Capítulo 4

Todos los padres sienten la necesidad de que sus hijos aprendan y conserven lo que ellos aprendieron a su vez de sus padres; de ahí la animadversión de la madre de Martha Bernays por mi hermano Sigmund. Emmeline Bernays tenía un motivo más para su ojeriza: le había prometido a su esposo, en su lecho de muerte, que iba a educar a sus hijos —a las chicas, Martha y Minna, y al varón, Eli— según las exigencias de la tradición judía, por lo que le costaba aceptar que Sigmund se burlara de sus creencias y oraciones, y que se empecinara en convencer a Martha de que no tenía por qué cumplir todos los ritos y de que el sábado era un día como cualquier otro. Buscando la forma de separar a su hija del novio ateo, Emmeline tomó la decisión de regresar con su prole a Wandsbek, cerca de Hamburgo, desde donde habían llegado a Viena unos diez años atrás. De nada sirvieron las lágrimas de su hija; un día de invierno los Bernays se fueron al Norte. Mi hermano se mostraba triste e inquieto, aunque estaba seguro de que nada ni nadie conseguiría que su novia flaqueara en su amor por él.

Desde que Martha se fue de la ciudad, yo iba a ver todos los días a Sigmund al Hospital General de Viena. Si hacía buen tiempo salíamos a dar un paseo, pero si llovía o hacía frío, nos quedábamos en su habitación, donde no había más que una mesa, una silla y una cama. A veces, cuando nos sentíamos oprimidos por la estrechez del espacio, nos levantábamos y caminábamos por los pasillos del hospital, pasando de una unidad a otra y conversando igual que años atrás, en la biblioteca, cuando hacíamos un receso en nuestras lecturas. Tratábamos los mismos temas, pero ahora éramos más maduros y menos entusiastas. En cierta ocasión, mientras discutíamos sobre las diferencias entre los conceptos de lo trágico en épocas pasadas y en la actualidad, mi hermano me condujo hacia una unidad del hospital que me señaló como clandestina, ilegal. Por el camino me explicó lo que podía hacer una joven si se quedaba embarazada fuera del matrimonio y su amante se negaba a casarse con ella. Yo sabía que los padres de estas muchachas, movidos por la vergüenza, a menudo las echaban de casa, y que ellas morían poco después de hambre, frío y enfermedades, incluso antes de dar a luz. Sabía que las que llegaban vivas al parto dejaban a sus hijos en los orfanatos, que luego tenían que trabajar muy duro y que la vida se les extinguía pronto. Sabía también que algunas no eran capaces de sobrellevar la vergüenza, y para preservar el honor de sus familias se suicidaban sin confesar a nadie su embarazo. Había oído decir que algunas visitaban a personas supuestamente sabias que les recetaban brebajes agrios para que se deshicieran del feto, pero a menudo ellas mismas morían envenenadas. Entonces Sigmund dijo que la gente adinerada, gracias a sus influencias y al dinero, podía burlar la ley que prohibía el aborto. En el Hospital General de Viena había cirujanos que dedicaban parte de su tiempo a esta actividad vedada por la ley, pero consentida para algunos: allí abortaban las hijas y las amantes de los ricos. Ya habíamos llegado a dicha unidad secreta cuando mi hermano me reveló que él mismo había aprendido a practicar abortos, y se explayó en detalles. A mí me dio un vahído al imaginar cómo el metal entraba en contacto con el feto y vomité. Mientras volvía en mí, sentada en un banco en el corredor, Sigmund dijo que en un salón del palacio de uno de los ricachones cuya amante había abortado en el hospital, estaban expuestas unas imágenes de Jesucristo y la Virgen. El banquero Von N. había pagado a varios museos y coleccionistas privados de todo el mundo para que el público de Viena pudiera disfrutar de los más de cien lienzos. Aunque la exposición ya estaba clausurada, mi hermano creía que todavía quedaba algún que otro cuadro que pudiéramos ver.

Efectivamente, cuando llegamos a la parte del palacio dedicada a exposiciones, todavía quedaban dos pinturas de Giovanni Bellini —Virgen con el Niño y Crucifixión— traídas del Museo Correr de Venecia.

Nos quedamos admirando cómo la Virgen sostenía al pequeño Jesús. En la cara de éste se sentía vibrar una gran tristeza: los ojos entrecerrados no tenían la mirada de un niño, sino de una persona que conocía muy bien la vida. Esa mirada no iba dirigida hacia delante, sino hacia un dolor inmenso, hacia una desgracia enorme, como si el niño presintiera su destino y la separación inminente de la mujer tranquila que en aquel instante lo abrigaba entre sus brazos, y que años más tarde, al pie de la cruz, desesperaría por no poder hacer nada para evitar la desgracia y la muerte. Aquella tristeza sellaba los labios y también las manitas del pequeño: una de ellas reposaba en su pecho, sobre el corazón, con la otra se agarraba del pulgar de la madre, a la vez que señalaba con el índice hacia abajo. Hacia abajo. La madre no podía ver el gesto afligido de su hijo; su mirada se dirigía hacia la lejanía, fuera del cuadro. Con gesto protector sostenía al niño: su espalda apoyada en el brazo de ella y el hombro tocando su pecho, cerca del corazón. La Virgen recogía en su puño el codo del niño, su pulgar cubría todo el brazo diminuto y los demás dedos protegían el pecho del pequeño. La otra mano reposaba en su muslo y el niño se agarraba del pulgar de su madre al tiempo que señalaba hacia abajo. Hacia abajo. La Virgen no podía notar la inquietud de su hijo, pero a lo mejor la intuía, tal vez ella también supiera lo que iba a pasar, aunque al mismo tiempo sabía que no habría remedio, que así debía ser, y se la veía serena en su resignación. Su mirada se dirigía hacia un horizonte fuera del cuadro, probablemente alcanzase otra realidad, donde todo lo que ha sido, es y será adquiría su verdadero sentido. Después nos detuvimos ante la Crucifixión: la cara de Jesús sólo expresaba resignación ante el horror, mientras en el rostro de su madre se notaba una desolación brutal. Desolación y resignación, al igual que en el otro lienzo, el de la Virgen con el Niño, sólo que aquí la resignación estaba llena de horror: la resignación de Jesús en el momento de la elevación de la cruz, con su madre desesperada al lado, las manos juntas, la cabeza inclinada, la mirada ciega para todo menos para el dolor, los ojos como si se hubieran secado en sus cuencas, dejando en su lugar la desesperanza. Nos quedamos observando largamente un cuadro y otro. Le comenté a Sigmund que todos los teólogos y filósofos que yo conocía y que escribieron sobre el tema decían que con la aparición del cristianismo y las ideas de resurrección y redención, la tragedia había desaparecido. Afirmaban que con el cristianismo la tragedia fue abolida. Los que sufrían eran pecadores y expiaban sus culpas, o en caso de que sufrieran sin causa alguna, iban a ser recompensados en el más allá y de ellos sería el Reino de los Cielos. Según los filósofos, las nociones de salvación e inmortalidad del alma anulaban la tragedia.

—Sin embargo —le dije a mi hermano, y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo—, mira este cuadro, ¿acaso no es la tragedia la que cobra su máxima fuerza en el momento en que la madre presencia la muerte de su hijo? —mi hermano callaba. Alargué el brazo hacia el cuadro, señalando la mirada de la madre al pie de la cruz, cerca del cuerpo moribundo al que ella había dado la vida—. Quién sabe si la resurrección y la salvación acaban con la tragedia, o no es más que un consuelo —pregunté con la mano extendida hacia la madre y el hijo—. En este mundo no hay justicia. Ningún castigo puede remediar una injusticia que se haya cometido, porque el pasado no se puede cambiar, los desafortunados seguirán padeciendo sus infortunios. Si en otro mundo diferente se hiciera justicia por lo que se hubiera vivido en éste, si allí se les devolviera a los desafortunados lo perdido en la Tierra, no sería una reparación de sus vidas rotas sino un simple consuelo y nada más. Lo que se pierde en cierto momento de la vida nunca se puede recuperar, porque si alguna vez fue imprescindible para alguien, lo fue en el momento justo de perderse, no antes ni después. Aunque la vida continuara después de la muerte en el más allá, no creo que se tratara más que de un consuelo. Todo en el mundo material es una gran injusticia, y como no sabemos si después de esta vida tendremos otra, mejor que ésta, la única salvación aquí y ahora es la belleza.

Mi hermano sonrió:

—Aunque no es una constatación muy correcta, tiene su gracia: la belleza como único consuelo en este mundo.

Retiré la mano con que señalaba al hombre sangrando en la cruz y a la madre que lo miraba con desconsuelo; la retiré y mi hermano y yo seguimos contemplando aquella belleza, aquel consuelo.

Klara hacía muchas visitas a gente necesitada de consuelo y a veces yo la acompañaba. Solía ir a ayudar en los orfanatos y en los asilos para mujeres cuyos maridos las habían echado de casa. Su hermano ganaba lo suficiente para mantener a toda la familia, por lo que Klara había dejado de vender flores en el cementerio. Ahora se dedicaba a ayudar a los desfavorecidos, al tiempo que trataba de aclararles qué derechos tenían y cómo podían defenderlos. Iba a las fábricas y animaba a los trabajadores a convocar huelgas por una jornada laboral más corta y por salarios más altos. Los dueños de las fábricas contrataban a mercenarios que le propinaban a Klara tremendas palizas, dejándola durante días inconsciente en cama, pero al levantarse y tenerse de nuevo en pie, volvía a las fábricas para organizar a los obreros y para recibir otra tanda de golpes. Se encontraba con las tejedoras e hilanderas tratando de convencerlas de la necesidad de la lucha por el derecho a voto de las mujeres, por su derecho de actuación política, por su igualdad con los hombres. La policía la apresaba y Klara permanecía en la cárcel a veces toda una semana, hasta que su hermano conseguía sacarla de allí. Sus fotografías aparecían en los periódicos, acompañadas siempre por la palabra anarquista. Era atractiva en su falta de coquetería: en vez de los peinados sofisticados de aquella época, llevaba el pelo inusualmente corto; en vez de sayas de encajes, cintas y flores artificiales, fue la primera mujer en Viena en vestir pantalones. De este modo la gente la reconocía por las calles, blasfemaban, le escupían y le tiraban piedras. Cuanto más luchaba por la autoestima de las mujeres, tanto menos autoestima le quedaba a ella misma; era imposible que todas las agresiones contra ella pasaran sin dejar su impronta. Fue perdiendo la sagacidad de su mirada y el equilibrio de su voz, las palabras le salían temblorosas de la garganta, su mirada vagaba inquieta, como si evitara mirar a la persona con la que hablaba. Había perdido el porte sereno: iba con la cabeza hundida entre los hombros levantados. Parecía un ave empapada bajo la lluvia. A veces venía conmigo a ver a Sigmund al hospital. Ya no discutía con él como antes, sólo se interesaba por cómo podía ayudar a las mujeres que sin necesidad y a la fuerza estaban recluidas en los manicomios. Afirmaba que era suficiente que una mujer se rebelara defendiendo sus derechos en el matrimonio, para que el marido la declarara demente y la metiera entre rejas. Bastaba que, a la muerte de los padres, la hermana reclamara su derecho a la herencia, para que sus hermanos la encerraran en un psiquiátrico. Los psiquiátricos, afirmaba Klara ante mi hermano, estaban repletos de mujeres normales. Bastaba que un padre, marido, hermano o hijo declarara que una mujer presentaba un peligro para los demás y para sí misma, para que ella acabara en un psiquiátrico. Klara le pedía consejo a Sigmund —¿había manera de cambiar aquella situación?—, pero mi hermano le contestaba que no se podía hacer nada. Ella seguía recorriendo los psiquiátricos, buscándose problemas con los médicos. Uno de ellos le dijo, citando a Nietzsche: «Cuando miras largo tiempo a un abismo, también éste mira dentro de ti».

Empecé a ver a Klara cada vez menos. Ya no me acompañaba al hospital, dejó de visitar a Sara, y cuando pasaba por casa, mi madre encontraba siempre algo desagradable que decir, de modo que dejó de sentirse bienvenida. Habría podido ir con ella a las reuniones en que hablaba a favor de la igualdad entre los pobres y los ricos, los hombres y las mujeres, pero yo carecía de su valor, carecía de su locura. La acompañaba sólo a donde no corría riesgo: a los asilos de las mujeres maltratadas y a los orfanatos.

A veces visitaba a mi hermano en su horario de trabajo, y entonces él me llevaba a recorrer el hospital y las habitaciones de los enfermos. Allí vi miles de rostros de enfermos, pero retuve sólo uno. Reparé en aquel rostro por primera vez una mañana de verano; mi hermano y yo entramos a una de las habitaciones y yo vi a un hombre joven acostado en una de las camas. Sus ojos cerrados se movían en sus órbitas, sus labios temblaban y se le ensanchaban las aletas de la nariz. Eran señales de que estaba soñando. Me volví hacia mi hermano y noté la sonrisa que había aparecido en su cara mientras me observaba. Enseguida se dio cuenta de que quería saber todo sobre el hombre que soñaba. Me contó lo que sabía. Se llamaba Rainer Mendelson y no tenía una enfermedad determinada; simplemente estaba exhausto. Había nacido en Múnich, donde residía por aquellos días, aunque también tenía un pequeño piso en Viena. Sin embargo, la melancolía le hacía viajar la mayor parte del tiempo. «No su propia melancolía», añadió mi hermano, riendo, «él se dedica a estudiar la melancolía». Sigmund estaba convencido de que Rainer Mendelson había escogido un camino equivocado: ya no quedaban dudas de que la melancolía debía ser objeto exclusivamente de la medicina, pero el hombre que soñaba en su cama de enfermo había optado por partir de los puntos de encuentro entre la mitología, la filosofía, la teología, la astronomía y el arte. Era todo lo que mi hermano sabía de Rainer Mendelson: unas cuantas palabras que abrieron todo un mundo para mí. Al día siguiente volví con mi hermano al lecho del joven. Él miraba a su alrededor como si observara un espectáculo, como si estuviera convencido de que nada en el mundo era casual, como si todo tuviera un orden propio y una razón de ser, que sucedía una única vez en la vida. Fue por esto que desde aquel primer instante no quise separarme jamás de él, quise estar cerca de aquella mirada que aspiraba a ver, saber y experimentarlo todo.

Era verano. Mis padres solían pasar una temporada en Bad Gastein. Aquellos días permanecí horas enteras junto a la cama de Rainer. Estaba tan agotado de sus viajes que el día que le dije mi nombre apenas podía articular una oración completa. Le expliqué que era la hermana del doctor Freud, a quien visitaba a menudo en el hospital. Él dijo que viajaba mucho, que hacía estudios sobre la melancolía, quiso contarme algo sobre el tema, pero se cansaba demasiado para poder organizar sus ideas y sólo recitó unos versos de John Keats, algo sobre la tristeza y el dolor. Al día siguiente me mostró el libro que tenía en la mesita de noche. Era Patología mental y terapia, de Wilhelm Griesinger, una edición de 1867 donde aparecían varios capítulos que no figuraban en la primera edición de veinte años atrás. Me pidió que le leyera precisamente uno de estos capítulos: «Estados de la patología mental: la melancolía». Griesinger definía la melancolía como consecuencia de ciertos trastornos mentales, pero Rainer consideraba que, sojuzgando la melancolía a la medicina y prescindiendo de los aspectos filosóficos y místicos, se empobrecía extremadamente su comprensión. En épocas antiguas se decía de la melancolía que era la caída del alma en el abismo del dolor, porque no había logrado elevarse a las esferas más altas; o que se debía a que el alma había chocado contra las energías de Saturno; que era una prueba a la que el Señor sometía al ser humano; que el Diablo se apoderaba de uno, y, finalmente, que la provocaba un humor misterioso —la bilis negra— que recorría el cuerpo humano. Yo quería saberlo todo sobre Rainer, y él me hablaba de la melancolía y de los estudiosos que se ocuparon de ella, desde Hipócrates y Aristóteles, Santa Hildegarda de Bingen, Marsilio Ficino, Santa Teresa de Ávila, Robert Burton hasta los investigadores más recientes que buscaban las causas de la melancolía en ciertas anomalías en la estructura del cráneo, en problemas familiares e incluso la relacionaban con la menstruación y la menopausia.

Más tarde, cuando Rainer se recuperó, dejó el hospital y se instaló en su piso en la Schoenlaterngasse, se acabaron las palabras y nuestros cuerpos inexpertos se precipitaron en una órbita particular, inventando los movimientos que un sinnúmero de cuerpos habían hecho un sinnúmero de veces; movimientos que se venían realizando desde el principio mismo de los tiempos, cuando el cuerpo y el alma no se diferenciaban, cuando eran un todo. Hacíamos los movimientos cuya memoria llevábamos en la sangre, depositada allí por los cuerpos de todos nuestros antepasados. Y, sin embargo, todo se hacía por vez primera, como cuando fue encendido el primer fuego, cuando brotó el agua por primera vez: su mirada sobre mi cuerpo desnudo, mi mirada sobre su cuerpo desnudo, las miradas que tímidamente estudiaban nuestra desnudez en la penumbra de la habitación buscándose mutuamente —mi mirada buscando la suya, su mirada buscando la mía—; luego nuestras miradas se caían al suelo, de la vergüenza, de la turbación, por ser la vez primera; como si fuéramos un ínfimo eslabón de la cadena sin fin de repeticiones en los tiempos; el acercamiento de nuestros cuerpos, los pocos pasos que nos separaban de la cama, que dimos con tanta torpeza como si acabáramos de aprender a andar y, después, la respiración acelerada y ruidosa como en un parto… Nos iniciábamos en un sinnúmero de cosas que nos relacionaban con acontecimientos que sucedieron en los inicios del mundo, y ese milagro que consistía en la relación de nuestra iniciación con los inicios de los inicios nos impedía pensar en lo poco que nos iba a durar, aunque durara toda una vida: porque en aquel momento creíamos que iba a durar toda una eternidad y un poco más.

Terminado el verano, Rainer se fue de Viena. Dijo que hasta finales de año viajaría por Moscú, Petrogrado y Cracovia, y que después iría a España. Prometió regresar el verano siguiente, me pidió que volviera a su piso en la Schoenlaterngasse el mismo día en que nos conocimos: él me esperaría allí. Aquella tarde a finales de agosto yo me encontraba en un andén en la estación de trenes. Rainer se asomaba a la ventanilla abierta de su compartimento y me miraba como se mira un cuadro, como se mira a alguien cuya presencia no es casual, que no fue creado en vano, que había sido esperado en exclusiva por épocas enteras y que en aquel momento irrepetible estaba allí, en la estación de trenes, por una sola vez.

Pocos días más tarde mis padres regresaron de Bad Gastein para viajar después con mi hermano a Hamburgo, donde él se casó con Martha Bernays. Sigmund siguió trabajando un tiempo más en el Hospital General de Viena y abrió un consultorio en el piso que alquiló para vivir con Martha. Allí recibía a pacientes con trastornos nerviosos. Yo llevaba mucho tiempo sin mencionarle a Sara el nombre de mi hermano, desde el día en que le dije que tenía novia. Mucho más tarde, cuando ella me contó que había soñado con que daba a luz unos peces muertos, le comenté que se había casado y que su mujer estaba embarazada.

Cuando Rainer regresó el verano siguiente tenía la misma expresión de quien quiere ver, saber y experimentar todo, pero también había cierta cautela en su mirada: ver, saber y experimentar todo, pero sin tocar nada, sin cambiar nada de su sitio, dejándolo todo igual que antes de que su mirada pasara por allí. Como si temiera romper algo con su solo pensamiento. Me contó que su itinerario fue muy distinto al que había trazado antes de irse de Viena. Visitó otras ciudades, porque decidió buscar la melancolía en los museos, en las imágenes pintadas por los grandes maestros. Trajo la réplica de un grabado que yo conocía muy bien. En la época en que mi hermano y yo leíamos juntos en la biblioteca municipal, pasé largas horas viendo este grabado en un libro sobre Durero. Rainer me explicó lo que representaba: aquel ser que estaba contemplando el vacío, aquella mujer alada, no era ningún ángel. Era la representación alegórica de la melancolía. Tenía la cabeza baja, que se le habría caído sobre el pecho si no la apoyara en su puño. La otra mano reposaba en el regazo, inerte, exánime, sosteniendo apenas la brújula. El rostro estaba ensombrecido, resplandeciendo en la oscuridad sólo el blanco de los ojos; la mirada dirigida hacia la nada. Con el mismo brillo que el blanco de sus ojos, relucía al fondo el mar y en el cielo, en las alas abiertas de un murciélago, estaba escrito el título del cuadro. Había un cometa de resplandor maravilloso que pronto iba a desaparecer del cielo de la Melancolía. En la lejanía, a orillas de la gran superficie del agua, se vislumbraba una ciudad. Allí estaba el resto del mundo, allí estaban los demás, pero la Melancolía quedaba de este lado, aislada, sola. Se servía de dos cosas para combatir su aflicción: detrás de ella colgaba un amuleto de forma cuadrada con dieciséis números, que debía atraer los poderes curativos de Júpiter para superar las influencias dañinas de Saturno, que suelen fomentar la angustia. Junto al amuleto había un reloj de arena y por encima, una campanilla y una balanza. La mitad de la arena del reloj había bajado, los platillos de la balanza estaban equilibrados, la campanilla se encontraba inmóvil, como si de un momento a otro pudiera dar la última hora. O tal vez el tiempo se había parado y la arena del reloj había dejado de correr. El equilibrio de los platillos de la balanza mostraba que daba lo mismo, que nada tenía sentido y que la campanilla no tenía por qué sonar.

La Melancolía estaba sentada junto a un edificio inconcluso, rodeada de sus instrumentos, mirando al vacío como si estuviera a punto de dejarlo todo, como si algo le hiciera pensar en que jamás llegaría a acabar la construcción. Había una escalera apoyada en el muro, al pie de la escalera se encontraba un bloque de piedra: ¿acaso la Melancolía tenía que subirlo por esa escalera? Pero el bloque de piedra estaba todavía sin labrar. Alrededor de la Melancolía había una serie de útiles de cantería y carpintería, pero todo permanecía abandonado: ella sabía que jamás acabaría su obra, que todo era en vano, que en este mundo absolutamente todo carecía de sentido, que estaba dominado por la sinrazón. Aquella construcción emprendida por la Melancolía era, en realidad, su vida, la vida que indistintamente de cómo se viviera o de cómo se organizara quedaría inconclusa, vivida en balde. ¿La balanza estaba allí porque se tenían que pesar los materiales de la construcción o porque simbolizaba la necesidad de medirlo todo, de sopesarlo todo constantemente, o representaba las eternas vacilaciones? Vivir o no vivir: ése era el problema que planteaba el grabado, con aquel rostro hundido en la sombra y el blanco chispeante de sus ojos. La Melancolía del grabado de Durero tenía alas, pero a nadie se le ocurriría que pudiera volar, no le servían siquiera de ornamento. A lo mejor las tenía sólo para que su andar fuera más penoso, para que le pesaran como una carga enorme, para recordarle que pudo haber volado, pero que ya era demasiado tarde.

Aquel verano Rainer y yo soñábamos con viajar juntos, aunque yo tenía un deseo secreto aún más grande que el de viajar. Deseaba que viviéramos juntos, por eso sentí mucho más nuestra separación a finales del verano.

Pasaba cada instante de los meses estivales junto a Rainer, y dejé de ver a Sara y a Klara. Luego regresé con ellas, sintiendo cargo de conciencia, como se regresa a alguien del que nos hemos olvidado por completo.

La primavera de 1888, cuando Matilde, la hija primogénita de mi hermano Sigmund, aprendía sus primeras palabras, las aves migratorias no volvieron a Viena. Pasaron muchas más cosas en la ciudad: se inauguró el Kunsthistorisches Museum y todo el mundo se precipitó a ver las obras de Vermeer, Rembrandt, Brueghel; se inauguró con bombo y platillo el Burgtheater con las pinturas murales de Gustav Klimt; el emperador Francisco José se cayó del caballo y se fracturó una pierna; su esposa inauguró el nuevo manicomio, al que no llamaron «manicomio» sino clínica psiquiátrica, poniéndole por nombre adicional El Nido, y todos se afanaron en repetir las palabras que la Reina pronunció el día de la inauguración: «La locura es más verdadera que la vida». O sea, aquel año en Viena se hablaba de lo mismo de siempre, aunque más que nada se comentaba que las aves migratorias no habían regresado.

La primavera en que las aves migratorias no volvieron a Viena, murió Sara. Aunque siempre estuvo delicada, su muerte sobrevino de golpe. Las últimas semanas de su vida languidecía a ojos vistas, era notorio que su vida se iba extinguiendo; no obstante, todos creíamos que se trataba de un estado transitorio. Todos, excepto ella, aunque nunca dijo nada. Me daba cuenta de que pensaba en la muerte porque me trataba con la atención con que la gente que sabe que va a morir suele tratar a los que van a quedarse en este mundo. Ya no recuerdo las palabras exactas con que mostraba su delicada preocupación por mí —por lo que me esperaba en esta vida—, pero sí recuerdo que en cada uno de nuestros encuentros mencionaba a Klara:

—No te olvides de Klara, por favor —me pedía—. Ayúdala con lo que puedas.

Siempre que visitaba a Sara me proponía ir a ver a Klara, pero en vez de hacerlo regresaba a casa. Sigmund pasaba a menudo a saludarnos o nosotros íbamos a los almuerzos dominicales a su casa, pero nunca le hablé de la enfermedad de Sara, hasta que ya se hizo claro que ella se iba de este mundo. Al enterarse, mi hermano quiso acompañarme a visitarla. Llevaban varios años sin verse, y ahora, al acercarse él a la cama en que estaba Sara con las manos cerradas sobre un libro que reposaba en su pecho, creí notar lo mismo que en su primer encuentro —y que se había repetido en todos sus encuentros posteriores—: la actitud forzosamente reservada, la emoción contenida, la espera. Una vez más estaba con ellos dos (nunca se vieron a solas) y me hacía testigo de la turbación en sus palabras y de su empecinamiento en disimular; observaba con atención cada ademán, cada gesto de esos rostros que revelaban tantas cosas silenciadas. Mi hermano se sentó al borde de la cama de Sara. Esta vez bajé la mirada y me quedé escuchándolos. Oía sin escuchar nada, sólo el cansado murmullo de las voces, sus voces que se confundían volviéndose indescifrables para mí. Cuando mi hermano se levantó de la cama, volví a mirarlo. Sara cogió el libro que reposaba en su pecho y se lo entregó a Sigmund.

—Este libro me lo dejaste el día que paseamos por el parque. No nos hemos visto desde entonces y a mí se me olvidó dárselo a Adolphine para que te lo devolviera.

Mi hermano cogió el libro con los cantos de Mickiewicz: se lo había regalado, pero ella se lo devolvía como si le hubiera sido prestado. La contrariedad que esto le produjo a Sigmund se notó en la crispación de su cuerpo mientras observaba el libro, en el temblor de su voz mientras formulaba una pregunta obvia:

—¿Te gustaron algunos cantos en particular?

—Lo leí hace mucho, ya no me acuerdo —dijo Sara—. Recuerdo sólo la canción de la joven que, muchos años tras la muerte de su amado, en lo más profundo de su alma seguía hablándole y mirándole a los ojos.

En la mano de Sara quedó el diente de león —que ella había secado entre las páginas del libro— que un niño le había entregado por las rejas de la valla de la guardería.

Vi a Sara varias veces más. Al final de la primavera, ella se preguntaba si las aves migratorias volverían otra vez a Viena, si habían perecido por el camino o se habían extraviado. Quizás alguna fuerza natural las obligaba a quedarse para siempre en las regiones meridionales. Después de conversar un rato sobre las aves, ella volvía a repetir: «Por favor, cuida de Klara. Ayúdala en lo que puedas».

Las aves migratorias volvieron la primavera siguiente, multiplicadas, y muchos suponían que a las «nuestras» se les habían unido también aves de otras regiones de Europa. No creo que en otra ciudad hubieran aparecido alguna vez tantísimas aves como aquella primavera, la primera tras la muerte de Sara. Nublaban el cielo con su vuelo extendiéndose bajo el sol como una sábana negra.

El verano del año en que murió Sara, Rainer no volvió a Viena. Cuando se marchó, me dijo lo mismo: que regresara al piso el día en que nos conocimos en el Hospital General de Viena. Todas las mañanas de aquel verano iba hasta el número 7 de la Schoenlaterngasse, pero nunca encontré a nadie. Las primeras mañanas iba esperanzada: me imaginaba que se habría quedado por el camino por culpa de algún problema del transporte ferroviario. Después, viendo cómo pasaba el verano, caminaba hasta allí presa de presentimientos funestos, de pensamientos tenebrosos: me preguntaba si le habría pasado algo malo o algo bonito, si ya no querría verme. Al volver mis padres del balneario, mi madre se dio cuenta de mi aflicción. Desde hacía años ella sentía que no podía zaherirme: primero se fue Martha, y yo pasaba varias horas al día con mi hermano; luego apareció Rainer, y gracias a los meses de verano que compartíamos me quedaba alegre a la espera de su siguiente regreso. Ahora Martha estaba de vuelta en Viena, Rainer no regresaba y Sara se había ido para siempre. Mi madre me encontró indefensa, tan indefensa como lo era en la infancia, y volvió a clavar en mí el pico de su odio. No tenía dónde refugiarme de sus palabras, del dolor que me causaban; tampoco del dolor que sentía por no saber nada de Rainer, ni dónde se encontraba ni por qué no aparecía. Todo ello me hacía sentir que no había un lugar en el mundo para mí. A veces iba a buscar a Klara a su casa, pero allí me esperaba la hostilidad de su madre. Klara se hallaba ausente incluso cuando se encontraba en casa: le hablaba, pero no tenía la certeza de que me estuviera escuchando. Su mirada vagaba en la lejanía, más allá de la pared en que tenía fijada la vista, y cuando la tocaba con mi mano y preguntaba: «¿Me oyes, Klara?», se volvía hacia mí y sonreía con la sonrisa de los que se han resignado a un ingente vacío en su existencia. Mientras la veía suspendida sobre alguno de sus abismos, me acordaba de las palabras de Sara: «Por favor, no te olvides de Klara. ¡Ayúdala con lo que puedas!». Tal vez la hubiera podido ayudar en ciertas ocasiones, pero entonces no lo hice y ahora ya era demasiado tarde, ahora no podía ayudarme ni siquiera a mí misma. Me acordaba de las palabras de Sara y dejaba que me laceraran.

Gustav me contó que su madre a menudo maltrataba a Klara: lo hacía antes, cuando era una niña y no sabía defenderse, y ahora, cuando ya no quería defenderse. Klara nunca hablaba de esto; también Gustav lo mencionaba por primera vez, diciendo que temía por su hermana, porque él se iba a menudo de viaje y Klara se quedaba sola con su madre. A veces se escapaba, pero la policía la encontraba y la devolvía a casa. Cuando Gustav le preguntaba por qué se quería ir, ella contestaba: «Aquí no me siento en casa». De modo que Gustav decidió darla de alta en el hospital psiquiátrico El Nido. Al visitarla por primera vez, noté en su actitud, en su mirada, en su voz, que iba recuperando la seguridad de antes.

—Por fin he encontrado mi hogar —me dijo.

Allí conocí al doctor Goethe, el director del hospital. Él me explicó que la inmediatez en el trato podía resultar un nuevo método terapéutico. Mientras se explayaba en su teoría, se le acercó una paciente y le escupió a la cara. Él, parsimonioso, se limpió el escupitajo con un pañuelo y continuó.

—Los pacientes con trastornos mentales odian a su médico, ya que ven en él al Señor, quien los está castigando, un tirano que no permite que se realice su mundo. Pero yo no reacciono ante sus ataques de cólera, los escucho cuando blasfeman y me agreden, como lo haría quien se encuentra fuera, en el parque de El Nido. Y cuando he de enfrentarme a sus absurdos, les digo que son tonterías. Sí, es lo que les digo: «Tonterías».

—Es cierto —comentó Klara con ironía—, es la palabra predilecta del doctor Goethe: «Tonterías».

—Ya ve, la inmediatez en el trato es el mejor método para crear unas relaciones auténticas entre el médico y el paciente.

Como en todos los manicomios —el doctor Goethe no se dejaba arrastrar por la moda en la medicina y llamaba al psiquiátrico «manicomio»—, la categorización era el principio básico en El Nido: primero los hombres fueron separados de las mujeres, luego se creó una unidad para locos mansos; otra para los incapacitados que necesitaban cuidados especiales; la tercera para los agresivos, a los que se ataba o, si no eran demasiado peligrosos, se les vigilaba todo el tiempo; la cuarta unidad era para los pacientes seniles. Resultaba casi imposible que se toparan entre ellos en los comedores enormes, en el Gran Salón donde el doctor Goethe daba sus charlas o durante los paseos por el parque. Como en todas partes, también allí los ricos y los pobres estaban separados: los enfermos que pertenecían a familias acomodadas que costeaban su estancia disponían de habitaciones individuales o de dos camas. Klara estaba sola en su habitación y el doctor Goethe llegó a insistir en que me quedara algún tiempo con ella. Él estaba convencido de que el trabajo podía curar la locura o, por lo menos, ser de gran ayuda. En El Nido los únicos que no trabajaban eran los seniles, los paralíticos y los que tenían que permanecer en cama. Además de considerar que el trabajo era curativo, el doctor Goethe lo aprovechaba para conseguir ciertos ingresos para el hospital, ya que allí había mucha gente a la que nadie costeaba la estancia. Los enfermos cuyos parientes pagaban realizaban trabajos más fáciles —las mujeres bordaban, tejían, cosían, los varones hacían flores artificiales de papel y figuritas de madera—, mientras los demás se ocupaban de las labores más duras: lavaban la ropa y las sábanas, hacían botones y chanclas.

—No deje de pasar por la tienda que se encuentra a la salida del hospital. Allí se puede comprar lo que nuestros queridos pacientes elaboran con sus propias manos: calcetines y bufandas, pijamas y sayas, pañuelos y pañoletas, objetos tallados en madera —me dijo el doctor Goethe y prosiguió su relato sobre la vida en El Nido—: Todos se levantan a las seis de la mañana. Primero, bajo la vigilancia de los enfermeros, se tiene que arreglar todo lo que se haya desordenado la noche anterior, lo que no es nada fácil aunque parezca lo contrario. Puede que alguien haya defecado en medio de la habitación, que otro haya metido la almohada entre las rejas de la ventana, que el tercero haya tendido la sábana en el suelo o haya escondido las zapatillas de los demás debajo de su colchón… Inmediatamente después pasamos la ronda médica. Luego todos desayunamos. Disponemos de seis comedores lo suficientemente espaciosos para todos nuestros pacientes. Más tarde ellos se ponen a trabajar hasta la hora del almuerzo. Después del almuerzo se hace una pequeña siesta, para después reanudar el trabajo, porque el trabajo ha creado al hombre y volverá a hacerlo con quienes tratan de rehuir esta obligación. Como lo oye: la locura es una evasión de la obligación de un humano. Finalmente cenamos y dejamos a los pacientes un tiempo para alternar antes de ir a la cama.

Mientras íbamos por los pasillos del hospital, una mujer se acercó al doctor Goethe, cayó de rodillas y se puso a implorar que le permitiera irse a casa. Él simplemente pasó de largo, dejando atrás a la mujer con sus gritos. Los vigilantes corrieron y se la llevaron. El doctor Goethe notó la gran indignación que provocó en mí la escena y comentó:

—Por favor, no frunza tanto el ceño. Hasta las cosas más graves hay que tomarlas con cierta dosis de ironía. ¿Sabe lo que decía mi abuelo Johann de la ironía? Que es el grano de sal sin el cual no podríamos digerir lo que nos han servido en la mesa.

—Sólo que esto no es ningún almuerzo, es la vida.

—Tanto más —insistió el doctor Goethe—. Sin la ironía la vida resultaría sosa. Absolutamente insoportable.

Seguimos caminando por los pasillos. De vez en cuando el doctor entreabría alguna puerta para que pudiéramos vislumbrar lo que pasaba dentro. Se daba cuenta de la consternación en mi mirada, y buscaba la manera de tranquilizarme:

—Todo está perfecto. ¿Sabe usted cómo son las cosas en La Salpêtrière en París? Los enfermos duermen en colchones en el suelo. Los encierran hacinados en salas enormes sin dejarlos salir fuera. Hacen sus necesidades allí mismo y las inmundicias cubren los pisos y las paredes. Aunque las inmundicias no son tantas, porque les dan de comer sólo lo justo para no morir; y si les dieran más, ¿acaso en medio de aquel hedor se podría comer más que para sobrevivir? Las salas se limpian una vez por semana. Los médicos hacen la ronda sólo para determinar si hay que atar a algún paciente o si alguno de los atados se ha cansado de rabiar, entonces lo desatan. Así son las cosas en París, no como aquí, a orillas del bello Danubio azul —dijo, y silbó unas cuantas notas del famoso vals—. Para qué contarle más. Lo ve usted misma. Ha sido toda una suerte que su amiga haya enloquecido en Viena.

—Klara no está loca —repliqué—. Sólo necesita algo de tiempo para recuperarse.

—¿Y usted qué cree que es la locura? ¿Algo monstruoso? No. La locura es un estado en que la gente deja de ser la que fue. Y nosotros lo que hacemos es buscar la mejor manera para que se recuperen. ¿Sabe usted cómo curan a los enfermos mentales en París? Metiéndoles miedo. Los amenazan con bañarlos en grandes cantidades de agua helada, con molerlos a palos, con cortarles la lengua si gritan; en pocas palabras, creen que sólo así volverán en sí. Sí, señorita. Así están las cosas en París, no como aquí, a orillas del bello Danubio azul —y volvió a silbar otras tantas notas del vals. Me daban ganas de decirle que hacía tiempo que en París habían dejado de curar a los pacientes como él afirmaba, que precisamente en La Salpêtrière hacía un par de decenios el doctor Philippe Pinel había introducido los métodos que él proclamaba como nuevos; sin embargo, callé y le seguí escuchando—. Aquí curamos a los pacientes conversando con ellos, con el fin de descubrir lo que los martiriza, conversamos sobre todo lo que ellos quieren decir. Suelen ser tonterías pero, al final, del conjunto de bobadas siempre sale algo sensato. No afirmo que todos, pero algunos de ellos sí tendrán la suerte de volver a la normalidad.

Aunque el doctor Goethe trataba de tranquilizarme, yo salí muy alterada de El Nido. Al despedirme de Klara, le dije:

—Quisiera visitarte más a menudo, pero me da miedo venir aquí.

No tuve que explicarle nada más; ella enseguida se dio cuenta de los orígenes de mi desasosiego.

—Entonces vuelve sólo después de que se te quite el miedo.

Pero no se me quitaba. Todo lo contrario, el comportamiento de mi madre lo hacía aumentar. Ella solía recordar algo que había leído en Balzac y me lo repetía todo el tiempo: las mujeres nacían para ser esposas y madres porque, si no, eran verdaderos monstruos. Todas mis hermanas se habían casado: primero Anna, que se fue a Estados Unidos con su esposo; luego Marie y Pauline, que se fueron a vivir con sus familias a Alemania, y por último se casó Rosa. Aquel mismo año, el del casamiento de Rosa, mi hermano Alexander también dejó la casa. Pocos meses después murió mi padre y me quedé sola con mamá. Sentía debilidad por martirizarme, tal vez porque algo la atormentaba, aunque nunca llegó a mencionarlo. Y para emerger de su propio infierno se empeñaba en convertir en un infierno mi vida. Comentaba lo mucho que la alegraban los embarazos de mis hermanas, y a cada rato me preguntaba qué pensaba hacer con mi vida, y repetía que no tenía sentido. Con cada palabra, con cada mirada me empujaba hacia un abismo. El dolor suscitaba mi odio: quería hacerla sufrir también, quería oprimirle la garganta y lastimarla, pero sabía que sería insuficiente. Recordaba cómo hacía mucho tiempo, de niña, después de un tormento que ella me causara, quise poner fin a todo. Me apreté la garganta con mis propios dedos hasta desmayarme. Realmente, un dolor como aquél iba a ser insuficiente, quería que el de ella fuera inmenso y durara toda una eternidad. La idea del infierno ha de habérsele ocurrido a algún sufridor. En aquel entonces no era capaz de darme cuenta de cuánto la quería también; sólo sé lo mucho que me odiaba a mí misma cada vez que, en medio de la máxima desesperación por la ausencia de Rainer, sentía la necesidad de que ella me abrazara; me odiaba porque, como un relámpago oscuro, me fulminaba el deseo de abrazar a mi madre buscando un alivio del dolor. El solo pensamiento me avergonzaba: mi madre tenía una gran animadversión hacia mí; el necesitar tanto su afecto me provocaba un odio aún mayor por mí misma.

Pocas veces visitaba a Klara, pero siempre que iba a El Nido entraba en la pequeña tienda en que vendían los objetos elaborados por los pacientes. Entre los calcetines y las bufandas, los pijamas y las sayas, los pañuelos y las pañoletas, las tallas de madera y las flores de papel escogí un gorrito de bebé, unas zapatillas del tamaño de un pulgar y una pelerina diminuta. Guardaba estas cosas en una maletita que tenía en el armario. Las sacaba sólo cuando mi madre se ausentaba de la casa: cogía la maleta, la abría y ordenaba las prenditas en la cama. Luego las volvía a guardar deprisa y metía la pequeña maleta en el armario: no quería que ella me pillara observando aquellos objetos inútiles ya que le proporcionarían una prueba más de que todo lo que solía decirme era cierto: «¿Qué sentido tiene…?», «Acaso vale la pena…», «Es absolutamente inútil…».

Años más tarde mi hermano escribió que en todo niño germinaban deseos parricidas, porque en algún momento sentía que su padre quería quitarle a la madre. Lo explicaba también por medio del mito de Edipo, pero este análisis era ingenuo, porque Edipo no tenía ni idea de que mataba a su padre, a diferencia de éste, quien años atrás había hecho todo lo posible para que Edipo muriera. También Abraham, el padre, en un principio estuvo a punto de matar a su hijo Isaac. Sólo mucho después la fábula fue cambiada. La Biblia incluye precisamente la versión modificada: el hijo no muere, pero el que introdujo el cambio tuvo un pequeño desliz, dejando sólo una parte de la verdad. Abraham hace caso al ángel y en vez de Isaac es sacrificado un carnero. Pero el texto dice: «Volviose Abraham a sus criados». A Isaac no se le menciona; no está. De modo que hasta los cuentos más antiguos tratan de la furia que descargan algunos padres contra sus hijos, aun cuando el hijo no ha sido el causante de éste. En la tragedia de Eurípides, cuando Jasón rechaza a Medea para casarse de nuevo y ella, junto con sus dos hijos, tiene que ser desterrada de Corinto, y la niñera y el pedagogo suponen que los niños van a ser sacrificados, la niñera dice:

Y aborrece a sus hijos y en verlos no se goza;

temo incluso que algún raro proyecto trame.

Pues duro es su carácter y soportar no puede

que nadie la maltrate. La conozco y la temo […]

Y tú mantenlos todo lo escondidos que puedas

y aparte de su madre mientras esté excitada.

Pues la he visto mirarles con el aire feroz

de querer hacer algo; no cesará su cólera,

cierta estoy, sin algún ataque; pues bien, sea

enemigo y no amigo quien vaya a soportarlo[5].

No podrán salvar a los niños del furor de su madre: ella los va a matar. A veces pensaba en pedirle ayuda a mi hermano, pero se me formaba un nudo en la garganta. Siempre que mi madre y yo regresábamos del almuerzo dominical en casa de mi hermano, ella se ponía a hablarme de que Martha era una madre excelente. Martha en realidad era una madre ejemplar, cuidaba muy bien de Martin, Sophie, Oliver y Anna, pero para mi madre los elogios a Martha no eran más que un motivo para reanudar sus largos monólogos sobre la inutilidad de mi existencia. A veces le imploraba que lo dejase ya, que sus palabras hacían insoportable mi vida, pero ella continuaba:

—Si te molesto, tienes la libertad de irte.

La seguridad de que no podía irme, que no tenía adónde ir, le daba una complacencia oscura, semejante a la complacencia que siente el verdugo viendo a su víctima tambalearse en la soga. Y siempre que le imploraba: «No me hables así, me haces sufrir», ella respondía: «¿Se puede saber qué es lo que te hace sufrir? No haces nada, no trabajas porque tu hermano te mantiene, no tienes hijos enfermos por los que desvelarte, te has dejado llevar por la corriente y encima te quejas…».

Mi vida se volvió insoportable y mi única esperanza era ir a vivir con mi hermano. Un día le pedí que nos viéramos a solas. Aquella tarde estábamos sentados en un banco a orillas del Danubio.

—Te quiero pedir algo. ¿Podría ir a vivir a tu casa?

—¿A mi casa?

—Sí.

—¿Por qué?

No sabía qué decirle.

—No sé cómo explicártelo. Sólo te pido que me dejes vivir con vosotros.

—¿Y mamá? ¿La vamos a dejar sola?

—Ella sabrá apañárselas.

—Sí, pero desde que murió nuestro padre sería inhumano dejarla vivir sola —repuso él.

—Por favor…

—Hay algo que tú no sabes. Martha me ha pedido que su hermana se mude a nuestra casa.

—¿Y qué?

—Pues, Minna vendrá a vivir pronto a casa. Si te vienes tú también, no va a haber sitio suficiente para todos.

—Me quedaré a dormir en el pasillo.

—Sabes bien que eso es imposible.

—Y tú sabes que desde que era niña mamá ha convertido mi vida en un infierno.

—No hables mal de mamá.

—No hablo mal de nadie. Sólo te cuento cómo es mi vida con ella. Y tú lo sabes desde siempre, aunque yo nunca te haya dicho nada. Siempre has hecho la vista gorda.

—Eso no es cierto.

—No puedo describirte cómo me siento, puesto que es indescriptible.

—No digas eso, tienes una vida digna, tienes tu casa… Mamá te necesita. Ahora, después de la muerte de nuestro padre, aún más —y dio por terminado el asunto.

Aquella tarde anduve sin rumbo por ahí. Como todos los veranos, al día siguiente mi madre se iba al balneario. Volví a casa al atardecer. Tenía hambre, entré a la cocina. Mamá se paró en la puerta y volvió a la carga: dijo que la vagancia daría con mis huesos a donde Klara. Yo callaba, con la mirada fija en los cubiertos sobre la mesa. No era la primera vez que decía que mi lugar era el manicomio y que le ahorraría una gran vergüenza si me metía allí antes de que los demás repararan en mi locura. Le pedí que dejara de lastimarme.

—Vete, si tanto te molesto.

—Por favor, deja de martirizarme.

—Si te martirizo tanto, allí tienes la puerta.

—¿Adónde puedo ir?

—Allí donde te vayas a sentir mejor que aquí. Y si te martirizo, como tú dices, entonces en cualquier parte te sentirás mejor que aquí.

—¿Adónde ir? Bien sabes que no tengo adónde ir.

Tenía el cuchillo a mano, hubiera podido agarrarlo y clavármelo en el pecho, justo allí donde, desde que tenía uso de razón, sentía que se me clavaba algo como queriendo arrancarme de cuajo el corazón.

—Has sido y eres mi gran vergüenza. Preferiría no haberte parido.

Le escuché repetir las mismas palabras que tantas veces me había dicho de niña, aunque de un tiempo a esta parte se había olvidado de ellas. En un instante revivió todo el dolor de mi infancia. Agarré el cuchillo y mi brazo se fue hacia mi madre. Se detuvo con el filo casi rozándole el cuello. No pronuncié palabra, pero fue como si se lo dijera todo: la desolación de mi infancia, de mi adolescencia, y también lo que haría si seguía despedazando trozo por trozo mi alma, que era lo que ella hacía en aquel momento, lo que había hecho conmigo siempre.

Aquel verano, al irse mi madre al balneario, Martha y los niños se fueron a la playa y después a los Bosques de Viena. Sigmund se quedó en la ciudad, después se iría con Minna a Venecia, donde más tarde Martha y los niños se reunirían con ellos. Como todos los veranos, yo pasaba a diario por el piso de Rainer. Una noche vi luz en las ventanas.

Nos veíamos por primera vez después de tantos años y nos mirábamos como si nunca antes nos hubiéramos visto. Veía a otro Rainer y a lo mejor él también veía a una Adolphine muy distinta. Buscaba en sus ojos aunque fuera un rastro de su antiguo cariño. Pero a diferencia de antes, cuando parecía que temía romper algo con su mirada, ahora ésta reclamaba una víctima.

—Estoy de paso —dijo, mientras permanecíamos uno frente al otro, como extraños, o como gente que acababa de cometer una falta. Luego añadió que venía a vender el piso. Y efectivamente lo vendió, pero se quedó en Viena todo el verano. En el piso quedaban sólo las cortinas y la cama; igual de vacía me sentía yo a su lado. Estábamos juntos, pero entre nosotros reinaba la frialdad. No pregunté qué había sido de él durante aquel tiempo, porque sabía que no iba a obtener respuesta alguna. Quería contarle todo lo que me había sucedido a mí, pero tenía la certeza de que no le interesaba. Pasábamos días y noches en el silencio más absoluto, días y noches como si fuéramos completamente extraños. La frialdad entre nosotros me hacía llorar, pero Rainer no preguntaba por qué lo hacía, simplemente salía y regresaba varias horas más tarde. Quería implorarle que me devolviera a aquel Rainer que había conocido, pero con sólo mirar al Rainer que había vuelto a Viena al cabo de tantos años me daba cuenta de que no iba a oírme.

Cierta mañana me sentí mal y al día siguiente, después de vomitar, le dije a Rainer que me iba a casa, pero en realidad fui al médico. Mientras iba de regreso al piso que antes era de Rainer, me parecía que de la pura alegría caminaba varios palmos por encima del suelo. Él estaba acostado en la cama. El movimiento de los ojos cerrados en sus órbitas, los labios temblorosos y las aletas de su nariz que se ensanchaban eran señales de que estaba soñando. Me senté en la cama junto a él, esperando a que despertara. Me desvivía por aquella mirada que temía dañar algo, pero cuando abrió los ojos, me encontré con la mirada que reclamaba una víctima.

—Creo que vamos a tener un hijo.

Callaba.

Cogí sus manos entre las mías y las acerqué a mi vientre. Él las retiró con brusquedad. Entonces coloqué las mías allí.

—Me parece que siento los latidos de su corazón, aunque es muy temprano todavía.

Siguió callado.

Yo era feliz, reía, el cansancio que me había causado el malestar me impedía contener mi júbilo. Rainer se incorporó, se sentó en la cama, apoyó los codos en las rodillas y bajó la cabeza, sosteniéndola entre sus puños. Me levanté de la cama, aparté sus manos, acerqué su cabeza a mi vientre:

—¿Te da miedo? —él callaba—. He oído decir que todos los hombres se asustan cuando les toca ser padres por primera vez.

Puso sus manos en mis muslos y me apartó de sí.

—No pienso cometer este error.

Sus palabras me produjeron un dolor físico, como si me quemaran el corazón. Me precipité a decir, como esperando borrar su afirmación:

—Tú y yo vamos a tener un hijo.

—Es un hijo tuyo. Puedes hacer con él lo que te dé la gana.

Luego pensó un poco y añadió:

—Yo ya tengo un hijo. No volveré a cometer el mismo error.

No le pregunté nada del hijo que acababa de mencionar, del hijo que consideraba un error. Sabía que no me contaría nada de él: cuándo nació, si vivían juntos. Sabía que no iba a contarme nada y tampoco quería saber nada de aquel hijo, en realidad no quería saber nada de nada. Me acosté en la cama, la mandíbula me temblaba, mordí la almohada.

—Es un hijo tuyo —volvió a decir Rainer—. Puedes hacer con él lo que te dé la gana.

—Un hijo mío —dije, sacando poco a poco la almohada de entre mis dientes—. No sé qué hacer con él ni conmigo misma.

—Sabes que no hay más que una solución.

—No —contesté.

—Sí —insistió.

—No soy capaz de matarlo.

—Esto no es matar. Es como limpiarse el cuerpo, nada más.

Sentía un fuerte picoteo en el pecho, como si algo quisiera arrancarme de cuajo el corazón. Quise llorar, pero mi dolor era seco. No encontraba las lágrimas que pudieran aplacar mi tristeza.

—Ahora vete. Éste ya no es mi piso. Me he de ir hoy. Casi enseguida. Vete.

Me levanté y me fui. Por el camino pensé en tirarme al Danubio, pero mis pies no me llevaron al agua, sino a mi cama. Dormí hasta la noche.

Tuve un sueño. La casa estaba inundada. Había mucha agua: ¿acaso era un diluvio? Quise echar a correr, pero detrás de las paredes se oía el llanto de un niño. Son mis hijos encerrados entre los muros, pensé. Empecé a arañarlos, a cavar con los dedos los muros hasta astillarme las uñas. El agua subía cada vez más, me cubría la cabeza, me ahogaba, pero incluso bajo el agua escuchaba el llanto del niño entre los muros.

Desperté con un sabor amargo en la boca, como si tuviera tierra en la lengua. Sabía que sólo mi hermano podía ayudarme y le pedí que nos viéramos a solas. Aquella tarde nos sentamos en un banco a orillas del Danubio. Le expliqué con pocas palabras la situación. Guardó silencio. Me quedé viendo a una pareja de ancianos que, tomados de las manos, estaban sentados en un banco a pocos pasos del nuestro. Mi hermano observaba cómo dos chicos tiraban barquitos de papel al río, mientras su madre los regañaba por acercarse demasiado al agua.

—Quiero que lo hagas tú.

—¿Qué cosa?

—El aborto.

—No lo puedo hacer.

—Si tú lo sabes hacer.

—Así es, pero no en este caso —prometió conseguir un buen médico y una enfermera que me atendiera hasta que fuera necesario—. Hemos de darnos prisa —dijo.

Me puse la mano sobre el vientre.

—Ha de ser mañana mismo. Pasado mañana viajo a Venecia.

—A Venecia —sonreí. Me acordé de nuestros sueños de antaño: él y yo íbamos a vivir en Venecia. Acerqué mis manos y encorvé ligeramente los dedos, imitando una góndola que flotara en el aire. Luego las volví a colocar en mi vientre—. No quiero ir allí.

—¿A Venecia?

—No quiero ir al hospital. Quiero que esto se haga en mi cama —al decir esto sentí un dolor punzante.

Al día siguiente yacía en mi cama con las piernas separadas. En un rincón de la habitación el doctor Kraus estaba preparando sus instrumentos. Le ayudaba la señorita Grubach, la enfermera. Mi hermano estaba sentado al borde de la cama. Se daba cuenta del miedo que sentía.

—No temas —dijo, poniendo su mano derecha en mi sien izquierda. Su mano temblaba—. Todo saldrá bien.

—¿Bien? A lo mejor sí, sólo que no del todo. Después de esto no quedará nada.

—No, todo volverá a ser lo mismo que antes —insistió Sigmund, pasando su mano de mi frente sudorosa a la nuca.

—Eso es lo peor —cogí su mano entre las mías—: Que todo siga igual —dejé caer mis manos y las suyas sobre mi vientre—. Ser madre es dar vida nueva, pero para mí significaba algo más. Abrigaba la esperanza de que, procreando una vida, yo también empezaría a vivir. Y ahora…, ahora sé que todo seguirá como antes: un vacío total.

—No digas eso —dijo mi hermano y retiró su mano de mi vientre. Volví a cogerla y la sostuve a la altura de mis ojos.

—Lo que más temía en mi infancia era perderte —pero soslayé que de niña también temía perder a mamá—. Este pensamiento me perseguía de día y me atormentaba entre sueños: tú te ibas y yo no podía mover los pies, te volvías transparente como el aire, te quedabas en la superficie, mientras a mí me tragaba la tierra. Así eran las pesadillas de mi infancia, no eran los cuentos de hadas con los que creemos que sueñan los niños. Perderte era mi gran horror, y te he perdido.

—No me has perdido —dijo—. Llevamos juntos toda la vida.

—Estamos cerca, y a la vez tan lejos —solté su mano. Mi hermano se quedó mirándola como si nunca la hubiera visto—. Esta conversación es la primera después de muchos años. Como si durante largo tiempo se hubieran encontrado otros tú y yo; se encontraban sólo nuestros cuerpos físicos, no nosotros, y entre nosotros flotaban únicamente palabras vacías. También sé que ésta es nuestra última conversación. Después volverán las palabras sin sentido. Así es: todo seguirá igual; un vacío absoluto.

Mi hermano se secó el sudor de la mano en la camisa.

—No hables así. Todo estará bien.

El médico le pidió a Sigmund que saliera de la habitación. La señorita Grubach ya estaba junto a mi cabeza con un pañuelo empapado de un líquido amargo que tenía que adormecerme. Mi hermano esbozó el gesto secreto con que nos saludábamos de niños, llevando su dedo índice a mi frente, luego a la nariz y a los labios. Quise devolvérselo, pero sólo cerré los labios y apreté con fuerza los párpados. Sentí que se levantaba de la cama y después percibí el pañuelo amargo cubriéndome la nariz y la boca. Mientras perdía poco a poco la conciencia, ante mis ojos cerrados emergió un recuerdo antiguo: en la época en que para mí muchas cosas todavía carecían de nombre, mi hermano me entregó un objeto afilado y dijo: «Un cuchillo».

Volví en mí horas más tarde, sintiendo un dolor en el útero. Lentamente me apreté el vientre. Abrí los ojos: todo a mi alrededor temblaba, me costaba precisar los contornos de las cosas. No sabía ni quién era, ni dónde me encontraba. Lo primero que recordé fue el nombre de mi hermano.

—Sigmund —pronuncié con un hilo de voz, después de acopiar todas mis fuerzas.

—Su hermano está en la habitación contigua —escuché vagamente una voz de mujer. Fui recordando quién era, dónde me encontraba y qué estaba haciendo. La voz pertenecía a la enfermera que iba a quedarse conmigo mientras necesitara ayuda—. ¿Quiere que lo llame?

Afirmé con la cabeza.

Al cabo de pocos minutos se abrió la puerta de la habitación. Yo ya veía mejor, aunque borrosamente. Era mi hermano Sigmund. Se acercó y se sentó en mi cama. Me cogió de la mano.

—Ya estás bien —dijo.

—Nunca más volveré a estar bien —repliqué. Volví la cabeza hacia la pared y vi una mancha de sangre. Mi hermano reparó en mi mirada.

—Ha sido por culpa de un descuido del doctor Kraus —comentó.

La mancha de sangre en el muro era todo lo que quedaba de mi hijo nonato.

Callábamos. Finalmente pronuncié:

—Es hora de que te vayas.

—Me quedaré aquí esta noche.

—Tendrás que viajar.

—No me voy hasta mañana.

—Has de hacer las maletas.

—Ya las he hecho.

Sentía cómo mi fiebre se aplacaba y me hundía en un abismo de amargura, por eso le imploré:

—¡No te quedes! ¡Vete, por favor!

Hice el gesto secreto con que nos saludábamos de niños, llevando mi dedo índice a su frente, luego a su nariz y a la barbilla. Seguía con la vista nublada, por eso no supe si había lágrimas en sus ojos. Se inclinó y me dio un beso en la frente. Me lo dio a escondidas, como hacía cuando éramos chicos y mamá no se encontraba cerca, porque ella se burlaba de sus manifestaciones de ternura. Volví la cabeza hacia la pared, hacia la huella de sangre. Él se apresuró a salir de la habitación.

Mi cuerpo exhausto se estremeció como sacudido por una fuerza ignota y violenta. Empecé a dar vueltas en la cama, recordando las palabras que mi madre repetía tan a menudo: «Preferiría no haberte parido». Me acordé también de cuánto quería volver a nacer, parirme yo misma, vivir mi vida desde el principio. También evoqué las palabras del profeta Jeremías: «Maldito el día en que nací; no sea bendito el día en que mi madre me dio a luz». Me acurruqué en la cama y me puse a maldecir: maldije el momento en que nací; maldije a mi madre por no haber apretado sus piernas para aplastar mi cabecita sanguinolenta en el instante en que asomaba al mundo; maldije el vientre de mi madre por haberme abrigado nueve meses, por no haberse convertido en mi tumba; maldije la semilla de mi padre y su deseo de estar con mi madre en la noche de mi concepción; maldije la noche en que me concibieron. También maldije el primer día del primer hombre y la primera mujer, maldije su pasión primera. La desolación se convirtió en un dolor físico. Me ovillé en la cama: no tenía otro remedio contra el dolor. Pero el dolor continuaba, como si se me desprendiera la carne de los huesos, que me dolían de desesperación. Se me cortaba el aliento, maldecía mi aliento, esa constante necesidad de inspirar y espirar; pensaba que si dejaba de respirar terminaría de sufrir. Me parecía que el sufrimiento jamás acabaría, que la desolación se iba a eternizar; no sabía que me estaba deshaciendo de ellos.

Permanecí unos cuantos días más en cama. Estaba sola, aunque de vez en cuando la señorita Grubach aparecía como una sombra para darme de comer y de beber o para acompañarme al baño.

Cuando mi madre regresó del balneario reparó en la mancha de sangre en la pared, pero no preguntó nada. Propuso que fuéramos a ver a Sigmund, quien acababa de llegar con su familia de los Bosques de Viena, donde habían pasado el resto de las vacaciones a su vuelta de Venecia. Le contesté que fuera sola y ya no volví a asistir a los almuerzos familiares. Sigmund visitaba a mamá todos los domingos por la mañana, pero yo salía de casa antes de que él llegara. Al regresar del balneario, mi madre se puso a compadecerme. No creo que se debiera a mi amenaza de matarla. Más bien se dio cuenta de que en mi alma lastimada, que había sangrado durante años, ya no quedaba ni una gota de sangre. Tenía que buscar otra manera de reavivar mi herida. A lo mejor creía que mostrándose cariñosa conseguiría encontrar mi punto débil para que éste volviera a sangrar, pero la sangre se había secado y el dolor estaba muerto. Le quedaba sólo hallar la manera de enterrarme. Con su falsa condolencia se abría el camino hacia una nueva herida. Me miraba con compasión y con una voz trémula, impropia de ella, profería: «Pobrecita mi Adolphine, se ha quedado sola en la vida». Lo hacía siempre que la visitaban sus amigas o cuando íbamos a casa de Sigmund y su familia; lo decía en tono tan afligido que a los presentes les dolía el alma y me dirigían unas miradas no menos tristes que la de ella. Por las mañanas le apenaba que me esperara otro día infructuoso; si yo salía de casa, se compadecía de mí porque no tenía con quién citarme; cuando me iba a la cama, se quejaba de que tuviera que hacerlo en soledad. Les pedía a sus amigas que la visitaran con sus nietos. Yo me encerraba en mi habitación, pero por las paredes se colaban los balbuceos y las risas infantiles y las preguntas que los chiquillos les hacían a sus abuelas. Al irse todos yo permanecía en mi habitación, pero si decidía entrar en la cocina escuchaba la voz de mi madre, que se derretía de piedad: «¡Ay, qué pena me das! ¡Qué triste es que te vayas a quedar sola!». No le contestaba nunca, sólo en una ocasión le pedí que dejara de zaherirme con sus palabras. Ella se extrañó: «¿Zaherirte, dices? ¿Acaso no sufro por ti? Si tú fueras madre, sabrías lo que sufre una por sus hijos, sabrías que por el hijo se sufre más que por una misma. Si tú fueras madre…». Una vez, de regreso del parque, encontré la puerta de la sala de estar abierta. Nada más verme, la nieta de una amiga de mi madre se precipitó hacia mí. La pequeñuela apenas sabía andar y, al alcanzarme, se abrazó a mis piernas. La levanté en brazos, a la altura de mi cara. Ella reía y me pegaba en la cara con sus manitas. Entonces escuché la voz de mi madre: «Ay, pobrecita mi Adolphine, ¡cuánto le gustaría tener un hijo!». Deposité suavemente a la niña en el suelo y me encerré en mi habitación. Abrí el armario donde guardaba la maleta con la ropita infantil: un gorrito de lana, guantecitos, zapatillas del tamaño de un pulgar, una pelerina diminuta… Los dejé en el armario y metí en la maleta mi propia ropa. La cerré y salí del cuarto. La niña me esperaba en el pasillo, se me pegó enseguida, pero yo abrí la puerta del piso y me fui. Mientras bajaba por la escalera, escuché que la pequeñuela golpeaba la puerta a mis espaldas.

A Klara no le extrañó verme entrar con la maleta. Sólo preguntó:

—¿Se te ha quitado el miedo?

Afirmé con la cabeza.

Puse la maleta en la cama, la abrimos como quitándole los pañales a un bebé y ordenamos mis pertenencias en la cómoda junto a la cama desocupada.

La primera mañana que desperté en El Nido, escuché la voz de Klara:

—¿Cómo pasaste la noche?

Me volví hacia ella. Seguía en la cama.

—Bien, gracias —le dije poniéndome una mano en el pecho.

—¿Te duele el pecho?

No contesté.

—Sé que te duele la vida, pero ya se te va a pasar.

Nunca nadie había dicho conocer mi dolor: el de mi infancia, que era como si algo tratara de arrancarme el corazón. Y aunque el dolor había desaparecido junto con la herida invisible de mi alma, Klara había notado la huella que habían dejado en mí.

—Ya se me ha pasado. Aunque lo siga sintiendo. Mi hermano me ha contado que cuando le amputan un brazo o una pierna a alguien, sigue sintiéndolo por un tiempo más.

Por la tarde Klara fue a la sala donde se realizaban las labores de punto, porque tenía que cumplir su jornada de trabajo. Yo no me sentía bien y me quedé en la cama. Entró una de las enfermeras de turno y anunció:

—Tiene usted visita.

En la habitación entró mi hermano.

—El doctor Goethe me dijo que estabas aquí.

—Sí, aquí estoy.

Lo invité a que se sentara en mi cama. Me abracé a la almohada y me senté en el otro extremo.

—¿Por qué te has ido de casa? —preguntó. No sabía qué decirle—. Por lo menos podías haber avisado de adónde ibas —seguí callada—. Bueno, no importa. ¿Piensas regresar hoy?

—Ya no puedo volver allí.

—No tienes más remedio que volver. Es tu única casa. Aunque no quieras, tendrás que vivir en ella.

Yo callaba.

Me miró largo rato, después dijo en tono categórico:

—Ahora mismo te vienes conmigo.

—Me quedo aquí —contesté.