Capítulo 6

—Todas las personas normales son normales de la misma forma, mientras que cada loco lo es a su manera —repitió Klara, quedándose junto a la ventana cerrada. Yo ya me había cubierto con la sábana, tratando de conciliar el sueño—. ¿Qué será aquello?

—¿Dónde?

—Allí…, junto a aquel árbol.

Me levanté y me acerqué a la ventana. Klara estaba señalando hacia los árboles del parque.

—Está muy oscuro —dije—, no veo nada.

—Hay algo colgado en aquel árbol. Algo o alguien.

—Sólo te lo parece —le dije yo.

Estábamos junto a la ventana, mirando en la oscuridad.

Después la oscuridad empezó a perder densidad, disolviéndose y adquiriendo un tono rosa pálido.

—Tienes razón, hay alguien colgado allí —dije.

Por la mañana descolgaron a Max de la rama de un pino. Nadie sabía cómo había hecho para escabullirse de su habitación, ni de qué manera había conseguido salir del edificio. Luego había subido al árbol, atándose una soga al cuello.

Aquel día Klara recogió de la mesa y se guardó en el bolsillo la hoja en la que su hermano había dibujado a una mujer de espaldas, al borde de un precipicio.

—Quiero irme de aquí —me comentó—. En cuanto venga Gustav, me voy. Tú también te vienes —dijo.

A partir de entonces hablaba cada vez menos. Callaba como callan los que están a la espera de algo, con cierto nerviosismo. No volvió a mencionar nada sobre la partida, pero por su silencio al respecto, me daba cuenta de que estaba esperando a que se hiciera realidad. Y, efectivamente, sucedió cuando apareció su hermano.

—Quiero irme de aquí —le comunicó.

—¿Quieres volver a casa? —preguntó Gustav.

—Quiero irme de aquí —repitió ella.

—Está bien —contestó Gustav.

—Adolphine también se va —dijo Klara.

Recogimos las pocas pertenencias que teníamos; yo metí las mías en el maletín en el que antaño había guardado la ropa para el hijo que no llegué a tener, Klara también hizo su maleta y nos fuimos de El Nido. El hospital se encontraba a mitad de camino entre la casa a la que volvía Klara y la casa a la que iba a regresar yo. Nos abrazamos al despedirnos y yo me fui por mi camino. Llegué al edificio que años atrás había abandonado, subí las escaleras y saqué la llave de mi bolso. La cerradura era la misma, giré la llave dos veces. Abrí la puerta y entré. Me quedé un rato en el recibidor: el olor era el mismo de antes de mi partida, un olor que habíamos traído con nosotros al mudarnos a aquella casa, cuando yo tenía once años, y que tampoco cambió el día en que Sigmund se fue de casa, cuando yo tenía veintiuno, ni cuando mis hermanas se fueron casando y marchando una tras otra, o cuando se fue mi hermano Alexander. Aquel olor de nuestra casa permaneció invariable incluso tras la muerte de mi padre, cuando yo tenía treinta y cuatro, un año antes de largarme a El Nido. Siguió sin cambiar incluso en mi ausencia, durante aquellos siete años. Pasé despacio por todas las habitaciones, y al final entré en la mía. Allí, en la pared junto a mi cama, seguía visible la huella de mi hijo abortado. Me agaché, pasando la mejilla por la mancha de sangre desvaída. De haber sido capaz de llorar, habría empapado la mancha con lágrimas; pero mi mejilla estaba seca y acariciaba la seca mancha. Fui a la cocina. En la mesa estaba la caja de los cubiertos. Me senté. Con un pañuelo empecé a sacarles brillo a las cucharas, a los tenedores, a los cuchillos. Oí abrirse la puerta. Cogí uno de los cuchillos. Se abrió la puerta de la cocina.

—Has vuelto —dijo la voz de mi madre, preguntando y contestando a la vez.

—He vuelto —contesté, pasando el pañuelo por el cuchillo.

Mamá se sentó a mi lado. Cogió la vela del candelabro que estaba en el centro de la mesa y empezó a darle vueltas entre los dedos, como quien no sabe qué decir, o tiene tantas cosas por decir que no sabe por dónde comenzar. Dejé el cuchillo recién pulido y saqué otro de la caja.

—Al final tendremos que aprender a conversar —dijo mamá.

Seguí frotando el cuchillo, aunque ya brillaba. Mi mirada se deslizó por los dedos de mi madre, que continuaban jugando con la vela. El pañuelo se me escapó y rocé con los dedos el filo del cuchillo. Mamá se puso de pie rápidamente, trajo alcohol, gasa y algodón y me vendó la herida. Luego volvió a sentarse a la mesa.

—Tenemos que aprender a conversar —repitió. Después volvió a tomar la vela, hundiéndole las uñas y raspándola. Trozos menudos de cera caían al suelo. La miré a la cara: estaba observando aquella cara por primera vez en muchos años. Ella alzó la vista y nos miramos a los ojos. Bajé la mirada hacia mis dedos vendados. Mamá se agachó para recoger los trozos de cera en el suelo.

—¿Cómo está Anna? —pregunté.

—Bien —contestó mamá, enderezándose y volviendo a sentarse a la mesa—. Los demás pequeñajos de Sigmund también —así llamaba a los nietos que tenía de Sigmund, «los pequeñajos de Sigmund», y sólo cuando los mencionaba a ellos lo llamaba a él Sigmund, y no como de costumbre: «mi Sigi». Se quedó mirando los trozos de cera en la palma de su mano—. ¿Quieres verlos?

—Sí —repuse.

Todavía quedaba un poco para el mediodía cuando nos dirigimos hacia el número 19 de la Berggasse. Por la manera en que caminábamos la una al lado de la otra, callando e interrumpiendo de vez en cuando el silencio con alguna frase, me di cuenta por vez primera de cuánto había cambiado yo a lo largo de todos esos años que había pasado en el psiquiátrico, y también de cuánto había cambiado mi madre. Como si entre nuestras vidas de antaño y las de ese momento hubiese surgido un abismo que devoraba las amarguras y el odio, dando lugar sólo a una impasible resignación y un tupido silencio.

En casa de mi hermano nos recibió Martha. Detrás de una puerta apareció Anna.

—Tu tía viene a verte —le dijo su mamá. Me acerqué a ella, la abracé y la besé en la frente. Zafándose de mí, se limpió la huella húmeda de mis labios y salió corriendo de la habitación.

—¿Dónde está Sigmund? —pregunté, dirigiéndome a Martha.

—En Venecia. Con mi hermana —contestó ella.

En los años que había pasado en el manicomio, donde la vida había resultado una fuga de la realidad, había olvidado que nunca había salido de Viena; había olvidado que, en mis años de adolescente, Venecia había sido la ciudad en la que mi hermano y yo anhelábamos vivir juntos. Eché una mirada a la biblioteca: todavía recordaba el sitio —en el centro del primer estante— donde estaba el libro La Edad de Oro de Venecia, el regalo de cumpleaños que él le había hecho a Martha el año en que se conocieron. Busqué con la mirada la góndola del tamaño de un pulgar que yo le había comprado a él, por su vigésimo sexto cumpleaños, en la tienda de antigüedades que había junto a la Ópera.

—Hace unos años también estuvieron en Venecia —dijo Martha. Recordé que eso había sucedido el año en que ingresé en el psiquiátrico—. Yo no he podido viajar, por los niños. Ahora, lo mismo que la primera vez, lo acompaña mi hermana —después preguntó—: ¿Os quedáis para comer?

—No, gracias —contesté.

Mientras mamá y yo regresábamos a casa, me llegaron a la memoria los años de mi niñez en los que, tras haberme distanciado de Sigmund, salía de casa sólo con ella: caminábamos juntas al mercado o a la tienda de mi padre. Algo en nuestro regreso a casa me hizo recordar aquellas caminatas de antaño.

—Esta mañana he preparado una sopa de ternera —dijo mamá cuando cruzamos el umbral de casa—. Vamos a comer.

—Eso apenas alcanzará para ti —dije yo.

—Lo compartiremos —repuso ella.

—Quiero descansar un rato —dije.

Entramos en el dormitorio. Mamá se acercó a las ventanas y descorrió las cortinas.

—Cambiaba con frecuencia las sábanas —dijo—. Pensaba que podías volver de un momento a otro. Todo lo demás lo he dejado tal como estaba el día en que te fuiste.

Miró hacia la mancha de sangre desvaída en la pared. Después salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí. Me acerqué al armario donde hacía años había guardado la ropa para el hijo que había llevado en mi vientre. Lo abrí y ante mis ojos aparecieron pañales, zapatillas del tamaño de un pulgar, un gorrito tricotado, una pelerina diminuta. Los tomé entre mis manos, eran extremadamente ligeros, como si en el tiempo transcurrido el alma se me hubiera aliviado de la desesperación. Los levantaba uno a uno hasta la altura de mis ojos; estaban apolillados y parecían una telaraña. Cogí el gorrito, echándome en la cama. Pasé largo rato mirando los hilos rotos, toda esa tela hecha un desastre, y terminé por dormirme.

Mi hermano y Minna volvieron de Venecia un par de días más tarde. Durante la comida dominical en su casa estuvieron largo rato contándonos su viaje. Les interrumpí con una banalidad:

—O sea que de verdad es tan bonito como dicen.

—Sí —contestó Minna—. Pero no te lo puedo describir, eso tienes que verlo.

—Hay cosas que se tienen que ver en el momento justo. Ni antes, ni después —dije yo—. Si las ves antes o después de su tiempo, es peor que si no las hubieses visto nunca, porque aunque no las hayas visto, ellas viven su propia vida dentro de ti, con la ayuda de tus pensamientos, o soñarás con ellas en el futuro, dándoles vida en tu interior. Si las ves demasiado temprano o demasiado tarde es como si matases algo en tu interior, algo que, hasta este momento, ha vivido dentro de ti o estaba por nacer.

—Sigues teniendo una actitud fatalista. Como antes de irte al psiquiátrico —dijo Minna.

—Mi actitud no importa, es demasiado tarde para irme a vivir a Venecia —repuse.

—No he dicho que te vayas a vivir en Venecia, sino que la visites —dijo Minna.

—Sí, pero hace años yo soñaba con afincarme en Venecia.

Después la conversación derivó por otros derroteros. Minna trataba de ponerme al corriente de los éxitos que había cosechado Sigmund durante mi ausencia y que no me había contado en sus visitas a El Nido. Hablaba de los libros de Sigmund que habían cambiado para siempre la concepción que sobre el ser humano tenían sus lectores; hablaba de su trabajo con los pacientes, de su carrera en la universidad, de la creación de la Sociedad Psicoanalítica. Yo escuchaba con atención mientras Minna hablaba y los demás comían.

Por sus obligaciones laborales, mi hermano seguía visitando a mamá en nuestra casa los domingos por la mañana, mientras que nosotras íbamos a su casa a comer. Cada mañana yo bajaba las escaleras hasta el portal, caminaba hasta el final de la calle y volvía a casa. En cada salida me iba más lejos que en la anterior, caminaba sin rumbo, como si atravesara un espacio en el que no buscaba nada, en el que nada me esperaba ni yo esperaba nada, un espacio que simplemente había que atravesar. En una de esas caminatas encontré al doctor Goethe. Quiso saber cómo me las apañaba después de mi salida de El Nido.

—Ya ve, estoy paseando —le contesté.

Le pregunté sobre la vida en El Nido. Me contó que los hermanos de Alma de Dios, al saber de la muerte de Max, la habían vuelto a dejar en el hospital. Ella no quería o no podía creer que Max había muerto y no hacía más que conversar con él, casi sin darse cuenta de la presencia de los demás, a quienes apenas ya les hacía la pregunta «¿Necesitáis algo?». Miraba al vacío, preguntaba al vacío, le contestaba al vacío; todo aquel vacío a su alrededor estaba impregnado de la presencia de Max. Yo sabía que la lucha de Alma de Dios contra la falta de sentido por medio de algo aún más exento de sentido —conversar con el vacío— no era otra cosa que darle sentido al sinsentido; el mundo siempre estuvo lleno de personas que se miran a los ojos y mantienen conversaciones inútiles.

Cuando veía a Klara, me parecía que la vida podía tener algún sentido. Desde que salió de El Nido, ella cuidaba a catorce niños como si fuera su madre. Mientras estaba en El Nido, su hermano llegó a ser padre varias veces. Había preñado a mujeres que parecían diez años mayores que su edad real y que hacían la limpieza en su taller; a muchachas que habían sido modelos para sus cuadros; a obreras que encontraba a últimas horas de la tarde, cuando éstas regresaban exhaustas de las fábricas a sus casas. Los hijos que fue teniendo con ellas eran para Gustav el fruto de una aventura efímera y completamente acabada. «Yo no cuido ni lo que he creado conscientemente», le dijo a Klara, pensando en sus cuadros. «¿Cómo quieres que cuide de algo que ni siquiera se me pasó por la cabeza que estaba creando, mientras estaba haciendo cosas muy diferentes?». Sus hijos parecían no tener padre, pero cada uno tenía dos madres: Klara cuidaba de ellos como si fueran suyos. Todos eran varones y tenían apellidos diferentes —los de sus madres respectivas—, pero el nombre de pila de todos era el mismo: Gustav. «Mis catorce pequeños Gustavs», los llamaba Klara. Corría de un extremo a otro de la ciudad para ayudar a sus madres. Al enclenque Gustav, el hijo de la costurera Elsa, lo llevaba al médico; a Gustav, de la enfermiza vendedora Hannah, lo cuidaba cuando su madre enfermaba; acudía a la prisión central de Viena para solicitar la liberación del mayor de los catorce Gustavs, que, en una riña, había herido a un compañero suyo con una navaja. Una vez al mes conseguía de su hermano el dinero necesario para la manutención de sus hijos y se lo entregaba a las madres. Tres veces al año recorría las tiendas de Viena con todos los Gustavs para comprarles ropa. Nos veíamos cada vez menos. Ella hablaba de los catorce pequeños Gustavs sólo en caso de que yo le preguntase expresamente, y siempre después de interesarse por mi vida. Cuando le preguntaba al respecto, ella hablaba de ellos con alegría, con un orgullo disimulado, pero también con una cierta incomodidad, como si pidiese disculpas por lo que estaba contando. Después pasaba a hablar de otras cosas que la llenaban de alegría: me preguntaba si me había enterado de que a las mujeres casadas se les había permitido pedir el divorcio, y, dentro del matrimonio, disponer de lo que les pertenecía; me preguntaba si había oído que las mujeres ya tenían derecho al voto, si sabía que los obreros ya se atrevían a luchar por sus derechos. Nos veíamos cada vez menos: cuando a su hermano le nacía un nuevo hijo, a ella le quedaba menos tiempo y sumaba una casa más. Con los años, nuestros encuentros se fueron reduciendo a un simple saludo con la mano al cruzarnos por la calle, con ella corriendo hacia alguna parte con varios de los catorce pequeños Gustavs a rastras.

En el año 1914 empezó la Gran Guerra, que muy pronto se expandió por toda Europa. Los hombres jóvenes fueron movilizados; el hijo de mi hermana Rosa fue enviado al frente en septiembre de aquel año, seguido un par de meses después por los hijos de Sigmund: Martin combatía en Rusia; Ernst, en Italia, mientras que Oliver formaba parte del cuerpo de ingenieros y construía túneles y cuarteles en los Cárpatos. En las entradas de los edificios pegaban las listas de los que acababan de morir en los campos de batalla, por las calles veíamos a minusválidos de los frentes. La guerra trajo consigo la miseria: no teníamos jabón, no teníamos gas de alumbrado, no teníamos harina, no teníamos pan; la comida más habitual eran las patatas y el arroz. Los que en aquellos años querían comer carne, cazaban ardillas en los parques o criaban conejos en los apartamentos. No teníamos carbón ni leña para calentarnos, y durante los inviernos andábamos por casa abrigados con mantas, gorras y guantes. Uno de aquellos inviernos de la guerra fue el más duro que recuerdo; el frío no nos dejaba dormir de noche, y mamá y yo permanecíamos despiertas en la oscuridad de la sala de estar, golpeando el suelo con los pies y frotándonos las manos para calentarnos; de vez en cuando intercambiábamos alguna palabra. Pasaba la noche, pasaba la mañana, y cuando a mediodía el frío remitía un poco, nos recogíamos en nuestras habitaciones para dormir. A veces ocurría que alguna noticia nos alegraba, como cuando recibimos un telegrama informándonos de que Sophie, que tres años antes se había casado con el fotógrafo Max Halberstadt y se había marchado con él a vivir a Hamburgo, había dado a luz a un niño. Era el primer nieto de mi hermano, y le pusieron el nombre de Ernst. Una noche, varios días después, Sigmund me informó de que Hermann, el hijo de nuestra hermana Rosa, había muerto junto a un centenar de soldados más cuando en su trinchera cayeron y explotaron varias granadas. Sus cuerpos se dispersaron, hubo una confusión de cadáveres, de brazos, piernas y cabezas arrancados y, en vez de enterrarlos en una tumba, lo hicieron allí mismo, en la trinchera.

Cuando al día siguiente fui a ver a Rosa, la encontré acurrucada en la cama, con la cabeza apoyada en el hombro de su hija Cecilia. Parecía como si de la noche a la mañana se hubiera hecho más pequeña, como si toda la energía que había necesitado para criar a su hijo hubiese abandonado su cuerpo tras la muerte de él. «Ahora no vivo más que por Cecilia», dijo. «Si no fuera por ella, no viviría ni un minuto más». Luego otra vez empezó a gemir, como desgarrando despacio una tela gastada.

En aquellos años de la Guerra, de cuando en cuando se me ocurría pasar la noche en casa de Rosa. A veces, mientras conversábamos, caminábamos por el piso recorriendo las habitaciones, el pasillo, las terrazas. Durante esos largos paseos por aquel espacio cerrado evitábamos entrar en la habitación que había sido de Hermann antes de que se marchase al frente. Una sola vez Rosa entreabrió la puerta de esa habitación y, antes de cerrarla, dijo: «Siempre tengo la sensación de que va a volver. Por eso guardo su ropa, y los objetos en su habitación los he dejado tal como estaban cuando él se fue a la guerra. Cuando por la noche me siento junto a la ventana y oigo pasos, me parece reconocer su manera de andar; y entonces me pongo de pie y abro la ventana, pero en la calle no hay nadie. A veces me despierta su risa; voy y abro la puerta, su habitación está vacía, pero huele de la misma forma en que olía él de pequeño, después de que lo bañara. Cuando como, pienso que él tiene hambre. Si hubieran traído su cuerpo, sería diferente. ¿Cómo puedo creer así que murió en una trinchera junto a un centenar de soldados más?».

Cuando la guerra terminó, en una de las reuniones familiares en su casa, Sigmund leyó en voz alta un telegrama que acababa de llegar y que informaba de que sus hijos regresarían muy pronto del frente; yo pensé en Rosa, pero no me atreví a mirarla. Me acordé de ella en los días que siguieron, viendo por la calle a las madres abrazando a sus hijos que volvían del frente desfilando.

La primavera después de acabada la Guerra me encontré por casualidad con Johanna Klimt. Un año antes me había llegado la noticia de la muerte de Gustav, pero no fui a su entierro, tampoco fui a ver a Klara ni la llamé por teléfono.

—Tras el infarto cerebral, mi hermano permaneció un mes inmóvil en la cama antes de morir —dijo Johanna—. Durante esos treinta días Klara no se separó un segundo de su lecho. Luego, a las pocas semanas de su muerte, sus dos hijos mayores fallecieron, uno tras otro, en el frente. A partir de entonces, Klara se quedó sentada en uno de los rincones de la habitación, sin decir nada ni contestar nuestras preguntas. Acompañé a los Gustavs donde ella, a quienes tanto había cuidado, y pensé que cuidar a alguien podría hacerla volver a nuestro mundo. Pero ella permanecía ajena a todo. Por eso decidí volver a internarla en el psiquiátrico. Ahora yo cuido a los Gustavs: voy a verlos a las casas donde viven con sus madres, cuando están enfermos los llevo al médico, una vez al mes les doy dinero de la herencia de su padre. Pero sé que no puedo cuidarlos de la manera en que lo hacía Klara. Las madres de los Gustavs dicen: «Tu hermana era la mejor madre del mundo», y los Gustavs asienten. Siempre me piden que los lleve a El Nido para visitar a su tía, pero yo me niego. No es un sitio para niños.

Johanna se dirigió a su casa y yo a la mía. Después cambié de opinión y me encaminé a El Nido. Mientras caminaba hacia allí, me imaginé a Gustav tumbado en la cama, inconsciente tras el infarto cerebral, y a Klara sentada a su lado, sabiendo que él se le estaba yendo. Por primera vez le miraba no como a su hermano y protector, sino como a un hijo, intentando despertarle de lo que no era un sueño, un sueño del que nunca volvería; le hablaba, y ésa ya no era la voz de la hermana pidiendo que la protegiera de su madre, sino la voz de una madre que trataba de consolar a su hijo en su dolor silencioso; era la voz de una madre, pero no era la voz de su madre; una voz con la que Klara intentaba asegurarle que todo se arreglaría, que todo pasaría, sin darse cuenta de que no era sino a sí misma a quien pretendía convencer de ello. Y después, cuando le llegó la noticia de la muerte de los dos mayores de los pequeños Gustavs, ni a sí misma pudo convencerse ya.

—¿Quieres ver a Klara ahora? —me preguntó el doctor Goethe cuando entré en su despacho en El Nido.

—La veré cuando venga con sus Gustavs —contesté.

Aparecí allí con los doce una semana más tarde. El doctor Goethe nos informó de que Klara había sido trasladada a otra habitación.

—¿Por qué no está en la habitación en la que pasó años? —pregunté, pero el doctor Goethe sólo hizo un gesto con la mano.

Empezamos a caminar por los pasillos. De algunas de las habitaciones asomaban cabezas pensativas, cabezas dementes, cabezas asustadas, cabezas aterrorizadas; nos observaban con ojos cansados, con ojos vacíos, con ojos llenos de miedo, de admiración, de una alegría desequilibrada, de un odio infundado y de un amor injustificado, ojos llenos de asco y de dulzura; apretaban los labios en silencio o los abrían en señal de asombro, dejaban salir alguna palabra apenas audible, bendecían o amenazaban, gritaban de dolor o de alegría. Algunos de los Gustavs estaban muy asustados. El más pequeño, el Gustav de cuatro años, me agarraba fuertemente la mano, apretándose contra mí e impidiéndome caminar.

En el dormitorio al que nos hizo pasar el doctor Goethe había una decena de camas ocupadas por mujeres: algunas inmóviles, otras dando vueltas y farfullando algo, y una de ellas estaba atada de pies y manos. Al fondo del dormitorio, en una cama situada en el rincón, yacía Klara, con un camisón blanco. Estaba hecha un ovillo, con las piernas recogidas, las rodillas señalando la barbilla y las plantas hacia el trasero. Tenía los brazos juntos y apretados sobre el pecho. Miraba la pared. Los doce Gustavs y yo permanecimos un rato junto a su cama. Después el mayor de los hermanos se sentó a su lado.

—Tía Klara —dijo el mayor de los Gustavs, de diecisiete años.

Ni el nombre ni la voz familiar la hicieron moverse. Siguió respirando de manera regular, mirando la pared.

—Hemos venido a verte —prosiguió él—. Todos estamos aquí.

Klara no se movió.

El Gustav más pequeño se acercó a su tía y le acarició los cabellos. Era demasiado bajito para ver su cara, vuelta hacia la pared. El mayor de los hermanos, el que estaba sentado en la cama, puso su mano sobre la de ella. Klara tenía los puños cerrados. Sin apretarlos, sólo cerrados.

Al otro lado de la habitación, una mujer se puso a gritar. Sus gritos hicieron que otras mujeres también comenzaran a aullar, a llorar o a reír. Una de ellas amenazaba con prenderles fuego a todas. Klara era la única que permanecía callada. Su silencio era más estridente que todos los gritos alrededor.

El mayor de los hermanos se volvió hacia el doctor Goethe:

—¿No le parece que aquí hay demasiado ruido para ella? Aquí todos están gritando, y ella permanece callada.

El doctor Goethe escribió con el índice un no en el aire y después repitió ese no en voz alta varias veces, antes de proseguir:

—Hasta hace poco ella estaba sola en una habitación. En la misma en la que había pasado años. Pero desde que la instalaron en aquella habitación, hace unos meses, no dijo ni una palabra. Por eso la semana pasada la trasladamos aquí. Es probable que el silencio de la habitación en la que estaba sola la hiciera encerrarse aún más en el mutismo. Le hace falta algo que la provoque. Creo que todo este griterío la hará hablar.

—Este griterío la hará sumirse para siempre en el silencio —dijo el mayor de los hermanos.

—Se equivoca —replicó el doctor Goethe.

—No importa que me equivoque. Lo importante es que deje de torturarla manteniéndola en medio de todos esos gritos.

—No creo que esto sea una tortura para ella. Mire su rostro. Cuando la trajimos aquí desde su tranquila habitación, lo tenía tenso. En aquella habitación, Klara callaba y permanecía inmóvil lo mismo que ahora, pero con una mueca indescriptible. Mientras que ahora irradia tranquilidad.

Efectivamente, el rostro de Klara era el de una difunta tranquila. Los hijos de Gustav Klimt miraban a su tía, tumbada en la cama, ovillada en posición fetal, con la cara inexpresiva de un embrión. El Gustav más pequeño se acercó a los pies de ella y le tocó las plantas. Yo puse mis manos al lado de las suyas, sobre los pies de Klara. Estaban fríos como los de un muerto. Ella seguía mirando la blanca pared, respirando regularmente.

Dije:

—¿Y si esto no fuera más que una autoanestesia? ¿Si se hubiera insensibilizado a sí misma para salvarse de esos gritos?

—Está hablando de cosas que no puede entender —repuso el doctor Goethe. Después se dirigió a los hermanos—: Venga, niños, habéis visto ya a vuestra tía. Es hora de que volváis a casa.

Nos dirigimos a la salida del dormitorio. Dejé a los doce Gustavs que salieran los primeros al pasillo, pero antes de que también yo los siguiera, el más pequeño volvió. Fue hasta la cama de Klara, se acercó a su cabeza, preparando los labios como para besarla, pero ella seguía de cara a la pared y la cama estaba demasiado alta, de modo que el chiquillo no pudo alcanzarle la cara, por lo que se desplazó hacia la parte inferior de la cama y le besó los pies, que descansaban en el borde del colchón. Finalmente se dio la vuelta y corrió hacia la puerta del dormitorio.

Al día siguiente fui donde Sigmund para pedirle que interviniese para que el doctor Goethe trasladara a Klara otra vez a su antigua habitación. Al poco tiempo mi hermano me informó de que su colega había cumplido esa petición. En aquellos días, al despertar por la mañana, trataba de convencerme de que debía volver a visitar a Klara, pero enseguida encontraba una excusa para no hacerlo: en Viena había una epidemia de pulmonía y de gripe española, todos los días morían centenares de personas, habían cerrado las escuelas, los teatros, la Ópera y las salas de cine, y recomendaban no salir de casa más que lo estrictamente necesario. En aquel año 1919, al desaparecer las enfermedades que brotaron a raíz de la Guerra, se desintegró el Imperio Austrohúngaro y nosotros nos quedamos en aquel espacio que a partir de entonces pasó a denominarse Austria.

Una tarde de domingo Sigmund nos comunicó que Sophie estaba embarazada por tercera vez. Desde que se había casado, seis años atrás, ella no había vuelto a Viena. Sigmund y Martha la habían visitado sólo dos veces en Hamburgo. En aquella época no se podía viajar porque todavía no había acabado la Gran Guerra, pero incluso cuando ésta llegó a su fin las líneas ferroviarias entre Austria y Alemania permanecieron cortadas. En aquellos meses mi hermano estuvo llamando todos los días por teléfono a Sophie; un mes antes del parto, ella le dijo que se sentía muy mal, y al día siguiente le llamó su yerno Max Halberstadt para decirle que el estado de Sophie se había complicado y que habían tenido que ingresarla de urgencia en un hospital. Un día más tarde, Max volvió a llamar para comunicarle que Sophie había fallecido.

La primera vez que lo vi tras la muerte de Sophie, mi hermano estaba sentado, inmóvil, con la mirada fija en algún punto en el centro de la mesa. Al oír que comenzábamos una conversación sobre Sophie, dijo:

—No hay mayor desgracia que sobrevivir al propio hijo.

Muerte e hijo; hubo una época, hacía mucho, en que al oír esas dos palabras pronunciadas cerca una de la otra, sentía un pinchazo en mis entrañas.

—No hay mayor desgracia que sobrevivir al propio hijo —repitió mi hermana Rosa.

Se oían los sordos sollozos de Martha; apretaba el tenedor y el cuchillo con las manos temblorosas y su tintineo contra el plato resonaba en la habitación.

En el otoño de ese mismo año llegó desde Berlín mi hermana Marie, pocos días después de que su hija Martha se hubiera tirado desde un puente al Spree, en el que unos años antes se había ahogado también su hijo Theodor. Su marido había muerto hacía tiempo ya. Se quedó en nuestra casa hasta finales del invierno y cuando la conversación entre nosotras tres —ella, mamá y yo— languidecía, Marie salía silenciosamente de la habitación para volver mucho tiempo después, con los ojos enrojecidos. Volvió a Berlín cuando la nieve ya comenzaba a derretirse.

En el año 1922, mamá, Rosa y todos los de la casa de Sigmund pasaron las vacaciones en los Bosques de Viena. Era un verano sofocante, bochornoso; la ciudad centelleaba ante nuestros ojos como a punto de derretirse de tanto calor. Por las mañanas, mientras todavía se podía salir fuera, yo iba al edificio donde vivían Sigmund y Rosa, y a veces tocaba el timbre de la puerta de mi hermana para despertar a mi sobrina Cecilia. Tenía veintitrés años y era hermosa como antes lo había sido Rosa, la más guapa de nosotras, las cinco hermanas. Una mañana vi que Cecilia había abierto las ventanas de par en par —era una de las pocas mañanas de aquel verano en que soplaba la brisa— y las cortinas habían salido fuera, ondeando hacia la calle como unas alas blancas. Entré en el edificio, subí hasta su planta y apreté el timbre de la puerta. Esperé un rato y después llamé otra vez. Puse la mano en el picaporte. No estaba cerrado con llave. Entré en el piso. Todas las puertas y ventanas estaban abiertas y en la casa no se oía más que el ruido de la corriente. Fui hasta el dormitorio de Cecilia: ella estaba tumbada allí, con una carta a su lado y un frasco de píldoras vacío en la mesita de noche. Estaba quieta, como durmiendo. Su cuerpo estaba todavía tibio. Miraba y pensaba en mi hermana Rosa. Me senté en la cama, junto al cadáver vestido con un camisón blanco. Recogí la carta en la que explicaba por qué lo había hecho: se había enamorado de un oficial casado, había quedado encinta, pero él le había dicho que no se casaría con ella. «Sé que no se puede comparar el horror de la vergüenza con el horror de la pérdida de un ser querido», escribía, «pero a mí la vergüenza me mataría de todas formas, y al hijo que diera a luz no podría asegurarle una existencia digna. No lo podría educar de la manera en que lo hiciste tú con Hermann y conmigo», le escribía a su madre, «no sería capaz de quererle como nos quisiste tú, ni sacrificarme por él como te sacrificaste tú por nosotros. Y puesto que no seré capaz de asegurarle la vida que merece, una vida que tengo la obligación de asegurarle porque yo misma la tuve, es mejor que no le dé vida alguna, y que me quite la mía. Sé que no se puede comparar el horror de la vergüenza con el horror de la pérdida de un ser querido, y no me puedo perdonar que, para salvarte del horror de la vergüenza, te cause dos horrores a la vez: la vergüenza y la pérdida. Pero sé que tú eres capaz de perdonarme y yo te pido este perdón». Su letra era tranquila, como si hubiese escrito un mensaje común y corriente, una nota anunciando que se iba de casa para regresar pronto. Pero más adelante, tras un espacio en blanco, la letra se tornaba diferente, un poco más alargada; tal vez escribiera esa parte cuando sintió que se estaba sumiendo en algo parecido a un sueño: «Sé fuerte, como siempre».

Dejé la carta sobre la almohada. Acaricié el pelo de Cecilia, sus largos cabellos negros, desparramándolos sobre la almohada, sobre los folios en los que estaba escrita la carta. Pensé en Rosa, recordando sus palabras cuando murió su esposo y sus hijos eran todavía pequeños: «Ahora vivo solo por mis hijos; si no fuera por ellos, me moriría ahora mismo». Me acordé también de sus palabras tras la muerte de su hijo: «Ahora vivo sólo por Cecilia, si no fuera por ella, no viviría ni un instante más». Puse mis manos en el vientre de Cecilia, allí donde se había truncado una vida más, sintiendo dolor en mi propio vientre. Tenía allí las manos como queriendo retener una brizna de vida que se ha de cuidar para que no se desintegre. Seguí sintiendo dolor en mi vientre. Al cabo de un rato me incliné y la besé en la frente.

Mi hermana volvió a Viena esa misma tarde. Pasó la noche en la cama, abrazada al cuerpo sin vida de su hija. Sigmund y yo estábamos sentados en un rincón de la habitación y de vez en cuando uno u otro nos levantábamos para tratar de convencer a Rosa de que fuese a descansar un rato. Ella no nos hacía caso, siguió acariciando y abrazando el cuerpo sin vida de su hija, murmurando algo incomprensible, y sólo el tono de su voz nos decía cuándo le preguntaba algo, cuándo le regañaba, cuándo le suplicaba y cuándo le maldecía.

—Ahora ya no me queda nadie por quien vivir —eran las únicas palabras que mi hermana Rosa repetía tras el entierro de su hija; todas las demás frases surgían y se esfumaban sin dejar rastro; daba la sensación de que incluso las más cotidianas (aquellas que se suelen repetir por costumbre) no iban a volver nunca más a su boca. Sólo esta frase regresaba una y otra vez, como si con ella pretendiese convencer a su cuerpo de que era necesario morir. Y su cuerpo iba decayendo más y más cada día, y los médicos le aconsejaban que se marchase a algún lugar para recuperarse. Mi madre la llevó a Bad Gastein, de donde volvieron medio año más tarde. La primera noche tras su regreso mi hermana no quería dormir sola en la casa y yo me quedé con ella. Antes de acostarnos, Rosa me dijo:

—No dejo de preguntarme si fui buena madre. Si les di a mis hijos todo lo que debía darles, si les dije todo lo que debía decirles, si no les dije una palabra de menos, o una de más. Y todo el tiempo tengo la sensación de que les dije algo que hubiera debido callar, al tiempo que no les hablé de otra cosa que hubieran debido oír. Sé que es inútil pensar en eso, porque ahora sus vidas son como una conversación acabada, lo mismo que la mía.

De alguna parte sacó dos fotografías —en una de ellas estaba su hija y en la otra, su hijo— y las acarició con los dedos húmedos de sudor o lágrimas.

Aquellos días mi hermano se quejaba de que sentía un pequeño bulto en la boca que le molestaba a la hora de comer. Los médicos le dijeron que se trataba de una reacción del organismo a su hábito de fumar en exceso. Él pensó que no era necesario informar a su familia de la pequeña intervención quirúrgica; estaba previsto que todo se llevase a cabo en una tarde y que por la noche pudiese volver a casa. Pero perdió mucha sangre durante la operación y del hospital llamaron a Martha y a Anna para que le llevasen las cosas más necesarias. Al día siguiente, sin embargo, él insistió en irse a casa. Por la tarde fui a verle. Ya que la herida en su boca estaba sin cicatrizar y le impedía hablar, él anotaba sus preguntas y respuestas en una hoja de papel.

Un día después, en casa de mi hermano se presentó su yerno, Max Halberstadt. Habló con Anna, pidiendo que Heinerle, a quien acababan de practicarle una operación de amígdalas, se quedara un tiempo en Viena. Dijo que era muy enfermizo, los médicos lo habían sometido a varios exámenes, pero como además del problema de amígdalas no le habían encontrado nada, habían concluido que a lo mejor el clima de Hamburgo no le sentaba bien. Nada más verle nos dimos cuenta de que no viviría mucho. No nos atrevíamos a formular esa idea en voz alta, pero se podía leer en nuestros ojos cuando mirábamos a Heinerle. Mientras, él sólo sonreía al descubrir que lo estábamos mirando de soslayo, examinándole el rostro. Aquella sonrisa suya parecía la de un anciano: no nos sonreía como un niño de cuatro años, sino como un viejecito que ha superado el miedo a la muerte y se ríe de ella. Su abuelo Sigmund, con la excusa de su operación reciente, los numerosos pacientes y el trabajo en sus escritos, encargó a su hija Mathilde los cuidados de Heinerle y ella se lo llevó a su casa. Mathilde estaba feliz con esa situación: en su juventud la habían sometido a una operación que le impedía tener hijos, ésa era la desgracia de su vida, y ahora estaba entusiasmada con la oportunidad de cuidar del pequeño como si fuera su madre, sustituyendo a su difunta hermana. Nos contaba que, por la noche, de la habitación de Heinerle se oía una especie de susurro, canturreo o sollozo. Cuando una vez entró en la habitación, vio cómo los labios del pequeño se movían despacio, emitiendo un sonido apenas perceptible, como si canturrease algo incomprensible. Estaba tarareando o susurrando o sollozando entre sueños. Y así noche tras noche.

Durante las comidas de domingo, mi hermano quería que Heinerle se sentase siempre a su lado. Alrededor de la mesa estaban reunidos también los demás nietos, hijos e hijas suyos, además de Minna, Martha, Rosa, nuestra madre y yo. Mi hermano trataba de hacer reír a Heinerle, y siempre le decía alguna de las habituales bromas poco graciosas que los mayores suelen decirles a los niños. Nosotros, los adultos, nos reíamos de una manera tonta, pero Heinerle permanecía serio. A veces respondía a las bromas de mi hermano con una pregunta incómoda:

—¿Los muertos respiran?

Nosotros nos mirábamos unos a otros, mientras él nos explicaba que con su hermano Ernst había conversado a menudo sobre su madre, pero ninguno de los dos sabía si ahora ella era capaz de respirar. Cuando su madre murió, tres años antes, Ernst tenía cuatro, los mismos que ahora tenía Heinerle. Los dos hermanitos habrían hablado sobre la muerte con una extraña dulzura, según se desprendía de la manera en que Heinerle nos resumía estas conversaciones. Como si, al hablar de la muerte, los dos mantuvieran viva a su madre; como si, al hablar de la muerte, conversaran con su madre. Cuánto le brillaban los ojos a Heinerle al contárnoslo, unos ojos que no recordaban haber visto a su mamá. Pero hablaba como si lo supiera todo sobre la muerte, todo excepto una cosa: si los muertos respiraban. Todas las demás preguntas que hacía eran retóricas: cuando nos dejaba confusos con alguna de ellas, contestaba él mismo.

—¿Sabéis lo que pasa con el cuerpo tras la muerte? —inquiría Heinerle, aunque nosotros tratábamos de distraerlo preguntándole si le gustaba la comida—. Del cuerpo —decía el pequeño, cuyo padre no le había llevado a ver la tumba de su madre y que probablemente no tenía ni idea de lo que era un cementerio—, del cuerpo crecen flores y árboles. De las piernas, álamos; de los brazos, abedules; del corazón, una rosa; de las ventanas de la nariz, hiedra; de los ojos, muguete; de la boca, dientes de león.

Todos intentaban desviar la conversación hacia otra cosa, pero él ya estaba haciendo la pregunta siguiente:

—¿Sabéis cómo sale uno del cuerpo muerto?

Probablemente ya tenía la respuesta en la punta de la lengua, pero yo, para distraerlo, le dije:

—Como la mano sale de un títere.

—¿Un títere?

—Unas muñecas que se ponen en la mano como un guante —expliqué—. El ser humano es como la mano que está moviendo un títere desde dentro. Cuando nace, uno entra en el cuerpo como la mano encaja en un títere. Cuando el cuerpo muere, uno sale de allí como la mano del títere.

—Nunca he visto un títere que se pone en la mano como un guante —dijo Heinerle.

Le prometí que un día le haría un títere así. Heinerle preguntó algo sobre el títere y la muerte, pero su abuela Martha no le dejó terminar la pregunta: le metió una cuchara con sopa en la boca.

Lo llevaban donde Sigmund sólo durante las comidas de domingo; el resto de la semana mi hermano no tenía tiempo para el nieto: de día tenía pacientes y de noche escribía.

Un día, cuando Mathilde lo llevó a nuestra casa, Heinerle dijo:

—Tal vez el abuelo también quiera que lo visite.

—Seguro que quiere, pero le es difícil tener visitas —contestó Mathilde—. Lo han operado hace tres semanas.

—A mí también me operaron hace tres semanas —dijo Heinerle.

Lo sabíamos, pero nadie le preguntaba cómo se sentía, si le dolía la garganta al tragar la comida, nos olvidábamos de tomarle la temperatura todos los días, aunque su padre nos había informado de la prescripción de los médicos de que eso se hiciera sin falta. Todos nos preocupábamos por Sigmund, por su enfermedad y recuperación, y no nos dimos cuenta de que Heinerle iba languideciendo más y más a medida que pasaban los días. Que su pequeña cabeza se fue transformando en un par de mechones rubios, debajo de los que chispeaban los ojos reventones y se divisaba la oscura piel verdosa; a nadie se le pasó por la cabeza que él pudiera necesitar conversar con alguien cuando lo oíamos susurrar algo para sus adentros, mientras nosotros hablábamos de Sigmund. No le preguntábamos de qué tenía miedo cuando lo veíamos asustarse de un vaso colocado al revés, con el fondo hacia arriba. En cambio, cuando una vez algo golpeó la ventana desde fuera, sobresaltándonos a Mathilde y a mí, Heinerle comentó con la más absoluta tranquilidad: «Ha sido un pájaro, habrá pensado que la ventana es otro cielo»; y después, nosotras fingimos no escucharle cuando añadió: «Me gustaría mucho ir al parque para ver a los pájaros». Todos sabíamos que nunca pedía nada. Sus deseos estaban camuflados entre las palabras con las que hacía una observación, expresaba su entusiasmo o desacuerdo. Nos miraba con la esperanza de que nos percatáramos de sus deseos, y nosotros solíamos hacerlo, pero guardábamos silencio al respecto. Heinerle se daba cuenta de nuestro silencio y huía de él dirigiendo la mirada hacia alguna marca en la pared, hacia las moscas que volaban en la habitación, hacia la ventana. Cada vez más a menudo Mathilde lo dejaba solo en casa cuando iba a comprar medicinas para llevárselas a Sigmund, y contaba que, al regresar al piso, encontraba a Heinerle sentado en el suelo, delante de un tablero de ajedrez, hablándoles a las piezas que tenía en las manos.

Durante un examen, los médicos descubrieron un nuevo tumor en la cavidad bucal de Sigmund. Nuestra preocupación por su salud iba en aumento, y no nos dábamos cuenta de que Heinerle languidecía cada día más: la calentura de su frente la atribuíamos a la excitación por el cambio de ambiente y la tos nos parecía la consecuencia de un resfriado. Todo siguió de esa manera hasta la mañana en que ya no pudo levantarse de la cama, y unos días más tarde los médicos le diagnosticaron una tuberculosis diseminada. Fue ingresado en la unidad infantil del Hospital General, y Mathilde y yo pasamos esos días turnándonos a su lado en la habitación. Cuando los médicos constataron que su estado estaba empeorando irreversiblemente, su padre tomó el tren desde Hamburgo con la esperanza de hallarlo con vida.

Junto a su cama en el hospital, yo trataba de distraer su atención de los dolores que le provocaba la enfermedad. Respiraba con dificultad y cada tanto su respiración era interrumpida por la tos que le desgarraba el pecho. De vez en cuando se secaba las manos sudadas en el pijama.

—¿Dónde está el abuelo? —preguntó.

—Está enfermo —repuse. Sigmund se estaba preparando para la próxima operación. Toda la familia se estaba preparando para ella—. No puede venir.

Quiso decir algo, pero sus palabras se ahogaron en un ataque de tos. Le limpié la boca, y él se secó la mano sudada en el pijama, después se la pasó por la frente y volvió a secarla en el pijama.

—Un día me prometiste que me harías un títere —dijo, y ese recordatorio de mi promesa era lo más cercano a un ruego que había oído de él.

—Te lo haré.

—¿Cuándo?

—Cuando quieras.

—¿No podría ser ahora? —intentó incorporarse en la almohada, pero no lo consiguió y siguió tumbado. Le ajusté la almohada, apoyándola en la pared para que pudiera tener la cabeza un poquito más levantada.

—No sé si aquí encontraré todo lo necesario —dije, buscando con la mirada algún tejido del que pudiera fabricar un títere. Todo era blanco y formaba parte del mobiliario del hospital—. Haré un títere en casa y te lo traeré mañana.

—Por favor —dijo. Nunca antes había pedido nada, como si la solicitud más mínima le pareciese demasiado atrevida—. Ahora —y se pasó la lengua por los labios resecos.

Tomé uno de los dos pañuelos blancos que había en la mesita de noche. Saqué un hilo del pañuelo y lo enrollé allí donde había de estar el cuello del títere. Saqué de mi bolso una estilográfica y con un par de gotas de tinta hice dos ojos azules en la cabeza del títere.

—Aquí lo tienes —le dije, entregándole el pañuelo—. Cuando tengamos todo lo demás que nos hace falta, le haremos pelo, boca y nariz al títere.

Me dio las gracias y con mi ayuda metió la mano dentro de la tela.

—¿Qué nombre le vas a poner?

—Heinerle —contestó—. El títere soy yo —y sonrió—. Tú me dijiste que cuando uno muere sale del cuerpo como la mano sale del títere.

—Así es —asentí.

Heinerle empezó a toser, tapándose la boca con el títere de trapo que tenía en la mano. Cuando la apartó, la cara del títere estaba ensangrentada. Heinerle entornó los ojos y perdió el conocimiento. Tomé el pañuelo húmedo que estaba en la mesita junto a la cama y se lo pasé por la frente. Heinerle volvió en sí. Miró el títere en su pequeña mano. Después dirigió su mirada hacia mí. Trató de decir algo, pero la vocecita se le fue completamente, mientras la mirada se le iba apagando, volviéndose una y otra vez hacia el títere con la mancha de sangre en la cara. La mano se le cayó en la cama. Le cerré los ojos y saqué de su mano el pañuelo títere. Me sobresaltó un golpe en la parte exterior de la ventana: me volví hacia allí, pero no había nada. Algún pájaro habría chocado contra el vidrio, pensando que era otro cielo, como había dicho Heinerle.

Su padre llegó por la noche. Al día siguiente subió al tren para Hamburgo, llevando consigo a su hijo en un pequeño ataúd.

Aquella tarde a Sigmund le hicieron la segunda operación. Unos días más tarde, desoyendo las advertencias de los médicos, salió de viaje a Roma con Anna. El segundo día de viaje se le desprendió una costra de la herida todavía sin cicatrizar y a duras penas consiguieron detener la hemorragia que le llenaba la boca. Cuando volvió a Viena, le diagnosticaron un cáncer; en octubre le practicaron dos intervenciones, y en noviembre otra más, para extraerle las glándulas submaxilares, la mandíbula superior y el paladar. Le colocaron una prótesis grande que separaba la cavidad bucal de la nasal para que pudiese hablar y comer.

Durante el primer almuerzo en familia después de la colocación de la prótesis, Sigmund se acordó de Heinerle y de su pregunta sobre si los muertos respiraban. Luego desviamos la conversación en otra dirección: hablamos de la comida. Mientras escuchaba a los demás conversar, acaricié varias veces el bolsillo de mi vestido. Sentía allí el pequeño trozo de tela: el títere torpemente elaborado con una mancha de sangre en la cara. Guardé ese trapo durante años en un cajón, entre los álbumes de fotografías, del armario donde tenía mi ropa, y a veces lo llevaba conmigo. Una vez, al trasladarlo de un lugar a otro, lo olvidé en alguna parte del piso. Después lo vi en las manos de mamá, quien estaba observando la mancha de sangre.

—Eso debe de ser sangre —dijo al verme entrar en la habitación.

—No, no lo es —repuse—. La sangre es roja, eso es pintura de color marrón.

—Entonces esta sangre debe de haberse derramado hace mucho tiempo para llegar a ser marrón, o para que la pintura marrón se quede tan desvaída —dijo. Abrió la ventana—. Lo dejaré volar —añadió, tirando el trapo por la ventana.

En los años finales de su vida mamá de pronto perdió sus fuerzas. Antes caminaba como una mujer joven, iba todos los días a visitar a sus amigas (algunas de las cuales eran medio siglo más jóvenes que ella) para jugar a las cartas, una vez a la semana iba al cine y no se perdía ni un solo estreno teatral. Cuando en Viena aparecieron los primeros automóviles y mi hermano se resistía a aprender a conducir, ella le dijo, medio en broma, medio en serio: «Mi Sigi de oro, cómprame un automóvil, yo aprenderé a conducir». Y así hasta que cumplió los noventa, cuando de pronto envejeció y se le echaron encima todos aquellos años en los que daba la impresión de que el tiempo se hubiera detenido para ella, y sólo sus facciones quedaron sin cambiar: bien recortadas, como cinceladas en piedra. Ya no quería ver a nadie que no fuese de la familia, caminaba de manera inestable, no salía de casa sin compañía y esos paseos terminaban muy rápido: se detenía, decía que ya no podía reconocer la ciudad y volvía a casa. Tampoco reconocía a algunas de sus amigas con las que se encontraba por casualidad durante los paseos, y cuando éstas le hablaban, ella disimulaba su confusión, haciéndoles preguntas muy generales para que no se notara que no sabía con quién estaba conversando. Después dejó de reconocer los objetos: cogía un cuchillo para cortar pan y, acto seguido, creyendo que era una aguja, me pedía que le trajera una camisa para que la remendara con el cuchillo; las patatas las ordenaba en el armario donde guardábamos las pantuflas, y aquel títere, aquel trapo con la mancha de sangre desvaída, tal vez en cierto momento se convirtiera para ella en un pájaro que se fuera volando.

Era el mes de agosto cuando mamá dejó de salir de casa. Cada tarde se apoyaba en mí y las dos íbamos al balcón. Nos quedábamos sentadas largo rato, mirando hacia la calle a través de las rejas de la barandilla. Antes mamá solía decir algo sobre cualquier persona que pasara por la calle, pero ahora observaba con la mirada ausente y callaba. A lo largo de ese verano las facciones de mamá se hicieron súbitamente más dulces, a pesar de que durante toda su vida había tratado de que parecieran duras. Con una mirada que, en vez de ser penetrante como antaño, ahora daba la impresión de expresar cariño, con los labios que, en vez de apretados, tenían las comisuras relajadas y colgando hacia abajo, parecía ya otra persona. Una tarde, mientras estábamos sentadas en el balcón, mi madre preguntó:

—¿Vendrá?

—¿Quién?

—Sigmund.

—Sí, claro. Siempre vuelve a Viena a finales de septiembre.

—Esta vez tiene que volver antes.

La primera mitad del verano Sigmund solía ir a Italia, a Grecia o a un balneario, mientras que la segunda mitad la pasaba en los Bosques de Viena, donde tenía una casita. Allí, a los Bosques de Viena, la familia de Sigmund solía ir acompañada por mamá y Rosa, quienes a veces también iban con ellos a algún balneario. Aquel verano de 1930 —el último de su vida— mamá se quedó conmigo en Viena. Presentía que ya nunca volvería a ver ni los balnearios ni los Bosques de Viena, y por eso, en nuestras conversaciones, rememoraba los veraneos de antes, lo que había ocurrido allí: anécdotas con los nietos, conversaciones con Sigmund, Rosa, Martha y Minna, y luego, bruscamente, la voz le cambiaba y decía sólo: «Y tú te quedabas aquí durante esos veranos». Una tarde, después de sacar las sillas al balcón y ayudar a mamá a sentarse en una de ellas, noté que en el borde del balcón había una golondrina muerta. Cuando me vio recogerla en una caja, mamá preguntó:

—¿Qué es eso?

—Una golondrina —dije cerrando la caja.

—¿La cuidarás encerrada?

—Está muerta. La recojo para tirarla a la basura.

—Muerta… Tírala… —dijo poniendo las manos en los reposabrazos de la silla, como intentando ponerse de pie. Después se volvió hacia mí—: ¿Vendrá Sigmund?

—Por supuesto —contesté—. Siempre vuelve de vacaciones a finales de septiembre.

—Esta vez vendrá tarde —dijo.

—Qué va. Vendrá en las mismas fechas, como siempre.

—Puede que venga en las mismas fechas, pero será tarde.

Cuando Sigmund llamaba por teléfono, yo le decía que mamá quería verle. Ella llevaba ya años medio sorda y no podía oír nada a través del auricular. Mientras yo estaba hablando con Sigmund, ella se enteraba por mis palabras de que estaba conversando con él, y me observaba con la mirada de los ancianos que, sin miedo, sólo algo indecisos, se preparan para morir. Cuando colgaba, ella me decía:

—Sácame fuera.

La cogía del brazo y despacio salíamos al balcón. Encogida de esa manera, más pequeña, permanecía en la silla con las manos en los reposabrazos: no parecía apoyarse, sino más bien haberse agarrado desesperadamente para no caer al suelo. Se quedaba callada durante mucho tiempo, y después soltaba las palabras que se había guardado en la boca desde mi conversación telefónica con Sigmund:

—O sea que no viene… —y se encogía más aún en la silla. A nuestro alrededor todo ardía de calor, la calle estaba desierta, por el aire volaban moscas. Un temblor recorría el cuerpo de mamá y ella exclamaba—: Nunca ha hecho tanto frío.

Antaño, en la época en que me sentía indefensa, cuando ella me martirizaba con actos y con palabras, yo soñaba con el instante en que ella quedara físicamente débil, esperaba el tiempo en que pudiera desquitarme, cobrárselo todo con creces. Ahora estaba indefensa y tal vez habría podido resarcirme del dolor que me había provocado si hubiera sido sólo físicamente débil, pero el problema era que ya no existía la Amalia Freud que hería con las palabras. En su indefensión reconocí el desamparo de mi infancia y juventud, y cada palabra o acto hostil por mi parte con respecto a aquel ser que iba muriéndose poco a poco no serían venganza, sino un atropello contra mí misma, contra mi recuerdo de la niña, la adolescente y la joven que había sido años atrás.

A principios de septiembre a mamá se le gangrenó la pierna derecha. Cuando le cambiaba las vendas, ella observaba la llaga con cierta resignación. Cuando empezaba a dar bastonazos en el suelo, yo sabía que quería salir al balcón. La ayudaba a que saliera, saltando sobre un pie, apoyándose en mí y en el bastón. Nos sentábamos y mirábamos la calle.

—Tengo hambre —dijo una vez.

—Acabamos de comer —contesté.

—Tengo hambre de la comida de mi infancia. Quiero pan. Sólo pan.

Le di pan. Se lo llevó a la boca, ensalivándolo y desmigajándolo más que masticándolo. Después dejó caer los restos del mendrugo en su regazo, junto con las migajas, y se quedó mirando largo tiempo aquellas migas de pan. Cuando alzó la cabeza, dijo:

—Mira cómo vuela aquel niño.

—No es un niño —repuse—, es un globo.

—Un globo —repitió, como si no reconociese la palabra—. Ya hasta mirar me cansa —añadió, cerrando los ojos.

En un momento determinado, sus manos, hasta entonces fuertemente agarradas a los reposabrazos, se soltaron, y la cabeza se le fue inclinando despacio hacia delante, cual si hiciera una profunda reverencia a alguien. Se quedó dormida. Era un cálido día de septiembre, pero yo sabía que ella tenía frío, sabía que ese frío la hacía soñar con el invierno y las heladas, soñar que la habían abandonado sola en algún lugar y que sobre ella caía la nieve. Me levanté y entré a buscar una manta para taparla. Al volver, vi en el regazo de mamá un montón de gorriones picoteando las migas de pan. Ella seguía durmiendo imperturbable, tal vez arrullada en su sueño por los gorjeos de los gorriones. Al acercarme, los pájaros huyeron volando; le limpié las deposiciones de los gorriones que tenía en el regazo y después la tapé con la manta.

Cuando despertó, ya estaba anocheciendo. La levanté despacio de la silla, la ayudé a entrar y la acompañé hasta su cama.

—Quédate conmigo esta noche —dijo.

A pesar de que en los treinta años que transcurrieron desde mi vuelta a casa la frialdad entre nosotras había disminuido, aún quedaba la huella del odio de antaño, y había algo que me impedía acostarme a su lado, en ese lado de la cama que había ocupado mi padre hasta su muerte.

—Me quedaré sentada —dije, arrastrando el sillón hasta la cama.

Pasamos la noche juntas, apenas pronunciando alguna palabra de vez en cuando. Me daba la sensación de que ella quería confesarme muchas cosas, pero no dijo nada de lo que pensaba. A su alrededor, igual que la luz azulada en torno a la luna, palpitaban pensamientos y emociones, pero ninguno de ellos se tradujo en palabras. La observaba, presintiendo que sería su última noche. Y me acordé de las noches de desesperación de mi juventud, de la época en que mi madre, con un placer asesino, le ponía sal a la llaga de mi alma; recordé que en aquellas noches ansiaba que llegase esa noche, la última de su vida: en aquel tiempo, miles de noches antes de la de ahora, soñaba con la venganza, y la única venganza podía consistir en que en el momento de su máxima indefensión, en su indefensión frente a la muerte, le recordara mi indefensión y su crueldad con respecto a mi sufrimiento. Pero ahora estaba observando a una Amalia que no tenía nada que ver con aquella Amalia; la debilidad de esa mujer moribunda me recordaba mi propia debilidad de antaño, y no quería —o no podía— despertar en mi interior la crueldad con la que en otros tiempos me había tratado ella, haciendo que me fuera hundiendo cada vez más y más; la crueldad que —si conseguía despertarla dentro de mí— me haría su hija de verdad, no sólo por lazos de sangre; la crueldad que hubiera debido hacerla sufrir por su crueldad de entonces; la crueldad que hubiera debido complacerse en su arrepentimiento desesperado. Yo la estaba mirando y ella me miraba a mí, en silencio. Se quedó dormida al despuntar el alba; su sueño —su último sueño— fue breve y tranquilo. Antes de despertar levantó la mano, como si estuviese buscando a alguien. Abrió los ojos. No pude reconocer su mirada: parecía que no me estuviera mirando a mí, sino a otra mujer. Alargó la mano hacia mí y yo le di la mía.

—Mamá —dijo.

Al oír a alguien llamarme «mamá», por primera y última vez en mi vida, sentí los tiempos plegarse sobre sí mismos: hacía años su madre había visto en ella a su propia madre, mientras que a mí me había tomado por su hija Amalia; ahora mamá creía que yo era su madre. Permaneció un rato aferrada a mi mano, después entornó los ojos, empezó a emitir ronquidos, le salió espuma en los labios. Llamé a un médico; cuando llegó, la miró y dijo que ese mismo día iba a morir. Permanecí sentada a su lado, con su mano en la mía, oyendo sus estertores. Hacia mediodía su mano soltó la mía. Le cerré los ojos, me levanté y salí al balcón. Caía una silenciosa lluvia de septiembre. Recogí las dos sillas en que mi madre y yo habíamos pasado las tardes durante aquel verano.

Los meses tras la muerte de mamá se iban sucediendo sin que nadie apareciera por la casa en la que me había quedado completamente sola. A veces iba a ver a Rosa, quien pasaba la mayor parte del año en balnearios; los domingos siempre nos reuníamos para la comida en casa de Sigmund y él, tras la muerte de mamá, dejó de ir a mi casa los domingos por la mañana. Una vez al mes me tocaba hacer un gesto pedigüeño: alargar la mano abierta para que mi hermano me diera el dinero necesario para vivir. Las noches cambiaron: el silencio se hizo tan espeso que parecía que de un momento a otro se pondría a hablarme. Me desinteresé por el mantenimiento del orden y la limpieza, el polvo se iba acumulando en el suelo y las vitrinas, de las paredes y las lámparas colgaban telarañas, los platos se quedaban en el fregadero durante días, cogiendo moho. Comía como los perros callejeros, a la hora que me daba la gana, en cualquier lugar, no sabía ni el momento ni el sitio en que empezaría a comer, a masticar y tragar. Los días se me fundían unos con otros y yo mataba el tiempo paseando por las calles, con la mirada clavada en el suelo como hace la gente solitaria que parece llevar impreso en las pupilas su distanciamiento del mundo. Pasó el otoño, luego el invierno y, finalmente, como cada primavera, saqué al balcón dos sillas. Durante la primavera y el verano de aquel año solía sentarme sola en el balcón, y ya no miraba la calle, sino la silla vacía. En otoño, cuando el tiempo refrescó, recogí mi silla, dejando fuera la de mi madre. A veces veía el viento acariciar la silla con alguna hoja seca, o algún pájaro —un gorrión, un cuervo o una paloma— posarse sobre ella para descansar, afilarse el pico contra los reposabrazos de hierro o depositar allí sus excrementos. Y un día de invierno, al salir al balcón, vi que sobre la silla de mamá había caído nieve, cubriendo el asiento vacío.

Uno de aquellos días invernales me sobresaltó el timbre: hacía tanto que nadie llamaba a la puerta que había olvidado su existencia. Fui hasta la entrada, giré la llave y abrí. En el umbral estaba Klara Klimt. Habían pasado más de diez años desde que la visité en El Nido con los doce Gustavs.

—¿Te acuerdas de mí? —preguntó.

Claro que me acordaba, aunque la Klara que conocía y esa que ahora estaba delante de mí eran dos mujeres diferentes, y entre ellas estaba aquel abismo que separa la orilla de la locura de la orilla de la normalidad. Esta Klara muda e inmóvil que había visto diez años atrás era la misma Klara a quien solía encontrar antes, caminando con los pequeños Gustavs por las calles de Viena, la Klara con la que había convivido en El Nido, la Klara a la que había conocido años atrás, cuando delante de nosotras se abría la vida llena de promesas. Aquella Klara ahora estaba en la otra orilla; además de los diez años transcurridos desde nuestro último encuentro y el ligero desplazamiento de su mandíbula y la mirada, en ella se notaban también los cambios en la apariencia y el comportamiento que se producen al pasar de una a otra orilla.

—Me acuerdo —dije. Ella me abrazó.

Pasamos al salón. Miró a través de la puerta del balcón y dijo:

—¿Te acuerdas de cuando estábamos aquí, en el balcón, y tú miraste hacia la acera diciendo: «Espero con impaciencia el día en que yo también ayude así a mi hijo a que aprenda a andar»?

—Sí, me acuerdo —repuse. Sentí resecárseme la garganta. Empecé a toser.

—¿Estás enferma?

—Sí —mentí.

—Yo cuidaré de ti —dijo abrazándome—. Me quedaré aquí contigo para cuidarte. Cuidé a mi hermano cuando cayó enfermo. Lo cuidé, pero se me murió. Tú no morirás. Ahora sé cuidar mejor. Tú no morirás.

Le pregunté si tenía hambre. Fuimos a la cocina, y mientras estábamos comiendo la sopa de verduras que quedaba del día anterior, ella me contó de aquellos habitantes de El Nido que seguían viviendo allí. Al terminar la sopa, Klara dijo:

—Quiero pedirte perdón.

—¿Por qué?

—Por no haberte hablado cuando viniste a verme. Quería hablarte, pero no podía —me tocó los dedos—. Perdóname.

—No me has ofendido con eso. No tienes por qué pedirme perdón.

—A veces, cuando tengo miedo de dormirme sola en la habitación, vuelvo a quedarme muda e inmóvil. Entonces me sacan de nuestra habitación —sonrió como quien recuerda los buenos tiempos— y me llevan a alguna de aquellas habitaciones donde están gritando, gritando, gritando. Los gritos de los demás son el castigo por mi silencio. Permanezco en la cama, sintiendo que me estoy asfixiando, pero no sé qué es lo que me asfixia, los gritos de los demás o mi propio silencio. Cuando esa sensación de asfixia se vuelve insoportable, rompo a hablar. No mucho, un par de palabras, sólo para que me oiga alguno de los médicos o enfermeros y me devuelva a nuestra habitación.

Se puso de pie, recogió las migas de pan de la mesa, se acercó a la ventana y la abrió para tirarlas fuera.

—Para los pájaros —dijo, cerrando la ventana—. Gustav solía alimentarlos siempre —sonrió. Parecía como si de su cara hubiesen desaparecido de pronto todas las huellas del tiempo y delante de ella se hubiera materializado su hermano—. ¿Te acuerdas de Gustav?

—Sí, me acuerdo —repuse.

—Yo también —se quedó mirando por la ventana, donde se habían reunido gorriones que picoteaban las migas. Klara empezó a hablar rápido, con una voz monótona—: Gustav corriendo por las habitaciones. Gustav meando detrás de la casa. Gustav dibujando con carbón en una de las tablas de la valla. Gustav masturbándose. Gustav gritándole a mi madre cuando ésta me golpea la cabeza contra la mesa. Gustav enseñándome el dibujo de una mujer desnuda que se está acariciando entre las piernas. Gustav sobresaltándose mientras desayunamos. Gustav muriéndose. Enterramos a Gustav —se volvió hacia mí—. El doctor Goethe me dijo que habían pasado trece años desde entonces —dijo moviendo la cabeza con incredulidad—. ¿Es verdad que ha pasado tanto tiempo?

—Sí —repuse.

—Y mira, el doctor Goethe también murió.

—¿Ah, sí?

—Sí. El mes pasado. Te acuerdas de cuando… —y empezó a rememorar cómo le habíamos enseñado al doctor Goethe a tricotar.

Afuera estaba anocheciendo. Fuimos a mi habitación y nos quedamos largo rato conversando; Klara comenzaba constantemente las frases por «¿Te acuerdas de…?». Todo el tiempo volvía al pasado, huyendo hacia él o corriendo tras él, creyendo que se le iba a escapar, como años atrás ella había huido del presente hacia un futuro muy especial, hacia lo que anhelaba que le sucediese, hacia lo que quería conseguir. Estuvimos conversando de esa forma hasta que los ojos empezaron a cerrársenos de cansancio. La dejé que durmiera en mi cama y yo me acosté en la que años atrás había sido de mis padres. Los remordimientos porque durante todos aquellos años no había ido a visitarla no me dejaban conciliar el sueño. Para tranquilizar mi conciencia no era suficiente pensar, con cobardía, que probablemente Klara me disculpaba en su fuero interno; ella estaba segura de que, al haberse negado a hablarme en mi última visita, me había asustado y desconcertado. No se le pasaba por la cabeza que yo tenía que haber superado mi miedo ante su silencio y estupor: debí haberla visitado otra vez para preguntar cómo estaba, para saber si tenía algo que decirme o seguía asfixiándose en su silencio.

Pasaba la medianoche cuando la puerta chirrió y vi a Klara entrar en el dormitorio de mis padres. Traía mi almohada.

—Tengo miedo de dormir sola —dijo al acercarse. Se acostó a mi lado, poniendo la cabeza en la almohada que había recogido de mi cama.

Estuvo toda la noche en vela, imaginando sus noches, tratando de oírlas, porque la oscuridad suele tragarse lo que puede ser visto; llegué a oír los gritos que desgarraban las tinieblas; oí a los que estaban condenados a permanecer encerrados en su locura y a compartirla con la locura ajena: oí una voz llamando a sus hijos, otra que gritaba que se estaba quemando, que las llamas le abrasaban el cuerpo, y también la ronca voz de una mujer repitiendo que había matado a su marido. Entre todas aquellas voces estaba ausente la de Klara Klimt; en medio de los gritos de aquellas noches que se fundían unas con otras y se sucedían iguales a lo largo de años. En mis intentos por oír sus noches, Klara Klimt permanecía muda. Klara anhelaba el silencio, Klara no deseaba más que un pequeño trozo del Universo donde pudiera reposar la cabeza y pasar tranquila la noche. Imaginé que oía la respiración agitada de Klara, sus sollozos, sus rezos, aunque ella no supiera muy bien a quién estaba rezando ya que había renegado de Dios hacía tiempo; la oí interrumpir sus rezos, dejar de llorar, sorberse los mocos y suspirar. Después la oí respirar pausadamente, cual si de esta forma estuviese mitigando cierto dolor que tenía en el pecho, un dolor que formaba una burbuja protectora alrededor de la pregunta de por qué existía, si su existencia se reducía a esto. Tenía suerte de que esa pregunta todavía siguiera dentro de la burbuja, ya que si se hubiera quedado al descubierto, habría resultado insoportable. Después la imaginé vencida por el cansancio que le producían los intentos de sobreponerse a los ruidos; los gritos y los aullidos del hospital psiquiátrico de El Nido parecían alejarse de ella, como si le llegaran desde la distancia y ya no fuesen gritos humanos, sino el sonido producido por el golpe del dolor —convertido en ira— contra el gong del destino. Aquella noche escuché todos aquellos sonidos en mi imaginación, desvelada en la cama, esperando que Klara gritase y respondiese en sueños a las voces que la atormentaban en la vigilia, las voces que no le dejaban conciliar el sueño y a las que estaba acostumbrada hasta el punto de que, sin ellas, la oscuridad le daba miedo. Su sueño era tranquilo. Al despertar por la mañana, comentó:

—Qué bien se duerme en tu almohada.

Tumbadas en la cama grande de mis padres, las dos nos estábamos mirando. Klara me contó que los hijos de su hermano —los pequeños Gustavs, a los que seguía llamando «pequeños», pese a que ya eran hombres adultos— la visitaban en El Nido. Me informó de que ya tenían esposas e hijos:

—Cuando me visitan con los críos, me parece que en mi habitación irrumpe el mundo entero: uno acaba de decir sus primeras palabras, a otro le ha salido un diente, un tercero se ha caído raspándose la rodilla, un cuarto ha aprendido a volar cometas y nos pasamos la tarde entera en el parque mirando el cielo —dijo y miró por la ventana hacia el cielo. Luego se volvió hacia mí—: Me gustaría mucho que alguna vez volvieras a El Nido, para que pasemos juntas, en nuestra habitación, aunque fuera una sola noche —cogió mis manos entre las suyas—. Ahora me voy —dijo—. Tengo que volver a El Nido. Ése es mi lugar, me dicen los médicos cuando les pido que me dejen salir. Ahora me he fugado. Pero allí está mi sitio. Por eso voy a volver —me acarició con su mano izquierda la cabeza y la derecha la pasó por el cabello ralo de la suya: se acarició a sí misma. La abracé—. Me fugaré otra vez para visitarte —exhaló las palabras en mi cuello. Luego se dirigió a la puerta y, girando la llave, la entreabrió. Volvió la cabeza—: Me voy, pues. Allí está mi sitio —dijo, pero antes de cruzar el umbral se acordó de algo y se detuvo—: ¿Me dejas llevarme tu almohada? —preguntó—. Se duerme muy bien en ella.

Pasó mucho tiempo antes de que me decidiese a visitar a Klara. Cuando entré en su habitación —en nuestra habitación—, ella estaba sentada en la cama, con la almohada en los brazos.

—Vamos a la sala de los moribundos —dijo.

La sala de los moribundos: recordé que así llamábamos a la pieza adonde trasladaban a aquellos pacientes de El Nido que estaban en trance de muerte. Klara me cogió del brazo, llevando la almohada bajo el otro brazo, y salimos de la habitación.

—Alma de Dios se está muriendo —me informó mientras estábamos caminando por el pasillo.

En la sala de los moribundos olía a muerte. Olor a carne viva en descomposición, a excremento, a sudor, y en medio de aquel hedor, cuerpos que se revolvían en busca de la muerte y otros que la esperaban rígidos. Unos cuantos, tumbados en colchones en el suelo, estaban luchando por cada bocanada de aire. Hacía frío, pero a mí me pareció que había una especie de vapor en aquel cuarto oscuro.

—Aquí tienes a Daniel —dijo Klara, señalando a un joven que yo no conocía. Él estaba masticando la sábana, con la mano alargada hacia nosotras—. Y allí está Helmut —añadió, indicando al viejo que yacía inmóvil. Me acordé de que, hacía mucho tiempo, Klara había dicho que todas las personas normales eran normales de la misma forma, mientras que cada loco lo era a su manera. Al recordarlo, pensé, al igual que la primera vez que entré en la sala de los moribundos hacía años, que en el instante de la muerte todos son diferentes y a la vez iguales: a todos se les va el alma en un último aliento, pero todos expiran a su manera.

Klara se detuvo, reparando en un cuerpo ovillado.

—Aquí tienes a Alma de Dios —dijo.

Me acerqué al cuerpo tumbado en un colchón en el centro de la sala. Me incliné y retiré la sábana, descubriéndole la cara. Alma de Dios estaba mirando hacia un lado. Se había quedado en los huesos. Tenía los labios tan rígidos que apenas conseguía articular las palabras: seguía musitándole algo a Max. Sólo sus ojos seguían vivos, aunque no tan llenos de vida como cuando la conocí. Ahora la chispa de vida en esos ojos era como la de alguien que lo había visto todo, que lo había vivido todo, pero a pesar de eso le quedaba el deseo de seguir viviendo, aunque fuese un día más. El deseo de mirar al vacío, de vislumbrar allí a aquel que llevaba tantos años ausente. Yo estaba observando esa llama en sus ojos, en sus globos oculares que se habían ido secando y encogiendo, acurrucándose al fondo de las cuencas.

Cuando le quité la sábana de la cara, ella no se movió, por eso le toqué la mano. Permaneció en la misma postura inmóvil, sólo sus ojos se volvieron hacia mí.

—¿Necesitas algo? —preguntó.

Negué con la cabeza. No sabía qué decirle y le hice una pregunta innecesaria, porque la respuesta saltaba a la vista:

—¿Cómo te sientes?

—No te preocupes —contestó—. Todo estará bien.

Algo dentro de mí se puso a temblar al oír esas palabras suyas, algo dentro de mí empezó a resquebrajarse, de la misma forma en que se resquebrajaba y temblaba su voz.

—¿Te acuerdas de mí?

—Sí, me acuerdo —repuso—, lo único que no recuerdo es tu nombre —me cogió la mano y se la puso en el pecho, sobre el corazón—. ¿Necesitas algo?

—No. ¿Y tú?

—No te preocupes. Todo estará bien.

—Ya lo sé —dije—. Sé que todo estará bien.

—Dame un beso —dijo apretando aún más fuerte mi mano sobre su corazón. Era como si en aquel instante tocara mi corazón con su mano, porque todos en El Nido llevábamos dentro estas palabras, ocultándolas de nosotros mismos como escamoteábamos también la razón, o tal vez las palabras se escondieran de nosotros y, al buscarlas, en vez de ellas encontrábamos la locura. Surgieron de improviso, en aquel momento y lugar, pronunciadas de modo tan natural como cuando se pide agua si se tiene sed—. Dame un beso —repitió Alma de Dios, cerrando los ojos.

Me agaché y la besé en la frente empapada en sudor. Luego dije:

—Ahora me tengo que ir.

—Si necesitas algo, vuelve —dijo Alma de Dios, viéndome caminar hacia la puerta.

—Volveré —dije.

—Y no te preocupes. Todo estará bien.

Alma de Dios continuó hablándole al vacío unos días más, preguntándoles a los que se acercaban a su colchón en la sala de los moribundos si necesitaban algo y asegurándoles que todo estaría bien.

Aquel día, tras la visita, las palabras de Alma de Dios —«Todo estará bien»— estuvieron largo rato resonándome en la mente, pero palidecían ante la pregunta de por qué tenía que sufrir precisamente ella, que nunca le hizo mal a nadie. Me repetía sus palabras, pero éstas no conseguían consolarme. Todo estará bien: el estribillo volvía a mi memoria una y otra vez, como un eco subrepticio y burlón. Ella yacía allí, convencida en su fuero interno de que el tiempo era algo más que autodestrucción incesante y que el Universo —todo ese espacio que se extendía a nuestro alrededor hasta un punto inimaginable— no era sólo una carnicería enorme. Ella estaba segura: lo intuí por un débil hilo que discerní en su voz extenuada, por un brillo casi imperceptible de sus ojos llenos de dolor. Sin embargo, las mismas palabras que yo repetía para mis adentros con la voz de Alma de Dios resonaban burlonas y subrepticias en mi mente.

A los pocos días el pálido sol de febrero empezó a derretir la nieve. Salí al balcón y vi cómo la nieve se convertía en agua en la silla que perteneció antaño a mi madre y que ya llevaba años allí. Aún no era la época de sentarse en el balcón; no obstante, saqué una silla y la coloqué al lado de la de mi madre.

La nieve todavía no había desaparecido del todo cuando me visitó Anna. Tenía treinta y ocho años; dos décadas antes le había pedido permiso a su padre para estudiar Medicina, pero Sigmund creía que los estudios no eran para chicas y ella —al igual que Mathilde y Sophie— no se matriculó en la universidad. La prohibición de estudiar no la distanció de Sigmund; al contrario, su cariño hacia él fue en aumento; llegó a odiar a todas las mujeres cercanas a su padre: odiaba a sus propias hermanas, odiaba a su tía Minna por acompañar a menudo a Sigmund en sus viajes, odiaba también a las señoras que estudiaban el psicoanálisis con mi hermano. Sólo con una de ellas, Lou Salomé, llegó a cultivar una estrecha amistad, algo que quizás se habría transformado en un amor grande y apasionado si su corazón no hubiera estado entregado por completo a otra persona: a su padre. A sus hijas, Sigmund solía decirles con frecuencia: «Cuando un hombre joven es inteligente, sabe cómo han de ser las mujeres: deben tener un carácter dulce y alegre, y la capacidad de hacerle la vida más fácil». Cuando vi a mi sobrina un par de veces en compañía de aquella mujer madura —Lou Salomé—, tuve la sensación de que Anna encontraba en ella la dulzura, la alegría y la capacidad de hacerle la vida más fácil y agradable (aunque Lou a nadie más le parecía ni dulce, ni alegre, ni capaz de hacerle la vida fácil y agradable), o tal vez la propia Anna hubiese querido hacerle la vida más agradable y alegre a Lou, pero se lo impedía el hecho de haber entregado su vida a Sigmund, y yo suponía que, cuando éste muriese, el sentido de la existencia de Anna sería cuidar de la obra de su padre. Su obra inmortal. Desde muy joven ella decidió dedicar su vida al padre; su día a día se reducía a poner orden en lo que el doctor Freud había escrito, preparaba los expedientes de sus pacientes, organizaba sus viajes de trabajo, le ayudaba a restablecerse de las enfermedades. En ocasiones lo trataba como padre, otras como esposo o hijo, pero la mayoría de las veces como científico. Así y todo, detrás de su alegría y locuacidad, detrás del ideal de servirle al gran papá, se percibía un enorme vacío tácito. Su padre venía preparando ese vacío desde hacía mucho tiempo, desde la infancia de Anna, de manera consciente o no, convirtiéndola en su compañera, interlocutora, confidente, confesora. Con ella también transgredió la regla férrea que él mismo había establecido para todos los psicoanalistas: bajo ningún pretexto tener como pacientes a sus familiares, independientemente de si se trataba de padres, cónyuges, hermanos o hijos, porque existía el peligro de manipularlos en la vida cotidiana, y el psicoanálisis mismo estaría condenado al fracaso. Su hija, sin embargo, era también su paciente: ella le confesaba sus secretos, ilusiones, sueños y aspiraciones, neutralizándolos de esa forma antes de que se convirtiesen en verdaderas ambiciones que en determinado momento podían llegar a ser su meta en la vida y apartarla de Sigmund.

La mañana invernal en la que me visitó, Anna me dijo que Sigmund y ella iban a ir a un balneario, pero antes se quedarían unos días en Venecia. En un principio estaba previsto que los acompañase Minna, pero ella había enfermado y ahora yo podía viajar en su lugar. Sonreí y meneé la cabeza, vacilando. Hacía mucho que mi deseo de ver Venecia se había extinguido. Estaba vivo sólo el recuerdo de las promesas de mi hermano —hechas en una época más próxima a nuestros nacimientos que al momento en que yo las evocaba— de irnos a vivir a Venecia, él y yo. De ahí que ahora, tantos años más tarde, esta invitación sonase como un chiste o como una broma, aunque el que hacía la invitación probablemente ni siquiera recordara sus promesas de antaño.

Era mediodía cuando llegamos a Venecia. No me importaba nada de lo que tanto anhelé conocer alguna vez. Entre mis ojos y Venecia caía aquella cortina que con los años se va haciendo cada vez menos transparente, más opaca, y que nos separa de todo lo que está a nuestro alrededor, haciéndonos creer incluso que lo que está al alcance de la mano pertenece a otro mundo, a un mundo que no nos pertenece y al que nosotros tampoco pertenecemos.

Mi hermano propuso que subiéramos a una góndola.

—Yo no subo —repuse.

—Pero cuando eras niña decías que cuando fuésemos a Venecia la primera cosa que haríamos sería subir a una góndola.

—Cuando era niña —subrayé.

Anna anunció que iba a dar un paseo por los canales. Sigmund le dijo la hora a la que la esperaríamos ante la torre del reloj de la plaza de San Marcos. Vi al gondolero ayudar a Anna a subir; después ella nos saludó con la mano. Mientras se alejaba, le gritó a su papá que le contaría cómo le había ido en la navegación por los canales. El sentido de su vida era vivir por su padre, y hasta el paseo en la góndola tenía importancia para ella sólo en la medida en que pudiera contárselo después a él.

Sigmund propuso que fuésemos al Palazzo Ducale, o a la iglesia de San Lazzaro, o al Museo Querini Stampalia. Le contesté que prefería ir por el camino más corto a la plaza de San Marcos y esperar allí a Anna.

—¿No quieres ver nada?

—Ya no puedo ver nada —repuse.

—Hablas como si hubieras muerto.

—No —repliqué—. Hablo como si estuviese entre la vida y la muerte. Ni aquí, ni allá. Estoy segura de que lo que hay en la llamada muerte es mucho más vivo que lo que hay en este momento en mí, porque al morir mi alma estará mucho más viva que ahora. Ahora estoy en la frontera entre las dos existencias, entre la vida y la muerte, ni viva ni muerta.

Mi hermano levantó la mano y esbozó un gesto como para ahuyentar moscas delante de su rostro. Siempre lo hacía cuando creía que lo que le acababan de decir no merecía respuesta de su parte.

Enfilamos las angostas callejuelas y los puentes sobre los canales; a mi alrededor estaba Venecia, uno de los sueños de mi vida, pero yo miraba sólo el camino que tenía delante, con la cabeza gacha. Mi hermano, aunque había contestado con un gesto de la mano a mis palabras, no pudo disimular su disgusto y, a los pocos minutos, mientras estábamos caminando, dijo:

—Sabes que hace mucho escribí que las religiones nacieron de la necesidad de consuelo. Consuelo por todas las desgracias que nos depara la vida. Consuelo por todas las satisfacciones que la vida no nos concede. Consuelo por el hecho de que la muerte es una separación de los seres queridos y de uno mismo. Consuelo por el hecho de que, tras la breve estancia en el mundo, sigue una no existencia. La explicación que doy sobre el surgimiento de las creencias religiosas como resultado de la búsqueda de consuelo durará mucho más que cualquier creencia religiosa.

—¿Y éste es tu consuelo? ¿Pensar que vivirás eternamente a través de tu obra? ¿La seguridad de que tus interpretaciones de los sueños, del inconsciente, de las pulsiones de vida y de muerte serán recordadas siempre? ¿Es éste el consuelo con el que te garantizas una victoria sobre la muerte?

En ese instante oímos a alguien cantar debajo del puente que estábamos cruzando; por primera vez durante el paseo desprendí la mirada de mis pies, dirigiéndola hacia el canal por el que estaba pasando una góndola con unos cuantos jóvenes cantando. Di un traspié y me caí. Mi hermano se inclinó para ayudarme.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Sí —contesté. Sentía un dolor en la rodilla. Me sacudí el polvo de la ropa. Después seguimos nuestro camino. Yo andaba cojeando ligeramente.

—¿Te has hecho daño? —preguntó mi hermano.

—Un poco —le dije—. La rodilla.

—Estamos llegando —dijo—, doblamos aquella esquina allí y salimos a la plaza.

Al llegar, lo primero que me llamó la atención fue la torre del reloj: quedaba una hora para la cita con Anna.

—Entremos en la basílica de San Marcos —propuso mi hermano.

—Por aquí debe de estar el Museo Correr —le dije—. ¿Te acuerdas de cuando dos cuadros de Giovanni Bellini, de este museo precisamente, estuvieron expuestos en Viena? Tú y yo pasamos horas delante de ellos.

Mi hermano me llevó hacia uno de los palacios de la plaza. Atravesamos el museo sin detenernos hasta llegar a la sala donde estaban las obras de Bellini. Mi hermano enseguida me mostró el cuadro en que la Virgen María sostiene al Niño Jesús. Por segunda vez, al cabo de tantos años, me encontraba con aquella tristeza en el rostro del niño: los ojos entrecerrados que no tenían una mirada de niño, sino de alguien que ha visto mucho más que la infancia; era una mirada dirigida no hacia delante, sino hacia un sufrimiento descomunal, hacia un terrible final, como si el niño presintiera su suerte y la separación de la que en aquel momento se encontraba detrás de él, inmóvil y protectora, y que muchos años más tarde, al pie de la cruz, a su vez estaría desesperada, porque nada podría hacer contra la separación y la muerte. El dolor estaba presente también en los labios del niño y en el gesto de sus manos: la una en el pecho, sobre el corazón, y los dedos de la otra agarrados al pulgar de su madre y como señalando con el índice hacia abajo. Hacia abajo. La madre no podía ver la tristeza y la ansiedad de su hijo; estaba mirando a otro lado, hacia un punto distante. El punto en que tenía puesta la mirada estaba fuera del cuadro. Su actitud era protectora: el niño tenía la espalda apoyada en el brazo de ella y su hombro tocaba el pecho izquierdo de la Virgen, justo sobre el corazón. Una de las manos de ella cubría el codo del niño, tenía el pulgar sobre el brazo de él, mientras que sus otros cuatro dedos estaban abiertos sobre el pequeño pecho, como un escudo. La palma y los cuatro dedos de su otra mano descansaban sobre la cadera del niño, que agarraba el pulgar de su madre con su manita que, al mismo tiempo, parecía indicar hacia abajo. Hacia abajo. La Virgen no podía ver la ansiedad de su hijo, aunque tal vez la intuyese, tal vez supiese lo que ocurriría, pero sabía que ése era el destino y estaba tranquila en su resignación. Su mirada, dirigida hacia el horizonte, fuera del cuadro, era, quizás, una mirada hacia otra realidad, donde todo se conserva y donde todo lo que ha sido, todo lo que es y todo lo que será adquiere su verdadero sentido.

—Mira, esto es lo que la gente espera de la religión: una protección maternal —comentó Sigmund señalando el cuadro.

—Protección —murmuré, pero a mi hermano le pareció que estaba en desacuerdo con él.

—¡Exactamente: protección! La gente espera que la religión la proteja como lo hicieron sus padres durante la infancia. La religión es una coraza de ideas surgidas de la necesidad de hacer más llevadera la indefensión del ser humano y creadas a base de los recuerdos de nuestra propia infancia y de la infancia de la especie humana. De tal modo, el ser humano, armado de estas ideas, se siente protegido de dos formas: de los peligros que le deparan la naturaleza y el destino, y de los daños que le provoca la sociedad. La esencia de estas doctrinas consiste en que la vida de este mundo sirve a un fin superior, no siempre fácil de adivinar, pero que sin duda significa el perfeccionamiento de la naturaleza humana. Probablemente es la parte espiritual —el alma— del ser humano la que ha de ser ennoblecida y perfeccionada. Sobre cada uno de nosotros vela la Providencia, bienintencionada y sólo aparentemente cruel, que no permite que nos convirtamos en juguetes en manos de las fuerzas de la naturaleza, omnipotentes y despiadadas; la muerte no es el final de la existencia, ni mucho menos; no es la vuelta al estado inorgánico inerte, sino el inicio de una nueva vida que está en el camino de la evolución hacia algo superior. Todas las buenas acciones al final quedan recompensadas, y todo mal, castigado; si no en esta vida, será en la que empieza tras la muerte. De esta manera todos los horrores, sufrimientos y dificultades han de ser borrados; la vida tras la muerte, que es la continuación de nuestra vida de este mundo, nos da la perfección que aquí se nos ha escapado —le dio un ataque de tos—. ¿Debemos creer en esas ideas infantiles? ¿Debemos engañarnos así para soportar mejor la vida? ¿O existe una manera mejor de soportar la propia existencia? Saber que uno no tiene que encomendarse más que a sus propias fuerzas ya es algo. En este caso aprendemos a utilizarlas de manera correcta. El ser humano no está completamente indefenso. Desde los días anteriores al Diluvio, la ciencia viene acumulando un gran saber, y el poder del ser humano todavía irá en aumento. Y en lo que se refiere a los grandes reveses del destino, no se puede hacer nada contra ellos; hay que aprender a soportarlos con sumisión. Si deja de esperar cualquier cosa de la vida de ultratumba y aprovecha todas las fuerzas que la vida de este mundo le proporciona, el ser humano probablemente conseguirá que la vida de todos sea más llevadera. Éste es el objetivo supremo, el más humano: que cada uno tenga una vida exenta de angustias.

—Sabes muy bien que es una utopía y nunca se hará realidad.

—¿Y esto te parece causa suficiente para que yo tenga que buscar consuelo en la creencia de que la muerte no es el final de la existencia? Hemos de resignarnos al hecho de que la muerte no es el paso de un modo de existencia a otro, sino la ruptura de la existencia. Es, simplemente, inexistencia. La muerte es un mal consuelo: lo que la gente espera de ella es que le dé aquello que la vida le ha negado.

—A ti la muerte te asusta más que a los que buscan consuelo en la idea de la inmortalidad —comenté.

—Pero tampoco me engaño a mí mismo con falsas esperanzas para escapar del miedo que tengo.

—Tú no tienes miedo. Expones las ideas sobre la inexistencia de la inmortalidad de manera tan impasible que se diría que estuvieras convencido de tu propia inmortalidad.

—No entiendo lo que quieres decir.

—Quiero decir que hablas del fin de la existencia como si ése fuera el destino que nos reservas a todos nosotros, excluyéndote a ti mismo. En tu voz hay algo que dice: no, no existe la inmortalidad, todos son mortales, excepto yo. La sangre fría con la que anuncias el fin de la existencia de todos demuestra tu convicción de que, a pesar de todo, tú seguirás viviendo.

—Siempre he mantenido una firme postura negativa frente a la idea de la inmortalidad del alma.

—Tú no te prometes a ti mismo una inmortalidad a través de un alma eterna. Tú te prometes una inmortalidad de otro tipo. Quien no cree que el alma sea eterna puede esperar que, a fin de cuentas, una parte de él siga viviendo, que sus creaciones le permitan sobrevivir a la muerte. Y lo que puede crear son hijos u obras. Los hijos, independientemente de que sean sangre de la sangre de sus padres, son algo distinto a éstos. La mayoría de las veces son su negación, una traición tan horrible como la muerte. Tú has elegido el mejor camino, mi querido hermano: crees que seguirás viviendo a través de tu obra. Sabes que la humanidad te seguirá leyendo y releyendo, hablando de lo que tú has dicho del ser humano, de los sueños y la realidad, del consciente y el inconsciente, del tótem y el tabú, del parricidio y el incesto, de Eros y Tánatos. Esto es lo que esperas tras tu muerte: ser un profeta de los profetas, no uno de los que vaticinaban qué les sucedería a los hombres en la Tierra y en el Cielo, sino alguien que ha descubierto lo que el ser humano tiene en su interior, lo que es y lo que podría llegar a ser, juzgándolo por lo que lleva dentro sin saberlo. Y todavía ahora, en vida, te estás alimentando de esa inmortalidad; soberbio y arrogante, desde la distancia, nos vaticinas la muerte a nosotros, los mortales. Como si no hubiésemos merecido que al menos un pequeño rayo de luz quedara de nosotros. Sí, sólo alguien que está completamente seguro de seguir existiendo tras la muerte puede hablarles de la muerte con tanta soberbia a aquellos cuya inexistencia vaticina. Pero permíteme que yo también te vaticine una cosa. Todos los que creen que serán inmortales gracias a sus creaciones (independientemente de si se trata de los hijos que perpetuarán la sangre de sus padres o de obras de arte o de la ciencia), todos ellos se equivocan de medio a medio. Se autoengañan, creyendo que tienen garantizada la inmortalidad. Tienes que saber que todo eso está creado con la materia, y un buen día la materia morirá, desaparecerá. Tienes que saber que también tus obras, que se seguirán leyendo e interpretando mientras haya seres humanos, un día morirán, y con ellas morirá también tu inmortalidad, porque llegará el día en que morirá el último ser humano. Tienes que saber que tú también eres mortal; que la inmortalidad en la que crees no es inmortalidad, sino una prolongación sin fin de tu muerte.

—Puede que tengas razón —dijo mi hermano—. Pero aunque todo sea cierto, tu acusación de que trato de espantar el miedo a la muerte creyendo en la inmortalidad de mis obras no prueba que el alma sea realmente inmortal.

—La pregunta no es si el ser humano, llamémoslo alma, sigue existiendo tras la muerte. La verdadera pregunta es si esta vida de aquí, en caso de no poseer un sentido superior, no está completamente exenta de sentido.

Mientras estábamos conversando, caminábamos en círculo por la sala, junto a las paredes, sin mirar los cuadros que estaban colgados allí; caminábamos en círculo y yo pensé en el carácter circular de la existencia, en la constante sucesión de nacimientos, muertes, nacimientos, muertes, nacimientos, muertes, nacimientos…

—La idea de que la vida tiene sentido no es más que un disfraz de la necesidad de lograr una felicidad permanente —dijo mi hermano—. O, dicho de una manera más exacta, la necesidad de buscarle un sentido a la vida aparece por la imposibilidad de conseguir una felicidad permanente. Lo que se llama felicidad, en el sentido más estricto de la palabra, es la inesperada satisfacción de necesidades largamente acumuladas, y por su naturaleza no puede ser sino un fenómeno momentáneo.

—Tu definición de la felicidad no tiene nada que ver con la esencia de la felicidad. Además, un sentido superior presupone que todo está lleno de sentido, no sólo la felicidad. ¿Acaso toda la tristeza del Universo es un error o una casualidad? ¿Y qué es de la tristeza, del pasado, de todo lo que existió en el tiempo? ¿Qué es de los pensamientos, qué es de los gestos y las palabras de los que la gente se ha servido desde el inicio del mundo hasta hoy? Si han desaparecido y es como si nunca hubiesen existido, entonces ¿por qué existieron? ¿Por qué existieron todas esas palpitaciones alegres o encogimientos desesperados del corazón, por qué fueron dichas todas las palabras sinceras y las falsas, por qué tantas esperanzas y desengaños, por qué tantas ideas sabias y ocurrencias estúpidas, por qué tantas maldades y por qué tantas buenas acciones? Si el tiempo no se conserva, si no hay forma de que cada instante se salve, entonces el tiempo mismo no tiene sentido, entonces todo lo que ocurre en el tiempo (y todo lo que ocurre está en el tiempo) carece de sentido, y todo lo que alguna vez fue, lo que es y lo que será es un absurdo total. Un absurdo total en la medida en que el tiempo es una categoría autodestructiva que tiende a la Nada, una Nada que devora todo lo que fue, es y será. Pero hay otra posibilidad: que «en algún lugar» (en otra dimensión) todo el tiempo exista en la forma de un eterno presente; está la posibilidad de que en una pulsación paralela y sincrónica existan todos los tiempos (todo lo que fue) y que allí, a aquella dimensión, se vaya «trasladando» todo lo que ahora es y todo lo que alguna vez será. Y sólo allí, sólo de esta manera, en el encuentro de todas las capas temporales y de todas las existencias, se configurará el sentido: la gran incógnita de nuestras efímeras vidas. Allí, donde nunca se perderá lo que ya ha desaparecido una vez (y todo ha desaparecido ya en cierto momento), allí, donde la eternidad lo conserva y lo protege todo. Allí, donde (en las innumerables intersecciones) cada gesto y cada palabra, cada sonrisa y cada lágrima, cada instante de entusiasmo o de desesperación tienen su justificación y su sentido, un sentido inalcanzable para nosotros en este momento. Toda la existencia no es, quizás, más que un enigma que será despejado cuando la existencia, tal como la conocemos, toque a su fin. Entonces, en ese instante adquirirá su pleno sentido.

—En lugar de tus suposiciones pueriles, uno tendría que plantearse una pregunta más modesta: qué es lo que puede llegar a saber la gente del sentido de su vida a partir de su comportamiento, qué es lo que quiere de la vida, qué aspira a conseguir. La respuesta será inequívoca: aspiran a la felicidad, quieren llegar a ser felices y no dejar de serlo nunca. Los que más se desesperan con las preguntas sobre el sentido de la vida son los que en la búsqueda de la felicidad han conseguido los resultados menos satisfactorios.

—Probablemente tengas razón: el sentido superior, el «celestial», lo busca el que está privado del sentido «terrestre», el sentido cotidiano. En este caso, sírvales esto también de consuelo, permítaseles al menos un consuelo a aquellos que cada día luchan contra el absurdo —dije—. Aunque sé muy bien que no se trata sólo de un consuelo. En el tiempo cósmico nada tiene sentido, ya que en él todo acabará, alguna vez, perdiendo el sentido. Pero en la eternidad, todo lo que ha terminado en el tiempo cósmico recuperará su sentido, que no nos es dado comprender y que no llegaremos a ver mientras estemos en el tiempo.

En ese instante Sigmund levantó la mano por delante de su rostro para hacer aquel gesto con el que parecía ahuyentar moscas, como siempre que creía que lo que le estaban diciendo no merecía respuesta de su parte. Levantó la mano, pero no hizo el gesto: la mano se le detuvo frente al rostro, no a causa de algún razonamiento sobre la razón y la sinrazón, sino porque se fijó en su reloj de pulsera. Dijo:

—Anna nos estará esperando ya.

Me volví hacia la pared. Estábamos justo delante de la Crucifixión; en el cuadro no había ninguna promesa: en la cara de Jesús, sólo resignación ante el horror; en el rostro de su madre, una terrible desesperación. Resignación y desesperación, como en aquel otro cuadro donde estaban Madre e Hijo, sólo que ahora la resignación estaba llena de horror; la resignación de Jesús en el momento de soltar el último aliento, y su madre, al pie de la cruz, estaba desesperada, las manos juntas, la cabeza gacha, con la mirada de quien está ciego para todo lo que tiene delante salvo para el dolor del alma, unos ojos que parecía que se hubiesen secado en las cuencas y en su lugar hubiese quedado sólo la desesperación.

—Vamos —dijo mi hermano y yo le seguí, apoyada en su brazo, cojeando ligeramente, volviendo una y otra vez la mirada hacia atrás, hacia la madre y el hijo, hacia su separación.

Pasé aquellos días en mi habitación del hotel. Anna y Sigmund me pedían que los acompañara en sus paseos por la ciudad, pero yo me quejaba de los dolores en la rodilla. De verdad cojeaba un poco. Permanecí en mi habitación, recordando la conversación con mi hermano. Pensaba en las palabras tan humanas que él había pronunciado en el tramo que recorrimos entre la Virgen envejecida al pie del Crucificado y la Virgen con el Niño Jesús: que la meta suprema a la que tendría que aspirar el género humano era conseguir que cada uno pudiera tener en su vida el menor sufrimiento posible, y que cada uno tendría que aportar su granito de arena para que ese ideal se hiciera realidad. Aquel día de febrero de 1933 Sigmund realmente lo creía, pero ya había comenzado una cadena de acontecimientos de carácter muy diferente: un nuevo dirigente llegó al poder en Alemania y nuestras hermanas volvieron a Viena; cuando el nuevo dirigente anexionó también Austria, mi hermano se fue a Londres, junto con aquellos cuya vida decidió salvar; nosotras, sus hermanas, fuimos deportadas primero a un campo de concentración y después a otro. Y las palabras de Sigmund sobre la necesidad de que todos trabajaran para que hubiera menos sufrimiento en el mundo, en los momentos de sufrimiento que tuvimos mis hermanas y yo, me parecían una burla.

La última mañana en Venecia, después de que Anna y Sigmund salieran a pasear, mi deseo de ver una vez más los dos cuadros con la Virgen y Jesús resultó más fuerte que mi cojera, y salí del hotel. Me dirigí a la plaza, pero en una de las callejuelas me topé con una muchedumbre; en los años siguientes, desde la ventana de nuestro piso en Viena, vería a menudo multitudes parecidas, pero en Venecia no se trataba de gente en uniforme, sino disfrazada. Era la época del carnaval, y había toda clase de seres corriendo a mi alrededor: princesas y pordioseros, señores y esclavos, hombres peces y hombres pájaros. Caminábamos todos en la misma dirección, pero ellos avanzaban rápido y yo me hice a un lado, pegándome a la pared de una casa. Observaba sus caras y cuerpos, las plumas, escamas, picos, aletas y alas que los cubrían. Entre ellos divisé a un hombre disfrazado de bufón, en pantalones ceñidos, una camisa multicolor y un gorro con borlas. Me despegué de la pared, dirigiéndome hacia él. La gente caminaba muy deprisa, me empujaron y caí. Me quedé en el suelo, protegiéndome la cabeza con las manos, viendo decenas de pies corriendo alrededor de mí, oyendo gritos alegres, cantos y risas. Cuando el gentío desapareció, me levanté despacio y me sacudí el polvo de la ropa. Miré en la dirección en la que había desaparecido la multitud, hacia la misma plaza de San Marcos. En la entrada de la plaza había una mujer sentada en las losas del suelo; tendía una mano, pidiendo limosna, mientras que con la otra sostenía a un niño. Me quedé mirándola y la vi levantar la mano, saludándome. Yo también alcé la mano y la saludé. Ella dejó caer su mano y me di cuenta de que probablemente me había tomado por alguna conocida, o que no me había saludado a mí sino a otra persona, o simplemente no había saludado a nadie, sino que había hecho un gesto con el que trataba de ahuyentar sus propios pensamientos, harta de contradecirse a sí misma. Luego descubrió uno de sus senos y empezó a amamantar al niño.