Todas las personas normales son normales de la misma forma, mientras que cada loco lo es a su manera.
El Hospital Psiquiátrico El Nido se encontraba en el corazón mismo de Viena. Sin embargo, era una isla apartada del resto del mundo.
De noche, fuertes alaridos desgarran la oscuridad. Son los gritos de quienes están condenados a compartir su propia locura con la ajena. A causa de estos gritos nocturnos, que se confunden y se eternizan, hay gente que se ha quedado muda, gente que anhela el silencio, que ansía siquiera un espacio mínimo, un trocito propio de este mundo donde pueda esconder la cabeza y dormir. De noche se les acelera la respiración, lloran o imploran, aunque no saben a quién dirigir sus rogativas, porque hace mucho que renegaron del Señor, desde que él renegara de ellos. O nada más respiran: espirando e inspirando creen poder expulsar el dolor que ha anidado en sus pechos, y que como una burbuja envuelve la pregunta de por qué existen si su existencia se reduce tan sólo a eso. Son afortunados mientras esa burbuja protectora siga envolviendo esa pregunta, porque si ésta se quedara al descubierto, sin su envoltorio, resultaría insoportable. Finalmente los vence el cansancio acumulado por el esfuerzo de soportar el griterío. Los clamores y los chillidos del psiquiátrico se alejan como si provinieran de muy lejos: como si dejaran de ser voces humanas y se convirtieran en la resonancia de los violentos golpes que da el dolor —transformado en rabia— en el gong del destino.
En los cuartos en que dormían de a dos, la alegría y la desgracia solían entretejerse.
A lo largo del día una chica contaba los dedos de sus pies; una señora mayor intentaba meter una soga en el ojo de una aguja; un anciano conversaba con el rincón de su cuarto; un joven temblaba de miedo ante la vista de la manga derecha de su chaqueta; un hombre…, una mujer… En el transcurso del día y de las horas hábiles de la noche, todos en El Nido hacían algo que los trasladaba a mundos particulares, apartados, solitarios.
Cada noche, antes de dormir, una mujer miraba fijamente hacia la oscuridad y susurraba:
—Buenas noches, mundo.
Mi hermano escribió: «Todo ser humano es hijo de su época, incluso en sus características más personales». Se podría afirmar también que cada locura particular es hija de su propio tiempo; sin embargo, por particulares que sean sus características, las locuras son siempre las mismas en todas las épocas.
La locura surgió a la par que el género humano. Tal vez el primer hombre, el que por vez primera pronunciara la palabra Yo, sintiera cómo este Yo suyo se disgregaba. En aquel entonces, en la más remota infancia de la humanidad, los miembros de la comunidad veían a los diferentes como se ve un milagro sin explicación posible, o como se observan los relámpagos y el movimiento del Sol de un lado al otro del firmamento.
Transcurrieron épocas y el hombre quiso explicarse los fenómenos: el relámpago era la lanza celestial de una deidad furibunda, el Sol era un dios que atravesaba el cielo. En cuanto a la locura, creían que ésta se debía a espíritus malignos o benignos que poseían a ciertos seres humanos. Daba lo mismo si el poseído se escapaba del refugio que compartía con sus semejantes para meterse en la madriguera de una fiera, sin pensar en que ésta lo despedazaría; o si, en vez de arrojar la lanza, la depositaba a sus pies y se ponía a venerar al animal perseguido; o si tiraba piedras contra el Sol creyendo que lo apagaría… En todas las sociedades primitivas, el remedio fue siempre el mismo: les perforaban el cráneo a los poseídos para que se escaparan de allí los demonios de la locura. Los cadáveres de aquellos que no sobrevivían a esa ceremonia de exorcizar la locura eran arrojados lejos de la aldea, para evitar que el demonio entrase en otro miembro de la comunidad.
Transcurrieron más épocas y los hombres encontraron nuevas explicaciones: el relámpago nacía del choque entre las nubes, el Sol era un cuerpo celeste que daba vueltas alrededor de la Tierra. Sin embargo, la locura seguía estando provocada por fuerzas divinas o diabólicas que, según los textos sagrados, tomaban posesión de los insumisos: «Te castigará el Señor con la locura o el delirio, con la ceguedad y con frenesí», dice el Antiguo Testamento. Según el Nuevo Testamento, la locura también se debía a los espíritus malignos que tenían que ser exorcizados de las personas endemoniadas. En el resto de religiones, la locura también era vista como el resultado de influencias oscuras o como consecuencia de la lucha entre Dios y el Diablo. Pero al mismo tiempo hubo quienes hicieron otras interpretaciones. En una época en que sus conciudadanos y contemporáneos creían que la fuente de la locura se encontraba en manos de la diosa Hera o del dios de la guerra Ares, uno de los discípulos de Hipócrates apuntó que no eran fuerzas oscuras ni lumínicas las que provocaban la locura, sino que nuestra mente era la que nos volvía «locos o delirantes» y creaba nuestros temores. Varios siglos más tarde, en su obra De causis et signis acutorum morborum, escribió Areteo de Capadocia: «Un paciente puede creer que su forma es distinta a la que en realidad tiene: uno cree que es un gorrión, gallo o florero de arcilla; otro, que es Dios, orador o un actor que sostiene el cetro del Universo. Unos lloran como recién nacidos y exigen que se les sostenga en brazos, otros creen que son un diminuto grano de mostaza y tiemblan de miedo ante la posibilidad de que los devore una gallina». El sabio de Capadocia señalaba que la melancolía y la manía eran las dos caras de la locura: «El melancólico se aísla o teme ser expulsado o encerrado; lo atormentan ideas supersticiosas, odia y maldice la vida y desea la muerte». Afirmaba que quienes no sufrían melancolía, sino un estado maniático, vivían exaltaciones, alegrías o furias incontrolables, y podían llegar a sentirse inspirados para la realización de grandes obras para las que no estaban preparados. También podían llegar a matar sin motivo alguno. A veces las dos caras de la locura se manifestaban en la misma persona: «Algunos pacientes melancólicos suelen presentar también crisis de manía», mientras que otros, que habían estado eufóricos por causa de la manía, podían caer presa de la melancolía: «Al final del ataque el paciente se siente exhausto, triste, se vuelve taciturno; le teme al futuro y se siente avergonzado». Más tarde el círculo vicioso volvía a cerrarse en una alternancia constante entre la melancolía y la manía.
Pasaron más siglos y se aclaró que el Sol no daba vueltas alrededor de la Tierra, sino que la Tierra daba vueltas alrededor del Sol. Se buscaron explicaciones a los fenómenos naturales; no obstante, los intermediarios de Dios siguieron proclamando que los locos estaban poseídos por el Diablo y, creyendo hacer la voluntad de Dios, decidían si iban a aliviarlos con plegarias y oraciones o los enviaban a largos peregrinajes para curarse en los Lugares Santos. Pero si llegaban a la conclusión de que no se trataba de una posesión, sino de un pacto voluntario con el Diablo, los quemaban en las hogueras, los ahorcaban o los ahogaban en agua. A comienzos del Siglo de las Luces, en Europa se consideró que los locos no sólo eran pecadores o posesos, sino también seres peligrosos que no podían aportar nada a la sociedad; por lo tanto, su existencia perjudicaba el funcionamiento de ésta. No obstante, se siguió creyendo que una de las causas de la locura provenía del Señor. Durante el Renacimiento consideraban que había tres pecados básicos que causaban la locura: la locura de la imaginación, cuando uno se creía que era alguien o algo que en realidad no era; la locura como castigo divino, y la locura como secuela de una pasión desmesurada. En aquel entonces, en todas las grandes ciudades había una cárcel destinada exclusivamente para los locos. No recibían allí tratamiento alguno, sino un castigo; la locura no era considerada una enfermedad, sino una maldad. Los que se consideraban a sí mismos personas normales, siempre sintieron la necesidad de poner fronteras infranqueables entre sí y aquellos a los que declaraban locos. Las autoridades de las ciudades costeras pagaban a los marineros para reunir a los dementes; los barcos se iban con aquellos desgraciados amarrados en las cubiertas. Si sobrevivían al hambre y la sed, si no morían de frío o de calor, los bajaban en secreto en el primer puerto o, si eso resultaba imposible, los abandonaban en algún trozo de tierra deshabitada o los arrojaban al mar. En los siglos XVI y XVII, Reginald Scott, Edward Jorden y Thomas Willis afirmaban en sus estudios que la locura no representaba ningún pacto con Satanás ni era una posesión demoníaca, sino un padecimiento nervioso y mental, pero la convicción de que la demencia era causada por las fuerzas del mal seguiría teniendo adeptos entre los intelectuales durante un buen tiempo. A finales del siglo XVII, en la Universidad de Jena, el profesor de medicina Ernst Wedel les explicaba a sus estudiantes qué manifestaciones podía presentar el Diablo a través de la locura. Sin embargo, los tiempos ya habían avanzado: John Locke había demostrado que hasta la religión podría ser racionalista, y Thomas Hobbes interpretaba la locura como un pensamiento erróneo debido a cierto fallo en el mecanismo corporal. A pesar de ello, los asilos para locos seguían pareciendo más bien prisiones para delincuentes. En los dos más famosos —La Salpêtrière y Bicêtre, en París— trataban a los enfermos como animales, encerraban a algunos de ellos en calabozos subterráneos, les ponían cadenas en los cuellos, los amarraban a los pilares de la vergüenza. Si algún imbécil de fuera quería verlos en el patio para burlarse de su suplicio, los guardias se lo permitían por unas pocas monedas e incluso azotaban con sus fustas los cuerpos de aquellos desgraciados como si de un espectáculo circense se tratara.
En el siglo XIX, la religión y las autoridades carcelarias adscribieron definitivamente la locura al campo de la psiquiatría. La locura ya no era pecado ni perversidad, sino una oportunidad desaprovechada, una existencia inútil. Lo que le tocaba una sola vez al ser humano —la vida— era desperdiciado por no tener sentido. La vida de los locos era un fallo o una apuesta errónea de la naturaleza o del Señor.
Todas las ventanas de las habitaciones de El Nido daban al parque del hospital. El parque estaba cubierto de un césped suave, cruzado por senderos a lo largo de los cuales había bancos. Aquí y allá había grupos de árboles que recordaban una escenografía teatral que pretendía representar un bosque. Por la tarde, Klara y yo nos sentábamos junto a la ventana para observar el crepúsculo.
En El Nido había gente que temía a la oscuridad más que a la muerte.
A veces, de repente, reinaba el silencio. Klara y yo nos callábamos, por muy importante que fuera nuestra conversación. Apreciábamos mucho el silencio, porque era muy raro en El Nido. En la habitación de arriba estaban Hans y Johann: el uno caminaba con pasos lentos y pesados, como si tuviera herraduras en vez de suelas; el otro daba pasitos menudos y rápidos. En la habitación de al lado, Christa hablaba en voz alta, más que nada reprendiéndose a sí misma. Al otro lado, Beata y Herta se desternillaban de la risa, golpeando la pared con sus puños y cabezas: golpes sordos como dolores olvidados. Desde las demás habitaciones nos alcanzaban gritos, alaridos, llantos y carcajadas, silbidos, porrazos y crujidos. El silencio se daba tan pocas veces que lo ansiábamos; por eso, sin pensarlo siquiera, nosotras, de manera inconsciente, enmudecíamos también, como si estuviera sucediendo un milagro.
Los humanos siempre hemos intuido —y seguiremos intuyéndolo siempre, sin poder encontrar pruebas de si se trata de la verdad o de un autoengaño— que en lo más profundo de nuestro ser llevamos una imperceptible luz inmaterial que probablemente persiste aun después de que el cuerpo fenezca. Esta luz es constituida por un gran número de rayos, cada uno de los cuales es uno de los rasgos humanos sustanciales. Las personas que tienen rayos afines forman constelaciones humanas. Un sinnúmero de personas conforman cada una de esas constelaciones humanas. Cada individuo pertenece a tantas constelaciones como rayos componen su luz. Un sinnúmero de personas están relacionadas en la misma constelación, aunque no se conozcan, aunque sus caminos nunca se crucen: para formar parte de una constelación humana no hace falta estar cerca de los demás integrantes o vivir en la misma época, sino poseer, dentro de su luz inmaterial, aquel rayo que es el característico de la constelación. Algunos de esos rayos son propios de la locura. Las constelaciones creadas por la locura están entretejidas con las demás constelaciones humanas, por compartir los mismos individuos, pero a pesar de todo parece como si cada una de las constelaciones de la locura brillara sola, en un cielo aparte.
En las mesitas de noche teníamos toda clase de recuerdos de nuestras vidas anteriores. En la de Christa, nuestra vecina, estaba el primer mechón que le cortaron a su hija y el primer diente de leche que se le cayó. Siempre que alguien entraba en su habitación, en medio de la conversación Christa desviaba su mirada hacia la mesita y, olvidando que lo había repetido mil veces, decía: «Éstos son de mi pequeña Lotte». Cogía el mechón y el diente, los ponía en la palma de su mano y los miraba como hacen los niños con un vidrio de colores, creyéndolo un tesoro.
En las mesitas de noche había siempre las mismas cosas: pedacitos de ladrillo, fotografías, postales de tinta desvaída, plumas de aves, patas de sillitas, fundas de almohadas, jirones de cortinas, bolsillos desgarrados, botones, espejitos, guijarros, pedazos de madera tallada, cordones de zapatos, cintas de sombreros, abalorios…, brazos, piernas, troncos, cabezas de muñecas rotas, a veces alguna que otra muñeca íntegra…
Había mesitas en que los objetos estaban meticulosamente colocados según un orden estricto; en otras reinaba un verdadero caos. Con sólo ver cómo estaban ordenadas o desordenadas las cosas, conociendo aquella extraña geometría de orden y caos, uno podía descifrar la particular geometría de orden y caos en las existencias de sus dueños; aunque los que habían trazado aquellas extrañas geometrías de sus propias vidas no podían ni querían referirlas con palabras.
En la mesita de noche de Klara había un dibujo que resultaba difícil suponer que fuera de su hermano: una mujer de espaldas permanecía al borde de un abismo.
Mi mesita de noche estaba vacía. Había bastantes mesitas vacías en El Nido.
Al fondo del ala este del hospital había una pequeña biblioteca. Allí algunos de los pacientes hojeaban deprisa los libros, de la primera página a la última, y después, de la última a la primera. Los había quienes, desde que se sentaban hasta que se levantaban, no pasaban ni una sola página: permanecían con la mirada fija en una letra, un punto, una coma, un signo de exclamación o de interrogación. Algunos leíamos.
A veces Klara cogía el dibujo que estaba en la mesita junto a su cama. Era un pequeño trozo de papel que se encontraba por casualidad en el bolsillo de su hermano en una de sus visitas. Gustav solía meter las manos en los bolsillos mientras hablaba. Al terminar la conversación las sacaba de repente y esparcía lápices, gomas, tizas, monedas. En una de sus visitas, de sus bolsillos cayó un trozo de papel arrugado. A partir de entonces, Klara guardaba el dibujo en su mesita de noche; a veces lo cogía y lo miraba largamente. Allí, en aquel pequeño trozo de papel, había una mujer de espaldas, detenida en el borde de algo. Allí probablemente empezaba un vacío. Una vez, tras observar largo tiempo el dibujo, Klara dijo: «Me pregunto si esta mujer mira el abismo o está con los ojos cerrados».
Por la tarde, cuando hacía buen tiempo, nos sacaban a pasear por el parque. Sin embargo, con una buena excusa, uno podía quedarse en el edificio. Yo lo hacía a veces, alegando tener dolores de cabeza o de barriga. Entonces me asomaba a la ventana y observaba a los que paseaban por el parque. Algunos correteaban por el césped y se perseguían como chiquillos, otros se sentaban en grupos y conversaban, y otros discutían. Había quienes permanecían solos, pensativos, sonrientes, llorosos o apáticos. La ventana enmarcaba el mundo de fuera, dejándome en otro mundo aparte, desde donde podía observarme a mí misma.
Una vez, mientras estaba en la ventana, vi cómo a una de las mujeres que paseaban se le acercaba un señor que llevaba a dos niños de las manos. Al verlos, ella se detuvo sobresaltada, lo cual hizo que sus tres visitantes se quedaran de piedra también. Luego el hombre le habló, señalando a los niños y acariciando sus cabezas. A veces dejaba de hablar, tal vez esperando que ella contestara. Yo la observaba desde atrás, no podía ver su cara, ni saber si decía algo. Pero la expresión del marido revelaba que no conseguía sacarle ni una palabra. Al rato fue notorio que se había rendido. Dio un paso hacia ella y la abrazó, los brazos de la mujer apenas se movieron, como si se esforzara por devolverle el abrazo. Los niños se le acercaron, rodeándola con los brazos por la cintura, pero ella no se inclinó hacia ellos. O no pudo hacerlo. El hombre y los niños se encaminaron a la salida de El Nido. Antes de salir por la puerta del parque se volvieron hacia la mujer, diciéndole adiós con las manos. Como si levantara un objeto muy pesado, ella movió un brazo y esbozó en el aire un leve gesto de despedida. El brazo cayó inerte junto a su cuerpo. Uno de los niños se detuvo, dio dos pasos hacia ella como si fuera a echar a correr, pero desistió y se unió a su padre y a su hermano. Todos salieron por la puerta. La mujer permaneció largo rato como petrificada. Y aunque estaba allí, en el parque, yo tenía la sensación de que se encontraba en el borde de un abismo. Trataba de imaginarme su cara, sin conseguirlo. Y me preguntaba si miraba el abismo o permanecía en el borde con los ojos cerrados.
La vida de Christa, nuestra vecina, se había venido abajo de repente. Todo sucedió poco antes de que la trajeran a El Nido. Tal vez la causa fuera la muerte de su marido, aunque cuando se trata de la locura nunca se puede saber con certeza. De repente dejó de reconocer a la gente de su entorno. Miraba a sus padres como si viera un muro. A su hijita, que había nacido pocos meses antes, la veía como un objeto. Cuando la instalaron en El Nido, de repente algo en ella revivió. Empezó a comer y a moverse, a bañarse sola, a pasear por el parque y a trabajar en el taller de tejidos. Pero cuando la visitaban sus padres con la niña volvía a sumirse en el estupor, como si retrocediera al pasado. Después, al irse éstos, se echaba a llorar por su hija y pedía que se la devolvieran. Sus padres se enteraron de lo que pasaba cuando se iban y decidieron llevarse a Christa a casa, donde ella permaneció varias semanas totalmente absorta. Más tarde, al devolverla a El Nido, Christa volvió a moverse y a llorar por su hija.
Sus quejidos sonoros duraban horas después de que se fueran las visitas. Nosotras entrábamos en su habitación y tratábamos de convencerla de que le traeríamos de vuelta a su hija. Le costaba escucharnos. Cuando, al cabo de mucho tiempo, la mentira alcanzaba su entendimiento, Christa movía afirmativamente la cabeza, callaba por fin, y la vida seguía adelante.
En los tiempos en que la gente todavía creía que la Tierra era llana como una losa, cuando le daban escalofríos con sólo pensar en el Juicio Final, cuando temía al infierno y aspiraba a alcanzar el paraíso, en las ciudades se tenía por costumbre, de vez en cuando, encerrar en jaulas a los locos y conducirlos a la plaza. Allí se reunían todos los vecinos: las autoridades y los artesanos, los clérigos y los soldados, las damas nobles y las lavanderas, los niños y los ancianos, los médicos y los pescadores, los honrados y los ladrones. Todos esperaban la gran ceremonia que empezaba al soltar a los infelices de las jaulas. Los recibían los gritos exaltados de la concurrencia. Avanzaban con las miradas pasmadas, en harapos, balbuciendo frases ininteligibles. A su alrededor, en un amplio círculo, estaban los guardias, que cuidaban de que los locos no se dispersaran. Los guardias se plantaban con las piernas muy separadas para hacerse más bajos y que los demás pudieran mirar por encima de sus cabezas. Todos contemplaban a los locos, mientras éstos miraban el tumulto y se miraban entre ellos. Alguien, no importa si un pillo o un cura, les lanzaba un improperio. Había locos que contestaban, otros seguían inmersos en sus mundos particulares, otros se sentían aturdidos ante tanta algarabía y tantas miradas fijas en ellos. La turba esperaba. Un niño recogía un puñado de piedrecitas, se colaba entre las piernas separadas de los guardias y apuntaba a los locos. Una le daba en la frente a una mujer que se comía ansiosa las uñas. Otra daba en el pie de un viejito que trataba de decirles algo a los que lo rodeaban silbando como un gorrión. La tercera fallaba el blanco y caía por ahí. La mujer dejaba de comerse las uñas y ponía el grito en el cielo. El viejito dejaba de silbar como un gorrión e injuriaba a todo el mundo. Se alteraban los demás locos: algunos le hacían coro al viejito, otros se revolcaban en el suelo, daban brincos y grajeaban como pajarracos o se rascaban de los pies a la cabeza y de la cabeza a los pies. El gentío se exasperaba ante cuanto veía y escuchaba, la furia y la desesperación de los dementes. Uno de ellos, con los brazos abiertos, pedía que lo crucificasen. «¡Crucifíquenlo, crucifíquenlo!», rugía la multitud. Otro vociferaba que era el dueño del Sol y que lo iba a apagar con sólo soplarlo. «¡Anda, a ver si lo apagas con una meada!», le interpelaba alguien, y el hombre se bajaba los pantalones, meaba hacia arriba —hacia el Sol— y se llenaba de orines entre el alegre griterío de la turba. «¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde está?», chillaba una de las locas. Entre los mirones corría la voz de que había perdido a su bebé en el parto, luego se decía que jamás dio a luz, y finalmente, que estaba embarazada. «¿Dónde está mi hijo?», se desgañitaba la mujer. Uno, que se las daba de gracioso, encantado con su ocurrencia, se quitaba la camisa, la enrollaba y se la tiraba: «¡Allí tienes a tu bebé!». «¡Mi hijito! ¡Mi hijito!», repetía ella, apretando el trapo contra su pecho. «¡Ha vuelto mi nene! ¡Ha vuelto!», se escuchaban sus gritos de júbilo. La gente alrededor se animaba aún más: las autoridades y los artesanos, los clérigos y los soldados, las damas nobles y las lavanderas, los niños y los ancianos, los médicos y los pescadores, los honrados y los ladrones. Y llegaba el momento más divertido: los guardias la emprendían a latigazos conduciendo a los locos hacia las puertas de la ciudad tal como se arrea a las reses. La turba los seguía, había quienes se inclinaban y cogían piedrecitas para apuntar a los que sufrían los latigazos, gritaban de dolor y trataban de esquivar los golpes con extraños movimientos de saltimbanquis. Finalmente llegaban a la muralla de la ciudad, las puertas se abrían y los guardias los sacaban afuera a empujones: «¡Arre! ¡A disfrutar de la libertad!». Entonces echaban a correr sin saber que las puertas se iban a cerrar a sus espaldas. Quedaban al otro lado de la muralla ignorando que de este modo las ciudades se deshacían de sus locos cada cuantos años. Algunos seguirían merodeando en los alrededores. Algún que otro conseguiría colarse dentro. Los demás vagarían sin rumbo, por campos y montes, cerca de los ríos. La mujer que se comía ansiosa las uñas moriría congelada ese mismo invierno. El viejito que silbaba como un gorrión sería descuartizado por un lobo. El joven que se rascaba de los pies a la cabeza y de la cabeza a los pies llegaría a las murallas de otra ciudad en que intentaría entrar, pero lo mataría un caballero que días antes habría ganado a su amada en un torneo y que después, para revelarle sus amores, le había cantado lindas rimas. A la mujer que buscaba a su bebé la iban a violar unos bandoleros, harían que los acompañara, más tarde la abandonarían y ella moriría en sueños junto a un árbol del bosque, abrazando el trapo enrollado que creía su hijo.
Los hijos de Dora estaban todo el tiempo con ella en El Nido. Ella les leía cuentos, les daba de comer, los llevaba a pasear, los dormía. Los hijos de Dora la acompañaban todo el tiempo, aunque nadie más conseguía verlos. Durante las comidas ella no permitía que nos sentáramos a su lado en el comedor, porque allí se sentaban sus hijos, a los que daba de comer. Metía la cuchara invisible en la comida invisible y la acercaba a las bocas invisibles insistiéndoles mucho si se negaban a comer. Cuando íbamos al parque les enseñaba juegos infantiles, jugaba con los niños invisibles: les lanzaba un balón invisible, tiraba chinas a un círculo, corría y saltaba con lo Invisible. En la biblioteca de El Nido abría libros ante lo Invisible y le enseñaba a leer. Dormía a sus hijos contándoles cuentos; al despertar por la mañana, se apresuraba a despertarlos a ellos también. Se decía que Dora nunca tuvo hijos. No obstante, sus hijos la acompañaron siempre.
Cuando mi hermana Rosa me visitó por primera vez, nos sentamos en mi cama. Se pasaba la mano todo el tiempo por la gran barriga, como acariciándola. Le pregunté cuándo sería madre.
—Dentro de dos meses —contestó.
La experiencia pule al Yo a lo largo de su existencia, al igual que el mar pule las piedras en el curso de los siglos. El Yo es lo que distingue a cada ser humano de todos los demás, pero el Yo también lo conecta con el mundo. El Yo es el centro de gravedad del Universo de cada uno, es la percepción de sí mismo y del mundo. Hay gente cuyo Yo ha perdido la seguridad en sí mismo porque en algún momento, hacía tiempo, ese Yo llegó a sentir que no tenía derecho a existir.
Alguien mira el aire delante de sí como si mirara un espejo en el que no consigue hallarse: «¿Quién soy yo? ¿Quién soy? ¿Quién soy?». La misma pregunta se plantea otra persona en otro sitio, y mucha más gente en lugares y tiempos diferentes… Desde que el mundo es mundo, un sinnúmero de seres humanos se ha preguntado lo mismo en todas las épocas y latitudes.
Cinco amigos jóvenes, con los corazones colmados de piedad igual que si fueran en peregrinación, van a Tubinga, a casa del carpintero Ernst Zimmer, donde vive Friedrich Hölderlin. Mientras los conduce detrás de la casa, al lugar predilecto del admirado poeta, la señora Zimmer trata de explicarles su estado. De repente los cinco, que esperaban ver el rostro inspirado del célebre retrato, se encuentran con un anciano que se mece en un columpio atado en un árbol muy alto. La señora Zimmer se queda atrás, cerca de la casa, después de informarles de que él se pasa los días meciéndose, siempre que no toca el piano en su cuarto o no ayuda a su marido en la carpintería. La gente joven no le presta atención; se acercan al anciano de expresión lela y ausente que se mece sin cesar. Le formulan preguntas sobre la poesía, sobre la métrica, sobre Diotima. Por fin el anciano repara en su presencia, dirige hacia ellos su mirada demente y les pide que se vayan. «¡Pero nosotros hemos venido hasta aquí por usted!», implora uno de los jóvenes. Hölderlin dice sin dejar de mecerse: «Yo ya soy otra persona. Ya no puedo ser el que fui». Estas mismas palabras, en sitios y épocas diferentes, las ha repetido un sinnúmero de gente.
Cierta mujer está gritando: «¡Yo ya no soy! ¡Yo ya no soy! ¡Yo ya no soy!». Esas mismas palabras, en todas las latitudes, han sido repetidas por otros a lo largo de los siglos.
El Yo de algunos humanos es una sustancia frágil, corroída por el ácido de la existencia.
John Clare trata de conciliar el sueño, repitiendo en voz muy baja versos de su poema «Yo soy». Murmura fragmentos sueltos, sin orden, al azar: «Soy —mas qué soy nadie sabe ni a nadie / le interesa —mis amigos / me dejaron como un recuerdo inútil / que sólo se alimenta de su propia desdicha / de mis penas que surgen y se van […] sombras confusamente mezcladas a los pálidos / mudos, convulsivos, escalofríos de algo / parecido al amor —y pese a todo soy […] En la nada del desprecio, en el ruido […] donde no hay rastro de sensación de vida […] hasta los más íntimos amores, por los que hubiera dado la vida / son ahora extraños —más todavía que el resto. / Languidezco en una morada que ningún hombre holló / un lugar en que jamás aún mujer lloró o sonrió / para estar a solas con Dios, el Creador, / y dormir ese sueño que dormía en la infancia / procurando no molestar a nadie —helado, mudo, yazgo / sobre la hierba como un perro, irreal como el cielo[6]». Repite estos versos como si fueran una canción de cuna, mientras da vueltas en su cama en una celda del manicomio en Northampton.
Hay personas cuyo Yo siente en algún momento que no tiene derecho a existir, de modo que se encoge ante la objetividad y, deformándose, llega a crear una no-objetividad. Las personas con un Yo de este tipo viven inmersas en la realidad, pero imaginan, ven, sienten una realidad distinta, propia, una no-realidad. Si tienen que enfrentar las circunstancias, no tratan de asimilar los mensajes y signos de éstas, sino que los transforman, convirtiéndolos en mensajes y signos totalmente distintos. Entonces se produce una división: una parte de la persona —una parte de su Yo— construye para sí un mundo imaginario, mientras la otra está forzada a vivir atrapada en la realidad de los demás.
Hay gente que cree que las ideas que se cruzan por su mente no les pertenecen. Cierto hombre se pregunta sobre sus propios pensamientos: «¿Quién está pensando esto?»; otro cree que todos sus pensamientos han sido colocados en su cabeza por algún extraño. Una chica tiene la certeza de que todas sus ideas son una imposición desde fuera y por ello obra todo el tiempo de forma contraria: si se le ocurre «Voy a cruzar la calle aquí», al momento siente la necesidad de oponerse y la cruza mucho más abajo; si se dice para sus adentros: «Es hora de almorzar», enseguida decide quedarse en ayunas hasta el día siguiente; si mientras bebe agua piensa: «Cuidado, no se te caiga el vaso», inmediatamente tira el vaso al suelo. Algo similar sucede a un sinfín de seres humanos en todas las latitudes y en épocas diferentes. Una mujer sumerge su cabeza en un cubo de agua con la esperanza de ahogar todos los pensamientos ajenos que lleva dentro, para que más tarde en su lugar aparezcan los suyos propios.
Hay personas que creen que tanto a ellas como a los demás les suceden cosas que en realidad sólo son fruto de su imaginación, aunque ellos las toman por reales. Inventan mundos paralelos para sí mismos, para la gente con la que viven, para las personas que tratan a diario e incluso para los que se cruzan con ellos en la calle por azar. Un señor está convencido de que la mujer desconocida que lo mira desde una ventana está tramando un plan funesto contra él, o al revés: que le profesa un amor profundo. Los sucesos reales y los que pertenecen a la fantasía colisionan y se hacen trizas, pero esa gente sigue empeñada en demostrar su propia irrealidad. Cierto empleado de correos está seguro de que su hija no viaja a una ciudad cercana para encontrarse con su novio, sino que se dispone a emigrar a una isla lejana para siempre. Una costurera acaba de recibir una carta de su hermana en que ésta le dice que tiene ganas de verla; pero lo que ha leído la mujer es que pronto la visitará su padre, muerto hace años, y tira la carta. Un estudiante, con la mirada fija en su libro de texto, repasa las historias personales de sus profesores y compañeros; historias que ninguno de ellos ha sospechado jamás que podrían sucederle.
Hay seres humanos cuyo Yo es reemplazado por otro diferente. Algunos de ellos se miran al espejo y ven allí a Jesucristo, a Napoleón o a alguna reina. A los que tratan de explicarles quiénes son en realidad los toman por unos envidiosos que se niegan a reconocer su importancia verdadera, o por unos imbéciles que nada entienden.
Y también hay quienes perciben las cosas de manera distorsionada: un señor ve cómo la nube alarga su brazo hacia él; cierta mujer les tiene manía a los baches en el camino porque se le antojan fauces abiertas; aquella chica sabe que su vecina tiene cabeza de rata. Para algunos, el vacío también adquiere formas: de allí emergen fantasmas y monstruos, fieras y humanos, paisajes fantásticos que enternecen u horrorizan.
Hay gente que percibe sonidos que el resto no escucha. A algunos los despiertan de noche golpes en la puerta, otros discuten todo el tiempo con un interlocutor invisible, otros se tapan los oídos porque no aguantan más unos chillidos insoportables.
El Yo de algunos humanos es una sustancia frágil, corroída por el ácido de la existencia, y allí donde la corrosión es mayor se abre una realidad diferente.
Hay gente cuyo Yo sintió alguna vez, hace tiempo, que no tenía derecho a existir y ahora, al enfrentarse con la realidad, se desintegra y percibe muchas cosas como inanimadas.
Hay personas que perciben a los demás como irreales. Creen que la gente que encuentran, con la que se cruzan en la calle, con la que viven, es imaginaria, que forma parte de un sueño o simplemente no existe. El que se les pueda tocar no es prueba alguna de su realidad. En todas las épocas, en todas las latitudes, ha habido muchas personas que han creído lo mismo.
Hay quienes se conciben a sí mismos como irreales: se sienten inanimados, como objetos. Unos creen que son una invención ajena; otros, que han sido soñados; otros, que alguien los ha creado como se crea una pieza. Y hay quienes ni siquiera intentan explicarse su propia irrealidad. Esta misma sensación de irrealidad la ha tenido gente diferente un sinnúmero de veces en todas las latitudes a lo largo de los tiempos. Anhelan desesperadamente vivir algo con autenticidad, tener una experiencia real. Muchas veces la buscan en el dolor. Un hombre joven se clava agujas en los dedos, se arranca los pelos, se araña las mejillas, se golpea la cabeza contra la pared. Cuando le preguntan por qué lo hace, contesta: «Para vivir». Ningún dolor es lo suficientemente fuerte, ni siquiera el sacarse los ojos o someterse a una muerte lenta y penosa, porque el Yo lleva tiempo sin vida, y no será el dolor el que lo vaya a reanimar.
Hay gente cuyo Yo no posee ninguna seguridad en sí mismo porque alguna vez, hace mucho, ha sentido que no tiene derecho a existir y que el resto del mundo puede invadirlo en cualquier momento, ya no siente que haya una frontera entre su Yo y el no-Yo. Estas personas se sienten amenazadas en sus relaciones con los demás, temen que la intimidad con cualquier otro ser humano pueda borrar lo poco que queda de ellas. La sensación de que el mundo va a engullir su Yo la ha tenido un sinnúmero de personas en latitudes y tiempos diferentes. Es como si las miradas de los demás lo redujeran y la presencia ajena lo privara de su propia presencia; como si le pusieran la soga al cuello, como si le taparan la boca y la nariz con una mano, como si se le borrara del tiempo y del espacio, como si se le hubiera condenado a muerte aunque su cuerpo siguiera intacto. Puesto que existe sin auténticas relaciones con los demás ni consigo mismo, el Yo de esta gente es imaginario, inasible como el humo. Es justamente a lo que aspira: quedar a salvo de los demás. Al mismo tiempo existe el riesgo constante de desaparecer al primer contacto con la realidad. Por eso algunos disimulan su auténtico Yo mostrando otro distinto. Presentan apariencias y se sienten seguros; se sienten seguros indistintamente de si se les mima o tortura, porque tienen la impresión de que todo le sucede a su Yo aparente, imaginario, creen que han sabido tenderle una trampa al mundo, mientras el Yo verdadero no hace más que contemplar. Pero hay ocasiones en que se dan cuenta de que esta seguridad también es aparente, que no es más que un escapismo. Cierta tarde, un hombre, creyendo haber escapado de la realidad, repetía desesperado: «Me siento como en una botella. Todo ha quedado fuera sin que pueda tocarme. Estoy seguro de que nada me puede alcanzar. Soy como un barco en una botella, a salvo de las tormentas, aunque no pueda navegar».
En el curso de su vida, el Yo humano es pulido por la experiencia como la piedra es pulida por el mar a lo largo de los siglos. El Yo es lo que distingue al ser humano del resto del mundo, pero el Yo es también lo que lo relaciona con el mundo. El Yo es el centro de gravedad del universo propio, es la percepción de sí mismo y del mundo. Y ya que esta percepción le llena a uno, también le colma de plenitud vital. Pero hay gente que se siente vacía, y este vacío no es de los que se pueden llenar; se siente vacía como si llevara un desierto en sus entrañas, un desierto imposible de poblar. El vacío atormenta a estas personas, les duele; sienten un deseo exasperado de llenarlo, al tiempo que les aterroriza la ignorada realidad que lo ocuparía, porque para ellos la realidad siempre es una amenaza, algo terrible, capaz de destruir su Yo vacío. Andan por el mundo con el horrible vacío helado en el pecho, andan exhaustos por su presencia monstruosa, pero si en algún momento llegan a sentir que en el lugar del hielo puede aparecer un poco de calor, huyen despavoridos de lo que podría conducir al cambio. Si no pueden huir, deciden que quienes serían capaces de llenar el vacío y aportarles algo de calor no son más que objetos; que todo ser humano no es más que un mecanismo preciso, no más animado que un reloj, y por tanto incapaz de desplazar el frío mortal de su vacío interior. Pero cuando no consiguen escapar ni convencerse de que los demás son sólo unos mecanismos precisos, sienten que éstos van a mutilar su Yo, que lo triturarán por dentro, lo cual los llena de odio y de miedo.
El ser humano establece una diferencia tajante entre sí mismo y el mundo circundante. Puedo experimentar compasión o ser insensible, sin embargo mi dolor siempre es mi dolor y mi alegría es mi alegría por mucho que los comparta con los demás. Tampoco el dolor y la alegría ajenos pueden convertirse del todo en míos. Para los seres humanos el Yo es siempre Yo, jamás llega a ser Tú, ni el Tú puede ser Yo. El viento siempre será algo distinto, siempre pasará junto a mí, aunque a veces, por la fuerza con que sopla, puede parecerme que se cuela dentro de mis huesos; el viento será siempre el viento y Yo seré siempre Yo. Pero hay personas cuyos sentimientos o ideas huyen para meterse en alguien o en algo externo; a lo mejor alguna vez, hace mucho, intuyeron que les dolería menos si una parte de su Yo, la parte sensible, se trasladaba fuera en vez de permanecer en ellos. Una joven, mientras trata de conciliar el sueño, oye el viento y cree que él —y no algo escondido profundamente en sus entrañas— brama: «¡Cuánta tristeza, cuánto dolor hay en los bramidos del viento!»; escucha el viento pero se queda sorda para los bramidos en sus adentros porque cuando, tiempo atrás, todavía los escuchaba, eran tremendamente dolorosos: como si alguien arrancara pedazos de ella misma. Es por eso que ahora escucha el viento, el viento que brama de dolor.
La locura es una huida que a veces conduce a un callejón sin salida; a veces huir del dolor conduce a un dolor más intenso aún.
Hay gente que no está en condiciones de soportar la realidad dolorosa y se interna por completo en una realidad ilusoria, se extravía en sus propios sueños, donde el filo cortante del dolor no sólo se ha desgastado, sino que ha desaparecido del todo; los lamentos se disuelven en el sueño, se pierden, se reducen a un solo punto; derivan en una plácida paz. Había gente así en El Nido, yacían en sus camas y una sonrisa burlona vibraba en sus labios. Como si acabaran de desprenderse de este mundo para cruzar las puertas del paraíso, o como si regresaran al vientre materno.
Mientras anuda la soga alrededor de su cuello, Gérard de Nerval se acuerda de sus propios versos:
Murió mi sola estrella —mi laúd constelado
Ostenta el negro Sol de la Melancolía[7].
La locura no diferencia lo que hay dentro de mí de lo que está fuera. En la locura en mí caben universos enteros y al mismo tiempo los aspectos más sustanciales de mi propio Yo se han desprendido de mí: andan por ahí, fuera, míos o no-míos, pero siempre en dominio ajeno.
En El Nido había habitaciones de las que los pacientes no salían nunca: eran recintos en que yacían unos diez cuerpos exánimes o que se debatían como animales por liberarse de las correas y las cadenas que los sujetaban. A estos últimos los llamábamos «peligrosos». El doctor Goethe a veces nos permitía entrar a las habitaciones donde los enfermos yacían inmóviles o forcejeaban para desatarse. Mirábamos aquellas caras pensativas, caras dementes, caras horrorizadas, caras desfiguradas por el pánico y ellos también nos miraban con sus ojos cansados, con sus ojos vacíos, con sus ojos llenos de miedo, de admiración, de alegría vesánica, de odio irracional, de amor infundado; ojos llenos de asco y de lascivia; en silencio apretaban sus labios o entreabrían los labios de sorpresa; dejaban escapar por sus bocas un susurro imperceptible, una bendición o una maldición, un grito de alegría o un grito de dolor.
La locura rompe el hilo entre el Yo y la realidad; influido por los delirios de su inconsciente, el Yo crea su propia irrealidad. Aquellos que pierden contacto con la realidad no reflexionan sobre su destino, simplemente existen, ellos son su propio destino. Ser loco es ser su propio destino, perdida la conciencia de su propio Yo.
«La sala de los moribundos»: así llamábamos al recinto en que alojaban a pacientes que agonizaban. Un día Klara me llevó a aquella pieza larga que olía a muerte. Olía a carne viva en descomposición, olía a excrementos, olía a sudor; en medio de aquel hedor había cuerpos que se retorcían en espera de la muerte o cuerpos que la aguardaban ateridos. Unas cuantas personas, tumbadas en colchones en el suelo, luchaban por cada bocanada de aire. Hacía frío, pero a mí me pareció que había una especie de vapor en aquel cuarto oscuro. Mirando a la gente que esperaba su fin, pensé que en la muerte todos se parecen y, sin embargo, son distintos. A todos se les va el alma en un último aliento; pero todos expiran a su manera.
Un día Klara me dijo:
—Nunca olvidaré la primera muerte que presencié aquí. En el comedor, durante la comida, la cabeza de Regina cayó al lado del plato de sopa, como si se quedara dormida.
Cuando alguien fallecía en El Nido, la noticia se expandía de un lado a otro del hospital. Cada uno la transmitía con su voz habitual: musitando o en voz alta, susurrando o a gritos, atropelladamente, como si quisiera adelantarse al pensamiento, o despacio, como queriendo dejar que todas las ideas se dispersaran.
Hay gente que no consigue orientarse en el tiempo. En su mundo interior ciertos momentos, imágenes, sucesos se han desgajado de sus nichos y han trastornado el orden del pasado; incluso se han alterado el pasado, el presente y el futuro; se mezcla lo que ha sido con lo que nunca fue. Algunas de estas personas tratan de ordenar el tiempo, organizar las cosas en su devenir, acomodar el antes y el después, poner en su sitio lo que sucedió hace mucho tiempo y lo que acaba de suceder, lo que algún día podría suceder, lo que realmente sucedió y lo que jamás ha sucedido. Mientras lo intentan, se dan cuenta de que cualquier esfuerzo es en vano y que no son capaces de encontrar ni siquiera su propio lugar en el tiempo.
Hay gente que no consigue orientarse en el espacio. Algunos no saben lo que es cerca y lo que es lejos; otros no distinguen arriba de abajo, adelante de atrás, izquierda de derecha; a otros les parece que todo a su alrededor se expande y les oprime; y también hay quienes creen que todo lo que hay en el espacio desaparece, y aunque toquen lo que está al alcance de su mano —los muros, los objetos, su cuerpo— están convencidos de que nada existe.
Muchas veces, a la hora prevista para los paseos en el parque, a El Nido llegaba la madre de Heinrich. Heinrich estaba casi inmóvil porque su mente no podía obligar a su cuerpo a que se moviera. Pasaba todo el día en la cama, y sólo a la hora del paseo por el parque los enfermeros lo sujetaban, lo empujaban y él iba como una máquina, con pasos rígidos, mientras alguien lo obligaba. Lo conducían así por los pasillos y después lo llevaban hasta algún banco, le oprimían los hombros y él se sentaba. Todo era mecánico en sus movimientos. Miraba fijamente hacia un punto, incluso cuando le visitaba su madre. Ella se sentaba a su lado en el banco, ponía su mano sobre la de Heinrich y le decía algo con tanta ternura y resignación que no parecía conocer el estado real de su hijo. Durante los ratos que pasaba junto a él, los ojos de aquella mujer brillaban llenos de vida. Llenos de vida estaban los labios seniles que se movían y los movimientos de aquella mano que dejaba la del hijo para volar tierna y alegre por el aire siguiendo la entonación de las palabras. Miraba a su hijo como si éste tuviera una cara no menos llena de vida que la de ella. Más tarde, cuando era hora de regresar a nuestras habitaciones, los enfermeros cogían a Heinrich de los brazos, él se levantaba y caminaba mecánicamente, moviendo las piernas rígidas en obediencia de los empujones que le daban en la espalda. Cuando su hijo desaparecía en el edificio, la madre se levantaba y la expresión de su cara se transformaba por completo, como nublada por una gran desgracia, pero no la que acababa de vivir, sino una desgracia ancestral que ya no suscita horror, que se arrastra con una resignación terriblemente dolorosa. Con la mirada cansada y pasos penosos se encaminaba a la salida de El Nido.
Como si existiera un abismo entre los que se consideran a sí mismos normales y los que éstos declaran locos. Las personas que están en la orilla de la normalidad muchas veces se sienten extraños entre ellos, pero saben que comparten la misma orilla y la misma realidad. En la otra orilla cada ser humano vive en su mundo propio, porque la locura nace cuando el Yo se desprende de la realidad, desgarrándose por dentro y creando una no-realidad particular. Entre la orilla de la normalidad y la orilla de la locura no existe ningún puente. A veces alguien de la orilla de la normalidad se fija tanto en sí mismo y en el abismo que es incapaz de desprender de allí su mirada. Se inclina y cae en el abismo, pero no desaparece, sino que llega a la otra orilla, la de la locura. A veces alguien de la orilla de la locura deja de mirar todo el tiempo en sí mismo y en el abismo y como por un milagro emerge en la orilla de enfrente. No hay puente entre las dos orillas y, sin embargo, hay quienes pasan de la una a la otra. Aunque el abismo no los traga, ellos, no obstante, pasan por la muerte, porque pasar de la orilla de la locura a la orilla de la normalidad o de la orilla de la normalidad a la orilla de la locura es como pasar de un mundo a otro.
Una anciana y su hijo pasean por el parque Kannenfeld en Basilea. Por la expresión del hijo se nota que para él todo está demasiado lejos, como si perteneciera a una vida pasada, o a la vida de otro: los libros que ha escrito, las conversaciones que ha tenido, los recuerdos, los días vividos y las noches de insomnio. De poder verlo todo como a través de un cristal opaco, quizás pudiera recordar que alguna vez vivió aquella vida, pero para él el pasado está hundido en la oscuridad más profunda, o él mismo se ha sumergido en las tinieblas; la luz en que vibra su pasado lo ciega en vez de ayudarle a ver mejor. Como si hubiera acaecido la muerte entre su estado de ahora y el de antes: se ha borrado todo lo que fue alguna vez. En un momento dado, mientras los dos pasean por el parque, el hijo ve que el jardinero corta unas rosas, y un temblor recorre todo su cuerpo. Su expresión alelada cambia, se vuelve sensible, como si esta visión tirara con fuerza de un hilo dentro de él: un hilo que conduce a lo que fue alguna vez pero dejó de existir. Le es imposible seguir el hilo hacia atrás, hacia lo que fue, ni tampoco lo que fue puede acercarse a lo que ahora es. El tirón del hilo sólo ha removido algunos sentimientos, algunos recuerdos borrosos. Se echa a llorar. Llora como un crío. Su madre saca un pañuelo, le seca las lágrimas y después los mocos que corren por su bigote tupido.
—No llores, Friedrich, no llores… —dice, le coge de la mano y siguen su paseo por el parque.
Cuando la luz se va desvaneciendo,
y la hoz de la luna
ya se desliza verde y envidiosa
entre rojos purpúreos,
— enemiga del día,
y sigilosamente a cada paso
las guirnaldas de rosas
siega, hasta que se hunden
pálidas en la noche:
así caí yo mismo alguna vez
desde mi desvarío de verdad,
desde mis añoranzas de día,
cansado del día, enfermo de luz,
— caí hacia abajo, hacia la noche, hacia las sombras,
abrasado y sediento
de una verdad.
— ¿recuerdas aún, recuerdas tú, ardiente corazón,
qué sediento estuviste? —
¡sea yo desterrado
de toda verdad!
¡Sólo loco! ¡Sólo poeta!…
FRIEDRICH NIETZSCHE,
«¡Sólo loco! ¡Sólo poeta!»[8]
Una tarde Vincent van Gogh le escribe a su hermano una carta en que describe el manicomio de Saint-Rémy:
«Te aseguro que estoy bien aquí y que por el momento no veo razón, en lo más mínimo, para ir a una pensión en París o sus alrededores. Tengo un pequeño cuarto empapelado de gris verde, con dos cortinas verde agua con dibujos de rosas muy pálidas, reavivadas con delgados trazos de rojo sangre.
»[…] el miedo de la locura se me pasa considerablemente viendo de cerca a aquellos que ya andan aquejados, con la misma facilidad con que luego puede aquejarme a mí, ya que puedo a continuación estarlo muy fácilmente.
»Antes esos seres me repugnaban y era algo desolador para mí pensar que tanta gente de nuestro oficio […] había terminado así. […] Ahora pienso en todo esto sin temor; es decir, que no lo encuentro más atroz que si estas personas hubieran muerto de otra cosa […]
»Porque, aunque haya quienes aúllen o suelan estar locos, hay aquí mucha amistad verdadera que se tienen unos a otros; ellos dicen: hay que aguantar a los demás para que los demás nos toleren; y otros razonamientos muy justos que ponen así en práctica. Y entre nosotros nos comprendemos muy bien; yo puedo, por ejemplo, hablar alguna vez con alguien que no me responde más que con sonidos incoherentes […]. Si alguno cae en una crisis los otros lo cuidan e intervienen para que no se lastime.
»Y lo mismo sucede con aquellos que tienen la manía de agredirse siempre. Los residentes más antiguos de la casa de salud acuden y separan a los combatientes si hay combate.
»Es cierto que también hay algunos casos más graves, sea porque son muy sucios o sea por peligrosos. Éstos están en otro patio.
»La sala que tenemos para los días de lluvia es como una sala de espera de tercera clase, de las que se estilan en algunos lugares; tanto más cuanto que hay honorables alienados que llevan siempre un sombrero, anteojos, un bastoncillo y vestido de viaje, casi como en los baños de mar, y que fingen allí ser pasajeros.
»Ayer dibujé una gran mariposa nocturna, bastante rara, que se llama la cabeza de la muerte, de un colorido distinguido y asombroso, negro, gris, blanco matizado de reflejos acarminados o que giran vagamente sobre el verde oliva; es muy grande. Para pintarla, hubiera tenido que matarla y esto era una lástima, con lo bello que era el animalito.»[9]
A veces mi hermano venía a visitarme. El doctor Goethe se sentía feliz siempre que aparecía su colega, el doctor Freud. Se ponían a hablar y a menudo las conversaciones se convertían en pequeñas disputas. Yo no participaba en sus discusiones, sólo escuchaba el tono de las voces, miraba los gestos de sus caras y sus ademanes.
En cierta ocasión al doctor Goethe se le ocurrió organizar un gran carnaval en El Nido. El carnaval tenía el propósito de divertirnos, pero también el de reunir fondos para el hospital. Durante varias semanas nos estuvimos preparando para la gran ocasión. Fueron excluidos sólo los violentos, los maniáticos y las ninfómanas, lo mismo que los que yacían inmóviles en sus camas.
—¿Por qué no puedo participar en el carnaval? —se rebelaba Augustina, pasando la lengua por sus labios.
—Por lo que ya se ha dicho. Las ninfómanas se quedarán encerradas en sus habitaciones durante el carnaval —dijo el doctor Goethe.
—¡No hay derecho! —protestaba Augustina—. ¡No hay derecho!
Todos en El Nido, excepto los estigmatizados, vivimos durante aquellas semanas para el carnaval. Lo esperábamos como si no fuera un evento que duraría una sola noche, sino como si fuese a empezar una vida nueva para todos nosotros. Los médicos nos permitieron escoger solos los trajes que íbamos a llevar; también los confeccionábamos solos. Hablábamos de los trajes y los cosíamos como si elaborásemos cuerpos nuevos para nosotros.
—Mira —dijo Karl, mostrando el gorro que acababa de hacerse—. Voy a recuperar mi Reino.
Karl creía que era Napoleón.
Cada cual escogía su traje según lo que se imaginaba o deseaba ser. Para los que creían ser alguien o algo que los demás se negaban a reconocer —como Thomas, quien además de ropa escasa quería llevar en el carnaval una cruz, o como Ulrike, que reclamaba diamantes auténticos para su diadema, o como Joachim, quien se empecinaba por unos pantalones amarillos y una americana azul—, la vestimenta era la afirmación absoluta de la existencia que ya llevaban en su no-realidad. Los demás, los que no aspiraban a ser otros en este mundo, sino que querían seguir siendo ellos mismos en un mundo diferente, preparaban disfraces que debían protegerlos en esta realidad: se hacían corazas, mantos de alambre que parecían jaulas, trajes que debían ayudarles a resistir o fingían ser animales feroces y bestias fantásticas. Se confeccionaban trajes que les facilitaran la huida de este mundo; para poder salir volando se colocaban alas, o inventaban modelos de tela que parecían ataúdes, piedras, murallas que se movían.
Todos los días iba a los talleres donde se preparaban los disfraces. Un día, mientras observaba cómo los demás los cortaban, cosían y probaban, el doctor Goethe me preguntó:
—¿Por qué no has empezado a prepararte para el carnaval?
—Es que no sé de qué disfrazarme —le dije.
—Mira, no se trata de disfrazarse, sino de interpretar un papel. La cuestión no es: ¿de qué quiero ir vestida en el carnaval? ¿Qué quiero fingir? ¿Qué quiero ser para dejar de ser la que no quiero ser, pero soy? Ésta es la cuestión…
—Qué quiero ser —repetí en un tono que quería decir «no quiero ser nada»—. No quiero ser nada —dije.
—Alguna vez habrás querido ser algo, algo que no eras en aquel momento —insistió el doctor Goethe.
Entonces reparé en un pedazo de tela muy largo. Lo enrollé y lo acerqué a mi seno izquierdo, sosteniéndolo como a un niño de pecho.
—Vale —dije—. Seré madre. En el carnaval.
La noche del carnaval a El Nido fue invitada toda la ciudad y el espacioso parque resultó insuficiente para acoger a todos los que querían asistir.
—Se han vendido todas las entradas —comentó un domingo el doctor Goethe, frotando contento sus manos—. Van a venir vuestros hermanos —añadió, dirigiéndose a Klara y a mí.
—Que vengan —repuso Klara—. Yo pienso quedarme en mi habitación.
Aquella tarde el parque de El Nido estaba a tope de gente. La multitud formaba un círculo alrededor de la parte central, queriendo ver a los que llevaban trajes de plumas y gorros que semejaban picos de aves rapaces o enormes colas de peces, a los que vestían trajes manchados de pintura que parecía sangre, a los que tenían alas de ángeles, mariposas o aves, a los que iban escondidos en huevos enormes con orificios para los ojos, a los que se cubrían con largas sábanas azules que representaban ríos, a los que llevaban cornetas anunciando el Apocalipsis, a los que se movían entre sábanas rojas, como si ardieran en las llamas del infierno, a los que, recostados en sábanas celestes, disfrutaban de la paz del Cielo, y al hombre que cargaba una cruz, mirando hacia arriba y clamando: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». En todas partes había linternas y antorchas, y varias hogueras se elevaban hacia el firmamento oscuro. Yo buscaba con la mirada a mi hermano, pero no conseguía hallarlo. Alguien me tiró de la manga. Me volví: era Gustav.
—Klara está en la habitación —le dije.
—Iré a verla más tarde —contestó Gustav—. Ahora estoy ocupado.
Me guiñó un ojo y se encaminó hacia los matorrales en el fondo del parque acompañado por una chica que seguramente acababa de conocer en la fiesta.
Seguí buscando a mi hermano entre la gente. Cuando por fin desistí y me acerqué a las mesas colocadas cerca de la entrada principal del hospital, donde unas cuantas enfermeras vendían comida y bebidas, vi a Sigmund. Justo dejaba un vaso vacío, pagaba y cogía otro, lleno. Me acerqué a él:
—Veo que te diviertes —le dije.
Él sonrió:
—¿Quieres un trago? —preguntó, señalando el vaso.
—A las visitas se les permite tomar alcohol, pero a nosotros no.
—Puedo pedir uno para mí y te lo tomas tú.
—Sabes que no tengo costumbre de beber alcohol.
—Tampoco yo. No sé por qué ahora me ha apetecido…
Subimos unos cuantos peldaños de la escalinata a la entrada del hospital para ver mejor lo que pasaba en la parte central del parque. Allí unas diez personas cabalgaban en un pez enorme, hecho de almohadas cosidas la una a la otra, y gritaban: «¡Estamos volando! ¡Volandooooooo!». Una anciana sostenía una zapatilla de cristal y preguntaba: «¿Dónde está el príncipe para comprobar que mi pie entra perfectamente en la zapatilla?». Más allá, en estado de éxtasis, una pareja de viejitos con enormes alas de mariposa brincaban ora en una, ora en otra pierna.
—Esto parece un escenario teatral —comentó Sigmund.
—O la arena de un circo —contesté.
—Sí, como en el Medievo. Cuando en la ciudad había demasiados locos, las autoridades locales los reunían en la plaza y el pueblo iba a verlos como un espectáculo circense. Luego los sacaban a las afueras, cerrando a sus espaldas las puertas de la ciudad amurallada.
—Creo que muchos de los aquí presentes no tendrían nada en contra de que los echaran de El Nido durante el carnaval. Nos quedaríamos Klara, yo y unos cuantos más.
—Lo que demuestra una vez más que vuestro lugar no está aquí.
—O que sólo a nosotras nos corresponde estar aquí. A propósito, ¿tú por qué has venido así?
—¿Cómo así?
—Sin un disfraz. Los de fuera también van disfrazados.
—Sólo algunos.
—Pero tú sí tienes que disfrazarte.
—Sabes que estas cosas no me gustan.
—Tampoco te gusta el alcohol, pero esta noche estás tomando.
Él bajó los escalones, se acercó a las mesas, le pagó a una de las enfermeras y ésta le llenó otro vaso.
—¡Anda! ¡Ven a disfrazarte! —lo arrastré hacia la entrada del edificio. Les expliqué a los vigilantes que mi hermano quería disfrazarse y lo dejaron entrar.
Fuimos al Gran Salón, allí estaban en desorden los trajes que nos habían prestado del Burgtheater y que habían quedado en desuso, porque todos prefirieron confeccionarse solos los disfraces.
—Mira —le dije—. Esto es para ti.
—Sabes que me molesta hacer el ridículo —se resistió Sigmund, ya con el traje en las manos.
—Lo sé. Precisamente por eso quiero convertirte en un bufón. Deja esa máscara de seriedad aunque sea por una sola noche.
—Ya es muy tarde. Se me ha fundido con la cara.
—¡Anda! ¡Ponte esto! —insistí y me puse de cara a la pared para no ver al doctor Freud en calzoncillos.
Al cabo de un tiempo anunció:
—¡Listo!
Me volví y me eché a reír. Los estrechos pantalones de color rosa se adherían a sus piernas. La camisa era de todos los colores, y sobre aquella cara seria, con barba y gafas, se elevaba un gorro con dos excrecencias anaranjadas que terminaban en pompones verdes.
—Soy un verdadero bufón, ¿verdad?
No le contesté, ya que me desternillaba de la risa.
—¿Y tú? Tampoco estás disfrazada.
—Es fácil —dije, tomando una camisa del montón de ropa desordenada, que enrollé y me coloqué debajo de la falda, a la altura del vientre. Puse mis manos de manera que la sujetaran y declaré:
—¡Ya estamos como hemos de estar!
Mi hermano miraba mis manos y la barriga abultada que éstas sujetaban.
—Ahora —propuse— daremos una vuelta por El Nido para que conozcas los espacios comunes. Este de aquí es el Gran Salón, en el que a veces el doctor Goethe nos reúne para darnos sus charlas y explicarnos la locura. Cree que así nos ayudará a entendernos mejor a nosotros mismos.
—¿Acaso sigue utilizando la palabra locura?
—Sí, dice que así es mejor, y tiene razón.
—Pero hace tiempo que el código ético de la medicina se sirve de otros términos…
—El doctor Goethe dice que si llega a llamar a la locura psicosis y a los locos pacientes, si al manicomio le pone por nombre hospital psiquiátrico y a nuestras locuras y tonterías síntomas, va a crear gran distancia entre él y nosotros. No sé por qué él prefiere que no exista la distancia, pero a nosotros nos gusta: cuando alguno de nosotros se pone bravo con él, puede gritarle o injuriarle, y el doctor Goethe no le castiga por ello. Somos una especie de amigos.
—No está bien que seáis amigos, tampoco que no exista distancia alguna. Ésta es una de las premisas en la relación entre el médico y el paciente, es una condición para lograr la curación del enfermo.
—¿Y quién habla de curación? Aquí nadie está enfermo; simplemente, todos viven en sus mundos particulares —dije y le acomodé las gafas en la nariz ligeramente encendida por el alcohol—. Vamos, te voy a mostrar los demás espacios comunes en El Nido.
Salimos al pasillo.
—Ésta es la biblioteca. Parece pequeña, pero tiene buenos libros. Van a alcanzar incluso para los que se queden aquí de por vida.
Regresamos por el mismo pasillo hasta llegar al comedor:
—Aquí es donde comemos.
Después vimos uno por uno los talleres donde se elaboraban objetos de madera, se cosía ropa, se tejía, se tricotaba o bordaba.
—Klara y yo le enseñamos al doctor Goethe a hacer labores de punto.
—¿Acaso el doctor Goethe se pone a tricotar?
—De vez en cuando.
Finalmente le llevé al último lugar que quería mostrarle:
—Ésta es la sala de los moribundos.
Mi hermano sabía lo que iba a ver y no quería entrar.
—¡Pasa, adelante, eres bienvenido!
Entré la primera, él me siguió. Olía, como siempre, a muerte. Olía a carne viva en descomposición, olía a excrementos, olía a sudor; en medio de aquel hedor había cuerpos que se retorcían en espera de la muerte o cuerpos que la aguardaban rígidos. Unas cuantas personas, tumbadas en colchones en el suelo, luchaban por cada bocanada de aire.
—En la vida todas las personas son distintas, mientras que en la muerte todos se parecen al tiempo que son muy diferentes. A todos se les va el alma en un último aliento; pero todos expiran a su manera.
—¡Agua, un poquito de agua!… —pedía el anciano que yacía en un colchón debajo de la ventana. La enfermera de turno estaba vendiendo bebidas a los visitantes del carnaval y no había quien les diera agua a los moribundos.
Aparté las manos de la camisa enrollada que sujetaba debajo de mi falda, para coger el frasco de agua de la mesita. Puse unas gotas en la boca implorante. El anciano me lo agradeció. Mientras daba la vuelta para colocar de nuevo el frasco en la mesa, la camisa se escurrió y cayó al suelo. Me incliné, la recogí y la volví a enrollar, para acercarla después a mi seno izquierdo, como se sostiene a un niño de pecho. Mi hermano no dejaba de mirarme.
—Vámonos —dije, y salimos de la habitación donde olía a muerte.
Abandonamos el edificio, quedándonos en lo alto de la escalinata y mirando al parque. Allí los visitantes se habían mezclado con los habitantes de El Nido, jugaban, reían, cantaban, se perseguían, gritaban, conversaban o discutían.
—A veces me acuerdo de tus palabras —dijo mi hermano.
—¿Qué palabras?
—Que la belleza es el consuelo de este mundo.
—Mira cuánta belleza hay a nuestro alrededor, o sea, cuánto consuelo. Y esto quiere decir que hay mucho dolor, porque siempre ha de haber un motivo para el consuelo.
—Sí —dijo mi hermano—. Cuánta belleza.
Bajamos la escalera y nos acercamos a la mesa. Mi hermano ya estaba borracho: tenía la cara enrojecida, sus movimientos eran más apresurados que de costumbre, en su voz se notaba la misma ternura que cuando éramos niños.
—He bebido demasiado —dijo, pero pagó para que le llenaran otra vez el vaso. Nos alejamos de la mesa—. A menudo pienso en ti —dijo Sigmund.
—A menudo —repetí.
—¿Tú también piensas…?
—¿En qué?
—En el mundo de fuera…
—No. Desde que llegué aquí, es como si no existiera nada fuera de estos muros.
Tomó un trago, pero le tembló la mano o la boca, y el resto de la bebida se derramó al suelo.
—Un buen motivo para otro vaso —dijo, encaminándose hacia las mesas. Por el camino tropezó, quise correr tras él, pero se enderezó y me hizo una señal para que le esperara. Pagó, le sirvieron y regresó a mí.
—Éste es el último vaso, palabra.
Sonreí.
—Hay tantas cosas que quisiera decirte, pero no sé si las quieres escuchar, no sé si tiene sentido que te las diga…
—¿Qué cosas?
—Sobre mamá, sobre Martha y yo, sobre mis hijos, sobre Minna. Sobre nuestras hermanas. Sobre la ciudad. Sobre todo… Tú llevas años aquí… Hay tantas cosas que quisiera decirte, pero no sé si las quieres escuchar, no sé si tiene sentido que te las diga…
Hablaba mirando al suelo. Luego me miró a los ojos:
—¿Y tú? ¿Quieres decirme algo?
—No sé qué quieres que te diga.
—Todo —dijo.
—Todo —repetí—. Lo que tengo que decir no se puede expresar con palabras. Se expresa en imágenes, pero éstas se diluyen, se confunden…
—¿Te duele mucho? —preguntó. Pocas veces en la vida había oído temblar su voz.
—¿Que si me duele qué?
—El pasado…
—No —contesté—. Como si nunca hubiera sido nada. Como si la vida empezara el día que llegué aquí. O como si terminara en aquel mismo instante.
Acercó el vaso de schnapps a sus labios, pero en vez de tomar otro trago, mordió su dedo índice. Luego se lo bebió todo de una vez. El vaso cayó al suelo. Todo él temblaba. Me abrazó, estrechó mi cabeza contra su pecho, le oí decir: «Mi hermana, mi hermanita…», como si nombrando nuestro lazo familiar describiera todo mi destino, todo lo que conocía y no conocía de mí; lloraba mientras nombraba nuestro lazo familiar, lloraba por todo lo que significaba pronunciar las palabras mi hermana. Me dio un beso en la frente. Me acordé de cómo en nuestra infancia me besaba en la frente a escondidas, cuando mamá no se encontraba cerca porque se burlaba de sus muestras de ternura. Se me cortó el aliento, dejé de sentir nada fuera del contacto de sus labios en mi frente, del calor de su hálito de alcohol y de la fuerza de sus brazos que me apretaban contra su pecho.
—Vaya, ¡qué pasión! —escuché de repente la voz de Augustina. Sentí que el abrazo de mi hermano se aflojaba. Aparté mi cara de él—. Señor, yo también necesito un poco de cariño —chillaba Augustina, mientras mi hermano se secaba las lágrimas—. ¡Deme un poco de cariño a mí también, señor!
Se le acercó y le agarró la entrepierna.
—¡Las ninfómanas deben permanecer en sus habitaciones! —vociferaba la enfermera Hilda.
Mi hermano consiguió zafarse de Augustina. Llegaron los vigilantes y se la llevaron.
—Averigüen si las demás ninfómanas están encerradas —les encomendó Hilda.
Gente con alas, gente con cabezas de dragones, gente con escamas de peces formaban un corro alrededor de nosotros. Mi hermano se tambaleó y vomitó. Le sostuve la cabeza con mi mano en su frente. De entre la gente apareció el doctor Goethe.
—Cuando permití que se les sirviera alcohol a los visitantes no pensé que beberían más que los locos, si se les hubiera permitido —declaró.
Mi hermano se limpió con un pañuelo el vómito de la boca. El doctor Goethe continuó:
—En cuanto a la elección del disfraz, no puedo más que felicitarle. Como si fuera hecho especialmente para usted —dijo tocando los pompones del gorro en la cabeza de mi hermano—. Ya es hora de que vuelva a su falso envoltorio y que regrese a casa.
Fuimos al Gran Salón. Mi hermano empezó a cambiarse. Yo me volví de cara a la pared, mientras escuchaba la conversación entre los doctores Goethe y Freud.
—¿Sabe usted? —dijo el doctor Goethe—. Aprecio altamente sus intentos por llegar a nuevos conocimientos sobre los seres humanos, pero el método que ha creado usted para lo que llama psicoanálisis, el parlotear de sus pacientes acostados en un diván, el que usted los observe mientras ellos no lo pueden ver…, me parece…, es…, una especie de charlatanería…
—¡Qué dice! ¿Charlatanería? —se indignó mi hermano—. Mis pacientes no parlotean acostados en el diván de mi consultorio. Yo los incito a que hablen de sus problemas, por medio de asociaciones libres y una conversación espontánea, para llegar así mucho más allá de los síntomas de su enfermedad. Para llegar a los traumas de su infancia que, con las pulsiones primarias, están enterrados en lo más profundo de su inconsciente, y de esta manera lograr la comprensión de sus enfermedades y también la curación de los trastornos que se manifiestan en su modo de sentir, pensar y comportarse. Gracias a la atención con que escucho a mis pacientes he llegado a importantes conclusiones sobre el funcionamiento del ser humano. Con mi descubrimiento del inconsciente, y la comprensión de que precisamente esa parte de nosotros que permanece oculta y desconocida es la que determina nuestros pensamientos, sentimientos y actitudes, estoy a punto de cambiar el mundo. Ésta será la tercera gran revolución en el conocimiento del mundo y del ser humano, después de las de Copérnico y Darwin. Copérnico le demostró al género humano que no era el centro del Universo. Darwin le demostró que no era una creación divina, sino que procedía de los monos. Yo le voy a demostrar que no es lo que cree ser.
—Se equivoca usted. Más revolucionario que estas tres teorías juntas fue el descubrimiento de la cisterna de agua para los inodoros. Hasta hace unos decenios la gente tenía en casa bacines en los que vaciaba el contenido de sus intestinos, para tirarlo luego por la ventana, muchas veces en la cabeza de algún transeúnte casual. Algunos de los que tenían sus propias casas, tenían también un retrete en el patio. Pero en 1863, pocos años después de que Darwin anunciara al mundo sus teorías de la evolución de las especies y de la selección natural, Thomas Crapper patentó su váter con cisterna de agua. ¿Qué importa que sepamos que la Tierra da vueltas alrededor del Sol y que no somos el centro del Universo? ¿Qué importa saber que descendemos de los monos? ¿O que tengamos la conciencia de que somos totalmente inconscientes? Nada de esto influirá en nuestra existencia. Mientras que la taza de retrete con cisterna… ¿Acaso he de explicarle lo mucho que cambió las vidas humanas?
—Aunque tenga usted razón en cuanto a los descubrimientos de Copérnico y de Darwin, en lo que respecta a los míos se equivoca, porque hablan de lo más esencial en la naturaleza humana. La teoría de Copérnico sitúa al hombre en el Espacio, la de Darwin habla de la procedencia del género humano, mientras que la mía explica lo que es el hombre con respecto a sí mismo y con respecto a los demás hombres, y rastreando la procedencia de cualquier idea o sentimiento humanos. Por eso, a diferencia de las teorías de Copérnico y de Darwin, las mías son aplicables.
—Tanto peor —dijo el doctor Goethe—. Imagínese usted qué pasará si algunos comprenden mal sus teorías y las aplican erróneamente. E imagínese también que no todas sus teorías sean correctas y que, sin embargo, la gente recurra a ellas en busca de ayuda. Le digo, doctor Freud, que la cisterna de agua para los retretes es el mayor descubrimiento después de la invención de la rueda.
Supuse que mi hermano ya se había cambiado la ropa y me volví hacia ellos. Sigmund ya tenía puesta su vestimenta habitual.
—Puede que la cisterna sea el mayor descubrimiento tras la invención de la rueda, pero sólo desde el punto de vista tecnológico. Por el contrario, el psicoanálisis es algo mucho más trascendente, mucho más sustancial; lo dice el propio nombre de psique, que es alma y… —explicaba, embriagado por el alcohol, mi hermano.
El doctor Goethe le interrumpió sonriendo:
—La cisterna limpia con gran eficacia los excrementos humanos, estimado colega. No estoy seguro de la eficacia con que su psicoanálisis limpie las heces del alma humana.
Luego extendió su brazo hacia mi hermano:
—Se ha olvidado del gorro, que desentona con su aspecto y también con su obra —dijo, quitándoselo de la cabeza—. Ahora le acompañaremos a su casa, donde, en la acogedora cama matrimonial, podrá usted dedicarse a soñar, no importa si consciente o inconscientemente —al pronunciar estas últimas palabras me miró, haciéndome un guiño—: ¿Sabe usted?, no hace mucho su hermano publicó un libro sobre los sueños, los complejos de Edipo, los parricidios y matricidios, sobre el consciente y el inconsciente. Pero fíjese que no es capaz de aguantar unos cuantos tragos de alcohol.
Los dos médicos se encaminaron hacia la salida del hospital y yo regresé a mi habitación. Klara estaba junto a la ventana, mirando hacia el parque. Al escuchar mis pasos, dijo sin volverse hacia mí:
—Parece muy divertido.
Me acosté en mi cama, puse a mi lado la camisa enrollada como un niño de pecho y enterré la cabeza en la almohada.
—Por lo visto, la fiesta se va a prolongar. ¿Por qué has regresado?
No le contesté. Escuché sus pasos. Sentí que se sentaba en mi cama y que acariciaba mi cabeza para consolarme, pero yo lloraba inconsolable en aquella noche llena de belleza. Llevaba años sin llorar, no había soltado ni una sola lágrima desde el día en que aborté el hijo de mis entrañas, pero ahora lloraba a lágrima viva. Klara se acostó a mi lado y me abrazó. Sentí que me sumergía en el dolor y en el sueño, o en el inconsciente, aunque oía la voz reconfortante de Klara: «Ya se te va a pasar, se te va a pasar…».
En una carta del 21 de abril de 1889, Vincent van Gogh, completamente consciente de su estado, escribe a su hermano Theo: «Todas tus bondades para conmigo las he encontrado hoy más grandes que nunca; no te lo puedo decir como lo siento, pero te aseguro que esa bondad ha sido de buena ley y si no ves los resultados, mi querido hermano, no te apenes por esto; te quedará la bondad. […] Me alegraría mucho saber algunas noticias de lo que dices de la madre y de mi hermana, y si se encuentran bien, diles que tomen mi historia —¡a fe mía!…— como una cosa por la cual no deben afligirse desmedidamente, porque soy relativamente desgraciado, pero quizás me queden todavía, a pesar de esto, algunos años casi comunes en perspectiva. Es una enfermedad como cualquier otra […]». Y, en la misma carta, como una suerte de excusa, agrega: «[…] ya comprenderás muy bien que no habría escogido precisamente la locura si hubiera tenido que elegir […]». Casi un mes más tarde, ya instalado en el sanatorio de Saint-Rémy, Vincent le escribe a Theo: «Quisiera decirte que creo que hice bien al venir aquí; primero, al ver la realidad de la vida de los locos o tocados distintos en esta casa de fieras, pierdo el vago temor, el miedo de la cosa. Y poco a poco puedo llegar a considerar la locura como cualquier otra enfermedad». Y luego, en una carta del 5 de julio, cuenta que cada cierto tiempo el miedo vuelve a apoderarse de él: «Durante muchos días he estado absolutamente extraviado como en Arles, tanto si no peor, y es de presumir que estas crisis aún se irán repitiendo; es abominable». En una misiva redactada en septiembre del mismo año, Vincent cuenta a su hermano dónde busca el remedio: «Mi querido hermano —siempre te escribo en intervalos de trabajo—, trabajo como un verdadero poseso, un furor sordo de trabajo, más que nunca. Y creo que esto contribuirá a curarme». En la misma carta añade: «Trato de curarme, como quien intenta suicidarse pero el agua le parece demasiado fría y se apresura a alcanzar la orilla». De verdad estaba trabajando como un loco, a menudo con un ritmo que le permitía pintar un cuadro al día. Una noche, al acabar Campo de trigo con cuervos, agarró la pistola que tenía escondida en la cama y se pegó un tiro en el estómago. Su hermano logró llegar al manicomio mientras Vincent todavía estaba con vida e intentó consolarle —o consolarse a sí mismo—, diciéndole que se recuperaría. Pero Vincent le respondió: «Sería inútil, la pena seguirá aquí para siempre».
Mi hermano volvió a visitarme un par de semanas después del carnaval. Permanecíamos así, frente a frente, apenas articulando alguna palabra, como siempre que me visitaba en mi habitación. Antes de que se dirigiera a su casa, le pregunté:
—¿Te acuerdas del cuento del ave que me contabas cuando éramos niños?
—¿Qué cuento? —preguntó mi hermano.
—El del ave que se abrió el pecho y se arrancó el corazón después de que su pareja amada se hubiese marchado volando para no regresar nunca más.
—Nunca te he contado nada semejante.
—Sí, sí, acuérdate —insistí—. Tú me lo contaste.
—No existe tal cuento —repuso él.
—Si no existe, entonces te lo inventarías tú.
—De habérmelo inventado, me acordaría.
—Pero si yo me acuerdo perfectamente de cómo me lo contabas.
—Tú sola te lo inventarías y te lo contarías a ti misma.
Siempre que mi hermano se marchaba a casa tras las cortas visitas, yo me echaba en la cama, me cubría con la sábana y, sosteniéndola a un palmo sobre mi cabeza, me quedaba mirando el cielo blanco.
Hay momentos en que los locos consiguen desprenderse de la irrealidad en la que están sumidos y en esa breve pausa sienten una realidad superior, como una suerte de intuición sobre la inimaginable maraña de destinos que forman constelaciones, visibles únicamente desde una estrella lejana.
Los destinos humanos en El Nido se entretejían en redes extraordinarias y a menudo invisibles. A veces, en el comedor, almorzaban juntos una señora que había envenenado a su marido y un señor cuya esposa había intentado matarle con un hacha, pero que no había conseguido darle un golpe mortal. Una muchacha, mientras paseaba por el parque, arrancaba briznas de hierba, esparciéndolas a su alrededor; una anciana, antes de dormir, se imaginaba cortando la hierba delante de su casa y desparramándola. Había allí gente que era incapaz de conciliar el sueño, y otros que parecían sumidos en un sueño permanente. También había quienes tenían miedo a dormirse, y otros a quienes atemorizaba despertar. A un joven lo habían llevado a El Nido porque solía afirmar que no tenía cabeza, mientras que otro joven también había ido a parar allí mismo por asegurar a los demás que eran ellos quienes no tenían cabeza. En la pequeña biblioteca, un hombre solía agarrarse la cabeza con las manos y se ponía a gritar: «¡Las palabras salen volando de las páginas, las palabras salen volando de las páginas!», repitiéndolo hasta que los demás lectores empezaban a protestar y los enfermeros lo llevaban a su habitación. Una mujer, cuando alguien le estaba hablando, solía mover bruscamente la cabeza a uno y otro lado, creyendo que las palabras estaban volando hacia ella y podían perforarle la frente. Había gente que hacía muecas, engolando la voz y haciéndose pasar por diablos, pidiéndoles a las almas un rescate, vaticinando desastres apocalípticos y la amenaza del inminente advenimiento del reino de las tinieblas. Había gente que luchaba constantemente por liberarse de las fuerzas demoníacas, pero no de aquellas que se hacían pasar por tales, sino de seres diabólicos invisibles para nosotros, el resto de la gente: escupían al aire, huían del aire, daban golpes en el aire, amenazaban el aire, gritaban despavoridos mirando el aire. Siempre que los enfermeros nos decían que el tiempo del paseo por el parque había acabado y teníamos que regresar a nuestras habitaciones, una joven se abrazaba al primer árbol que veía, se tumbaba en el suelo y, resistiéndose largo tiempo antes de que consiguieran desprenderla de allí, gritaba: «¡Yo soy el sueño de este árbol! ¡Si me separáis de él, dejará de soñarme y desapareceré!». Otra joven a veces decía: «Mis sueños tienen hojas y ramas, mis sueños tienen un tronco y corteza, mis sueños tienen flores y raíces… Mis sueños son árboles, o tal vez los árboles son mis sueños».
Los destinos humanos en El Nido se entretejían en redes extraordinarias y a menudo invisibles.
En nuestra habitación casi nunca había silencio. De la planta de arriba se oían los pasos de Hans y Johann: el primero tenía un andar lento y pesado; el otro, rápido y enérgico. De las habitaciones de al lado nos llegaban palabras de arrepentimiento, risotadas desagradables, cabezazos, puñetazos o puntapiés contra las paredes. Incluso cuando esos ruidos cercanos se apagaban, por el cristal de la ventana nos llegaba el griterío de las demás habitaciones de El Nido.
A veces, de noche, me despertaba la voz de Klara: «¡Despierta, todo está quieto!». Otras veces, cuando me desvelaba y no se oía ningún ruido, le decía a Klara: «¡Despierta, todo está quieto!». Las dos habíamos hecho ese trato: la una tenía que despertar a la otra si descubría un instante de silencio. En tales casos nos quedábamos tumbadas en la oscuridad, calladas en medio de la calma, y al oír el primer ruido o grito volvíamos a cerrar los ojos, tratando de conciliar el sueño.
Klara y yo éramos de aquellos pacientes a quienes se les permitía, en grupos y en compañía de enfermeros, alejarse de la zona del hospital y pasear por la ciudad, pero pese a eso ni ella ni yo quisimos salir nunca, y nos quedábamos con quienes tenían prohibido abandonar el psiquiátrico. Algunos pacientes le suplicaban al doctor Goethe que los dejaran salir de El Nido, aunque fuera por unos minutos, juntando las manos y poniéndose de rodillas, pero él se mantenía inflexible, independientemente de que algunos de los suplicantes fueran pacíficos y no hubieran hecho nada malo fuera del hospital ni hubieran intentado fugarse. El doctor Goethe les explicaba que ir a la ciudad sería malo para su salud mental. Y ellos se apostaban en la entrada de El Nido, aguardando la vuelta de aquellos que tenían permiso para pasear, recibiéndolos con la mirada con la que se espera una noticia de tierras lejanas, y después les pedían que les contasen de la ciudad, de la gente, de todo aquello que empezaba a unos pasos del lugar en el que vivían.
Gustav visitaba a Klara cada primer miércoles de mes. Uno de esos miércoles le dijo:
—Ha muerto mamá —Klara no dijo nada—. ¿Quieres volver a casa? —Klara seguía sin decir palabra—. A casa… —repitió Gustav.
—No —repuso Klara.
Cuando en El Nido estallaban los gritos infernales, cuando esos gritos empezaban a alimentarse unos de otros, alentándose y reforzándose, me parecía que estábamos tiradas en medio de un mundo ignoto y terrible; protegidas, sin embargo, por las paredes de nuestra habitación. A veces, cuando en El Nido estallaban los gritos infernales, cuando esos gritos empezaban a alimentarse unos de otros, alentándose y reforzándose, Klara decía:
—Esta habitación parece un útero.
Cada primer sábado de mes el doctor Goethe nos daba charlas en el Gran Salón de El Nido. Nos explicaba la locura, convencido de que así también podría inducir cambios en algunos de los pacientes, mientras que nosotros nos reíamos de él, tirándole bolitas de papel o gritando para hacerle perder el hilo. Pero él seguía explicando la locura.
—¿Y qué es la normalidad? —le preguntó Klara en una de aquellas charlas.
—¿La normalidad?… —el doctor Goethe se desconcertó sólo durante unos instantes—. La normalidad es actuar de acuerdo con las leyes del mundo en que vivimos.
—Pero también se podría decir, partiendo de la lógica con la que usted ha hablado de la locura, que la normalidad no es más que el sometimiento a las normas establecidas.
—¿Y qué es la locura? —le pregunté a Klara antes de dormir.
De habérselo preguntado a mi hermano, me habría contestado que la locura es cuando el Yo llega a crear, sin darse cuenta, un mundo nuevo, a la vez interior y exterior, que ese nuevo mundo está construido de acuerdo con los deseos del inconsciente y que la causa de esa ruptura con el mundo exterior es la seria y aparentemente insoportable contraposición entre la realidad y los deseos.
Klara no dijo nada. Al día siguiente le propuso al doctor Goethe que fuésemos nosotros quienes habláramos de nuestras propias enfermedades, en vez de oírle hablar a él cada primer sábado de mes. Después de eso, tuvimos varias reuniones, una vez al mes, en el Gran Salón de El Nido, en las que el doctor Goethe preguntaba qué era para nosotros la locura, y contestábamos.
Decíamos:
—Ser loco es como querer pedir socorro cuando se está en peligro, pero de la boca no sale la voz: la garganta hace esfuerzos, también la lengua y los labios, pero todo es inútil. Al lado del que está en peligro hay gente, pero de espaldas a él, y no pueden saber qué le está pasando, porque los ojos del que está en peligro y los de los demás miran en direcciones contrarias, hacia diferentes paisajes, hacia diferentes cielos. Sí, estamos mirando hacia distintos cielos.
—La locura es un remo que golpea la pared en vez del agua, y golpea la pared, golpea, golpea…
—La locura es un punto que está corriendo, pero permanece en el mismo sitio.
—La locura es una puerta sin picaporte.
—La locura es ver que algo es verde, pero todos te aseguran que es rojo.
—La locura es que todos esperen que hables, y quieran que hables, y tú hablas y hablas y hablas, pero nadie te oye, la boca no te obedece, permanece cerrada mientras tú estás hablando y hablando y hablando, y todos te dicen que estás loco porque te piden que hables pero tú sigues callando y callando y callando, y no oyen que estás hablando y hablando y hablando.
—Una muñeca dotada de vida, pero de manera defectuosa.
—Un sueño gotea en la pupila. Una pupila gotea en el sueño.
El doctor Goethe repetía: «Lo que estáis diciendo no son sino tonterías».
Y un día Klara le dijo: «Nosotros, los locos, decimos miles de tonterías, miles de banalidades hilvanadas sin orden ni concierto, pero entre ellas solemos entrecruzar también algunas de las cosas más importantes para nosotros y esperamos para ver si los demás notarán la diferencia».
Éramos pocos los que íbamos a esas reuniones en el Gran Salón de El Nido. Nos reuníamos sólo aquellos que, de manera provisional o permanente, nos sentíamos impulsados por la locura a discutir sobre temas filosóficos; en esos encuentros parecíamos gente ávida de conversación, pero al mismo tiempo era como si nos viéramos obligados a conversar, como si una fuerza opresiva en nuestro interior no nos dejara en paz y nosotros quisiéramos echarla fuera de nosotros por medio de las palabras. A menudo discutíamos sobre un problema fundamental: por qué la normalidad y la locura parecen dos mundos diferentes.
—La mala comprensión es lo que diferencia la normalidad de la locura. La locura no entiende la normalidad, la normalidad no entiende la locura —dijo un día el doctor Goethe.
—No —replicó Klara—. La locura no se entiende a sí misma, la normalidad tampoco se entiende a sí misma. Lo que diferencia la normalidad de la locura es el miedo: la normalidad teme a la locura y la locura teme a la normalidad. Si la locura aceptara la realidad de la normalidad, distinguiría las irrealidades que se ha creado, haciéndolas desaparecer, y con su desaparición se desvanecería la locura misma. Si la normalidad se fijara con atención en la locura, descubriría allí las verdades que resultan inaguantables no sólo para la locura, sino también para ella misma, con lo cual se resquebrajaría su fachada, desaparecería su coraza y saldrían a la superficie todas las anomalías que encierra la que se denomina a sí misma normalidad, y en lugar de la normalidad destruida se instalaría la locura. Enfrentarse con lo otro significa la muerte, tanto para la locura como para la normalidad, y también su transformación en lo contrario y la negación de sí mismas.
A aquella muchacha todos la llamaban Alma de Dios, porque siempre preguntaba: «¿Necesitas algo?». Cuando paseábamos por el parque, ella recogía flores, arrancaba briznas de hierba o ramitas de los árboles, buscando después con la mirada ávida a quién acercarse y regalarle las flores, la hierba o las ramitas.
Cuando mi hermana Rosa me visitó tras la muerte de su marido, nos quedamos largo tiempo sentadas en mi cama. Ella tenía en las manos una foto de sus dos hijos: Hermann y Cecilia.
—Ahora vivo sólo por ellos —dijo varias veces a lo largo de la conversación, siempre que su mirada se detenía en la foto.
Erika le tenía mucho apego a su familia. Dondequiera que fuese, llevaba consigo a sus seres más queridos. A veces conseguía el permiso de las enfermeras para visitarnos a Klara y a mí en nuestra habitación. Nada más entrar, se sentaba en una de las camas, sacaba de su bolsillo un atadijo hecho de un pañuelo y se lo colocaba sobre las rodillas. Acto seguido, lo desataba, mostrándonos su contenido: unas cuantas ramitas menudas. Las removía, pasando los dedos sobre ellas, como acariciándolas.
—Ésta es mi familia. Ésta es mi madre; éste, mi padre; este de aquí es mi marido, y éstos son nuestros hijos —decía, separando las ramitas una de la otra—. Somos una familia feliz.
Seguía removiendo las ramitas durante cierto tiempo, una a una; después las envolvía otra vez en el pañuelo y se guardaba la familia en el bolsillo.
Llevaba siempre consigo el atadijo, y con frecuencia —durante las comidas, los descansos en el parque o el trabajo en el taller de costura— solía sacárselo del bolsillo, para ordenar las ramitas. Un día el pañuelo desapareció; lo había perdido o alguien se lo había robado. La desaparición de las ramitas la afligió tanto que los médicos decidieron envolver unas cuantas en un pañuelo y entregárselas. Ella desenvolvió el pañuelo y, tras acariciar las ramitas con los dedos, dijo:
—Ésta no es mi familia.
A veces, por la tarde, durante los paseos por el parque, Christa se acercaba al doctor Goethe y le decía:
—Quiero ir a casa.
—¿Qué casa? —el doctor Goethe quería desconcertarla con una pregunta.
—Mi casa.
—Aquí está tu casa —le decía el doctor Goethe.
—No —replicaba Christa—. Mi casa es donde está mi hijita.
El doctor Goethe no decía nada.
—Quiero ir donde mi hijita.
—De acuerdo. La dejaremos salir de aquí. Cuando termine el paseo por el parque, la dejaremos salir.
Eso calmaba a Christa. Pasaban un par de días sin que dijese nada y luego volvía a pedir que la dejaran ir a casa.
A veces a Christa la visitaban sus padres. En esos momentos ella se quedaba como ausente. Cuando sus padres estaban cerca, no podía ni hablar, ni ver. Clavaba la mirada en un punto, como si algo invisible, situado en esa dirección, absorbiese su atención o como si la absorbiese a ella misma. Sus padres trataban de llamar su atención, pero ella seguía absorta en aquel punto en el que desaparecía su Yo. Varias veces sus padres llevaron a El Nido a la hijita de Christa. La niña llevaba consigo los cuadernos de la escuela o algún dibujo. Los dejaba delante de su madre, explicándole lo que había en los dibujos o leyéndole de los cuadernos, pero Christa seguía como absorta en lo que estaba mirando y que nadie más podía ver. Ante esto, la hijita se callaba, recogía los dibujos y cerraba los cuadernos. Miraba bien a sus abuelos, bien a su mamá. Todos permanecían callados. De vez en cuando la niña echaba una mirada en la dirección en que Christa tenía fijos los ojos, sabiendo que allí había algo que sólo su mamá podía ver, algo que los demás eran incapaces de distinguir, pero lo sentían, intuían su existencia. Entonces la abuela —o el abuelo— se ponía de pie y decía: «Vámonos…». Los padres de Christa le tocaban las manos en señal de saludo, la hijita se le echaba al cuello, abrazándola, pero ella permanecía petrificada; al final se iban. Tras esas visitas Christa se quedaba largo rato así, inmóvil. Luego, de golpe, volvía a este mundo, y siempre de la misma manera: daba vueltas en la cama, gruñía, pataleaba, daba manotazos y se golpeaba contra la pared. Los enfermeros sabían cómo iba a reaccionar tras la visita y, antes de que ella volviese en sí, la ataban. Después ella solía gritar:
—Quiero ir a casa. Quiero ir con mi hijita. ¿Me oís? ¡Quiero ir a casa! ¡Dejadme ir a casa!
Sus quejidos resonaban por los pasillos.
—¿Por qué no la dejáis ir a casa? —preguntó una vez Klara al doctor Goethe.
—Ella se siente mal sólo cuando viene su hija. Es necesario que la pequeña deje de existir para ella. Tiene que desaparecer para siempre.
La hija de Christa dejó de visitarla. Tal vez el doctor Goethe se lo había pedido a sus padres. Y también ellos iban a verla cada vez menos.
A veces Christa detenía a Klara en el parque.
—Te voy a decir un secreto —le decía—, te voy a decir un secreto, pero no se lo cuentes a nadie.
—Soy una tumba —le prometía Klara.
—Me dejarán salir de El Nido. Me dejarán ir a casa. Para siempre.
—Claro que te van a dejar —le respondía Klara con el mismo tono confidencial.
—Me dejarán, de veras —repetía ella, como consolándose, como un niño que repite una mentira no tanto para terminar creyéndosela, sino para no pensar en la realidad.
Una joven, cuyo nombre me era desconocido, movía los hombros y agitaba los brazos como si fuesen alas, mirando hacia algún punto en el tejado del hospital.
—Allí está mi casa. Allí está mi nido —repetía.
Pasábamos de largo como si no la viéramos, porque sus intentos de volar y sus palabras se habían convertido en algo habitual para nosotros: todos los días trataba de llegar hasta su casa, hasta su nido.
Muchos de aquellos que habían sido internados a la fuerza en El Nido querían que los dejasen salir. Algunos lo pedían en voz baja, juntando las manos o arrodillándose delante de los médicos, otros lo pedían a gritos, y había también quienes proferían amenazas. «Os mandaré a todos al infierno», gritaban aquellos que se creían dioses, unos dioses caídos en la Tierra de forma provisional; aquellos que se consideraban grandes jefes militares apresados por sus adversarios amenazaban con que, si no los soltaban por las buenas, al recuperar el poder, se vengarían; otros amenazaban con algo más sencillo: retorcerles el cuello a los médicos o clavarles un cuchillo.
Algunos trataban de engañar a los demás y de engañarse a sí mismos, diciendo: «Estamos aquí de paso, nos quedamos en este hotel sólo hoy, pero mañana…», y señalaban hacia alguna dirección con las manos.
Particularmente insistentes eran las solicitudes a la hora de las manualidades, cuando los médicos trabajaban junto a nosotros, tejiendo, tricotando o elaborando objetos de madera. En esos momentos, en el taller, al unísono, levantaban las voces aquellos que querían salir de El Nido: entre las paredes resonaba entonces una verdadera sinfonía para voces humanas, llena de súplicas, quejas, promesas. Decenas de voces conformaban esa pieza musical, en la que se entretejían diferentes ritmos, tonalidades, velocidades, y entre las palabras claramente identificables se escuchaban también murmullos y gritos confusos, extraños sonidos como el castañeteo de dientes, zumbidos de labios, la repetición de cierta voz, la reproducción de sonidos que sólo se podían oír entre algún sueño, en una pesadilla. Más allá de las palabras, se podían adivinar los destinos de aquellos que hablaban, gemían, zumbaban, castañeteaban, murmuraban y gritaban.
—¿Por qué no deja usted que se vayan a casa los que lo quieren? —le preguntó Klara al doctor Goethe una tarde en la sala donde estábamos tricotando.
—Porque su sitio no está allí, sino aquí —repuso el doctor.
—¿Y cómo lo sabe usted?
—Porque la ley dice que el loco ha de ser protegido de su propia locura, y los normales han de ser protegidos de los locos.
—Si no han infringido ninguna ley y no quieren estar aquí, tienen el derecho de ser libres —replicó Klara—. ¿O acaso el propio hecho de estar loco es una infracción de la ley?
—La infracción de la ley es latente en la locura.
—En cualquier ser humano es latente la posibilidad de quebrantar la ley. Entonces ¿por qué no mete a todo el género humano en prisiones y manicomios?
—A veces me parece que si usted es una de las pocas personas que nunca pide salir, es porque se complace en hacer observaciones, en encontrar errores. Errores existen en todas partes. Son inevitables porque ningún sistema es perfecto. Pero este sistema de cuidado a los enfermos mentales es el mejor posible.
—Qué va. La libertad es la primera condición para los cuidados a cualquier persona. Aquí la mayoría de nosotros nos sentimos como presos.
—Tiene que comprender usted que los locos, dondequiera que estén, se sienten presos; tal vez el primer paso hacia la locura sea la sensación de que el mundo es una cárcel, la percepción del mundo (no me refiero sólo a las leyes de la sociedad, sino también a las de la naturaleza) como una prisión; quizás de allí proceda la invención de mundos con leyes propias, pero el sentimiento de falta de libertad queda para siempre —el ovillo cayó del regazo del doctor Goethe, rodando por el suelo. Él se levantó para recogerlo, y cuando volvió a sentarse, siguió tricotando y hablando—: Usted y su amiga —dijo señalándome a mí— lo tienen muy fácil: fingen ser medio locas, medio normales. Para ustedes, lo que llaman una cárcel es en realidad una liberación de la cárcel que les parecía el mundo de fuera. Me di cuenta de eso enseguida. Ustedes están aquí como de largas vacaciones. Es estupendo, realmente estupendo: sus hermanos pagan por su estancia, ustedes gozan de la libertad de esta cárcel, como llaman a nuestro hospital, al contrario de la falta de libertad y la coacción que sentían fuera, una falta de libertad y una coacción que no tienen ni de lejos el peso de las que sienten los enfermos verdaderos. En todo caso, la falta de libertad y el sentimiento de coacción se reducían para ustedes a un conflicto familiar, no eran el resultado de una profunda ruptura en su interior. Sí, ustedes están aquí como de largas vacaciones. Y yo respeto eso, respeto su elección, lo único que les pido es que ustedes también respeten mi trabajo y no se metan en él —concluyó el doctor Goethe, sin dejar de tricotar la larga bufanda negra.
Intentar poner en evidencia la locura era uno de los métodos curativos del doctor Goethe. Reunía a una veintena de pacientes en una de las salas grandes del hospital y comenzaba con uno de ellos un juego en el que presentaba la locura como un disparate. A veces esos juegos parecían una broma inocente: al que se creía Casanova le preguntaba por sus aventuras amorosas, y al que afirmaba ser Napoleón le pedía detalles sobre sus campañas militares. Otras veces los juegos se asemejaban más a torturas, como cuando, por ejemplo, el doctor Goethe desmentía las palabras de aquellos pacientes que hablaban obsesivamente de seres queridos que supuestamente habían perdido, o cuando a Hans —quien, siempre que oía la expresión por qué, daba un cabezazo contra la pared— le repetía insistente la pregunta: «¿Por qué te golpeas la cabeza contra la pared?». Cuando el juego se convertía en tortura, Klara preguntaba al doctor:
—¿Por qué hace esto?
Una vez el doctor Goethe —que había extendido el brazo para cortarle el paso a una paciente que estaba circulando por la sala sin dirección y sin parar, pero ésta había sorteado el obstáculo agachándose y seguía caminando deprisa y sin dirección— le contestó:
—Mi propósito no ha sido que alguien se pregunte sobre mis motivos, sino por qué la paciente reacciona de esta manera.
—¿Y cómo se supone que debería haber reaccionado?
—Debería haberse detenido cuando le corté el paso, y no colarse por debajo de mi brazo. Esto es en lo que deberían fijarse. Éste ha sido el propósito: que alguien de los aquí presentes se dé cuenta de que en el comportamiento de ella hay algo extraño.
—Lo único de lo que me he dado cuenta yo es de que usted la ha tratado de manera ruda —dijo Klara.
—Qué va. Esto no lo tengo pensado como una tortura, sino como un teatro.
—¿Como un teatro?
—Sí, como un teatro. Los que lleguen a comprender que la reacción de ella es incorrecta experimentarán una catarsis que podría ayudarles a salir de su estado. Eso no se refiere a ustedes, porque su estado es estupendo. Hace tiempo que me di cuenta de que ustedes están aquí como en unas vacaciones largas. Pero pensaba en los demás —dijo el doctor Goethe, señalando a los que se encontraban en la sala—. Pues sí, cuando éstos se den cuenta de que ella reacciona de manera errónea, experimentarán una catarsis.
—Todos nos hemos dado cuenta de que usted actúa de manera errónea, pero esto no nos provoca ninguna catarsis —dijo Klara.
—Es porque su conclusión es incorrecta —replicó el doctor Goethe y volvió a extender el brazo delante de la muchacha que estaba caminando deprisa por la sala—. Uno de los rasgos característicos de los locos es que con sus actos, intenciones y palabras demuestran que llevan una vida inútil, pero sin darse cuenta. Si los locos llegaran a comprender la falta de sentido de sus actos, intenciones y palabras, es muy probable que consiguieran salir de esa existencia atrapada en las redes del sinsentido y volvieran a una vida regida por la razón —dijo el doctor Goethe.
—Pero todos estos actos, intenciones y palabras faltos de sentido, ¿no son acaso una consecuencia de la conciencia de los locos de que la vida, independientemente de si es regida por la razón o por la sinrazón, no tiene sentido, y que la única diferencia radica en la forma en que esto se expresa? ¿Acaso han decidido vivir esa falta de sentido de una manera absurda, llamada locura? —preguntó Klara.
—No tengo respuesta a las preguntas de ese tipo. Hágame una pregunta más simple —repuso el doctor Goethe, acercándose a una muchacha que estaba en un rincón de la sala. Nadie sabía su nombre, todos la llamaban Alma de Dios—. Miren, esta chica nunca se opone a la violencia que se ejerce sobre ella —el doctor Goethe sacó una aguja de su bolsillo y clavó la punta en la frente de la joven. Ella permaneció imperturbable, sin inmutarse ni mientras el doctor se le estaba acercando ni cuando le clavó la punta de la aguja en la frente—. Yo le hago daño y ella no se defiende, ni siquiera trata de apartar lo que le hace daño. ¿Se dan cuenta? El comportamiento de ella es incongruente.
—No es Alma de Dios la que se comporta de forma incongruente, es usted quien la trata de una manera absurda —dijo Klara, y siguió discutiendo con el doctor.
Mientras tanto, del grupo de pacientes junto a la ventana se apartó Max, se acercó a Alma de Dios y le sacó la aguja que ella tenía clavada en la frente.
El amor entre Alma de Dios y Max comenzó en el instante mismo en que él alargó la mano hacia la frente de la muchacha y sacó la aguja clavada. Su amor (que en realidad no era amor, porque el amor es lo que los enamorados denominan de esta manera, mientras que Alma de Dios y Max no le daban ningún nombre a lo que los unía) era como cuidar de que no se apagara el débil fuego en que se calentaban sus almas.
Las horas de trabajo Max las pasaba en el taller de carpintería del hospital y Alma de Dios, en el de costura. Se encontraban durante los paseos en el parque y ella siempre tenía para él un trozo de tela, un pañuelo o un delantal, que llevaba escondidos entre el sujetador y el corazón, y él le regalaba un caballito, una flor o un angelito hechos de madera. Él ordenaba los pañuelos, trapos y delantales debajo y sobre su almohada y dormía con ellos; Alma de Dios ordenaba los caballitos, las flores y los angelitos en la mesita de noche. Después, decían que Alma de Dios murmuraba en sueños el nombre de él. Y Max —contaban— trataba de averiguar el nombre de ella, aunque nadie lo sabía: desde su llegada a El Nido ella era Alma de Dios.
Max y Alma de Dios se acercaban el uno al otro, se acercaban como se acercan el cielo y la tierra en un punto lejano: sólo el ojo que mira hacia el horizonte los ve unidos, mientras que en realidad jamás se juntan ni separan. Aquella primavera hubo momentos en que todos nos olvidamos de nuestras respectivas locuras, momentos en que nuestras locuras se olvidaron de nosotros; pensábamos sólo en Alma de Dios y Max, pronunciando con frecuencia la palabra amor.
—Aquí no puede nacer ningún amor —dijo el doctor Goethe.
—¿Y qué le falta a este lugar para que aquí no pueda nacer el amor? —le preguntó Klara.
—No me refería al lugar. El amor no puede aparecer entre los locos porque la locura le tiene un miedo mortal a este sentimiento. En la locura, el odio y el amor por parte de los demás representan el mismo peligro: tanto el amor como el odio amenazan con destruir el Yo del loco.
—Tal vez eso no sea lo más grave —dijo Klara—, porque ese Yo de vibración imperceptible es el que más desesperadamente desea ser amado. En su fuero interno, la persona de un Yo desgarrado sabe —aunque no quiera reconocerlo— que sólo el amor puede preservar su Yo; sin embargo, el miedo al amor siempre resulta más fuerte que este saber y lo relega al olvido, dejando que lo venza un temor aún mayor.
—Entre los locos sólo es posible el amor hacia una persona inventada, soñada; el amor hacia una persona de carne y hueso, o sea, un amor real y verdadero, es imposible, porque amar al otro significa para el loco ser el mismo que el otro, y esto quiere decir perderse a sí mismo. Por eso se ama a un Otro soñado que no es más que la proyección de algún pedazo del Yo desgarrado. Amar y ser amado es más peligroso para el loco que odiar a muerte y ser odiado a muerte.
—¿Y no es posible que algunos locos sientan con desesperación la necesidad de amar y de ser amados? —pregunté yo—. ¿No será una necesidad tan fuerte como la vida y la muerte? La necesidad de escapar de la locura, de volver a la vida.
Esa primavera, la primavera en que Alma de Dios y Max cuidaron de que no se apagara el débil fuego en que se calentaban sus almas, para ellos duró como toda una vida. Max le prometía a Alma de Dios todo lo que antaño había soñado que la vida le depararía a él; le prometía cosas ordinarias, cosas que la gente no suele prometer porque las da por connaturales de la existencia, por lo que no cree necesario desearlas expresamente y no encuentra premisas para anhelarlas, porque el anhelo aparece cuando hay algo de difícil realización. Oíamos a Max prometerle una cama común en una habitación con una ventana que daría a la calle por la que pasearía gente (tan parecida y a la vez tan diferente de las ventanas con vistas al parque por el que caminaban médicos y pacientes), le prometía días en los que enseñarían a sus hijos a hablar y alegrarse, le prometía la proximidad de sus cuerpos antes de dormir y también en el sueño. Le prometía cosas completamente ordinarias, tan ordinarias que a la gente común ni siquiera se le pasa por la cabeza prometérselas.
Esa primavera, la primavera en que Alma de Dios y Max cuidaron de que no se apagara el débil fuego en que se calentaban sus almas, para todos nosotros en El Nido duró como toda una vida; como si todos nosotros, tras un período glacial que se había prolongado durante eones enteros, sintiésemos que algo volvía a calentar nuestras almas. Mirándolos en el parque, oyendo sus conversaciones o contándonoslas unos a otros, pensando en el futuro que les esperaba, nos olvidábamos de nuestras locuras, y nuestras locuras se olvidaban de nosotros.
Una tarde primaveral con el cielo encapotado en la que, en vez de salir al parque, nos habíamos quedado en la cama, esperando la lluvia, a El Nido llegaron los hermanos de Alma de Dios. Alguien les había contado patrañas acerca de su hermana, presentando aquellos cuidados del débil fuego entre ella y Max como una relación de índole totalmente diferente, como quién sabe qué otra cosa, y al entrar en el despacho del doctor Goethe, lo primero que le dijeron fue que no habían traído a su hermana al hospital para que fornicase, sino para que se curase, y le exigieron que los llevase donde estaba ella. Después irrumpieron en la habitación grande en la que, en dos filas de camas, había unas cincuenta mujeres. A pesar de los ruegos del doctor Goethe de que no le dijeran que la llevaban a casa —les había pedido que fingiesen sacarla a un paseo—, los hermanos informaron de que volvería con ellos a casa, para siempre.
—Yo quiero quedarme aquí —dijo Alma de Dios, acurrucándose en la cama.
—Para ti ya se ha acabado el aquí —le gritó uno de los hermanos, agarrándola de los hombros y sacándola a la fuerza de la cama—. ¡Te llevamos a casa para siempre!
Alma de Dios alargó las manos hacia la mesita de noche, consiguiendo agarrar unos cuantos caballitos, flores y angelitos de madera y meterlos en los bolsillos del camisón antes de que sus hermanos se la llevaran de la habitación.
Una de las mujeres de la habitación de Alma de Dios abrió la ventana y se puso a gritar:
—¡Óiganme todos! ¡Se están llevando a Alma de Dios! ¡Óiganme! ¡Salgan a despedirse de Alma de Dios! ¡Se va Alma de Dios! ¡Se va para siempre!
Las ventanas de El Nido se fueron abriendo; estábamos amontonados detrás de las rejas, viendo abrirse la puerta de salida del hospital y a dos hombres fornidos llevarse a su hermana. Ella iba en camisón y sandalias, y mientras daba tumbos entre los dos hombres, de sus bolsillos caían caballitos, flores y angelitos de madera.
En ese momento se oyó el alarido de Max, prolongado y lastimero, como un lamento a la luna. Por un segundo los hermanos de Alma de Dios se detuvieron, se detuvo ella también, volviendo la cabeza hacia el sitio del que se estaba alejando. Max dejó de aullar. Detrás de las rejas de nuestras ventanas observábamos mudos a Alma de Dios alejarse, volviendo constantemente la cara hacia las rejas detrás de las que estaba Max, andando así, con la cabeza vuelta hacia atrás, los pies caminando en una dirección y los ojos mirando en la contraria. Cuando llegó a la salida, justo antes de cruzar la puerta del parque, consiguió liberar una de sus manos y la levantó esbozando un tímido saludo, como quien lo hace por primera vez, o como alguien que lo hace por última vez. Su hermano la agarró de la mano, sacándola fuera. Su figura desapareció de nuestras miradas.
Aquella tarde todo se sumió en un insólito silencio.
Durante días seguimos hablando de Alma de Dios, esperando que volviese, pero al final terminamos olvidándola. Nos acordábamos de ella sólo cuando veíamos la cara de Max, lo cual ocurría cada vez menos. Él se quedaba en la cama, inmóvil durante horas, días, semanas, mordiendo los pañuelos, los delantales y demás pedazos de tela que había ido reuniendo debajo de la almohada.
—Despierta —oí la voz de Klara en la noche—. Todo está quieto.
Habíamos hecho ese trato en mis primeros días en El Nido: si una de nosotras despertaba durante un instante de silencio, debía despertar a la otra. Me levanté y me acerqué a ella. Estábamos junto a la ventana abierta, mirando en la oscuridad hacia el parque. Era una noche de verano y alrededor de nosotras reinaba un cálido silencio. Volví la cabeza hacia Klara: tenía los ojos cerrados. Hice lo mismo: empecé a respirar la quietud con los ojos cerrados. De una habitación lejana llegó un grito que atravesó el espacio y se apagó. Luego se oyó una risa desagradable, a la que se sumó un llanto seco, por el suelo de la habitación de arriba resonaron unas pisadas como de pezuñas, de una de las habitaciones de al lado nos llegaron golpes en la pared y de la habitación del otro lado, un balbuceo. De alguna parte se oían confusas palabras que pedían auxilio, otras que daban las gracias o protestaban, palabras pidiendo libertad. Llegaban voces humanas parecidas al rumor del agua, al bramido de animales, al chillar de pájaros, voces que sonaban como viento entre las ramas de los árboles y voces que semejaban el golpe de una piedra contra otra piedra.
De pronto, todo volvió a la quietud, como si algo hubiese tapado todas las gargantas abiertas. Silencio. Y luego todas las voces estallaron de nuevo: llantos y risotadas, gritos y aullidos, murmullos y zumbidos, súplicas y quejas, agradecimientos y maldiciones.
Klara cerró la ventana y dijo:
—Todas las personas normales son normales de la misma forma, mientras que cada loco lo es a su manera.