La torre, que en principio no debía estar ahí, penetra en el suelo justo antes de que el bosque de pinos negros empiece a dar paso a la marisma, y luego a los juncos y a los árboles torcidos por el viento de los llanos pantanosos. Más allá de estos y de los canales naturales están el océano y, algo más lejos siguiendo la costa, un faro deshabitado. Toda esta parte del territorio llevaba décadas abandonada, por motivos que cuesta referir. Nuestra expedición era la primera que se adentraba en el Área X desde hacía más de dos años; buena parte del equipo de nuestros predecesores se había oxidado y sus tiendas y refugios eran poco más que caparazones. No creo que nadie viera la amenaza contemplando aquel paisaje inalterado.
Éramos cuatro: una bióloga, una antropóloga, una topógrafa y una psicóloga. Yo era la bióloga. En esa ocasión, todo mujeres, elegidas en función de las variables que regían el envío de las expediciones. La psicóloga, mayor que las demás, ejercía de líder. A la hora de cruzar la frontera nos había hipnotizado a todas para asegurarse de que mantuviéramos la calma. Después de cruzarla, alcanzar la costa nos llevó cuatro días de dura marcha.
La misión era sencilla: proseguir la investigación gubernamental en la misteriosa Área X, abriéndonos camino poco a poco a partir del campamento base.
La expedición podía durar días, meses o incluso años, en función de varios incentivos y condiciones. Llevábamos provisiones para seis meses, y el equivalente a otros dos años se encontraba ya almacenado en el campamento base. Además, nos habían asegurado que, en caso necesario, podríamos vivir de la tierra sin temor. Todos nuestros alimentos estaban ahumados, enlatados o empaquetados. Nuestra herramienta más sofisticada consistía en un aparato de medición que nos facilitaron a todas y que llevábamos colgando de una correa del cinturón: un pequeño rectángulo de metal negro con un orificio acristalado en el centro. Si en el orificio se encendía una luz roja, disponíamos de treinta minutos para retirarnos a «un lugar seguro». No nos dijeron qué medía el aparato ni por qué debíamos asustarnos si se ponía rojo. Pasadas las primeras horas, me había acostumbrado a él de tal modo que ya no volví a mirarlo. Teníamos prohibidos los relojes y las brújulas.
Al llegar al campamento, nos dedicamos a sustituir el equipamiento obsoleto o dañado por el que habíamos llevado y montamos nuestras tiendas. Ya reconstruiríamos los cobertizos más adelante, cuando nos asegurásemos de que el Área X no nos había afectado. Los miembros de la última expedición habían ido cayendo uno tras otro. Con el tiempo, habían vuelto junto a sus familias, así que, estrictamente hablando, no se desvanecieron. Tan solo desaparecieron del Área X y, por medios desconocidos, reaparecieron en el mundo del otro lado de la frontera. No pudieron describir los detalles de ese trayecto. Esta transferencia se había dado a lo largo de un período de dieciocho meses y no era algo que hubieran experimentado expediciones previas. Pero existían otros fenómenos que también podían resultar en una «disolución prematura de expediciones», en palabras de nuestros superiores, por lo que había que comprobar nuestra resistencia en aquel lugar.
Además, debíamos aclimatarnos al medio. En el bosque próximo al campamento base podías encontrar osos negros o coyotes. De golpe podías oír un graznido y ver un martinete lanzarse de una rama y, distraída, pisar una serpiente venenosa, de las que había al menos seis variedades. Las ciénagas y los arroyos ocultaban enormes reptiles acuáticos, por lo que procurábamos no adentrarnos demasiado a la hora de recoger las muestras de agua. Con todo, estos aspectos del ecosistema no nos preocupaban demasiado. Había otros elementos que sí nos afectaban. Tiempo atrás, allí habían existido pueblos, y nos topábamos con signos fantasmagóricos de asentamientos humanos: barracas podridas de techos hundidos y rojizos, radios oxidados de ruedas de vagones medio enterradas en el suelo o el contorno, apenas visible, de lo que fueron recintos para ganado, convertidos en simples soportes para capas de hojarasca de pinos.
Aunque era mucho peor el grave y potente gemido del ocaso. El viento marino y el insólito silencio del interior menguaban nuestra capacidad de determinar su dirección, de modo que era como si el sonido se infiltrara en el agua oscura que empapaba los cipreses. Esa agua era tan negra que nos veíamos la cara en ella; rígida como el cristal, no se agitaba nunca, reflejando las barbas de musgo gris que cubrían dichos árboles. Mirando el océano entre esas zonas, solo se veía el agua negra, el gris de los troncos de ciprés y la lluvia constante e inmóvil del musgo que manaba. Solo se oía aquel gemido grave. Su efecto no se puede entender sin estar allí. Tampoco se puede entender la belleza de todo ello, y cuando contemplas la belleza en la desolación, algo cambia en tu interior. La desolación intenta colonizarte.
Como he señalado, encontramos la torre justo en el límite donde el bosque se anega para transformarse en marisma de agua salobre. Ocurrió el cuarto día tras llegar al campamento base, y para entonces ya estábamos bastante orientadas. No esperábamos encontrar nada allí, basándonos tanto en los mapas que habíamos llevado como en los documentos, manchados de polvareda y agua, que nuestros predecesores habían dejado tras de sí. Pero ahí estaba, rodeado de un cerco de maleza y oculto por el musgo caído hacia la izquierda del sendero: un bloque circular de piedra grisácea, como una mezcla de cemento y conchas molidas. El bloque en cuestión medía unos veinte metros de diámetro y se alzaba unos veinte centímetros del suelo. En la superficie no había nada grabado ni escrito que revelara en lo más mínimo su propósito o la identidad de sus creadores. Empezando en el norte exacto, una abertura rectangular practicada en la superficie del bloque mostraba una escalera que bajaba en espiral hacia la oscuridad. La entrada estaba cubierta por telas de araña de seda dorada y los escombros de las lluvias, pero de abajo llegaba corriente de aire.
Al principio, solo yo lo vi como una torre. No sé por qué se me ocurrió la palabra «torre», teniendo en cuenta que perforaba la tierra. Habría sido más fácil considerarlo un búnker o una construcción sumergida. Sin embargo, en cuanto vi la escalera me acordé del faro de la costa y tuve una visión repentina de la última expedición desapareciendo miembro tras miembro y, después, del terreno moviéndose de un modo uniforme y preestablecido para dejar el faro en pie donde había estado siempre pero depositando esa parte subterránea del mismo lejos de la costa. Lo vi con pelos y señales estando todas allí y, pensándolo ahora, lo considero mi primer pensamiento irracional una vez alcanzado nuestro destino.
—Es imposible —dijo la topógrafa contemplando sus mapas.
Las densas sombras vespertinas la proyectaban como una oscuridad fría y volvían sus palabras más apremiantes de lo que habrían sido en otras circunstancias. El sol nos decía que pronto tendríamos que encender las linternas para interrogar lo imposible, aunque yo no habría tenido inconveniente en hacerlo en la oscuridad.
—Pero aquí está —dije—. A no ser que se trate de una alucinación en masa.
—El modelo arquitectónico es difícil de identificar —señaló la antropóloga—. Los materiales son ambiguos e indican origen local, pero no por fuerza construcción local. Si no entramos, no sabremos si es primitivo o moderno, o algo intermedio. Y no sé si me gustaría adivinar de cuándo es.
No había modo de informar a nuestros superiores sobre el descubrimiento. Una norma para las expediciones al Área X era no mantener contacto con el exterior, para evitar toda contaminación irrevocable. Además, disponíamos de pocas cosas que se ajustaran a la capacidad tecnológica de nuestro lugar de origen. No teníamos teléfonos móviles ni vía satélite, ni ordenadores, ni videocámaras, ni instrumentos de medición complejos, salvo esas cajitas negras tan raras que nos colgaban del cinturón. La falta de teléfonos móviles en particular hacía que a las demás el mundo real les pareciera muy distante; yo, en cambio, siempre había preferido vivir sin ellos. Como armas teníamos cuchillos, un contenedor candado y lleno de pistolas antiguas y un rifle de asalto, reacia concesión a los patrones de seguridad del momento.
Simplemente se esperaba que lleváramos un registro, como ese, en un diario, como ese: ligero de peso pero casi indestructible, con su papel resistente al agua, su cubierta flexible de color blanco y negro y sus líneas horizontales para escribir, con una línea roja a la izquierda para señalar el margen. Dichos diarios regresarían con nosotras o bien los recuperaría la siguiente expedición. Nos habían indicado que ofreciéramos el máximo contexto, de tal modo que cualquier profano en el Área X entendiera nuestros informes. También nos habían ordenado que no nos mostráramos las unas a las otras las anotaciones de los diarios: demasiada información compartida podía alterar nuestras observaciones, creían nuestros superiores. Pero yo sabía por experiencia lo vano que es este propósito de eliminar todo sesgo. Nada que viva y respire es realmente objetivo, ni siquiera en estado de aislamiento, ni siquiera aunque lo único que poseyera al cerebro fuese el deseo autoinmolador de la verdad.
—Me emociona este descubrimiento —terció la psicóloga antes de que llegásemos a hablar más sobre la torre—. ¿También estáis emocionadas?
Jamás nos había preguntado eso en concreto. Durante la instrucción, tendió más a hacernos preguntas del tipo: «¿Crees que en una emergencia podrías mantener la calma?». Ya entonces, me había parecido como un mal actor representando un papel. De pronto, me resultaba aún más evidente, como si el hecho de ser nuestra líder la pusiera nerviosa por algún motivo.
—Sin duda, es emocionante… e inesperado —señalé, tratando de no burlarme y sin conseguirlo del todo.
Me sorprendió percibir un sentimiento de desasosiego creciente, sobre todo porque en mi imaginación, en mis sueños, este descubrimiento habría sido de lo más trivial. Antes de llegar a cruzar la frontera, me había imaginado muchísimas cosas: vastas ciudades, animales peculiares y una vez, estando enferma, un monstruo enorme que surgía de entre las olas para abalanzarse sobre nuestro campamento.
La topógrafa, por su parte, se limitó a encogerse de hombros sin contestar la pregunta de la psicóloga. La antropóloga asintió como si estuviera de acuerdo conmigo. La entrada a la torre, que conducía hacia abajo, ejercía una especie de presencia, como una superficie en blanco que nos permitía escribir de todo sobre ella. Una presencia que se manifestaba como una fiebre ligera que pesara sobre nosotras.
Diría los nombres de las otras tres si eso tuviera importancia, pero solo la topógrafa duraría más allá de un día o dos. Además, siempre nos disuadieron firmemente de utilizar nombres: teníamos que centrarnos en nuestro propósito y «dejar de lado todo lo personal». Los nombres pertenecían al lugar del que proveníamos, no a quienes éramos mientras estuviéramos insertadas en el Área X.
En origen, nuestra expedición era de cinco personas e incluía a una lingüista. Para alcanzar la frontera, tuvimos que meternos cada una en una sala distinta, blanca y brillante, y con una puerta en un extremo y una única silla metálica en el rincón. La silla presentaba orificios a los lados para correas; las implicaciones de este hecho daban un poco de mala espina, aunque a esas alturas yo ya estaba decidida a ir al Área X. Las instalaciones que albergaban esas salas se hallaban bajo el control de Southern Reach, la agencia clandestina del gobierno que gestionaba todas las cuestiones referentes al Área X.
Allí aguardamos mientras leíamos innumerables textos, y varias ráfagas de aire, algunas frías y otras calientes, nos presionaban desde unos conductos del techo. En un momento dado, la psicóloga nos visitó a cada una de nosotras, aunque no recuerdo qué nos dijimos. Después salimos por la puerta del extremo hacia una zona central de preparación, con puertas dobles al final de un largo pasillo. La psicóloga nos recibió allí, pero la lingüista ya no volvió a aparecer.
—Se lo ha pensado mejor —nos dijo la psicóloga, anticipándose a nuestras preguntas con mirada firme—. Ha decidido quedarse.
Fue un pequeño golpe, aunque también era un alivio que no se tratara de otra: entre todas nuestras capacidades, en aquel momento las de la lingüista parecían las más prescindibles.
Al rato, la psicóloga dijo:
—Bien, despejad la mente.
Lo que significaba que empezaba el proceso de hipnosis para que pudiéramos cruzar la frontera. A continuación se hipnotizaría a sí misma, o algo parecido. Nos habían explicado que, al cruzar la frontera, debíamos tomar precauciones para que la mente no nos engañara: por lo visto, las alucinaciones eran algo habitual. Al menos fue lo que nos dijeron. Yo ya no sé qué era verdad. Nos habían ocultado la verdadera naturaleza de la frontera por motivos de seguridad; solo sabíamos que, a simple vista, era invisible.
Así pues, cuando «desperté» junto a las demás, llevábamos puesto el equipo completo, incluidas unas pesadas botas de marcha, veinte kilos de peso en mochilas y multitud de provisiones suplementarias colgando de los cinturones. Las tres nos tambaleamos y la antropóloga se cayó de rodillas al suelo, mientras la psicóloga esperaba con paciencia a que nos recuperásemos.
—Lo siento —dijo—. Es la entrada menos brusca que he logrado.
La topógrafa blasfemó y se la quedó mirando. Tenía un genio que debió de considerarse una cualidad. La antropóloga, en su estilo, se levantó sin protestar. Y yo, en el mío, estaba demasiado ocupada observando como para tomarme personalmente aquel despertar. Por ejemplo, advertí la crueldad de la sonrisa casi imperceptible en los labios de la psicóloga mientras nos veía pugnar por adaptarnos, con la antropóloga todavía flaqueando y disculpándose por ello. Más adelante comprendí que tal vez había malinterpretado su expresión: quizá era de sufrimiento o de autocompasión.
Nos encontrábamos en un camino de tierra lleno de guijarros, hojas muertas y agujas de pino húmedas al tacto, por las que trepaban hormigas de felpa y minúsculos escarabajos esmeralda. Los altos pinos alzaban a ambos lados la escamosa rugosidad de sus cortezas, y las sombras de las aves en vuelo evocaban líneas entre ellos. De tan fresco, el aire era un azote para los pulmones y estuvimos unos segundos esforzándonos por respirar, debido sobre todo a la sorpresa. Luego, tras señalar nuestra ubicación con un pedazo de tela roja atada a un árbol, empezamos a avanzar, rumbo a lo desconocido.
Si, por algún motivo, la psicóloga quedaba incapacitada para poder guiarnos hasta el final de nuestra misión, teníamos órdenes de regresar y esperar la «extracción». Nadie explicó nunca qué forma de «extracción» tendría lugar, pero se deducía que nuestros superiores podían observar el punto de extracción desde la distancia, aunque estuviera dentro de la frontera. Nos ordenaron no mirar atrás a nuestra llegada, pero yo eché un vistazo de todos modos, cuando la psicóloga no se fijaba. No sé muy bien lo que vi. Era algo indefinido y nebuloso y ya muy por detrás de nosotras; tal vez un portal, o tal vez los ojos me engañaron. Tan solo la impresión súbita de un bloque de luz efervescente que se desvaneció de pronto.
Los motivos por los que me presenté voluntaria distaban mucho de los requisitos que cumplía para la expedición. Creo que me seleccionaron por mi especialización en medios en transición, pues este paraje en concreto sufría muchas transiciones, es decir, que albergaba una especial complejidad de ecosistemas. En pocos lugares se seguían encontrando hábitats donde, en el lapso de una caminata de diez o doce kilómetros, pasaras del bosque a los pantanos y a las marismas de agua salobre y a la playa. En el Área X, según tenía entendido, me encontraría formas de vida marina que se habían adaptado al agua dulce de baja salubridad y que, con marea baja, ascendían nadando por los canales naturales que formaban los juncos, para compartir el mismo medio que nutrias y ciervos. Si caminabas por la playa, acribillada de agujeros de cangrejos violinistas, podías ver en alguna ocasión un reptil gigante de agua dulce, pues también ellos se habían adaptado a su hábitat.
Sabía por qué nadie vivía en el Área X y que, si estaba virgen, era por ese motivo, pero fingí que no me acordaba. Decidí hacer como si me creyera que era un simple santuario de vida salvaje protegida, y nosotras unas senderistas que daba la casualidad de que éramos científicas. Lo cual era acertado en otro sentido: no sabíamos qué había ocurrido allí, qué continuaba ocurriendo, y cualquier teoría preconcebida afectaría a mi análisis de la prueba cuando la halláramos. Además, por mi parte, apenas me importaban las mentiras que me contara, porque mi existencia anterior en el mundo se había vuelto al menos tan vacía como el Área X. Sin nada a lo que agarrarme, necesitaba estar ahí. Respecto a las demás, ignoro qué se dijeron a sí mismas y no quise saberlo, pero creo que todas reivindicaban al menos cierto grado de curiosidad. La curiosidad podía ser una potente distracción.
Aquella noche hablamos de la torre, aunque las otras tres insistían en llamarla túnel. La responsabilidad del enfoque de nuestras investigaciones recaía en cada individuo, aunque la autoridad de la psicóloga describía un círculo amplio en torno a esas decisiones. Parte de los fundamentos de las expediciones consistían en dar a cada miembro cierta autonomía para decidir, lo que ayudaba a incrementar «la posibilidad de una variación significativa».
Este vago protocolo se enmarcaba en el contexto de las habilidades que teníamos por separado. Por ejemplo, aunque todas habíamos recibido armamento básico e instrucción para la supervivencia, la topógrafa tenía mucha más experiencia médica y en armas de fuego que el resto de nosotras. La antropóloga también había sido arquitecta; de hecho, años atrás, había sobrevivido a un incendio en un edificio diseñado por ella, lo único realmente personal que averigüé sobre su vida. En cuanto a la psicóloga, lo ignorábamos casi todo sobre ella, pero me parece que todas le atribuíamos algún tipo de práctica en gestión.
La discusión sobre la torre era, en cierto sentido, la primera oportunidad de probar los límites de desacuerdo y de compromiso.
—Pienso que no deberíamos centrarnos en el túnel —señaló la antropóloga—. Antes deberíamos explorar más y volver a él más adelante, con los datos que hayamos recogido de nuestras investigaciones, faro incluido.
Qué predecible, aunque también profético, que la antropóloga intentara tomar una opción más cómoda y segura. Pese a que la idea de cartografiar se me hacía mecánica o repetitiva, no podía negar que ahí estaba la torre, de la que nada se sugería en ningún mapa.
A continuación habló la topógrafa:
—Creo que en este caso deberíamos descartar que el túnel sea algo invasivo o amenazador. Antes de seguir explorando. Si continuamos adelante, será como un enemigo en la retaguardia.
La topógrafa procedía del entorno militar, y entonces pude apreciar el valor de dicha experiencia. Yo pensaba que un topógrafo siempre sería partidario de continuar explorando, así que esta opinión pesó mucho.
—Estoy impaciente por explorar todos esos hábitats —dije—. Pero, en cierto sentido, puesto que no aparece en ningún mapa, el «túnel»… o torre… parece importante. O es una exclusión deliberada de nuestros mapas y por lo tanto se conoce, y eso ya dice mucho, o es algo nuevo que no estaba cuando llegó la expedición anterior.
La topógrafa me miró agradeciéndome el apoyo, pero mi postura no tenía nada que ver con echarle una mano a ella. La idea de una torre orientada hacia abajo me causaba sensaciones encontradas de vértigo y de fascinación por la estructura. No sabía decir qué parte ansiaba y cuál temía, y me venían a la mente imágenes de conchas de nautilos y otros patrones naturales en contraposición a saltos repentinos a lo desconocido desde un acantilado.
La psicóloga asintió, pareció sopesar las opiniones y anunció:
—¿Alguien tiene aunque sea un atisbo de sensación de querer marcharse?
Era una pregunta legítima, pero que, no obstante, desentonó. Las tres negamos con la cabeza.
—¿Y tú? —preguntó entonces la topógrafa—. ¿Qué opinas?
La psicóloga sonrió entre dientes, cosa que resultó rara. Pero seguro que sabía que a cualquiera de nosotras podían haberle encargado observar sus propias reacciones a los estímulos. A lo mejor le divertía la idea de que hubieran elegido a una topógrafa, experta en la superficie de las cosas, antes que a una bióloga o a una antropóloga.
—Reconozco que en este momento siento una inquietud considerable. Pero no sé si es por el efecto del medio en conjunto o por la presencia del túnel. Personalmente, me gustaría descartar el túnel.
«Torre».
—Tres a uno —resumió la antropóloga, claramente aliviada de que se tomara la decisión por ella.
La topógrafa se limitó a encogerse de hombros. Tal vez yo me equivocara con el asunto de la curiosidad: la topógrafa no parecía tener curiosidad por nada.
—¿Aburrida? —le pregunté.
—Con ganas de seguir con esto —contestó, dirigiéndose al grupo como si yo hubiese hablado por todas.
Estábamos reunidas en la tienda comunitaria. Para entonces ya había oscurecido y pronto llegó el extraño lamento nocturno que, lo sabíamos, debía de responder a causas naturales pero, con todo, nos provocaba cierto escalofrío. Como si fuese la señal para dispersarse, cada cual regresó a su cuarto, a quedarse a solas con sus pensamientos. Yo tardé un rato en dormirme, mientras intentaba convertir la torre en un túnel o incluso en un pozo, pero fue en vano. En lo único que fui capaz de concentrarme fue en la pregunta: «¿Qué se esconde en su base?».
Durante la marcha desde la frontera hasta el campamento base, cerca de la costa, casi no habíamos experimentado nada fuera de lo normal. Los pájaros cantaban según lo previsto; los ciervos huían y sus colas blancas eran como puntos de exclamación en el verde y castaño del sotobosque; los mapaches, con sus patas arqueadas, se bamboleaban a su aire, ignorándonos. Como grupo, sentíamos el vértigo, diría yo, de estar libres después de tantos meses confinadas, entrenándonos y preparándonos. Mientras estuviéramos en aquel pasaje, en aquel espacio de transición, nada nos afectaría. No éramos lo que habíamos sido ni lo que seríamos una vez alcanzáramos nuestro destino.
El día antes de llegar al campamento, ese talante se vio brevemente sacudido por la aparición de un enorme jabalí delante de nosotras en el camino. Estaba tan lejos que al principio hasta con binóculos nos costó identificarlo. Pero esos animales, pese a ser cortos de vista, tienen un olfato milagroso, y empezó a cargar contra nosotras desde unos cien metros de distancia. Se acercó corriendo en estampida; aun así, tuvimos tiempo de pensar qué hacer, sacar los largos cuchillos y, en el caso de la topógrafa, el rifle automático. Se suponía que las balas detendrían a un cerdo salvaje de más de trescientos kilos, aunque tal vez no. Estábamos demasiado recelosas como para apartar la vista del animal, desempaquetar el estuche de pistolas del equipo y abrir su cerrojo triple. No había tiempo para que la psicóloga preparase alguna sugestión hipnótica destinada a mantenernos concentradas y firmes; de hecho, lo único que se le ocurrió fue decir:
—¡No os acerquéis a él! ¡Que no os toque! —Mientras, el jabalí continuaba a la carga.
A la antropóloga le salió una risita nerviosa por lo absurdo de vivir una situación de emergencia que tardaba tanto en desarrollarse. La única que emprendió una acción directa fue la topógrafa, rodilla al suelo para apuntar mejor. Las órdenes recibidas incluían la útil directriz de «matar solo si estáis bajo amenaza de que os maten».
Yo continué observando por los binóculos y, a medida que el jabalí se acercaba, su rostro se volvió cada vez más extraño. Tenía los rasgos desfigurados, como si la bestia estuviera sufriendo un tormento interior extremo. Ni su hocico ni su cara larga y ancha tenían nada extraordinario; sin embargo, tuve la asombrosa percepción de alguna presencia por cómo su mirada parecía vuelta hacia dentro y su cabeza tiraba tercamente a la izquierda, como si llevara una rienda invisible. En sus ojos chispeaba una especie de electricidad que no pude interpretar como real, sino que la consideré fruto de mi mano, ya algo temblorosa, sobre los binóculos.
Fuera lo que fuese lo que consumía al jabalí, pronto consumió también sus ansias de atacarnos. Bruscamente viró a la izquierda, con lo que yo describiría como un gran grito de angustia, y se metió en la maleza. Cuando llegamos allí, el animal ya no estaba; solo dejó un rastro de tierra completamente revuelta.
Me pasé varias horas dando vueltas en la cabeza a posibles explicaciones de lo que había visto, como parásitos y otros polizones de naturaleza neurológica. Busqué teorías biológicas por entero racionales. Más tarde, el jabalí se acabó diluyendo en el entorno como todo lo que habíamos visto en la marcha desde la frontera, y yo volví a mirar hacia el futuro.
A la mañana siguiente de descubrir la torre nos levantamos temprano, desayunamos y apagamos la hoguera. El aire tenía un punto frío habitual en esa estación. La topógrafa abrió el alijo de armas y nos entregó un revólver a cada una. Ella se siguió reservando el rifle de asalto, que tenía la ventaja añadida de contar con una linterna debajo del cañón. No nos esperábamos tener que abrir tan pronto ese estuche y, aunque nadie protestó, percibí una nueva tensión entre nosotras. Sabíamos que algunos miembros de la segunda expedición al Área X se habían suicidado pegándose un tiro y que algunos de la tercera se habían disparado unos a otros. Hasta que varias expediciones subsiguientes no registraron víctimas, nuestros superiores no volvieron a proporcionar armas de fuego. La nuestra era la duodécima.
Así pues, las cuatro volvimos a la torre. Los rayos de sol caían moteados a través de musgos y hojas, creando archipiélagos de luz en la superficie llana de la entrada. Esta continuaba siendo anodina, inactiva, en absoluto funesta… y, aun así, requería un acto de voluntad permanecer en torno a la torre, contemplando el punto de entrada. Me di cuenta de que la antropóloga comprobaba su caja negra y me alivió ver que no se encendía la luz roja: de haber ocurrido, tendríamos que haber abortado la expedición y pasar a otra cosa. Algo que yo no deseaba, pese a la punzada de temor.
—¿Cuánto creéis que desciende? —preguntó la antropóloga.
—Recordad que solo tenemos que fiarnos de nuestras mediciones —respondió la psicóloga frunciendo un poco el ceño—. Las mediciones no mienten. Esta estructura mide 18,7 metros de diámetro. Se alza 20,1 centímetros del suelo. La escalera parece haber sido colocada en el norte exacto o muy cerca, lo que tal vez nos diga algo sobre su creación, en un momento dado. Está hecha de piedra y coquina, no de metal ni ladrillo. Esto son hechos. Que no estuviera en los mapas solo significa que una tormenta puede haber dejado la entrada al descubierto.
La fe de la psicóloga en las mediciones y su racionalización de la ausencia de la torre en los mapas me parecieron extrañamente… ¿reconfortantes? Puede que su única intención fuese tranquilizarnos, aunque me gustaría creer que intentaba tranquilizarse a sí misma. Su posición de líder, sabiendo posiblemente más que nosotras, debía de ser complicada y solitaria.
—Espero que solo tenga unos dos metros de hondo y podamos seguir cartografiando —comentó la topógrafa procurando sonar despreocupada, pero entonces todas reconocimos la espectral expresión de «dos metros bajo tierra» y se impuso un silencio.
—Quiero deciros que no puedo dejar de pensar en esto como una torre —confesé—. No puedo verlo como un túnel.
Me pareció importante hacer la distinción antes del descenso, aunque eso influyera en su evaluación de mi estado mental. Yo veía una torre adentrándose en el suelo. Y la idea de estar en su cima me daba cierto vértigo.
Las tres se me quedaron mirando como si yo fuera el grito extraño del crepúsculo; al cabo de un momento, la psicóloga dijo a regañadientes:
—Si eso te ayuda a sentirte más cómoda, no le veo ningún mal.
Otra vez se hizo el silencio bajo las copas de los árboles. Un escarabajo subía en espiral hacia las ramas, dejando tras de sí átomos de polvo. Creo que todas comprendimos que apenas acabábamos de entrar realmente en el Área X.
—Entro yo la primera a ver qué hay ahí —dijo al fin la topógrafa, y nos alegramos de dejárselo a ella.
La escalera inicial bajaba muy empinada y estrecha, por lo que tuvo que adentrarse en la torre de espaldas. Mientras se agachaba para colocarse bien en la escalera, quitó las telas de araña con unos palos. Se tambaleó un poco, con el arma cruzada detrás y alzando la vista. Se había recogido el pelo y eso hacía que las líneas de expresión de la cara le quedaran tensas y marcadas. ¿Se suponía que en ese momento teníamos que detenerla e idear otro plan? En todo caso, nadie se atrevió.
Con una sonrisa extrañamente satisfecha, casi como juzgándonos, la topógrafa descendió hasta que solo le vimos el rostro enmarcado en la penumbra de abajo; después, ni eso siquiera. Dejó un espacio vacío que me impactó, como si en realidad hubiera ocurrido lo contrario: como si un rostro hubiera surgido de pronto de la oscuridad. Ahogué un grito, lo que arrancó una dura mirada a la psicóloga. La antropóloga estaba demasiado ocupada mirando abajo como para advertir nada.
—¡¿Va todo bien?! —gritó la psicóloga a la topógrafa. Todo iba sobre ruedas hasta hacía un segundo. ¿Por qué iba a haber cambiado algo?
La topógrafa contestó con un gruñido áspero, como si coincidiera conmigo. Durante otro rato seguimos oyendo sus esfuerzos en los breves peldaños. Luego no se oyó nada; después, otro movimiento a un ritmo diferente, de modo que, por un aterrador instante, pareció que procediera de una segunda fuente. Pero entonces nos gritó:
—¡Despejado en este nivel!
«En este nivel». Algo en mi interior se excitó ante el hecho de que mi visión de una «torre» no quedase desmentida todavía.
Fue la señal para que yo descendiera junto a la antropóloga, mientras la psicóloga se quedaba vigilando.
—Ya es la hora —dijo esta, tan mecánicamente como si estuviéramos en un colegio y se acabara la clase.
Me invadió una emoción difícil de identificar y, por un instante, mi campo de visión se llenó de puntos negros. Seguí con tantas ganas a la antropóloga hacia la fría salubridad de aquel sitio, a través de los restos de telaraña y cascarones embalsamados de insectos, que casi la pisé. Mi última visión de la superficie: la psicóloga escudriñándome con el ceño fruncido y, en los árboles que tenía detrás, el azul del cielo casi cegador en contraste con los costados oscuros de la escalera.
Abajo, las sombras recorrían las paredes. La temperatura cayó y el sonido se volvió amortiguado; los suaves peldaños absorbían nuestras pisadas. A unos seis metros por debajo de la superficie, la estructura iba a dar a un nivel inferior. El techo medía unos dos metros y medio de altura, es decir, que unos tres metros y medio de piedra descansaban sobre nuestras cabezas. La linterna del rifle de asalto de la topógrafa iluminaba el espacio, pero no miraba hacia nosotras, sino que repasaba los muros, que eran de un color blanquecino y carecían de todo ornamento. Había algunas grietas, indicios del paso del tiempo o de algún factor de estrés repentino. Por lo visto, aquel nivel presentaba la misma circunferencia que el remate expuesto de la estructura, lo que de nuevo apoyaba la idea de una sola estructura sólida y enterrada.
—Sigue más —afirmó la topógrafa, que señaló con el rifle el extremo opuesto, justo enfrente de la abertura por la que habíamos llegado a ese nivel.
Allí había un arco y una oscuridad que sugería unos peldaños en descenso. Una torre, que convertía ese nivel no tanto en un suelo como en un rellano o una parte del torreón. La topógrafa empezó a dirigirse hacia el arco mientras yo continuaba absorta examinando los muros con la linterna. Estaban tan lisos que me fascinaron. Intenté imaginarme al constructor de aquel sitio, pero no pude.
Me acordé otra vez de la silueta del faro, tal como lo había visto al final de la tarde del primer día en el campamento base. Dimos por hecho que la estructura en cuestión era un faro porque el mapa mostraba uno en aquella ubicación y porque todo el mundo reconoció de inmediato cuál debería ser el aspecto de un faro. De hecho, tanto la topógrafa como la antropóloga expresaron una especie de alivio al verlo. Su aparición en el mapa y en la realidad las reconfortó, les dio seguridad. Estar familiarizadas con su función las reconfortó más aún.
Con la torre, no sabíamos nada de eso. No podíamos intuir su perfil completo. No teníamos ni idea de su propósito. Y una vez que habíamos empezado a bajar por su interior, seguía sin revelarnos lo más mínimo. Por más que la psicóloga recitara las mediciones de la «cima» de la torre, aquellas cifras no significaban nada, pues carecían de un contexto más amplio. Sin contexto, aferrarse a las cifras era una forma de locura.
—El círculo presenta regularidad visto desde el interior de los muros; eso sugiere precisión en la creación del edificio —señaló la antropóloga.
«El edificio». Ya había empezado a abandonar la idea de que se tratara de un túnel.
Todos los pensamientos se me agolparon en la boca, como la descarga final de un estado que ya arriba se había apoderado de mí.
—Pero ¿cuál es su propósito? ¿Y es creíble que no esté en los mapas? ¿Podría haberlo construido y ocultado alguna expedición anterior?
Pregunté eso y más, sin esperar respuesta. Aunque no se había revelado ninguna amenaza, me pareció importante eliminar cualquier posible instante de silencio. Como si el vacío de los muros se alimentara de silencio y como si fuese a aparecer algo en los intersticios de nuestras palabras si no andábamos con cuidado. De haberle comunicado esta inquietud a la psicóloga se habría preocupado, lo sé. Pero yo, que era la más avezada de todas a la soledad, habría afirmado, en ese momento de la exploración, que aquel lugar nos vigilaba.
La topógrafa ahogó un grito, dejándome con la palabra en la boca, sin duda para gran alivio de la antropóloga.
—¡Mirad! —exclamó la primera, bajando con la linterna por el arco.
Corrimos a su lado y sumamos nuestras luces a la suya. En efecto, allí descendía una escalera, esta vez con una curvatura suave y peldaños mucho más anchos, aunque hecha de los mismos materiales. Más o menos a la altura del hombro —a un metro y medio tal vez— y pegadas al muro interno de la torre, vi lo que al principio creí unas enredaderas de un verde vagamente chispeante, que bajaban adentrándose en la oscuridad. De pronto me vino un recuerdo absurdo de las flores que adornaban las paredes de mi baño cuando vivía con mi marido. Entonces, al mirarlas, las «enredaderas» se fueron definiendo y vi que eran palabras: unas letras en cursiva que asomaban unos quince centímetros de la pared.
—Seguid enfocando —pedí, y pasé entre ellas para bajar los primeros peldaños.
Otra vez me fluyó la sangre a la cabeza y me sentí tan confusa que los oídos me retumbaban. Fue un acto de control extremo dar tan pocos pasos. No sabría decir qué me impulsó a hacerlo, salvo que yo era la bióloga y aquello parecía extrañamente orgánico. De haber estado allí la lingüista, tal vez lo habría delegado en ella.
—No lo toques, sea lo que sea —advirtió la antropóloga.
Asentí, pero estaba demasiado cautivada por el descubrimiento. De haber sentido el impulso de tocar esas palabras en el muro, no habría podido detenerme.
A medida que me acercaba, ¿me sorprendió entender el idioma en que estaba escrito aquello? Sí. ¿Me colmó de una especie de euforia mezclada con temor? También. Traté de suprimir el millar de preguntas nuevas que tomaban forma en mi interior. Con la voz más serena que fui capaz de sacar, consciente de la importancia del momento, leí desde el principio en voz alta:
—Allí donde aguarda el fruto asfixiante llegado de la mano del pecador yo traeré las semillas de los muertos para compartirlas con los gusanos que…
Entonces se sumía en la oscuridad.
—¿Palabras? ¿Palabras? —dijo la antropóloga.
—Palabras, sí.
—¿De qué están hechas? —quiso saber la topógrafa. ¿Acaso tenían que estar hechas de algo?
La luz que ambas arrojaban sobre la frase irresoluta se volvió trémula. Allí donde aguarda el fruto asfixiante pasaba de la sombra a la luz, como si se librara una batalla por su significado.
—Esperad un momento. Tengo que acercarme un poco más.
¿Era así? Lo era. Tenía que acercarme un poco más. «¿De qué están hechas?» Ni siquiera lo había pensado, aunque tendría que haberlo hecho. Yo continuaba enfrascada en el análisis del significado lingüístico, sin llegar a la idea de tomar una muestra física. Pero ¡qué alivio ante esa pregunta! Porque me ayudó a combatir las ansias de seguir leyendo, de seguir bajando hacia una oscuridad mayor hasta haber leído todo lo que hubiera por leer. Aquella frase inicial ya estaba penetrando en mi mente de un modo inesperado, hallando terreno abonado.
Así que me acerqué a examinar el Allí donde aguarda el fruto asfixiante. Vi que las letras, enlazadas por su escritura en cursiva, estaban hechas de lo que a un profano le habría parecido un musgo denso y verde tipo helecho pero que, en realidad, era más bien algún hongo u otro organismo eucariota. Los enroscados filamentos estaban muy apiñados y crecían de la pared. Un olor a marga procedía de las palabras junto con un dejo subyacente de miel podrida. Aquel bosque en miniatura oscilaba, casi imperceptiblemente, cual posidonias en una leve corriente oceánica.
Había otras cosas en aquel pequeño ecosistema. Medio ocultas por los filamentos verdes, la mayoría de esas criaturas eran traslúcidas, con forma de unas manos minúsculas incrustadas por la base de la palma. Unos nódulos dorados coronaban los dedos de dichas «manos». Me incliné aún más, como una tonta, como si no me hubiera entrenado durante meses para la supervivencia ni estudiado biología, siquiera. Como si me hubieran engatusado para pensar que esas palabras debían ser leídas.
Tuve mala suerte… o no. Como reacción a un cambio en el flujo de aire, un nódulo de la A eligió ese momento para abrirse de golpe y arrojar un ínfimo chorro de esporas doradas. Me retiré, pero me pareció que notaba algo que me penetraba en la nariz y que el olor a miel podrida se intensificaba como un pinchazo.
Desconcertada, di otro paso atrás y me apropié de los mejores reniegos de la topógrafa, aunque solo mentalmente: mi instinto natural siempre tendía al disimulo. Ya me estaba imaginando la reacción de la psicóloga a mi contaminación, si se lo contaba al grupo.
—Algún tipo de hongo —dije al fin, respirando hondo para controlar la voz—. Estas letras están hechas de cuerpos que germinan.
A saber si era cierto. Tan solo era lo más cercano a una respuesta.
Mi voz debió de sonar más tranquila que mis verdaderos pensamientos, pues las demás no se mostraron dubitativas: en su tono no había indicio de que hubieran visto las esporas estallar en mi cara. Yo me había acercado mucho y las esporas eran diminutas e insignificantes. Traeré las semillas de los muertos.
—¿Palabras? ¿Hechas de hongos? —preguntó la topógrafa, repitiéndolo de forma estúpida.
—Ninguna lengua humana registrada utiliza este método de escritura —señaló la antropóloga—. ¿Hay algún animal que se comunique así?
No pude evitar reírme.
—No, no hay ningún animal que se comunique así.
O, de haberlo, yo no lo recordaba, ni lo recordé más tarde.
—¿Estás de broma? Esto es una broma, ¿no? —preguntó la topógrafa. Me pareció que iba a acercarse a demostrar que yo me equivocaba, pero no se movió de su sitio.
—Cuerpos que germinan —repliqué, casi como en trance—. Y forman palabras.
Me había inundado la calma. Otra sensación le iba a la zaga, claramente psicológica, no fisiológica: la de no poder respirar o no querer hacerlo. No había notado ningún cambio físico, y hasta cierto punto daba igual: sabía que era muy improbable que tuviéramos un antídoto contra algo tan desconocido aguardando en el campamento base. Fue sobre todo la información que estaba intentando procesar lo que me inmovilizó. Las palabras se componían de unos cuerpos simbióticos que germinaban, de una especie desconocida para mí. Además, la emanación de las esporas en las palabras indicaba que, cuanto más nos internáramos para explorar la torre, más contaminantes potenciales habría en el aire. ¿Para qué transmitir esa información a las demás si solo iba a asustarlas? Decidí no hacerlo, quizá por egoísmo. Era más importante asegurarse de que no se expusieran directamente hasta que pudiéramos regresar con el equipo adecuado. Cualquier otra valoración dependía de unos factores medioambientales y biológicos sobre los que no disponía de datos precisos.
Volví a subir los peldaños hasta el rellano. La topógrafa y la antropóloga parecían expectantes, como si yo pudiera decirles más. La antropóloga en concreto estaba en vilo, incapaz de centrar la mirada en nada y desplazándola sin parar. Podría haberme inventado alguna información que detuviera aquella búsqueda incesante. Pero ¿qué iba a explicarles sobre esas palabras sino que eran imposibles o descabelladas, o ambas cosas? Habría preferido que la frase estuviera escrita en un idioma desconocido, pues en cierto modo eso no presentaría tanto misterio.
—Vamos a subir —les dije.
No lo recomendé como la mejor línea de acción sino para limitar su exposición a las esporas, hasta que yo viera qué efectos me causaban a largo plazo. Además, sabía que, si me quedaba allí mucho más tiempo, podría experimentar el anhelo de volver a la escalera para continuar leyendo, y habrían tenido que retenerme y yo no sé qué habría hecho entonces.
Las otras dos no pusieron objeción. Mientras subíamos de nuevo, tuve un instante de vértigo pese a estar en un espacio tan cerrado, una especie de pánico momentáneo en el que los muros adquirieron de pronto un aspecto carnoso, como si avanzáramos por dentro del esófago de una bestia.
Cuando le contamos a la psicóloga lo que habíamos visto, cuando recité algunas de las palabras, al principio pareció petrificada de un modo extrañamente atento. Luego decidió bajar a ver las palabras. Dudé si avisarla de que no lo hiciera. Al fin dije:
—Obsérvalas solo desde lo alto de la escalera: no sabemos si hay toxinas. Cuando volvamos, traeremos mascarillas.
Estas, al menos, las habíamos heredado de la expedición anterior, en un estuche cerrado.
—«¿La paralización no es una opción convincente?» —me dijo clavándome la mirada.
Una especie de desazón se apoderó de mí, pero no dije ni hice nada. Las demás ni siquiera parecieron percatarse de que había hablado. Más tarde comprendí que la psicóloga me había intentado coaccionar mediante una sugestión hipnótica dirigida solo a mí.
Por lo visto, mi reacción entró dentro de lo aceptable, pues se limitó a bajar mientras las otras aguardábamos arriba, ansiosas. ¿Qué haríamos si no volvía? Una sensación de propiedad se apoderó de mí. Me perturbó la idea de que ella experimentara la misma necesidad de leer aún más y actuara en consecuencia. Aunque yo ignoraba el significado de esas palabras, deseaba que significaran algo para así descartar dudas rápidamente y aportar racionalidad a todas mis incógnitas. Estos pensamientos me distraían de fijarme en los posibles efectos de las esporas en mi organismo.
Por suerte, a ninguna de las otras dos le apeteció hablar durante la espera y, al cabo de quince minutos, la psicóloga salió torpemente a la luz por la escalera, pestañeando, hasta que se le acostumbró la vista.
—Interesante —dijo a nuestros pies en tono llano, mientras nosotras le quitábamos las telarañas de la ropa—. Nunca había visto nada igual.
Pareció que fuese a continuar, pero entonces decidió no hacerlo. Lo que ya había dicho rozaba la imbecilidad, y no fui la única que lo juzgó así.
—¿Interesante? —replicó la antropóloga—. Nadie ha visto nada igual en toda la historia del universo. Nadie. Nunca. ¿Y dices que es «interesante»?
Parecía al borde de un ataque de histeria. La topógrafa, por su parte, se limitó a mirarlas a ambas como si fuesen ellas los organismos desconocidos.
—¿Necesitas que te tranquilice? —preguntó la psicóloga. Habló en un tono duro que dejó a la antropóloga musitando alguna evasiva y mirando al suelo.
Rompí el silencio con una propuesta.
—Necesitamos tiempo para pensar en esto. Para decidir cuál será el próximo paso.
Lo que quería decir, por supuesto, era que yo necesitaba tiempo para ver si las esporas inhaladas me afectaban de algún modo lo bastante significativo como para confesar lo ocurrido.
—Me parece que para eso haría falta todo el tiempo del mundo —comentó la topógrafa.
Creo que, de todas nosotras, es la que mejor había captado la implicación de lo que habíamos visto: que tal vez estuviéramos viviendo en algún tipo de pesadilla. Pero la psicóloga la ignoró y se puso de mi parte.
—Es verdad que necesitamos tiempo. Dedicaremos el resto del día a hacer las tareas para las que nos enviaron aquí.
Así pues, regresamos al campamento para almorzar y centrarnos después en «cosas normales»; mientras, yo seguía atenta a mi cuerpo, por si sufría algún cambio. ¿Tenía más frío de la cuenta? ¿O más calor? ¿El dolor en la rodilla se debía a algún golpe que me había dado en el terreno o bien a algo nuevo? Incluso comprobé el monitor de la caja negra, pero continuaba inerte. Aún no se daba ningún cambio radical en mí y, mientras tomábamos muestras y notas en las inmediaciones del campamento —como si alejarnos demasiado significase quedar bajo el control de la torre—, me fui relajando y me dije que las esporas no tendrían ningún efecto… Con todo, yo sabía que el período de incubación de algunas especies puede ser de meses o años. Supongo que simplemente pensé que, al menos durante los siguientes días, estaría a salvo.
La topógrafa se concentró en añadir detalles y matices a los mapas proporcionados por nuestros superiores. La antropóloga se fue a examinar los restos de unas cabañas que había a menos de medio kilómetro. La psicóloga se quedó en su tienda, escribiendo en su diario. Tal vez estuviera anotando que se encontraba rodeada de idiotas, o quizá solo los pormenores de la mañana de descubrimientos.
En cuanto a mí, me pasé una hora observando una pequeñísima rana arborícola, de color rojo y verde, posada en el dorso de una hoja ancha y gruesa, y otra hora siguiendo la ruta de una libélula de un negro irisado que no debería haberse encontrado a la altitud del mar. Por lo demás, me subí a un pino con los binóculos fijos en la costa y el faro. Me gustaba trepar. También me gustaba el mar, y contemplarlo tenía un efecto tranquilizador. El aire era limpio y fresco mientras, al otro lado de la frontera, el mundo seguía estando como estuvo siempre durante la era moderna: sucio, cansado, imperfecto, a la baja, en guerra consigo mismo. Allí siempre me había sentido como si mi trabajo fuese un fútil intento de salvarnos de quienes somos.
La riqueza de la biosfera del Área X se reflejaba en la variedad de aves, desde currucas y carpinteros hasta cormoranes e ibis negros. También veía un trozo de las marismas de agua salobre y mi atención se vio recompensada cuando pude observar, durante un minuto, a un par de nutrias. En un momento dado, alzaron la vista y tuve la extraña sensación de que podían verme. Era una impresión que tenía a menudo cuando estaba en la naturaleza: la de que las cosas no acaban de ser lo que parecen, y debía combatirla porque podía empañar mi objetividad científica.
Había allí algo más, que avanzaba con pesadez entre los juncos, pero estaba más cerca del faro y muy a cubierto. No logré distinguir qué era y, al poco, la agitación de hojas cesó y perdí el rastro por entero. Supuse que sería otro jabalí, pues estos pueden ser buenos nadadores y son tan omnívoros en su elección de hábitats como en su dieta.
En conjunto, la estrategia de entretenernos con nuestras tareas sirvió para templar los nervios hasta el crepúsculo. La tensión se aligeró un poco y hasta hicimos algunas bromas a la hora de cenar.
—Me gustaría saber lo que piensas —me confesó la antropóloga.
—No, no lo creo —repliqué yo, lo que provocó una risa que me sorprendió.
Yo no quería sus voces en mi cabeza, ni sus ideas sobre mí, ni sus cuentos y sus problemas. ¿Por qué iban a querer ellas los míos? Pero no me importaba que empezara a instaurarse cierta camaradería, aunque resultara breve. La psicóloga nos dejó sacar un par de cervezas a cada una de la reserva de alcohol, y nos soltamos tanto que llegué a expresar chapuceramente la idea de mantener algún tipo de contacto una vez terminada la misión. Para entonces ya había dejado de atender a mis reacciones fisiológicas o psicológicas a las esporas y descubrí que la topógrafa y yo nos llevábamos mejor de lo esperado. La antropóloga seguía sin caerme muy bien, pero básicamente en el contexto de la misión, no por algo que me hubiera dicho. Consideraba que, una vez en el terreno, así como algunos atletas son buenos practicando pero no en competición, ella había demostrado hasta el momento muy poca resistencia mental. Aunque el solo hecho de presentarse a semejante misión ya significaba algo.
Cuando, estando sentadas en torno a la hoguera, el lamento nocturno procedente de la marisma llegó poco después del ocaso, al principio le respondimos gritando, en una muestra de ebria fanfarronada. La bestia de las marismas nos parecía un viejo amigo comparado con la torre. Confiábamos en que al final lo fotografiaríamos, documentaríamos su comportamiento, lo etiquetaríamos y le asignaríamos un puesto en la taxonomía de los seres vivos. Llegaríamos a conocerlo de un modo que, nos temíamos, nunca conoceríamos la torre. Pero dejamos de contestar a gritos cuando los lamentos se intensificaron hasta el punto de transmitirnos furia, como si la bestia supiera que nos burlábamos de ella. Entonces todo fueron risas nerviosas y la psicóloga aprovechó para prepararnos para el día siguiente.
—Mañana regresaremos al túnel. Penetraremos más, tomando ciertas precauciones: llevaremos mascarillas, como se ha propuesto. Apuntaremos el texto de los muros y nos haremos una idea de su antigüedad, espero. Y puede que también de la profundidad del túnel. Por la tarde retomaremos la investigación general sobre la zona. Repetiremos esta pauta cada día hasta que creamos saber lo suficiente sobre el túnel y qué hace en el Área X.
«La torre, no el túnel». Era como si hablase de investigar un centro comercial abandonado, por el énfasis que le ponía… Además, su tono parecía ensayado. Entonces se puso en pie de golpe y pronunció cuatro palabras:
—Consolidación de la autoridad.
De inmediato, la topógrafa y, a su lado, la antropóloga se quedaron inertes y con la mirada perdida. Aunque me asombró, las imité con la esperanza de que la psicóloga no hubiera advertido el lapso. No sentí ninguna clase de impulso, pero era evidente que nos habían programado para entrar en estado hipnótico cuando la psicóloga pronunciara esas palabras. Con un ademán más enérgico que hacía solo un instante, dijo:
—Recordaréis haber discutido varias opciones con respecto al túnel. Veréis que finalmente coincidisteis conmigo en la mejor línea de acción y os sentiréis muy confiadas con dicha línea. Experimentaréis una sensación de calma cada vez que penséis en esta decisión y la seguiréis manteniendo una vez dentro del túnel, aunque reaccionaréis a todo estímulo en función de vuestra instrucción. No asumiréis riesgos indebidos.
»Seguiréis viendo una estructura hecha de coquina y piedra. Os fiaréis plenamente de vuestras compañeras y tendréis una sensación continuada de compañerismo con ellas. Cuando salgáis de la estructura, cada vez que veáis un pájaro volando os provocará una fuerte sensación de que estáis haciendo lo correcto, de que estáis en el lugar correcto. Cuando chasquee los dedos, no conservaréis ningún recuerdo de esta conversación, pero seguiréis mis directrices. Estaréis muy cansadas y desearéis retiraros a vuestras tiendas para sumiros en un sueño reparador antes de las actividades de mañana. No soñaréis. No tendréis pesadillas.
Yo clavé la vista al frente mientras ella lo decía y, cuando chasqueó los dedos, imité las acciones de las otras dos. No creo que la psicóloga sospechase nada y me retiré a mi tienda como las demás.
Tenía nuevos datos que procesar, junto con la torre. Sabíamos que el papel de la psicóloga consistía en proporcionar equilibrio y tranquilidad en una situación que pudiera volverse estresante, y que parte de ese papel incluía la sugestión hipnótica. No podía culparla por ejercer ese rol. Pero verlo de una forma tan cruda me turbó. Una cosa es pensar que puedes estar sometido a sugestión hipnótica y otra muy diferente experimentarlo como observador. ¿Hasta qué punto podía controlarnos? ¿Por qué nos había dicho que continuaríamos pensando que la torre estaba hecha de coquina y piedra?
Lo más importante, sin embargo, era que ya tenía alguna pista de cómo me habían afectado las esporas: me habían vuelto inmune a las sugestiones hipnóticas de la psicóloga. Me habían convertido en una especie de conspiradora en su contra. Aunque su propósito fuese benévolo, me causaba ansiedad pensar en confesarle mi resistencia a la hipnosis… sobre todo porque eso significaba que cualquier determinación latente, oculta en nuestro entrenamiento, me iría afectando cada vez menos.
Ya no ocultaba un secreto, sino dos; es decir, que me estaba alejando, de un modo persistente e irrevocable, de la expedición y su objetivo.
Curiosamente, esas misiones no tenían nada nuevo en ninguno de sus muchos aspectos. Lo comprendí al tener la oportunidad, junto con mis compañeras, de visionar la cinta con las entrevistas a los miembros de la undécima expedición, a su vuelta. Una vez que esas personas eran identificadas tras regresar a sus vidas anteriores, se las ponía en cuarentena y se las interrogaba sobre sus experiencias. En la mayoría de los casos fueron los familiares —y se entiende— quienes llamaron a las autoridades, al ver que sus seres queridos habían vuelto raros o inquietantes. Todo documento referente a esos retornados fue confiscado por nuestros superiores para su examen y estudio. Esta información también nos permitieron verla.
Las entrevistas eran bastante breves y, en ellas, los ocho miembros de la expedición contaban lo mismo: no habían experimentado ningún fenómeno fuera de lo normal en el Área X, ni habían hecho interpretaciones fuera de lo normal ni informaron de conflictos internos fuera de lo normal. Pero, al cabo de cierto tiempo, cada uno de ellos había sentido un intenso deseo de volver a casa y eso había hecho. Ninguno supo explicar cómo se las había arreglado para cruzar otra vez la frontera, ni por qué había ido directamente a casa en vez de informar primero a sus superiores. Simplemente fueron abandonando la expedición uno tras otro, dejando atrás sus diarios, para ir a parar a su casa. Sin saber cómo.
A lo largo de las entrevistas, sus expresiones eran amistosas y sus miradas estaban centradas. Si bien su discurso resultaba algo apagado, no desentonaba con esa especie de calma general, con ese aire casi soñador con el que todos habían vuelto… incluido el tipo compacto y fuerte que había actuado como experto militar de la expedición, un hombre de personalidad mercúrica y enérgica. En lo referente a los estados afectivos, fui incapaz de distinguir el de ninguno de los ocho. Me dio la sensación de que veían el mundo a través de una especie de velo, de que hablaban con sus entrevistadores desde una gran distancia espaciotemporal.
Sus documentos resultaron ser esbozos de paisajes del Área X o bien descripciones breves. Algunos eran dibujos de animales o caricaturas de otros miembros de la expedición. Todos habían dibujado el faro en algún momento o habían escrito sobre él. Buscar significados ocultos en esos papeles era como buscarlos en el mundo natural que nos rodea: si existían, solo podía activarlos el ojo del espectador.
En aquel momento yo perseguía el olvido y, en aquellos rostros en blanco y anónimos —incluso el más dolorosamente familiar—, busqué una especie de benévolo escape. Una muerte que no significara estar muerta.