02: Integración

Por la mañana, me desperté con los sentidos agudizados, hasta el punto de que la corteza marrón y áspera de los pinos o la habitual arremetida de un pájaro carpintero se me presentaban como pequeñas revelaciones. No quedaba ni resto de la fatiga de los cuatro días de marcha hasta el campamento base. ¿Se trataba de un efecto secundario de las esporas o solo era el resultado de un sueño reparador? Me sentí tan renovada que me dio igual.

Pero mi ensoñación pronto fue contrarrestada por una noticia catastrófica: la antropóloga no estaba y su tienda se hallaba vacía de efectos personales. Y lo que era peor, en mi opinión: la psicóloga parecía agitada, como si no hubiese dormido. Bizqueaba un poco y estaba más despeinada de lo habitual. Noté que llevaba barro pegado a los lados de las botas. Mostraba preferencia por su perfil derecho, como si tuviera una herida.

—¿Dónde está la antropóloga? —exigió la topógrafa.

Yo me quedé en un segundo plano, intentando sacar mis propias conclusiones. «¿Qué le has hecho a la antropóloga?», le habría preguntado, aunque sabía que era injusto: la psicóloga era la misma de antes; no por conocer el secreto de su juego de manos tenía que verla como una amenaza. Entonces, ante nuestro creciente pánico, intervino diciendo:

—Anoche hablé con ella. Lo que vio en esa… estructura la alteró tanto que ya no desea continuar la expedición. Ha emprendido la vuelta a la frontera para aguardar la extracción. Se ha llevado un informe parcial para que nuestros superiores conozcan los avances que hemos hecho.

La costumbre de la psicóloga de permitirse una fina sonrisa en momentos poco adecuados me daba ganas de romperle la cara.

—Pero se ha dejado el equipo… y el arma —indicó la topógrafa.

—Solo ha cogido lo que necesitaba para que nosotras dispongamos de más, incluida un arma suplementaria.

—¿Consideras que necesitamos un arma suplementaria? —le pregunté.

Tenía verdadera curiosidad: en ciertos aspectos, la psicóloga me resultaba tan fascinante como la torre. Sus motivaciones, sus razones… ¿Por qué no recurría a la hipnosis? A lo mejor, incluso con nuestra determinación latente había cosas que no se podían sugestionar, o bien que se debilitaban con la repetición. O ella no tenía el suficiente aguante tras lo ocurrido por la noche.

—Considero que no sabemos lo que vamos a necesitar —respondió la psicóloga—. Desde luego, no necesitamos a la antropóloga si no es capaz de hacer su trabajo.

La topógrafa y yo nos la quedamos mirando. La primera tenía los brazos cruzados. Nos habían instruido para vigilar de cerca a nuestras compañeras, por si veíamos algún signo de estrés o disfunción mental. Seguramente, las dos pensábamos lo mismo: en aquel momento debíamos elegir. O aceptábamos la explicación que nos daba la psicóloga de la desaparición de la antropóloga o la rechazábamos. En el segundo caso, estaríamos diciendo que nos había mentido y, por lo tanto, rehusando su autoridad en un momento crítico. Y si tratábamos de seguir el camino de vuelta a casa con la esperanza de atrapar a la antropóloga, de comprobar la versión de la psicóloga… ¿tendríamos voluntad para regresar después al campamento base?

—Debemos proseguir nuestro plan —dijo la psicóloga—. Debemos investigar… la torre.

La palabra «torre» en aquel contexto fue como una súplica descarada a mi lealtad.

Con todo, la topógrafa titubeó, como si batallara con la propuesta de la psicóloga desde la noche antes. Eso me alertó en otro sentido: yo no pensaba abandonar el Área X sin haber investigado la torre; eso lo llevaba grabado en cada parte de mi ser. Y en aquel contexto no soportaba la idea de perder a otro miembro del equipo tan temprano, lo que me dejaría a solas con la psicóloga. Sobre todo, estando tan poco segura de ella y sin tener aún nociones de los efectos de mi exposición a las esporas.

—Tiene razón —dije—. Tenemos que proseguir la misión. Nos las podemos apañar sin la antropóloga.

Aun así, mi mirada fija en la topógrafa les dejó claro a ambas que volveríamos al tema de la antropóloga más tarde.

La topógrafa asintió malhumorada y apartó la vista. La psicóloga emitió un suspiro audible, de alivio o de cansancio.

—Pues está decidido —concluyó, y pasó rozando a la topógrafa para ir a preparar el desayuno. Hasta entonces siempre lo preparaba la antropóloga.

Una vez en la torre, la situación volvió a cambiar. La topógrafa y yo habíamos dispuesto unas mochilas ligeras con comida y agua suficientes para pasar allí el día entero. Ambas llevábamos nuestras armas. Y nos habíamos puesto las mascarillas para aislarnos de las esporas, aunque fuese demasiado tarde para mí. Ambas llevábamos cascos rígidos con una luz sujeta a ellos.

Pero la psicóloga se quedó quieta sobre la hierba, más allá del círculo de la torre, algo más baja que nosotras, y dijo:

—Yo me quedaré a hacer guardia.

—¿Vigilando qué? —repliqué incrédula.

No quería que la psicóloga permaneciera fuera de mi vista. Quería que se sumiera en el riesgo de la exploración, en lugar de quedarse allá, en lo alto, con todo el poder sobre nosotras que esa posición implicaba. Tampoco a la topógrafa le hizo gracia, pues habló con una voz casi suplicante que sugería una gran carga de tensión contenida.

—Tú ibas a venir con nosotras. Con tres es más seguro.

—Pero así sabréis que en la entrada no hay peligro —señaló la psicóloga mientras quitaba el seguro de su pistola. Nunca pensé que aquel chasquido seco pudiera resonar tanto.

La topógrafa se aferró a su rifle de asalto hasta que los nudillos se le quedaron blancos.

—Tienes que bajar con nosotras.

—El riesgo no tiene recompensa —afirmó la psicóloga; por la inflexión de su tono, reconocí una orden hipnótica.

La topógrafa dejó de apretar tanto el rifle y sus rasgos se volvieron fugazmente indefinidos.

—Es verdad —dijo—. Por supuesto, es verdad. Es muy lógico.

Un escalofrío me recorrió la espalda: eran dos contra una. Reflexioné un instante, procurando asimilar todo el alcance de la mirada de la psicóloga, cuya atención estaba puesta en mí. Me imaginé unas escenas de pesadilla: al volver encontrábamos la entrada bloqueada, la psicóloga nos liquidaba en cuanto salíamos a cielo abierto… Claro que habría podido matarnos mientras dormíamos cualquier noche de la semana.

—No tiene tanta importancia —dije al rato—. Nos resultarás tan valiosa aquí como ahí abajo.

Así que descendimos, igual que la otra vez, bajo la mirada atenta de la psicóloga.

Lo primero que advertí en el primer nivel, antes de llegar a la escalera ancha que bajaba en espiral, antes de volver a encontrarnos las palabras escritas en el muro… era que la torre respiraba. La torre respiraba y las paredes, cuando fui a tocarlas, transmitían el eco de un latido. Y no estaban hechas de piedra, sino de un tejido vivo. Seguían estando vacías, pero una especie de fosforescencia plateada emanaba de ellas. El mundo se me tambaleó y me senté con pesadez junto a la pared; la topógrafa, a mi lado, intentaba ayudarme a ponerme en pie. Me parece que temblaba cuando al fin me levanté. No sé si puede expresarse con palabras la gravedad de aquel instante. La torre era algún tipo de criatura viviente. Estábamos descendiendo por el interior de un organismo.

—¿Qué pasa? —me preguntaba la topógrafa, con la voz amortiguada por la mascarilla—. ¿Qué problema hay?

Le agarré la mano y la obligué a tocar el muro con la palma.

—¡Suéltame!

Trató de escabullirse, pero la retuve.

—¿Lo notas? —la interrogué entonces, implacable—. ¿Puedes notarlo?

—¿El qué? ¿Qué me estás diciendo?

Por supuesto, estaba asustada: a su parecer, yo actuaba de un modo irracional.

Insistí a pesar de todo.

—Una vibración. Como un latido.

Aparté la mano de las suyas y retrocedí.

La topógrafa respiró hondo y despacio con la mano todavía en el muro.

—No. Tal vez. No. No, nada.

—Y esa pared ¿de qué está hecha?

—De piedra, claro —respondió.

Bajo el haz de la linterna de mi casco, las sombras daban a su rostro un aspecto ahuecado; sus ojos aparecían grandes y rodeados de oscuridad y, con la mascarilla, era como si no tuviera boca ni nariz.

Yo también respiré hondo. Deseé soltarlo todo: que me había contaminado, que la psicóloga nos hipnotizaba más allá de lo que creíamos, que los muros estaban hechos de tejido vivo… Pero, en vez de hacerlo, «me tragué mi mierda», como decía mi marido. Me la tragué porque íbamos a continuar y la topógrafa no veía lo que veía yo, no podía experimentar lo mismo. Y yo no podía obligarla.

—Olvídalo —dije—. Me he desorientado un poco.

—Oye, volvamos arriba. Estás muy nerviosa —respondió la topógrafa.

Ya nos habían dicho que a lo mejor veríamos cosas inexistentes en nuestra estancia en el Área X. Sé que estaba pensando que era aquello lo que me ocurría. Sostuve la caja negra de mi cinturón.

—No: si esto no se enciende, es que vamos bien.

Era una broma; floja, pero bueno.

—Has visto algo que no existe.

No pensaba dejarlo correr.

«Tú no ves lo que sí existe», pensé.

—Puede ser —admití—. Pero ¿no importa eso también? ¿No forma parte igualmente de todo esto? ¿De nuestra crónica? Y algo que yo veo y tú no puede tener su importancia.

La topógrafa lo consideró un instante.

—¿Ahora cómo te encuentras?

—Bien. Ya no veo cosas —mentí.

Mi corazón era como un animal atrapado en el pecho que intentara huir. A la topógrafa la envolvía una corona de aquella fosforescencia blanca que brotaba de las paredes. Nada remitía. Nada me soltaba.

—Pues continuaremos —dijo la topógrafa—. Pero promete que me avisarás si vuelves a ver cosas raras.

Recuerdo que casi me reí al oírlo. ¿Cosas raras? ¿Como extrañas palabras en una pared, escritas entre minúsculas comunidades de criaturas de origen desconocido?

—Te lo prometo —contesté—. Y tú haz lo mismo, ¿vale? —dije volviendo las tornas, para que se diera cuenta de que a ella también podía pasarle.

—Tú no vuelvas a tocarme o te pego.

Asentí para mostrar mi acuerdo. No le gustó saber que yo era físicamente más fuerte que ella.

Amparadas por los términos de aquel trato deficiente, fuimos hacia la escalera y penetramos en la garganta de la torre, cuyas profundidades se revelaban como una especie de espectáculo de terror, de una belleza y una biodiversidad imposibles de asimilar. Pero lo intenté como había hecho siempre, desde el inicio mismo de mi carrera.

Mi norte magnético, el sitio en el que siempre pienso cuando la gente me pregunta por qué me hice bióloga, es la abandonada piscina de la casa de alquiler donde viví de pequeña. Mi madre era una artista crispada que alcanzó cierto éxito, demasiado aficionada al alcohol y siempre pendiente de encontrar nuevos clientes. Mi padre, contable subempleado, era especialista en urdir estrategias para enriquecerse tan deprisa que solían acabar en nada. Ambos parecían carecer de la facultad de concentrarse en algo durante cierto período de tiempo. En ocasiones era como si me hubieran insertado dentro de una familia en vez de haber nacido en ella.

Aunque la piscina con forma de riñón era tirando a pequeña, nunca tuvieron voluntad ni interés en limpiarla. Poco después de mudarnos, la hierba que la rodeaba ya estaba crecida. Las juncias y demás plantas altas empezaron a destacar. Los arbustos bajos que delimitaban el contorno de la piscina se lanzaron a cubrir la valla metálica. Creció musgo en las grietas de las baldosas de alrededor. El nivel del agua, alimentado por la lluvia, aumentó deprisa, y la superficie se fue espesando de algas. Las libélulas recorrían la zona a todas horas. Se instalaron algunas ranas toro y sus renacuajos, aquellas manchas informes que se retorcían, se convirtieron en una presencia constante. Insectos zapateros y escarabajos de agua empezaron a adueñarse del lugar. Cuando mis padres me dijeron que me deshiciera de mi acuario de agua dulce, eché los peces a la piscina y algunos sobrevivieron a la impresión. Aves locales como garcetas y garzas reales hicieron su aparición, atraídas por ranas, peces e insectos. Por algún milagro, también se pusieron a vivir en la piscina unas tortuguitas, aunque no tengo ni idea de cómo llegaron allí.

Meses después de instalarnos, la piscina se había convertido en un ecosistema. Yo solía entrar despacio por la portezuela de madera y lo observaba todo desde una silla oxidada de playa, que había colocado en un rincón apartado. Pese a un intenso y justificado miedo a ahogarme, siempre me encantó estar cerca de masas de agua.

Dentro de casa, mis padres hacían las típicas cosas con que acostumbra ocuparse la gente en el universo humano, algunas de ellas ruidosamente. Pero yo me perdía con facilidad en el microcosmos de la piscina. Inevitablemente, mi atención se blindaba ante las absurdas reprimendas de mis padres sobre mi timidez crónica, con las que creían convencerme de que aún mandaban ellos. Yo no tenía suficientes amigos (o ninguno), me recordaban. Y no parecía esforzarme. ¿Por qué no me sacaba algún dinero con un trabajo por horas? Pero cuando les expliqué que en varias ocasiones, perseguida por matones, había tenido que esconderme, cual reticente hormiga león, en el fondo de los hoyos de grava que había por los campos abandonados cerca de la escuela, se quedaron sin respuesta. Como el día en que, «sin motivo», le di un puñetazo a una compañera que me saludó en la cola del comedor.

Y así continuamos, cada cual aislado en sus propios imperativos. Ellos tenían sus vidas y yo tenía la mía. Lo que más me gustaba era fingir que era bióloga, y fingir conduce a menudo a ser un duplicado razonable de lo que estás imitando, aunque solo sea desde lejos. En varios diarios apunté mis observaciones sobre la piscina. Aprendí a distinguir a cada rana por separado —al Bultos del Saltimbanqui, tan distintos— y en qué meses invadían la hierba sus pequeños revoltosos. Supe qué especies de garza volvían todo el año y cuáles eran migratorias. Los escarabajos y las libélulas eran más difíciles de identificar y me costó más intuir sus ciclos, pero aun así me apliqué en intentar entenderlos. A todo esto, evitaba los libros sobre medio ambiente y biología: antes quería descubrir la información yo sola.

De ser por mí —hija única y experta en el manejo de la soledad—, mis observaciones de aquel paraíso en miniatura se podrían haber eternizado. Hasta improvisé un artilugio que se componía de una linterna y una cámara sumergibles, que pensaba hundir bajo la oscura superficie para sacar fotos mediante un alambre largo conectado al disparador de la cámara. No tengo ni idea de si habría funcionado, porque de pronto me quedé sin el privilegio del tiempo: nuestra suerte se agotó y no pudimos seguir pagando el alquiler. Nos mudamos a un apartamento pequeño que quedó repleto de cuadros de mi madre, que para mí eran como papel pintado. Uno de los grandes traumas de mi vida fue mi preocupación por esa piscina: ¿acaso los nuevos inquilinos sabrían ver su belleza y su importancia y la dejarían tal como estaba, o bien la destruirían en aras de su verdadera función?

Jamás lo averigüé, pues no soportaba la idea de volver, aunque tampoco olvidé la riqueza de aquel sitio. Lo único que pude hacer fue mirar adelante y aplicar lo que había aprendido observando a los habitantes de la piscina. Y nunca miré atrás, para bien o para mal. Ni aunque el presupuesto de un proyecto se agotara o la zona que estudiábamos se vendiera de repente para ser urbanizada, jamás regresé. Hay ciertos tipos de muerte que no se nos pueden pedir que revivamos; ciertas conexiones tan profundas que, al romperse, sientes el chasquido de aquel vínculo en tu interior.

Al descender por la torre, volví a percibir, por primera vez en mucho tiempo, la emoción del descubrimiento que había experimentado de niña. Pero, a la vez, esperaba aquel chasquido.

Allí donde aguarda el fruto asfixiante llegado de la mano del pecador yo traeré las semillas de los muertos para compartirlas con los gusanos que…

Los escalones de la torre iban quedando a la vista, peldaños blanquecinos como dientes en espiral de alguna criatura insondable, y nosotras seguimos bajando porque no parecía haber elección. A ratos ansié la visión limitada que tenía la topógrafa. Como sabía por qué nos había protegido la psicóloga, me pregunté cómo lo resistía ella, que no contaba con nadie que la protegiera de… lo que fuese.

Al principio eran «simplemente» las palabras y con eso bastaba. Siempre aparecían a la misma altura de la pared, más o menos, y a mano izquierda. Durante un rato traté de memorizarlas, pero había demasiadas y su sentido iba y venía, de modo que seguir el significado de las palabras era seguir una pista falsa. Fue un acuerdo al que la topógrafa y yo llegamos enseguida: que documentaríamos el aspecto físico de las palabras pero en una misión aparte, otro día, para fotografiar aquella frase continua y sin fin.

… para compartirlas con los gusanos que se agolpan en la oscuridad y envuelven al mundo con la fuerza de su existencia mientras de las lóbregas estancias de otros lugares formas que no llegan a existir se estremecen por la impaciencia de los pocos que nunca han visto ni sido vistos…

La sensación de inquietud por ignorar hasta qué punto eran aciagas esas palabras era palpable. Infectaba nuestras propias frases al hablar, cuando intentábamos catalogar la realidad biológica de lo que estábamos viendo las dos. O la psicóloga quería que viéramos las palabras y cómo estaban escritas, o suprimir la realidad física de los muros de la torre era sencillamente una labor monumental y agotadora.

Las siguientes cosas también las experimentamos ambas durante el descenso inicial hacia la oscuridad. El aire se volvió frío y húmedo y, al caer la temperatura, adquirió una especie de suave dulzor, como el de un néctar sutil. También vimos las dos las minúsculas criaturas con forma de mano que vivían entre las palabras. Los techos eran más altos de lo esperado y, a la luz de nuestros cascos, al enfocarlos hacia arriba, la topógrafa pudo ver brillos y hélices como de rastros de caracoles o babosas. Pequeñas matas de musgo o líquenes salpicaban el techo y, dando muestra de una gran fuerza de tracción, unas pequeñísimas criaturas, traslúcidas y zancudas cual gambas ciegas, se paseaban también por allí.

Cosas que solo veía yo: que las paredes subían y bajaban ínfimamente al ritmo de la respiración de la torre. Que las palabras cambiaban de color, creando un efecto ondulante y estroboscópico como el del calamar. Que, con una variación de unos ocho centímetros sobre las palabras y otros ocho por debajo, había un espectro de palabras anteriores, escritas con la misma letra en cursiva. De hecho, esas capas de palabras formaban una cenefa, pues solo eran una impresión sobre la pared, un pálido atisbo de verde o violeta a veces, único signo de que antaño pudieron ser letras en relieve. La mayoría parecía repetir el hilo principal, pero otras no.

Durante un rato, mientras la topógrafa hacía fotos de las palabras vivientes, leí las palabras fantasma para ver por dónde podían ir. Costaba leerlas: había varios ramales que se solapaban y empezaban y paraban y volvían a empezar. Perdía fácilmente el rastro de palabras y frases individuales. La cantidad de escrituras espectrales que se fundían con los muros sugería que el proceso llevaba largo tiempo en marcha. Pero, sin tener una idea de la extensión de cada «ciclo», no podía dar una estimación en años, ni siquiera aproximada.

Había, además, otro elemento en aquellos comunicados de los muros. Y no estaba segura de que la topógrafa pudiera verlo. Decidí ponerla a prueba.

—¿Reconoces esto? —le pregunté mientras señalaba una especie de celosía entrelazada en la que al principio ni siquiera yo identifiqué un dibujo; cubría el muro desde debajo de la escritura fantasma hasta encima de esta, y el ramal principal quedaba más o menos en el centro.

Se asemejaba vagamente a unos escorpiones ensartados cola con cola, que se erguían antes de reincorporarse otra vez. No podía decir si me encontraba ante un lenguaje per se: hasta donde yo sabía, podría haberse tratado de un diseño decorativo.

Fue un alivio que ella también lo viera.

—No, no lo reconozco —dije—. Pero no soy experta.

Me sentí muy irritada, pero no por ella. Yo no tenía el cerebro adecuado para aquella tarea, ni ella tampoco: necesitábamos un lingüista. Yo podía pasarme siglos mirando esa escritura en celosía y lo más original que se me ocurriría era que se parecía a las ramificaciones afiladas y duras del coral. A la topógrafa le recordaba a los escarpados afluentes de un gran río.

Sin embargo, al fin pude reconstruir fragmentos de un puñado de esas variantes: Por qué voy a descansar si existe crueldad en el mundo… el amor de Dios brilla en cualquiera que entienda los límites de la resistencia, y permite el olvido… Elegido al servicio de un poder más elevado. Si el hilo principal formaba una especie de sermón oscuro e incomprensible, esos fragmentos mostraban afinidad con tal propósito, sin una sintaxis tan exacerbada.

¿Procedían de algún tipo de narración más larga, tal vez de miembros de expediciones anteriores? En tal caso, ¿con qué fin? ¿Y a lo largo de cuántos años?

Pero todas esas preguntas nos las haríamos más tarde, a la luz de la superficie. De un modo mecánico, como un golem, me limité a hacer fotos de las frases clave —aun cuando la topógrafa creía que hacía fotos a una pared en blanco o que sacaba imágenes descentradas de las principales y micóticas palabras—, para poner cierta distancia entre yo y lo que pudiese pensar de esas variantes. Mientras, el garabato principal proseguía, igual de desconcertante: … En el agua negra con el sol que brilla a medianoche, los frutos madurarán y en la oscuridad de aquello que es dorado se abrirán para revelar la revelación de la mortal inconsistencia de la tierra…

Por algún motivo, aquellas palabras podían conmigo. Cogí muestras por el camino, aunque con poco entusiasmo. ¿Qué me iban a decir esos restos insignificantes que metía con pinzas en tubos de vidrio? No mucho, me daba la sensación. Hay veces en que intuyes que la verdad de las cosas no te la revelarán los microscopios. Pronto, además, el sonido del palpitar de las paredes se me hizo tan audible que me paré y me puse unos tapones en los oídos para atenuarlo, procurando que la topógrafa se estuviera fijando en alguna otra cosa. Embozadas y medio sordas por razones distintas, proseguimos el descenso.

Tendría que haber percibido yo el cambio, no ella. Pero al cabo de una hora de camino en bajada, la topógrafa se detuvo unos peldaños por debajo de mí.

—¿Te parece que las palabras de la pared se están volviendo más… frescas?

—¿Más frescas?

—Más recientes.

Me la quedé mirando un instante. Yo me había adaptado a la situación, haciendo lo posible por fingir que era una observadora imparcial que se limita a catalogar detalles. Pero entonces sentí que aquella distancia que tanto me había costado lograr se me escapaba entre los dedos.

—Apaga la linterna —propuse mientras yo hacía otro tanto.

La topógrafa dudó. Después de mi anterior muestra de impulsividad, le llevaría un tiempo volver a confiar en mí, sobre todo tanto como para obedecer sin pensárselo y dejarse sumir en la oscuridad. Pero lo hizo. Lo cierto es que yo había dejado mi arma enfundada a propósito y ella podría haberme liquidado en un instante con su rifle de asalto, tirando con un gesto ágil de la correa y sacándoselo del hombro. Este presagio de violencia no era muy racional; sin embargo, se me presentó con la mayor facilidad, como si lo insertara en mi mente alguna fuerza externa.

En la oscuridad, con el latido de la torre todavía vibrando pese a los tapones en los oídos, las letras y las palabras se balanceaban al temblor de la respiración de los muros y vi que, en efecto, parecían más activas, de colores más vivos y destellos más intensos de los que recordaba en niveles superiores. Era un efecto más evidente incluso que si las palabras hubieran estado escritas con tinta de pluma estilográfica. «La brillante humedad escurridiza de lo nuevo».

En aquel lugar imposible dije, antes de dejarle la oportunidad a la topógrafa, para apropiármelo:

—Algo por debajo de nosotras está escribiendo este texto. Algo por debajo de nosotras puede estar en el proceso de escribirlo.

Explorábamos un organismo que podía contener un segundo organismo misterioso, que a su vez utilizaba otros organismos para escribir palabras en el muro. Eso convertía la descuidada piscina de mi niñez en algo simple y unidimensional.

Volvimos a encender las linternas. Vi miedo en los ojos de la topógrafa, pero también una extraña determinación. No tengo ni idea de qué vio ella en los míos.

—¿Por qué has dicho algo? —me preguntó. No la entendí—. ¿Por qué has dicho algo y no «alguien»? ¿Por qué no va a ser «alguien»? —Me encogí de hombros—. Saca tu arma —me dijo la topógrafa, con cierto tono de indignación que disimulaba alguna emoción más honda.

La obedecí porque realmente me daba igual. Pero sosteniendo el arma me sentí torpe y rara, como si fuese la reacción equivocada a lo que pudiera estarnos esperando.

Si hasta aquel momento yo había tomado la iniciativa, de pronto parecía que estábamos intercambiando los papeles y, como resultado, la naturaleza de nuestra exploración también cambió. Por lo visto, habíamos establecido un nuevo protocolo. Dejamos de documentar las palabras y los organismos de los muros. Apretamos el paso y nos concentramos en descifrar la oscuridad ante nosotras. Hablábamos en susurros, como si pudiera oírnos alguien. Yo iba en cabeza y la topógrafa cubría la retaguardia hasta las curvas, donde ella se ponía primera y yo la seguía. En ningún momento hablamos de regresar. La psicóloga haciendo guardia parecía a miles de kilómetros de distancia. Nos impulsaba la energía nerviosa de saber que podía haber una respuesta bajo nuestros pies. Y una respuesta viva.

Al menos, la topógrafa debía de considerarlo en estos términos. Ella no percibía ni oía el palpitar de las paredes. Pero, a medida que avanzábamos, ni yo podía imaginarme al autor de esas palabras. Lo único que veía era lo que vi al volverme en la frontera, cuando íbamos hacia el campamento base: una bruma blanquecina. Y, aun así, supe que no podía ser humano. ¿Por qué? Por un buen motivo, que la topógrafa acabó advirtiendo al cabo de otros veinte minutos de descenso.

—Hay algo en el suelo —dijo.

Sí, había algo en el suelo; ya hacía rato que los peldaños estaban cubiertos de algún tipo de residuo. Yo no me había parado a examinarlo para no ponerla nerviosa, pues ni siquiera sabía si ella lo vería. El residuo iba desde el borde de la pared izquierda hasta medio metro de distancia de la pared derecha. Es decir, que abarcaba un espacio en los peldaños de unos dos metros y medio de ancho.

—Déjame ver —le pedí, ignorando su dedo trémulo.

Me agaché y enfoqué con la luz del casco los peldaños superiores que había a mi espalda. La topógrafa se acercó a mirar por encima de mi hombro. El residuo emitía un resplandor dorado y tenue, atravesado por escamas de un rojo de sangre seca. Parecía ser parcialmente reflectante. Lo palpé con un bolígrafo.

—Es un poco viscoso, como fango —dije—. Y se acumula unos dos dedos sobre los peldaños.

La impresión general era de algo que se deslizaba escaleras abajo.

—¿Y esas marcas? —preguntó la topógrafa, inclinándose para señalar otra vez.

Habló en susurros, lo que a mí me parecía inútil, y con voz entrecortada. Pero, cuanto más histérica la notaba a ella, más tranquila me sentía yo. Examiné las marcas un momento. Eran de algo que resbalaba, tal vez, o se arrastraba, pero lo bastante despacio para revelar mucho más en el residuo que dejaba atrás. Las marcas que ella me señalaba eran ovaladas, de unos treinta centímetros de largo por quince de ancho. Seis se extendían sobre los peldaños, en dos filas. Un torbellino de muescas dentro de sus contornos recordaban a las rayas de los cilios. Unos veinte centímetros fuera de dichas huellas, rodeándolas, había dos líneas. Este doble círculo irregular trazaba una ondulación que salía y se adentraba, como el dobladillo de una falda. Más allá del «dobladillo» había leves indicadores de más «olas», como de alguna fuerza procedente de un cuerpo central que hubiera dejado una marca. Se parecía sobre todo a las líneas que quedan en la arena cuando el oleaje retrocede durante la marea baja. Salvo que algo había desdibujado las líneas para dejarlas borrosas, como un trazo al carboncillo.

Este descubrimiento me fascinó. No podía dejar de mirar el rastro, las marcas de cilio. Me imaginé que semejante criatura podía compensar la inclinación de la escalera del mismo modo que una cámara geoestabilizadora compensaría los baches de un camino.

—¿Alguna vez habías visto algo así? —me preguntó la topógrafa.

—No —contesté. Me esforcé por tragarme una respuesta más cáustica—. No, nunca.

Determinados trilobites, caracoles y gusanos dejan rastros simples en comparación aunque vagamente similares. Tenía la certeza de que nadie en el mundo había visto nunca un rastro de aquella complejidad y envergadura.

—¿Y esto? —La topógrafa indicaba un peldaño algo más elevado.

Lo apunté con la linterna y vi la sombra de una bota en el residuo.

—Es una bota nuestra.

Tan prosaica en comparación. Tan aburrida.

La luz de su casco se movió de un lado a otro al sacudir ella la cabeza.

—No. Mira.

Señaló las huellas de mis botas y las suyas. Esas otras eran de un tercer par y se dirigían escaleras abajo.

—Es verdad —dije—. Es otra persona, no hace mucho.

La topógrafa se puso a blasfemar. A esas alturas no pensábamos buscar más huellas de botas.

Según los documentos que nos habían mostrado, la primera expedición no informó de nada fuera de lo común en el Área X; tan solo era una naturaleza prístina y vacía. Al no regresar la segunda ni la tercera, cuya suerte se desconocía, las expediciones se cancelaron durante un tiempo. Cuando se emprendieron de nuevo, fue con voluntarios que conocieran al menos parte del riesgo. Desde entonces, algunas expediciones habían salido más airosas que otras.

La undécima en particular había sido complicada, y personalmente difícil para mí por un hecho respecto al cual no he sido del todo sincera hasta ahora: mi esposo participó en esa expedición como médico. Él no quería serlo: siempre prefirió los primeros auxilios y las urgencias. «Yo quiero ser una enfermera de tría en el terreno», como decía. Lo había reclutado para el Área X un amigo, que lo recordaba de cuando ambos habían trabajado para la Marina, antes de que él se pasara al servicio de ambulancias. Al principio no contestó que sí, se mostró inseguro, pero con el tiempo lo convencieron. Aquello creó un gran conflicto entre nosotros, aunque ya entonces teníamos problemas.

Sé que esta información se podría descubrir sin dificultad, pero he confiado en resultar un testimonio creíble y objetivo para quien lea este relato. No alguien que se presentó voluntario para el Área X por algún otro hecho no relacionado con el propósito de las investigaciones. Y en cierto sentido sigue siendo así, y la posición de mi marido como miembro de una expedición es en muchos aspectos irrelevante respecto a por qué me apunté.

Pero ¿cómo no iba a afectarme el Área X, aunque solo fuese a través de él? Una noche, cerca de un año después de que se marchara a cruzar la frontera, oí desde la cama que había alguien en la cocina. Armada con un bate de béisbol, salí del dormitorio y encendí todas las luces de la casa. Me encontré a mi marido junto al frigorífico, todavía con la ropa de la expedición y bebiendo leche hasta que le rebosó por la barbilla y el cuello. Y comiendo sobras desaforadamente.

Me quedé sin habla. Solo pude mirarlo como a un espejismo, como si moverme o hablar fuese a convertirlo en nada, o en menos que nada.

Nos sentamos en la sala de estar, él en el sofá y yo enfrente, en una silla: me hacía falta cierta distancia respecto a tan súbita aparición. No supo decirme cómo había abandonado el Área X, ni recordaba en absoluto el trayecto hasta casa. Solo conservaba una reminiscencia vaga de la expedición en sí. Desprendía una rara serenidad, salpicada solo por instantes de angustia remota cuando, al preguntarle yo por lo ocurrido, se daba cuenta de que su amnesia no era normal. Tampoco parecía tener ningún recuerdo de cómo había empezado a desintegrarse nuestro matrimonio, mucho antes de las discusiones por su marcha al Área X. De pronto él hacía gala de esa misma distancia de la que, a veces de forma sutil y otras no tanto, me había acusado a mí en el pasado.

Al cabo de un rato ya no pude soportarlo. Lo desnudé, lo mandé a ducharse y lo llevé al dormitorio, donde hicimos el amor, yo encima. Intentaba recuperar algún resto del hombre al que recordaba, aquel que, a diferencia de mí, era extravertido, impulsivo y siempre con ganas de ser de utilidad, el que había sido un apasionado navegante de recreo y que, dos semanas al año, se iba a la playa con sus amigos para embarcarse. Pero no encontré ningún rastro de eso en él.

Durante todo el tiempo que estuvo dentro de mí, me miró a la cara con expresión de recordarme pero solo como a través de una neblina, cosa que me ayudó un rato, a pesar de todo: lo hizo más real, me permitió fingir.

Pero no por mucho tiempo. Solo volvió a mi vida unas veinticuatro horas. La tarde siguiente se presentaron a buscarlo y, en el centro de observación, lo visité hasta el final, después de pasar por el largo e interminable proceso para que me dieran una acreditación de seguridad. Un lugar aséptico donde le hicieron pruebas y trataron sin éxito de penetrar en su serenidad y su amnesia. Me recibía como a un viejo amigo —una especie de ancla con que dar algún sentido a su vida—, pero no como a su pareja. Confieso que iba a verlo con la esperanza de encontrar algún resquicio del hombre al que había conocido antaño. Pero nunca lo logré. Incluso el día en que supe que le habían diagnosticado un cáncer sistémico inoperable, mi marido se me quedó mirando con una expresión ligeramente confusa en la cara.

Murió seis meses más tarde. Y en todo ese tiempo no pude atravesar la máscara, ni hallar dentro de él al hombre que yo había conocido. Ni a través de mis interacciones con él ni viendo después las entrevistas a los distintos miembros de la expedición, todos los cuales también murieron de cáncer. Ocurriera lo que ocurriese en el Área X, él ya no había regresado. No de verdad.

Seguimos adentrándonos en la oscuridad y no pude evitar preguntarme si mi marido habría experimentado algo de eso. Ignoraba cómo había cambiado las cosas mi infección. ¿Acaso me había embarcado en el mismo viaje o él se había encontrado algo completamente distinto? Y si era parecido, ¿en qué se habían diferenciado sus reacciones y cómo había cambiado eso lo ocurrido después?

El camino de fango se espesó y ya podíamos afirmar que las escamas rojas eran organismos vivos liberados por lo que fuese que había más abajo, pues se retorcían en la superficie viscosa. El color de la sustancia se había vuelto más intenso, por lo que parecía una alfombra de un dorado reluciente dispuesta para que la pisáramos de camino a un extraño aunque magnífico banquete.

—¿Volvemos? —dijo la topógrafa, o tal vez yo.

Y la otra:

—Solo hasta la próxima curva. Un poco más y luego volvemos.

Era la comprobación de una confianza frágil. Era la comprobación de nuestra curiosidad y fascinación, que iban de la mano con el miedo. Una comprobación de si preferíamos ser ignorantes o arriesgadas. Sabíamos que el tacto de nuestras botas al avanzar con cautela por aquel vertido viscoso y aquella sensación de quedarnos pegadas aun consiguiendo avanzar acabarían desembocando en una inercia, si lo llevábamos demasiado lejos.

Pero la topógrafa dobló entonces una esquina antes que yo y retrocedió de golpe hasta topar conmigo, me empujó de vuelta escaleras arriba y yo la dejé.

—Hay algo ahí abajo —me murmuró al oído—. Algo como un cadáver o una persona.

No puntualicé que un cadáver podía ser una persona.

—¿Está escribiendo cosas en la pared?

—No: desplomado junto al muro. Solo lo he visto con el rabillo del ojo.

Su respiración se volvió acelerada y superficial al otro lado de la máscara.

—¿Hombre o mujer? —quise saber.

—Me ha parecido que era una persona —dijo, ignorando mi pregunta—. Me ha parecido una persona. Me lo ha parecido.

Los cadáveres son una cosa, pero ningún entrenamiento te prepara para encontrarte con un monstruo.

No podíamos salir de la torre sin investigar antes este nuevo misterio. No podíamos. La agarré por los hombros y la obligué a mirarme.

—Dices que es como una persona agazapada al lado de la pared. No es eso lo que estamos rastreando. Esto tiene que ver con las otras huellas de botas. Lo sabes. Podemos arriesgarnos a echar un vistazo y luego volver. Esto es lo más lejos que iremos, no importa lo que encontremos, te lo prometo.

Asintió. La idea de que aquello fuese el límite, de no continuar bajando, bastó para templarla. «Solo esto y pronto verás la luz del sol».

Volvimos a bajar. Los peldaños nos parecieron especialmente resbaladizos, aunque seguro que era nuestro histerismo, y caminamos despacio, utilizando el lienzo en blanco del muro derecho para mantener el equilibrio. La torre callaba, conteniendo el aliento con un latido que de pronto era mucho más lento y distante que antes, o acaso yo solo oía la sangre que se me agolpaba en la cabeza.

Al doblar la esquina, vi la figura y apunté la luz de mi casco hacia ella. Si hubiese dudado un segundo más, nunca habría tenido el valor de hacerlo. Era el cadáver de la antropóloga, agazapada contra el muro izquierdo, con las manos en el regazo, la cabeza gacha como en una plegaria y con algo verde saliéndole de la boca. Su ropa parecía extrañamente borrosa e indefinida. Un tenue resplandor dorado emanaba de su cuerpo, casi imperceptible; supuse que la topógrafa no lo vería en absoluto. En ningún caso me imaginé a la antropóloga viva. Lo único que se me ocurría pensar era: «La psicóloga nos ha mentido»; de repente, la presión de su presencia muy arriba, custodiando la entrada, me oprimió de un modo intolerable.

Levanté una palma en dirección a la topógrafa, dándole a entender que se quedara donde estaba, a mi espalda, y di un paso al frente, con la luz apuntando a la oscuridad. Me adelanté al cadáver lo bastante como para confirmar que los peldaños de abajo estaban vacíos; luego corrí otra vez junto al cadáver.

—Vigila mientras le echo un vistazo al cuerpo —le susurré a la topógrafa. No le conté que acababa de percibir un eco leve de «algo» mucho más abajo, avanzando despacio.

—¿Es un cadáver? —me preguntó. Tal vez se esperaba algo más raro. Tal vez se creía que la figura estaba durmiendo.

—Es la antropóloga —anuncié; vi que registraba la información por la tensión de sus hombros.

Sin mediar palabra, me pasó rozando para ir a colocarse más allá del cuerpo, apuntando a la oscuridad con el rifle de asalto.

Con cuidado, me arrodillé junto a la antropóloga. Quedaba poca cosa de su cara, y la piel restante estaba llena de marcas de quemaduras. Brotando de su mandíbula rota, que tenía aspecto de que alguien la hubiera partido en un solo acto de brutalidad, un torrente de ceniza verde se posaba en su pecho en un montículo. En las manos, con las palmas arriba sobre el regazo, no le quedaba piel, tan solo una especie de filamento vaporoso y más marcas de quemaduras. Las piernas parecían fusionadas entre sí y medio fundidas; le faltaba una bota y la otra había ido a dar en la pared. Esparcidos a su alrededor había algunos tubos de muestra como los que me había llevado yo. Su caja negra, aplastada, yacía a varios metros de su cuerpo.

—¿Qué le ha ocurrido? —murmuró la topógrafa.

No paraba de mirar atrás con nerviosismo mientras montaba guardia, como si lo ocurrido aún no hubiese terminado. Como si esperase que la antropóloga volviera horripilantemente a la vida. No le respondí. Lo único que habría podido decir era «No lo sé», expresión que se estaba convirtiendo en una especie de testificación de nuestra ignorancia o incompetencia, o ambas cosas.

Enfoqué la linterna a la pared, por encima de la antropóloga. Allí el texto se volvía errático durante un trecho, disparándose para luego caer en picado antes de estabilizarse.

… las sombras del abismo son como los pétalos de una yema monstruosa que florecerá entre las paredes del cráneo y expandirá la mente más allá de lo que un hombre puede soportar…

—Me parece que interrumpió al autor del texto —dije.

—¿Y entonces le hizo eso?

Me estaba suplicando alguna otra explicación. Yo no la tenía, así que no contesté, tan solo volví a observar, con ella ahí, contemplándome.

Una bióloga no es una detective, pero yo empezaba a pensar como si lo fuese. Repasé el suelo por todos lados y primero identifiqué las huellas de mis botas y después las de la topógrafa. Aunque habíamos desdibujado los rastros originales, todavía quedaban señales. De entrada, la «cosa» —esperanzas de la topógrafa aparte, yo no concebía que fuese humano— se había dado claramente la vuelta, como en un arrebato. En vez de la marca resbaladiza y suave, el fango presentaba como un remolino en el sentido de las agujas del reloj; las marcas de los «pies», que es lo que me parecían, se alargaban y se estrechaban por el repentino cambio. Pero, además del remolino, también vi huellas de botas. Recuperé la bota caída, procurando rodear el contorno de las pruebas de la escaramuza, y comprobé que las huellas del centro del remolino eran de la antropóloga; también distinguí señales parciales que subían por el muro de la derecha, como si esta se hubiera aferrado a él.

Empecé a formarme una imagen mental de la antropóloga deslizándose en la oscuridad para observar al autor del texto. Los tubos relucientes de cristal esparcidos alrededor del cuerpo hacían pensar que había querido tomar una muestra. Pero ¡qué locura o qué imprudencia! Un gran riesgo, y la antropóloga nunca me pareció impulsiva ni valiente. Me quedé allí un instante antes de seguir el rastro escaleras arriba, dirigiéndome hacia la topógrafa, y desesperándola, para colocarme en su posición. De haber habido algo a lo que disparar se habría sentido más tranquila; pero solo teníamos lo que acechara en nuestra imaginación.

Otra docena de peldaños hacia arriba, hasta donde aún se divisaba una fracción de la antropóloga muerta, encontré las huellas de dos juegos de botas, frente a frente. Uno de ellos pertenecía a la antropóloga. El otro no era mío ni de la topógrafa.

Las piezas encajaron y pude verlo todo en mi cabeza: en plena noche, la psicóloga había despertado a la antropóloga, la había hipnotizado y se habían dirigido juntas a la torre para descender hasta este punto. Aquí, la psicóloga le había dado a la antropóloga, todavía hipnotizada, una orden que seguramente sabía que era suicida, y la antropóloga había ido directa hacia la cosa que escribía las palabras en el muro para sacarle una muestra… sufriendo en el intento una muerte espantosa. Entonces la psicóloga había huido, pues al volver a bajar no encontré otro rastro de sus botas por debajo de este punto. Sentí algo por la antropóloga entre la pena y la empatía. Débil y atrapada, sin elección.

La topógrafa me esperaba ansiosa.

—¿Qué has encontrado?

—Aquí ha habido otra persona además de la antropóloga.

Le expliqué mi teoría.

—Pero ¿por qué iba a hacer algo así la psicóloga? —me preguntó—. Ya habíamos quedado en venir todas juntas por la mañana.

Tuve la sensación de estar viendo a la topógrafa desde miles de kilómetros de distancia.

—No tengo ni idea —admití—. Pero nos ha estado hipnotizado a todas y no solo para darnos tranquilidad mental. Puede que el propósito de esta expedición no sea el que nos contaron.

—Hipnosis. —Pronunció la palabra como si no tuviera sentido—. ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo es posible que lo sepas?

Parecía resentida, conmigo o con la teoría, no lo supe muy bien. Pero entendía el porqué.

—No sé cómo, yo me he vuelto inmune —le expliqué—. A ti te ha hipnotizado antes de que bajáramos aquí, para asegurarse de que cumples con tu deber. Lo he visto.

Quise confesarle de qué modo me había inmunizado, pero creí que sería un error.

—¿Y no has hecho nada? En el caso de que sea verdad.

Al menos, consideró la posibilidad de creerme. Tal vez algún resto o alguna neblina de aquel episodio permanecían en su mente.

—No quería que la psicóloga supiera que ya no puede hipnotizarme. —Además, yo quería bajar ahí. La topógrafa se quedó pensando un momento—. Puedes creerme o no, pero créete esto: cuando volvamos a subir, tenemos que estar preparadas para lo que sea. A lo mejor hay que inmovilizar o matar a la psicóloga porque no sabemos qué es lo que está planeando.

—¿Por qué iba a planear nada? —quiso saber la topógrafa. ¿Era desprecio lo que reflejaba su voz u otra vez miedo?

—Puede que le hayan dado unas órdenes distintas a las nuestras —señalé, como si se lo explicara a un niño. No contestó, y lo interpreté como una señal de que se iba acostumbrando a la idea—. Tengo que ir yo antes, porque a mí no me afecta. Y tú ponte esto: a lo mejor te ayuda a resistir la sugestión hipnótica.

Le di un par de tapones para los oídos.

Los cogió vacilante.

—No —respondió—. Subiremos juntas, al mismo tiempo.

—Es poco acertado —dije.

—Me da igual. Tú no vas ahí arriba sin mí. No pienso esperarme aquí a oscuras a que tú lo arregles todo.

Lo consideré un instante y dije:

—Vale. Pero si veo que empieza a coaccionarte, tendré que pararla. O al menos intentarlo.

—Si es que tienes razón —puntualizó ella—. Si me estás diciendo la verdad.

—Desde luego.

Ignorándome, continuó:

—¿Y el cadáver?

¿Significaba eso que estaba de acuerdo? Confié en ello. O tal vez tratara de desarmarme en el camino de vuelta. A lo mejor la psicóloga ya la había preparado en este sentido.

—La antropóloga se queda aquí. No podemos ir cargadas; además, no sabemos qué contaminantes podría traernos.

La topógrafa asintió. Al menos no era sentimental. Poco quedaba de la antropóloga en aquel cuerpo, y ambas lo sabíamos. Yo me esforzaba al máximo por no pensar en sus últimos momentos con vida, en el terror que tuvo que sentir mientras intentaba cumplir con una tarea que le había inculcado otra persona aunque supusiera su muerte. «¿Qué vio? ¿Qué estuvo mirando antes de que la oscuridad lo llenara todo?»

Antes de regresar cogí uno de los tubos de cristal diseminados en torno a la antropóloga. Solo contenía un resto de una sustancia densa, como una pulpa, con destellos de color dorado oscuro. Tal vez hubiera recogido alguna muestra útil después de todo, antes del fin.

Mientras ascendíamos hacia la luz, traté de distraerme. Rememoré mi entrenamiento una y otra vez en busca de una clave, cualquier resquicio de información que pudiera revelarme algo respecto a nuestros descubrimientos. Pero no encontré nada. Solo logré asombrarme de haber sido tan crédula como para pensar que me estaban enseñando cosas de utilidad. Siempre haciendo hincapié en nuestras capacidades y nuestros conocimientos de base. Siempre, pensándolo ahora, aquella determinación obstinada en ocultar y complicar, disfrazada de preocupación por nosotras, por que no nos asustáramos o abrumáramos.

El mapa fue el primer medio de encubrimiento, pues ¿qué es un mapa sino una forma de destacar ciertas cosas y disimular otras? Siempre volvían a remitirnos al mapa, a la memorización de sus detalles. Nuestro instructor, cuyo nombre desconocíamos, nos aleccionó durante seis largos meses sobre la posición del faro en relación al campamento base o la cantidad de kilómetros entre un puñado de casas ruinosas y el siguiente. O cuántos kilómetros de costa se esperaba que explorásemos. Casi siempre en el contexto del faro, no del campamento base. Llegamos a familiarizarnos tanto con el mapa, con sus dimensiones y con la idea de lo que contenía, que así ya no nos preguntamos el porqué o incluso el qué.

¿Por qué esa franja de costa? ¿Qué podía haber en el interior del faro? ¿Por qué el campamento estaba ubicado dentro del bosque, lejos del faro pero bastante cerca de la torre (que, por supuesto, no existía en el mapa)? ¿Y el campamento base siempre había estado allí? ¿Qué había más allá del mapa? Al conocer el alcance de la sugestión hipnótica que se nos había aplicado, comprendía que la focalización en el mapa podía ser en sí una clave implícita. Que, si no hacíamos preguntas, era porque estábamos programadas para no hacerlas. Que el faro, simbólico o real, podía ser un desencadenante subconsciente para la sugestión hipnótica… y que pudo ser también el epicentro de lo que fuese que acabó convirtiéndose en el Área X.

Mi aleccionamiento sobre el medio ambiente del lugar se había enfocado con el mismo sesgo. La mayor parte del tiempo la dediqué a familiarizarme con los ecosistemas de transición naturales, con la flora y la fauna y con la polinización cruzada que podía esperarme encontrar. Pero también me había puesto al día respecto a los hongos y los líquenes que, a la luz de las palabras del muro, de pronto resaltaban en mi cabeza como los verdaderos objetivos de todo el estudio. Si el mapa estaba concebido solo para distraer, la investigación medioambiental era lo que, a fin de cuentas, debía prepararme de verdad. A no ser que me estuviera volviendo paranoica. Pero, si no, ellos sabían lo de la torre, tal vez desde el principio.

A partir de ahí, mis sospechas aumentaron. Nos habían sometido a una dura instrucción para la supervivencia y el uso de armas, tras la cual caíamos directamente rendidas en nuestros respectivos cuartos casi todas las noches. Incluso en las pocas ocasiones en que entrenamos juntas, lo hacíamos de forma independiente. Nos despojaron de nuestros nombres al segundo mes: en el Área X, los nombres solo se aplicaban a las cosas y solo en términos de su etiqueta más general. Era otra forma de distraernos para que no hiciéramos determinadas preguntas, a las que solo habríamos llegado conociendo detalles específicos. Pero los detalles específicos correctos; no, por ejemplo, que había seis especies de serpientes venenosas en el Área X. Radical, sí, pero yo no estaba en disposición de dejar de lado ni el escenario más improbable.

Cuando estuvimos listas para cruzar la frontera, lo sabíamos todo… sin saber nada.

La psicóloga no estaba cuando salimos pestañeando a la luz del sol, quitándonos las mascarillas para respirar aire fresco. Nos habíamos preparado para casi todo menos para su ausencia, que al principio nos dejó descolocadas, como flotando en aquel día cualquiera, de cielo azul brillante y largas sombras proyectadas por los árboles. Me quité los tapones de los oídos; ya no oía en absoluto el palpitar de la torre. Resultaba incomprensible que lo que habíamos visto allá abajo pudiera coexistir con lo prosaico. Fue como si ascendiéramos más rápido de la cuenta de una inmersión en aguas profundas y los recuerdos de las criaturas observadas nos causaran descompresión.

Estuvimos buscando a la psicóloga por los alrededores, convencidas de que se estaba escondiendo y con la esperanza de llegar a encontrarla, pues seguro que tenía una explicación. Al cabo de un rato se volvió casi morboso seguir rebuscando en la zona que rodeaba la torre, pero durante una hora fuimos incapaces de parar. Al fin tuve que reconocer la verdad.

—No está —dije.

—A lo mejor ha vuelto al campamento base —señaló la topógrafa.

—¿Estás de acuerdo en que su ausencia es un signo de culpabilidad? —le pregunté.

Escupió sobre la hierba y me miró con atención.

—Pues no. Le puede haber pasado algo. Quizá haya tenido que volver al campamento.

—Has visto las huellas. Has visto el cadáver.

Señaló con su rifle.

—Volvamos al campamento base.

No supe cómo interpretarla, si se estaba poniendo de mi lado o si andaba con pies de plomo. En todo caso, salir a la superficie la había envalentonado, y yo la prefería insegura.

Pero, de vuelta en el campamento base, parte de su determinación se desmoronó, pues la psicóloga no estaba. Es más, se había llevado la mitad de nuestras provisiones y la mayor parte de las armas. O eso, o las había enterrado en alguna parte. Así que sabíamos que la psicóloga continuaba con vida.

Es preciso comprender cómo me sentí entonces, cómo se sintió la topógrafa. Éramos científicas formadas para observar los fenómenos naturales y los resultados de la actividad humana, no para afrontar algo que, a todas luces, resultaba espectral. En situaciones fuera de lo corriente, incluso la presencia de un potencial enemigo puede ser reconfortante. En ese momento estábamos muy cerca de los límites de algo inaudito y, transcurrida menos de una semana desde el inicio de nuestra misión, no solo habíamos perdido a la lingüista en la frontera, sino a la antropóloga y a la psicóloga.

—Vale, me rindo —admitió la topógrafa, arrojando el rifle y desplomándose en una silla frente a la tienda de la antropóloga, cuyo interior yo estaba registrando—. Te voy a creer de momento. Y te creo porque realmente no tengo elección. ¿Qué hacemos ahora?

En la tienda de la antropóloga tampoco había pistas. El horror de lo que le había ocurrido aún me tenía impactada. Que te coaccionen para arrojarte a la muerte. Si yo estaba en lo cierto, la psicóloga era una asesina, y en un grado mucho mayor que lo que fuese que había matado a la antropóloga.

Como yo no respondía, la topógrafa repitió, poniéndole más énfasis:

—¿Qué narices vamos a hacer ahora?

Mientras salía de la tienda, le dije:

—Examinar las muestras que hemos traído, revelar las fotos y estudiarlas. Y mañana, seguramente, volver a la torre.

Soltó una carcajada mientras buscaba con esfuerzo las palabras. Por un instante pareció que el rostro se le iba a partir, tal vez por la tensión de ahuyentar el fantasma de alguna sugestión hipnótica. Finalmente, lo sacó:

—No. Yo no vuelvo a bajar ahí. Y es un túnel, no una torre.

—¿Qué quieres hacer si no? —le pregunté.

Las palabras le salieron más veloces y resueltas, como si ya hubiera derribado alguna barrera.

—Vamos a la frontera y esperamos la extracción. No tenemos recursos para continuar, y si tú tienes razón la psicóloga está por ahí maquinando algo, aunque solo sea qué excusas nos dará. Y si no, si está muerta o herida porque la ha atacado algo, ya tengo otro motivo para largarnos.

Se encendió uno de los pocos cigarrillos que nos habían dado. Dio dos caladas largas y el humo le salió por la nariz.

—Yo no estoy lista para volver —afirmé—. Todavía no.

Ni lo más mínimo, a pesar de lo ocurrido.

—Realmente prefieres este sitio, ¿verdad? —dijo la topógrafa. En el fondo no era una pregunta; su voz desprendía una especie de lástima o repugnancia—. ¿Te crees que esto va a durar mucho? Te diré una cosa: he visto más posibilidades en maniobras militares concebidas para simular resultados negativos.

Aunque tenía razón, se estaba dejando llevar por el miedo. Opté por tomar prestadas las tácticas dilatorias de la psicóloga.

—Miremos lo que hemos traído y luego decidimos qué hay que hacer. Siempre estás a tiempo de volver mañana a la frontera.

Dio otra calada al cigarrillo mientras digería mi propuesta. La frontera quedaba a cinco días de marcha.

—Eso sí —convino, cediendo de momento.

No dije lo que pensaba: que podía no ser tan sencillo. Que a lo mejor solo cruzaba de vuelta la frontera en el sentido abstracto en que lo había hecho mi esposo, despojada de lo que la hacía única. Pero no quise que se sintiera atrapada y sin salida.

Dediqué el resto de la tarde a observar las pruebas con microscopio, en una mesa que coloqué fuera de mi tienda. La topógrafa estuvo ocupada revelando fotos en la tienda que hacía las veces de cuarto oscuro improvisado, un proceso frustrante para cualquiera acostumbrado a lo digital. Luego, mientras las fotos reposaban, volvió a ponerse con los restos de mapas y documentos abandonados en el campamento base por la expedición anterior.

Mis muestras eran como una colección de crípticos chistes con desenlaces que yo no entendía. Las células de la biomasa que componía las palabras del muro mostraban una estructura poco habitual, aunque entraban dentro de lo aceptable. Eso sí, imitaban magníficamente a ciertas especies de organismos saprotróficos. Tomé nota mental de coger una muestra de la pared que las sostenía. No tenía ni idea de lo hondo que habían arraigado los filamentos, ni de si había nódulos debajo y los filamentos eran simples centinelas.

La muestra de tejido de la criatura con forma de mano se resistía a toda interpretación, lo cual era raro pero no me decía nada. Lo que quiero decir es que no encontré células en la muestra, tan solo una superficie ambarina y sólida con burbujas de aire en su interior. En aquel momento lo interpreté como una muestra contaminada o una prueba de que ese organismo se descomponía rápidamente. Me vino otra idea a la cabeza, demasiado tarde para comprobarla: que, al haber absorbido las esporas del organismo, yo causaba una reacción en la muestra. Pero no disponía de los dispositivos médicos para someterme al tipo de diagnósticos que habrían revelado cambios en mi cuerpo o mente desde el encuentro.

Y luego estaba la muestra del vial de la antropóloga, que había dejado para lo último por motivos evidentes. Le había pedido a la topógrafa que cortara una sección, la colocase en el portaobjetos y apuntara lo que veía por el microscopio.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué me necesitas para esto?

Vacilé.

—Hipotéticamente… podría haber contaminación.

Mala cara y mandíbula tensa.

—Hipotéticamente, ¿por qué ibas a estar más o menos contaminada que yo?

Me encogí de hombros.

—Por nada en especial. Pero yo fui la primera que encontró las palabras en el muro.

Me miró como si hubiera dicho una chorrada y se rio con aspereza.

—Pero si estamos metidas hasta el cuello. ¿En serio crees que esas mascarillas nos van a proteger? ¿De lo que esté pasando aquí?

Se equivocaba —o eso creía yo—, pero no la corregí. La gente trivializa o simplifica la información por muchos motivos.

No hubo más que decir. Ella volvió a su trabajo mientras yo escudriñaba a través del microscopio la muestra de lo que fuese que mató a la antropóloga. Al principio no supe qué estaba mirando, por lo inesperado que resultaba: tejido cerebral, y no uno cualquiera. Las células parecían increíblemente humanas, con alguna irregularidad. En aquel momento pensé que la muestra se había corrompido, pero en todo caso, no en mi presencia: las notas de la topógrafa describían perfectamente lo mismo que veía yo y, cuando volvió a mirar su muestra más tarde, me confirmó su naturaleza inmutable.

Seguí mirando por las lentes del microscopio, alzando la cabeza y mirando otra vez, como si no pudiera ver la muestra correctamente. Entonces me concentré y estuve observándola hasta que se convirtió en una serie de garabatos y círculos. ¿De veras era humano? ¿O fingía serlo? Como he dicho, presentaba irregularidades. ¿Y cómo había tomado la antropóloga la muestra? ¿Se acercó a la cosa con un cucharón de helado y le dijo: «Cojo una biopsia de tu cerebro»? No, la muestra tenía que proceder del contorno, del exterior. Es decir, no podía ser tejido cerebral; es decir, definitivamente no era humano. Otra vez me sentí desorientada, a la deriva.

Fue entonces cuando la topógrafa irrumpió lanzando las fotografías reveladas encima de mi mesa.

—Nada —dijo.

Las fotos de las palabras en el muro eran un derroche de colores luminosos y borrosos. Y las fotos de todo lo demás habían salido negras. Las pocas que quedaban entremedio tampoco estaban enfocadas. Yo sabía que se debía seguramente a la lenta y constante respiración de las paredes, que además debía de desprender algún tipo de calor o agente distorsionante. Todo ello me hizo caer en la cuenta de que no había cogido muestras de los muros; había reconocido las palabras como organismos y también las paredes, pero mi mente siguió registrando estas como inertes, como parte de una estructura, así que, ¿para qué coger una muestra?

—Pues sí —convino la topógrafa, malinterpretando mis imprecaciones—. ¿Ha habido más suerte con las muestras?

—Qué va —respondí sin apartar la vista de las fotografías—. ¿Y los mapas y los papeles?

La topógrafa resopló.

—Nada, ni una mierda. Solo que hay una fijación con el faro: observar el faro, ir hasta el faro, vivir en el puñetero faro…

—O sea, que no tenemos nada.

La topógrafa ignoró mi comentario y continuó:

—¿Y ahora qué hacemos?

Era más que evidente que odiaba tener que preguntarlo.

—Cenar —propuse—. Dar un paseo por el perímetro para asegurarnos de que la psicóloga no se esconda entre los arbustos. Pensar qué haremos mañana.

—Te diré lo que no haremos: no volveremos a meternos en el túnel.

—Torre.

Se me quedó mirando. Era absurdo discutir con ella.

Al caer la noche, el acostumbrado lamento nos llegó del otro lado de las marismas mientras cenábamos junto a la hoguera. Yo apenas me percaté, concentrada en la comida: no sabía por qué, pero tenía muy buen sabor. Me la zampé en cuestión de segundos mientras la topógrafa me observaba perpleja. Poco o nada teníamos que decirnos la una a la otra. Hablar habría significado planificar, y nada de lo que yo tenía pensado la complacería.

El viento arreció y se puso a llover. Cada gota que caía se me antojaba un diamante tallado, líquido y perfecto, que refractaba la luz aun en la penumbra, y pude oler el mar e imaginarme el oleaje. El viento era como algo vivo; se introducía en cada uno de mis poros y olía también, transportando en sí el aroma terroso de los juncos de los pantanos. En el espacio confinado de la torre había intentado ignorar el cambio, pero mis sentidos seguían demasiado agudizados, demasiado nítidos. Me iba acostumbrando a ello, pero en momentos como ese recordaba que, solo un día atrás, yo era otra persona.

Hicimos guardia por turnos. Perder horas de sueño nos parecía menos temerario que permitir que la psicóloga se nos echara encima sin previo aviso: conocía la ubicación de cada tramo de cable trampa y no teníamos tiempo de desmontarlos y montarlos otra vez. Le dejé el primer turno a la topógrafa como gesto de buena fe.

A mitad de la noche, esta vino a avisarme para el segundo turno, pero yo ya estaba despierta a causa de los truenos. Se fue a la cama de mal humor. Dudo de que confiara en mí; simplemente, creo que era incapaz de seguir manteniendo los ojos abiertos después de un día tan tenso.

La lluvia redobló su intensidad. No era que me preocupara que se nos viniera la tienda abajo —eran reglamentarias del ejército y aguantaban de todo menos un huracán—, pero, si de todos modos tenía que estar despierta, quería experimentar la tormenta. De modo que salí afuera a empaparme del agua que picaba y a embutirme en las ráfagas de aire. Oí que la topógrafa ya roncaba en su tienda; seguramente había dormido en peores situaciones. Las lentas luces de emergencia palpitaban en los límites del campamento, convirtiendo las tiendas en triángulos de sombra. Hasta la oscuridad me parecía más viva, rodeándome como algo físico, y ni siquiera puedo decir que fuese una presencia siniestra.

En aquel momento me sentí como si todo fuese un sueño: la instrucción, mi vida anterior, el mundo que dejé atrás… Nada de eso importaba ya. Solo ese lugar importaba, solo ese momento, y no porque la psicóloga me hubiera hipnotizado. Presa de aquella emoción tan potente, miré hacia la costa a través de los intersticios abruptos de entre los árboles. Allí se agazapaba una oscuridad más inmensa todavía: la confluencia de la noche, de las nubes y del mar. Y en algún lugar, más allá, otra frontera.

Entonces lo vi, a través de la oscuridad: un parpadeo de luz anaranjada. Tan solo una pincelada, demasiado alta en el cielo. Me desconcertó hasta que comprendí que debía de tener su origen en el faro. Mientras lo observaba, el parpadeo se desplazó a la izquierda y subió un poco antes de esfumarse; minutos después reapareció mucho más arriba y se apagó del todo. Aguardé a que la luz volviera, pero no lo hizo. Sin saber por qué, cuanto más rato permanecía apagada, más me inquietaba yo, como si en aquel lugar extraño una luz —de cualquier tipo— fuese un signo de civilización.

El último día a solas con mi esposo, cuando volvió de la undécima expedición, hubo tormenta también. Un día diáfano como un sueño, como algo extraño pero familiar: rutina familiar pero calma extraña, más incluso que antes de que él se marchara, y a lo que ya me había tenido que acostumbrar entonces. Las semanas previas a la expedición, tuvimos violentas discusiones. Yo lo había empujado contra la pared, le había arrojado cosas. Lo que fuese con tal de quebrar el blindaje de una decisión que, una vez que lo sabía, podían haberle impuesto mediante sugestión hipnótica.

—Si te vas —le había dicho—, a lo mejor no vuelves, y si vuelves no puedes saber si te estaré esperando.

Eso le arrancó una risa exasperada.

—Ah, ¿es que todo este tiempo me has estado esperando? —respondió—. ¿Es que ya he llegado?

Para entonces ya estaba decidido, y cualquier impedimento lo ponía de muy mal humor… lo que habría sido de lo más natural, con hipnosis o no: iba muy acorde con su carácter decidir algo y llevarlo hasta sus últimas consecuencias; dejar que un impulso se convirtiera en obsesión, sobre todo si pensaba que contribuía a una causa mayor que él. Era uno de los motivos por los que se había quedado en la Marina para un segundo período de servicio.

Nuestra relación se había desgastado hacía tiempo, en parte porque él era sociable y yo prefería la soledad. Lo que antaño había sido causa de unión ya no lo era. Cuando lo conocí, no solo me pareció atractivo, sino que me admiraron su seguridad, su talante extrovertido y su necesidad de estar con gente: lo identifiqué como un saludable contrapunto de mi personalidad. Tenía mucho sentido del humor, además, y en nuestra primera cita, en un parque atiborrado, me ayudó a superar mis reservas fingiendo que éramos detectives trabajando en un caso y que teníamos que vigilar a un sospechoso. Así nos pusimos a inventar datos sobre las vidas del hervidero de gente que se agitaba a nuestro alrededor, y luego el uno sobre el otro.

Al principio debí de parecerle misteriosa, tan circunspecta y necesitada de estar a solas, aun cuando él creía que ya había derribado mis defensas. O yo era un rompecabezas por resolver, o tan solo pensó que, una vez que me hubiera conocido mejor, lograría penetrar en lugares más profundos, donde otra persona viviera dentro de mí. En una de nuestras peleas lo reconoció y trató de convertir su «voluntariado» para la expedición en un síntoma de cuánto lo había alejado yo de mí; luego se retractó, avergonzado. Le dije categóricamente, para que no hubiera confusión, que la persona a la que él quería descubrir no existía. Yo era quien parecía desde fuera y eso no iba a cambiar.

Al principio de la relación, le hablé a mi marido de la piscina un día que estábamos tumbados en la cama, cosa que por entonces hacíamos a menudo. Él se quedó cautivado, tal vez pensando incluso que otras revelaciones más interesantes estaban por llegar. Ignoró los elementos que hablaban de una infancia aislada para fijarse por entero en la piscina en sí.

—Yo habría echado barcos a navegar por ella.

—Con Bultos de capitán, seguro —respondí—. Y todo habría sido fantástico y maravilloso.

—No. Porque te habría encontrado gruñona y tozuda y seria. Muy seria.

—Y yo te habría encontrado frívolo y habría deseado que las tortugas se cargaran tu barco.

—Entonces lo habría vuelto a construir, y aún mejor, y le habría hablado a todo el mundo de la niña seria que hablaba con las ranas.

Jamás hablé con las ranas. Odiaba el antropomorfismo de los animales.

—¿Y qué ha cambiado, si de pequeños no nos habríamos caído bien? —pregunté.

—Ah, a mí sí que me habrías caído bien a pesar de todo —respondió con una sonrisa—. Me habrías fascinado y te habría seguido a cualquier parte. Sin dudarlo.

Así que por entonces encajábamos, a nuestro peculiar modo. Congeniábamos por ser contrarios y nos orgullecía la idea de que eso nos hacía más fuertes. Nos regocijamos tanto en este concepto, y durante tanto tiempo, que fue como una ola que no rompió hasta después de casados… y entonces fue destruyéndonos por caminos tristemente comunes.

Pero nada de esto —ni lo bueno ni lo malo— importaba cuando volvió de la expedición. No le pregunté nada, ni saqué a colación nuestros problemas anteriores. Supe, al despertarme a su lado la mañana después de su regreso, que nuestro tiempo juntos tocaba a su fin.

Le preparé el desayuno mientras, fuera, la lluvia arreciaba y los relámpagos crepitaban no muy lejos. Nos sentamos a la mesa de la cocina, con vistas, a través de las puertas correderas de cristal, al jardín trasero, y mantuvimos una conversación terriblemente educada ante los huevos con beicon. Él admiró la silueta grisácea del nuevo comedero de pájaros que yo había instalado, así como la fuente, ondulada por las gotas de lluvia. Le pregunté si había dormido suficiente y cómo se encontraba. Hasta volví a repetirle preguntas de la noche anterior, como si había sido duro el viaje de vuelta.

—No —contestó—. Fácil.

Ensayó una imitación de su exasperante sonrisa de siempre.

—¿Cuánto tardaste? —quise saber.

—Nada.

No supe interpretar su expresión, pero de tan vacía me resultó algo lúgubre, como si quedase algo en su interior que quería comunicarse y no podía. Mi marido nunca había sido triste ni melancólico mientras yo lo conocí, por lo que me asusté un poco.

Me preguntó por mi investigación y le conté por encima los últimos progresos. Por entonces trabajaba para una empresa dedicada a crear productos naturales capaces de descomponer plásticos y otras sustancias no biodegradables. Era aburrido. Antes, había hecho trabajo de campo aprovechando distintas becas de investigación. Y antes de eso fui una activista medioambiental radical y participé en protestas y trabajé con una oenegé llamando por teléfono a donantes potenciales.

—¿Y tu trabajo? —tanteé; no sabía si podía seguir dando muchos más rodeos y estaba preparada para volver a replegarme en un instante.

—Ah, ya sabes —respondió, como si solo hubiera estado fuera unas semanas, como si yo fuese una colega y no su pareja, su mujer—. Ya sabes, lo de siempre. Sin novedad.

Se tomó un buen trago de zumo de naranja y lo saboreó a conciencia, como si, por un par de minutos, no existiera nada más que su disfrute. Luego preguntó, despreocupado, por otras mejoras de la casa.

Después del desayuno nos sentamos en el porche, contemplando la cortina de lluvia y los charcos que se formaban en la hierba del jardín. Leímos un rato y volvimos adentro a hacer el amor. Fue uno de esos polvos repetitivos, como un trance, confortable tan solo porque nos acurrucaba el clima. Si hasta aquel momento estuve fingiendo, ya no pude seguir engañándome: mi marido no estaba del todo presente.

Luego, almuerzo, televisión —le encontré una reposición de una regata a dos— y más charla banal. Me preguntó por algunos amigos suyos pero no pude contestarle: no los veía nunca. Nunca fueron realmente mis amigos; yo no cultivaba amistades, tan solo había heredado las de mi esposo.

Probamos con un juego de mesa y nos reímos con algunas preguntas muy tontas. Entonces se hicieron evidentes extrañas lagunas en sus conocimientos, de modo que paramos y nos envolvió como un silencio. Leyó el periódico, se puso al día de sus revistas preferidas y vio las noticias. O tal vez solo fingía que hacía esas cosas.

Cuando la lluvia cesó, me desperté tras una breve cabezada en el sofá y vi que él no estaba a mi lado. Procuré no angustiarme cuando lo busqué por las habitaciones sin encontrarlo. Salí y al fin lo vi, en un lateral de la casa. Estaba de pie ante el barco que había comprado unos años atrás y que nunca pudo meter en el garaje. Era una motora sencilla, de unos veinte pies de eslora, pero le encantaba.

Cuando me acerqué y enlacé mi brazo en el de él, tenía una mirada perpleja, casi desolada, como si supiera que el barco le importaba pero no recordara por qué. No pareció reconocer mi presencia y se limitó a mirar el barco con una intensidad cada vez más vacía. Yo podía notar sus esfuerzos por rememorar algo importante, pero no me di cuenta hasta mucho más tarde de que tenía que ver conmigo. De que podría haberme contado algo vital, allí y entonces, si tan solo hubiera recordado el qué. De modo que ahí nos quedamos y, aunque percibí su calor y su peso a mi lado y el sonido constante de su respiración, vivíamos en mundos aparte.

Al rato, no pude continuar soportando el extravío anónimo de su aflicción y su silencio. Lo llevé adentro y él no me detuvo. No protestó. No intentó echar la vista atrás hacia el barco. Creo que fue entonces cuando tomé la decisión. Si se hubiera vuelto a mirar, si se hubiera resistido aunque fuese un momento, podría haber sido distinto.

En la cena, cuando estaba terminando, vinieron a buscarlo en cuatro o cinco coches camuflados y una furgoneta de vigilancia. No llegaron con gritos ni aspavientos, con esposas ni con armas a la vista. No: lo abordaron con respeto, casi con miedo, se diría. Con aquella suavidad prudente con que se maneja una bomba sin estallar. Él se marchó sin quejarse y yo dejé que se llevaran a aquel desconocido de mi casa. No podría haberlo parado, pero tampoco quise.

Durante las últimas horas había convivido con él con una especie de pánico creciente, cada vez más convencida de que fuera lo que fuese lo que le hubiera ocurrido en el Área X lo había convertido en un caparazón, en un autómata que ejecutaba movimientos. En alguien a quien yo no conocía. Con cada uno de sus actos o palabras atípicas, fui alejándome del recuerdo de la persona a la que conocí y, pese a todo lo ocurrido, preservar aquella idea de él era importante. Por eso llamé al número especial que él me había dejado para emergencias: no sabía qué hacer con él, no podía seguir conviviendo con él en aquel estado alterado. A decir verdad, al verlo marchar sentí básicamente alivio, no culpabilidad por haberlo traicionado. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Como ya he dicho, lo visité en el centro de observación hasta el final. Ni siquiera en las entrevistas grabadas, bajo hipnosis, dijo nada realmente nuevo, a menos que me lo ocultaran. Recuerdo sobre todo la tristeza persistente en sus palabras.

—Camino ya para siempre desde la frontera hasta el campamento base. Me lleva largo tiempo y sé que la vuelta me llevará más tiempo todavía. No hay nadie conmigo. Estoy completamente solo. Los árboles no son árboles, los pájaros no son pájaros y yo no soy yo sino solo algo que lleva caminando muchísimo tiempo…

Fue lo único que descubrí de veras en él después de su retorno: una soledad profunda e infinita, como si le hubieran concedido un don con el que ni supiera qué hacer. Un don que estaba envenenándolo y que acabó por matarlo. Pero ¿me habría matado a mí? Esta era la pregunta que surgía en mi mente aun cuando lo miré a los ojos esas últimas veces, esforzándome por conocer sus pensamientos sin lograrlo.

Mientras trabajaba en las tareas, cada vez más repetitivas, de aquel laboratorio estéril, pensé sin parar en el Área X y en que nunca sabría cómo era sin ir allí. Nadie podía contármelo de verdad y ningún informe podía valer lo mismo. Así que, meses después de morir mi marido, me presenté voluntaria para una expedición al Área X. Nunca antes se había apuntado la pareja de un miembro de una expedición anterior. Creo que en parte me aceptaron porque querían ver si esa conexión marcaba alguna diferencia. Creo que me aceptaron a modo de experimento. Aun así, puede que desde el principio ya esperasen mi solicitud.

Por la mañana había dejado de llover y el cielo era de un azul hiriente, casi desprovisto de nubes. Tan solo las hojas de pino caídas encima de nuestras tiendas y los charcos de barro y las ramas que yacían en el suelo delataban la tormenta de la noche anterior. La viveza que me infectaba los sentidos se me había propagado por el pecho; no puedo describirlo de otra manera. Había en mí un esplendor interno, una energía que era como un escozor y una expectación que se imponía a la falta de sueño. ¿Formaba eso parte del cambio? En todo caso, daba igual: no tenía modo de combatir lo que pudiera estar pasándome.

Además, tenía que tomar una decisión, pues estaba dividida entre el faro y la torre. Una parte de la luz quería regresar de una vez a la oscuridad, la lógica de lo cual tenía que ver con el valor o con la falta del mismo. Volver a sumergirme en la torre sin pensarlo, sin planes, sería un acto de fe, de pura resolución o imprudencia sin nada más allá de eso. Pero también sabía que la noche anterior había alguien en el faro. Si la psicóloga había buscado refugio allí y yo era capaz de seguirle los pasos, tal vez pudiera saber más sobre la torre antes de continuar explorándola. Esto parecía tener cada vez más importancia, más que la noche anterior, pues la cantidad de incógnitas que representaba la torre se había multiplicado por diez. De modo que, cuando hablé con la topógrafa, ya me había decidido por el faro.

La mañana olía y se sentía como un partir de cero, pero no iba a ser así: si a la topógrafa no le había hecho ninguna gracia lo de volver a la torre, tampoco mostró ningún interés por el faro.

—¿No quieres averiguar si la psicóloga está allí?

Me miró como si hubiera dicho una idiotez.

—¿Resguardada en un posición elevada con vistas claras y despejadas en cada dirección? ¿En un sitio del que nos han dicho que esconde armas? Prefiero quedarme aquí. Y si fueras inteligente, harías lo mismo. A lo mejor «averiguas» que no te gusta que te agujereen la cabeza. Además, puede estar en alguna otra parte.

Su terquedad pudo conmigo. Por motivos estrictamente prácticos, yo no quería que nos separásemos —era cierto que nos habían dicho que expediciones anteriores habían almacenado armas en el faro—; además, creía más probable que la topógrafa intentara irse a casa si yo no estaba allí.

—O el faro o la torre —dije, tratando de esquivar el tema—. Y más nos valdría encontrar a la psicóloga antes de bajar a la torre otra vez. Ella vio qué mató a la antropóloga. Sabe más de lo que nos dijo.

La idea tácita: que tal vez, si pasaban uno o dos días, lo que fuese que vivía en la torre y escribía despacio en la pared desaparecería o nos quedaría tan lejos que ya nunca lo atraparíamos. Pero eso hacía pensar en una torre inquietantemente infinita, con niveles interminables que penetraban en la tierra. La topógrafa se cruzó de brazos.

—No te das por enterada, ¿eh? La misión ha terminado.

¿Estaba asustada o era que yo no le caía lo bastante bien como para decir que sí? Fuera cual fuese el motivo, su negativa me cabreó tanto como su expresión engreída. Fue entonces cuando hice algo de lo que ahora me arrepiento. Dije:

—El riesgo de volver a la torre ahora mismo no tiene recompensa.

Me pareció haber usado un tono sutil para soltar uno de los detonantes hipnóticos de la psicóloga, pero el rostro de la topógrafa reflejó un leve temblor, como una desorientación temporal. Cuando pasó, la mirada que se le quedó me dijo que entendía lo que había intentado hacerle. Ni siquiera era una mirada de sorpresa; era más bien que en su mente se confirmó una impresión de mí que se había ido formando poco a poco pero que entonces se asentaba. Así supe, de paso, que los detonantes hipnóticos solo le funcionaban a la psicóloga.

—Harías cualquier cosa por salirte con la tuya, ¿no? —dijo la topógrafa, pero el hecho era que el rifle lo tenía ella. ¿Qué arma tenía yo?

Me dije a mí misma que, si había sugerido esa vía de acción, era porque no quería que la muerte de la antropóloga fuese en vano.

Al ver que no le contestaba, suspiró y dijo, con voz hastiada:

—¿Sabes qué? Al final lo resolví mientras revelaba esas fotografías inútiles: lo que más me fastidia no es la cosa del túnel ni cómo te comportas ni nada que hiciera la psicóloga. Es el rifle que sostengo. El puñetero rifle. Lo desmonté para limpiarlo y vi que estaba hecho de treinta y tres partes acopladas entre sí. Nada de lo que tenemos es del presente. Ni la ropa ni el calzado. Porquerías viejas. Basura reciclada. Llevamos todo este tiempo viviendo en el pasado. En una especie de reconstrucción. ¿Y por qué? —dijo en tono burlón—. Ni siquiera sabes por qué.

Era lo máximo que me había dicho nunca de un tirón. Quise decirle que esa información resultaba poco sorprendente en comparación con lo que habíamos descubierto hasta entonces. Pero no lo hice. Ya no podía irme más de la lengua.

—¿Te quedarás aquí hasta que yo vuelva? —le pregunté.

Era esa la cuestión fundamental y no me gustó que contestara tan rápido, ni su tono.

—Como quieras.

—No digas algo que no puedas cumplir —le pedí.

Ya hacía tiempo que no creía en promesas. Imperativos biológicos, vale. Factores medioambientales, vale. Promesas, no.

—Que te den —contestó.

Y así quedó la cosa, ella recostándose en esa silla destartalada, rifle de asalto en mano, y yo yéndome a descubrir el origen de la luz que había visto la noche antes. Me llevé una mochila con agua y comida, junto con dos pistolas, material para coger muestras y un microscopio. No sé por qué, llevar un microscopio me daba seguridad. Además, parte de mí, por más que hubiera intentado convencer a la topógrafa de ir juntas, agradecía la oportunidad de explorar a solas, de no depender ni preocuparme de nadie más.

Eché la vista atrás un par de veces antes de que el camino torciera; la topógrafa continuaba ahí sentada, observándome como un reflejo distorsionado de quien había sido yo días atrás.