóloga hubiera escondido todo su equipo al lado de los diarios, incluido lo que parecía ser todo o casi todo su arsenal. De momento, sin embargo, tenía que quitarme el desconcierto de la cabeza, junto con la grima, que no me abandonaba, por saber que casi toda nuestra instrucción con Southern Reach se había basado en una mentira. Mientras bajaba a aquel espacio frío, oscuro y resguardado, percibí aquel esplendor interior con más fuerza todavía. Resultaba más difícil ignorarlo en cuanto que desconocía su significado.

Mi linterna, sumada a la luz natural procedente de la trampilla abierta, reveló que las paredes de la estancia abundaban en estriaciones de moho, algunas de las cuales formaban unas franjas mates de color rojo y verde. Desde abajo eran más visibles las ondas y los montículos de papel que se derramaban del muladar. Páginas rasgadas, páginas arrugadas, cubiertas de diarios, húmedas y deformadas… Se podía decir que la historia de la exploración del Área X se convertía poco a poco en el Área X.

Al principio rodeé el perímetro y seleccioné diarios al azar. A primera vista, la mayoría hablaban de hechos corrientes como los descritos por la primera expedición… que pudo no haber sido la primera. Lo único que tenían de extraordinario algunos era que las fechas no encajaban. ¿Cuántas expediciones habían cruzado realmente la frontera? ¿Cuánta información había sido manipulada y suprimida, y desde cuándo? ¿Lo de las «doce» expediciones se refería solo al último trecho de una campaña mayor, omitiendo el resto para sofocar las dudas de los que se presentaban voluntarios?

En aquel sitio también había lo que di en llamar informes «pre-expedición», un archivo base, que yo ya había advertido desde arriba, de audiocasetes, fotografías carcomidas y carpetas en descomposición llenas de papeles, todo ello oprimido bajo el peso de los diarios. Y todo bañado por un olor húmedo y apagado que enmascaraba una penetrante fetidez a descompuesto, la cual se revelaba en algunos lugares y en otros no. Un batiburrillo vertiginoso de palabras a máquina, impresas y a mano, se amontonaron en mi cabeza junto con imágenes vislumbradas como un facsímil mental del propio muladar. La confusión de fechas me dejó de piedra, y eso sin tener en cuenta las contradicciones. Adquirí conciencia del peso de la fotografía en mi bolsillo.

Establecí unas normas iniciales, como si eso fuese a ayudarme. Ignoré los diarios que parecían escritos taquigráficamente y evité intentar descifrar los que parecían codificados. Además, empecé leyendo algunos de cabo a rabo hasta que decidí obligarme a hacerlo en diagonal. Pero a veces era peor seleccionar. Me topé con descripciones de actos incalificables que ni siquiera hoy sé determinar con palabras. Entradas que mencionaban períodos de «remisión» y «cesación» seguidos de «recrudecimientos» y «manifestaciones horrorosas». Daba igual cuánto hiciera que existía el Área X o cuántas expediciones hubieran acudido; esos relatos me indicaban que, años antes de que hubiera siquiera una frontera, a lo largo de su costa ya ocurrían cosas raras. Había existido una proto-Área X.

Había algunas omisiones que me escamaban tanto como otras proposiciones más explícitas. Un diario, medio destruido por la humedad, se centraba solamente en las características de un tipo de cardo de floración violeta que crecía en el interior, entre el bosque y el pantano. Página tras página se describía el hallazgo, primero, de un espécimen de dicho cardo y después de otro, junto con detalles minuciosos de los insectos y demás criaturas que ocupaban aquel microhábitat. En ningún caso el observador se desvió más de medio metro de una planta determinada, ni tomó la distancia suficiente en ningún momento para ofrecer un retrato del campamento base o de la vida del propio observador. Al cabo de un rato me dominó la inquietud, al empezar a percibir una presencia terrible en el trasfondo de esas entradas. Vi al Reptador o a algún vicario suyo acechando aquel espacio junto al cardo, y la focalización del autor del diario como una forma de lidiar con ese horror. Una ausencia no es una presencia, pero cada nueva descripción de un cardo me causaba un escalofrío mayor que el anterior. Cuando la última parte del libro se deshizo en una pasta de papel mojado y tinta disuelta, fue casi un alivio librarme de aquella repetición enervante, de un relato hipnótico que me sumió como en un trance. De haber habido una cantidad infinita de páginas, me temo que podría haberme quedado leyendo una eternidad hasta caer muerta de hambre o de sed.

Empezaba a plantearme si la falta de referencias a la Torre encajaba también en esta teoría, este escribir en torno a los límites de las cosas…

… en el agua negra con el sol que brilla a medianoche, los frutos madurarán…

Entonces encontré, después de fragmentos varios, banales o incomprensibles, un diario que no era del mismo tipo que el mío. Databa de antes de la primera expedición, pero después de la aparición de la frontera y lo que mencionaba como la «construcción del muro», que obviamente se refería a la fortificación de cara al mar. Una página más adelante, mezcladas con esotéricas interpretaciones meteorológicas, tres palabras destacaron a mis ojos: «repeler un ataque». Leí con cuidado las entradas siguientes. Al principio el autor no hacía ninguna referencia a la naturaleza del ataque ni a la identidad de los atacantes, pero el asalto procedía del mar y «mató a cuatro de los nuestros», aunque el muro había resistido. Luego, el sentimiento de desesperación crecía y leí:

… la desolación llega del mar otra vez, junto con las luces extrañas y la vida marina que, con marea alta, se estrella contra nuestro muro. Ahora, de noche, sus destacamentos intentan penetrar por las rendijas de nuestro muro de defensa. Aun así, resistimos, pero nos estamos quedando sin munición. Algunos quieren abandonar el faro, probar por la isla o tierra adentro, pero el jefe dice que las órdenes las da él. La moral está baja. No todo lo que nos sucede tiene una explicación racional.

Poco después, el relato se extinguía. Transmitía una atmósfera marcadamente irreal, como la versión dramatizada de un hecho verdadero. Traté de imaginarme cómo tuvo que ser el Área X tanto tiempo atrás. No pude.

El faro había atraído a los miembros de las expediciones como a los barcos que antaño buscaron amparo entre los pasos y los arrecifes cercanos a la costa. No pude sino reafirmar mi anterior especulación de que, para la mayoría de ellos, un faro era un símbolo, el consuelo del viejo orden, y su prominencia en el horizonte ofrecía la ilusión del refugio seguro. Que había traicionado esa confianza quedaba de manifiesto en lo que me había encontrado en el piso de abajo. Y aunque algunos de ellos tenían que saberlo, fueron allí a pesar de todo. Por esperanza. Por fe. Por estupidez.

Pero empezaba a darme cuenta de que, cualquiera que fuese la fuerza que había llegado para instalarse en el Área X, para combatirla era preciso un combate de guerrilla. Era preciso confundirse con el paisaje o, como el autor de las crónicas del cardo, fingir que no estaba ahí durante el mayor tiempo posible. Reconocerla, intentar ponerle un nombre, podía ser un modo de abrirle la puerta. (Por la misma razón, supongo, me he ido refiriendo a los cambios en mí como un «esplendor», porque examinar este estado desde muy cerca, cuantificarlo o tratarlo empíricamente teniendo tan poco control sobre él sería hacerlo demasiado real.)

En un momento dado empezó a entrarme el pánico ante el volumen de lo que quedaba ante mí, lo que me llevó a filtrar un poco más: solo buscaría frases idénticas o de tono parecido a las palabras del muro de la Torre. Acometí más directamente el montículo de papel abriéndome paso entre las partes intermedias; el rectángulo de luz encima de mí me ofrecía el consuelo de que no fuese aquello la suma de mi existencia. Hurgaba como las ratas y los insectos, hundía los brazos en el revoltijo y los sacaba sosteniendo cuanto mis manos pudieran agarrar. En ocasiones perdía el equilibrio y acababa enterrada en los papeles, enredada en ellos, con la podredumbre llenándome los orificios de la nariz y dejándome su sabor en la boca. A cualquiera que me mirase desde arriba le habría parecido una desquiciada, y yo era consciente de ello aun encontrándome inmersa en aquella actividad frenética y vana.

Pero encontré lo que buscaba en más diarios de lo esperado, y normalmente era aquella frase inicial: Allí donde aguarda el fruto asfixiante llegado de la mano del pecador yo traeré las semillas de los muertos para compartirlas con los gusanos… A menudo aparecía como una nota garabateada al margen o bien de otras formas no conectadas con el texto que la rodeaba. Una vez la descubrí documentada como una frase de la pared del propio faro, que «borramos enseguida» sin que se citara el motivo. En otra ocasión encontré una referencia, con caligrafía afilada, a un «texto en un diario que parece sacado del Antiguo Testamento, pero no es de ningún salmo que yo recuerde». ¿A qué iba a referirse sino al texto del Reptador? … para compartirlas con los gusanos que se agolpan en la oscuridad y envuelven al mundo con la fuerza de su existencia… Pero nada de eso me ayudaba a esclarecer el porqué o el quién. Todos estábamos a oscuras rebuscando en la pila de diarios, y si en algún momento sentí el peso de mis predecesores fue allí y entonces, perdida en todo ello.

En determinado momento me vi tan abrumada que fui incapaz de seguir, ni siquiera por inercia. Eran demasiados datos, presentados de una forma demasiado anecdótica. Podía tirarme años buscando en esas páginas sin destapar nunca los secretos correctos, atrapada en un bucle de interrogantes sobre cuánto hacía que existía aquel lugar, quién fue el primero en dejar allí su diario y por qué otros lo imitaron hasta convertirlo en algo tan inexorable como un ritual perpetuado. ¿Obedeciendo a qué impulso o a qué fatalismo compartido? Pensé que lo único que sabía de veras era que faltaban los diarios de ciertas expediciones y de ciertos miembros individuales de expediciones; que el registro estaba incompleto.

También era consciente de que debía regresar al campamento base antes de que cayera la noche o bien quedarme en el faro. No me gustaba la idea de viajar cuando hubiera oscurecido; además, si no volvía, la topógrafa podría abandonarme y tratar de cruzar otra vez la frontera.

De momento, me decidí por un último esfuerzo. Con gran dificultad trepé a la cima del muladar, esforzándome por no tirar diarios al hacerlo. Fue como tener un monstruo que rodaba y se agitaba debajo de mis botas, impidiendo mi avance, como la arena de las dunas de fuera, ofreciendo una resistencia equivalente. Pero llegué arriba a pesar de todo.

Como me había imaginado, los diarios de la cumbre de toda aquella masa eran los más recientes y pronto encontré los escritos por miembros de la expedición de mi marido. El estómago me dio un vuelco y continué hurgando, sabiendo que iba a tropezarme con algo inevitablemente, y así fue. Pegado al dorso de otro diario por restos de sangre seca o alguna otra sustancia, hallé, con más facilidad de la que imaginaba, el diario de mi esposo, escrito con esa caligrafía segura y enérgica que yo conocía por las tarjetas de felicitación, las notas del frigorífico y las listas de la compra. El pájaro fantasma acababa de hallar a su espectro, en una pila inexplicable de espectros varios. Pero, en vez de sentir deseos de leer el relato, fue como si robara un diario personal que su muerte hubiera sellado. Sensación absurda, lo sé. Mi marido siempre quiso que yo me abriera a él y, en consecuencia, siempre estuvo ahí para acogerme. Ahora, en cambio, tendría que acogerlo yo tal como lo encontrara, y seguramente iba a ser para siempre, y aquella verdad se me hizo intolerable.

Fui incapaz de leerlo todavía, pero reprimí las ganas de arrojarlo otra vez a la pila y lo aparté junto con los otros diarios que pensaba llevarme al campamento base. También cogí un par de armas de la psicóloga y salí de aquel espacio horrible. Las demás provisiones las dejé ahí, de momento: podía ser de utilidad contar con un escondite en el faro.

Cuando salí de ahí abajo, era más tarde de lo que esperaba y el cielo ya iba adoptando aquel tono ámbar intenso que marca el inicio del ocaso. El mar ardía de luz, pero la belleza de aquel lugar no iba a engañarme otra vez. Durante mucho tiempo se habían volcado allí vidas humanas, que se ofrecieron para prestarse al exilio o algo peor. Todo traslucía la presencia funesta de incontables refriegas desesperadas. ¿Por qué siguieron enviándonos? ¿Por qué continuamos yendo? Cuántas mentiras y qué poca destreza para afrontar la verdad. Sentí que el Área X destruía las mentes, aunque todavía no hubiera destruido la mía. La frase de una canción me venía a la cabeza sin parar: «Cuánto conocimiento inútil».

Después de estar tanto rato en ese espacio, necesitaba aire fresco y la sensación del viento. Dejé en una silla lo que había cogido y abrí la puerta corredera para meterme en el saliente circular cercado por una barandilla. El viento me zarandeó la ropa y me golpeó el rostro. Un helor súbito que resultó depurador, aunque no tanto como las vistas. Podría haberme quedado mirando para siempre. Pero al cabo de un momento, algún instinto o alguna premonición me hizo bajar la vista junto a los restos del muro defensivo, hacia la playa, parte de la cual quedaba medio oculta por la curva de la duna y la altura del muro, incluso desde ese ángulo.

De aquel espacio asomaban un pie y el extremo de una pierna, entre un amasijo de arena removida. Enfoqué el pie con los prismáticos. Permanecía inmóvil. Una pernera y una bota que reconocí, con doble nudo en los cordones uniformes. Me agarré fuerte a la barandilla para contrarrestar la sensación de vértigo. Conocía a la propietaria de esa bota: era la psicóloga.