Capítulo 3

La Kaiser-Franz-Josef-Strasse comenzaba en un parque y acababa en otro: se extendía desde el Prater hasta Augarten. En esa calle, en un edificio color ceniza de tres pisos, se encontraba nuestra nueva casa, a la que nos mudamos cuando Sigmund tenía diecisiete años y yo estaba por cumplir los once. Por primera vez mis hermanas y yo no dormíamos todas juntas en la misma habitación. La alcoba de nuestros padres, en la que dormía también mi hermano Alexander, la habitación de Anna y Rosa, y la pieza en la que estábamos Marie, Pauline y yo daban al patio trasero, mientras que el comedor, el salón y la habitación de Sigmund —a la que llamábamos «el despacho»— tenían vistas a la calle, en medio de la cual, entre los dos carriles, había una hilera de árboles. La primera mañana tras la mudanza, al despertarme, salí al balcón del salón. Era domingo y la calle estaba silenciosa y vacía. Cerré los ojos y enseguida me vino a la memoria uno de mis primeros recuerdos: estaba en la cama, enferma, mi hermano se me acercaba y me acariciaba la cara con una manzana. Abrí los ojos y miré hacia la habitación de Sigmund. Las cortinas estaban abiertas, él estaba sentado a la mesa, leyendo. Hacía ya cuatro años que nos habíamos distanciado el uno del otro, y en nuestros breves encuentros —cuando él me daba algún libro que había sacado para mí de la biblioteca del colegio o cuando yo le devolvía el libro ya leído— me entraban ganas de no volver a verle nunca más y, al mismo tiempo, quería que tuviéramos otra vez aquella intimidad de antaño, cuando solíamos tumbarnos en la cama y, al escuchar su voz, me parecía que la piel de nuestros cuerpos era lo único que nos separaba. Aquella mañana, tras despertar por primera vez en la nueva casa, salí al balcón y miré hacia la ventana de su «despacho»: él estaba allí, tan cercano y tan distante, sentado a la mesa y leyendo. En un momento determinado, alzó la cabeza y nuestras miradas se encontraron; me sobresalté como si me hubiese pillado haciendo algo ilícito, y entré rápidamente en el salón, atravesé el pasillo y me metí a hurtadillas en la habitación donde Marie y Pauline seguían durmiendo. Me eché en la cama, cubriéndome con la sábana y sosteniéndola con los dedos un palmo sobre mi cabeza.

En aquella época, Viena entró en un período de vacas flacas y mi padre, para no cerrar la tienda, tuvo que despedir a los empleados. Mamá comenzó a trabajar allí, llevándome a menudo consigo. Ayudábamos a mi padre varias horas al día; luego, al regresar a casa, mamá solía coger el bordado, y yo me quedaba mirando el constante ir y venir de la aguja. Mis hermanas solían jugar en el patio trasero, o en los dormitorios, o estaban sentadas en el balcón, mirando la calle, mientras que yo permanecía atenta a la aguja, los hilos y los dedos de mamá hasta que llegaba la hora de acostarme. Bordar era para ella una fiesta. Solía zurcir al amanecer y como a hurtadillas: remendaba los calcetines, los vestidos que mis hermanas y yo usábamos y que pasaban de la mayor a la menor a medida que nos quedaban pequeños, los pantalones de Sigmund, de nuestro padre y de Alexander, así como su propia ropa; cuando entrábamos en la cocina por la mañana ella dejaba de zurcir, y por la tarde, al volver de la tienda, se sentaba a bordar. A veces yo también bordaba o me sentaba sobre mis talones en el suelo, a los pies de mamá, y la observaba bordar o, sentada también de esa manera, hojeaba alguno de los libros que me había prestado mi hermano.

Una tarde de verano, volviendo de la tienda a casa, mis padres y yo caminábamos por Augarten cuando un cartel enorme, colocado en uno de los edificios del parque, atrajo la mirada de mi padre: anunciaba que era el último día para ver la exposición itinerante de cuadros de tema bíblico. Entramos en la sala de exposiciones; mi padre se adentró en ella mientras que mamá, nada más ver las figuras desnudas en algunos de los lienzos, me detuvo a la entrada. Señalé con el dedo uno de ellos, pidiéndole que nos acercáramos a él. Un viejo, un muchacho y un ángel. Estaba ante El sacrificio de Isaac, de Rembrandt. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al observar a aquel viejo que con una mano sujetaba la cabeza del muchacho, cubriéndole la cara, mientras la otra acababa de soltar un cuchillo. Le pedí a mamá que me explicara aquel cuadro y ella comenzó su relato: «Érase una vez un hombre y una mujer. El hombre se llamaba Abraham y la mujer, Sara, pero no tenían hijos. A los noventa y nueve años de edad, a Abraham se le apareció el Señor e hizo una alianza con él: Abraham y Sara tendrían un hijo que daría origen a un gran pueblo, y ese pueblo debía alabar al Señor. Y efectivamente, a sus noventa años, Sara le dio a Abraham un hijo, a quien pusieron el nombre de Isaac. Cuando el niño creció un poco, Dios volvió a aparecérsele a Abraham, exigiéndole que le ofreciera a su hijo en sacrificio. Durante tres días estuvieron cabalgando padre e hijo hacia el lugar que Dios había señalado para dicha inmolación; una vez allí, Abraham erigió el altar, amontonó leña sobre él y, después de atar a su hijo, lo colocó encima empuñando el cuchillo para degollarlo. En ese instante un ángel le gritó desde el cielo que la orden de sacrificar a su hijo era una prueba a la que le había sometido el Señor para comprobar la fuerza de su fe en Él. Entonces Abraham sacrificó un carnero en vez de a su hijo. Y el ángel le transmitió el mensaje del Señor: por haber estado dispuesto a sacrificar a su hijo por Él, tenía Su bendición y, como recompensa, vería multiplicada su descendencia, que además sería destinada a gobernar el mundo». Yo no entendía cómo era posible que el padre hubiese decidido matar a su hijo, independientemente de que se lo hubiera ordenado el Señor. «El Señor estaba sometiendo a prueba su fe», dijo mamá. Yo le pregunté qué le importaba al Señor la fe de una persona, en comparación con la importancia que para alguien tiene la vida de su propio hijo. Mamá no contestó.

Aquella noche no pude conciliar el sueño; le daba vueltas a la historia de Abraham e Isaac y pasé mucho tiempo intentando recuperar, con los ojos cerrados, la imagen del padre, del hijo y del ángel; buscaba el semblante del progenitor dispuesto a cometer el crimen, la cara invisible del hijo inocente que debía morir y la del ángel trayendo la salvación. Intentaba reconstruir el cuadro en mi imaginación, sin resultado; trataba de rememorar al menos los colores, si no la expresión de las caras o la posición de los cuerpos, pero ellos también se me desleían en una masa informe, quedándome tan sólo el recuerdo —del que no podía estar segura— de un cuadro pintado con todos los colores y matices de la tierra, en los que mis ojos habían visto aire y sangre aquella tarde.

Al día siguiente no fui con mamá a la tienda. Por la tarde Sigmund entró en mi habitación para dejarme el libro que había sacado para mí de la biblioteca del colegio. Me atreví a decirle que quería aprender a pintar. Tomó mi mano derecha de manera tan cariñosa que, de habernos visto alguien, habría pensado que aquel adolescente de diecisiete años estaba enamorado de la muchacha de once —cuya mano estaba contemplando, cuyos dedos iba abriendo con sus dedos, cuya palma extendía en su palma—, o trataba de descubrir el deseo de pintar que ella tenía escondido en algún lugar bajo su dermis, en sus venas, en su carne, en sus huesos. Hacía mucho que ni siquiera nos habíamos tocado, y ahora él tenía mi mano en la suya.

—Aprenderás a dibujar —dijo.

Nos quedamos así un rato, mi mano en su mano, sintiendo algo muy próximo a aquella felicidad de antaño, cuando conversábamos tumbados en la cama. Mi hermano quería saber qué era lo que me impulsaba a la pintura: si era el deseo de captar la naturaleza en un momento de su constante devenir, o más bien descubrir el carácter humano o algún estado de ánimo secreto a través de la expresión de la cara, de la posición del cuerpo, de los ojos. Pero yo no le hablaba más que del cuadro del pintor cuyo nombre se me había olvidado, y de mi deseo de pintar. A la edad que yo tenía entonces, uno suele pensar que todo lo que quiere hacer acabará por lograrlo; el ser humano realmente puede llegar a conseguir un día lo que alguna vez —en la infancia— ha deseado, aunque el problema es que ese día nunca llega, no porque lo deseado haya resultado imposible o porque uno haya calculado mal sus capacidades, sino porque entre el día en que se ha sentido el deseo y el de su realización (el-día-que-nunca-llegará) se encuentran muchos días diferentes que cambiarán el mundo, y también a la persona misma que ha tenido aspiraciones; aquel deseo de la edad temprana seguirá allí, pero provocará risa, lástima o recuerdos llenos de ternura, o simplemente quedará relegado al olvido. Yo nunca olvidé mi sueño para el-día-que-nunca-llegará: captar el miedo y la tranquilidad, el bien y el mal, la debilidad y la fuerza, la espera de la muerte y la confianza en la salvación, por medio de los colores de la tierra, tras los cuales se traslucen el aire y la sangre, como en aquel cuadro de Isaac y Abraham. Y mientras conversábamos de esa manera, mamá entró en la habitación. Sigmund soltó bruscamente mi mano y dijo:

—Adolphine quiere ir a clases de dibujo.

No recuerdo bien lo que dijo mamá. Probablemente algún reproche por mi capricho, porque según ella el resto de chicas querían aprender cosas que después les servirían en la vida, o acaso expresara su duda de que yo fuera capaz de aprender cualquier cosa, cuando ni siquiera quería ir a la escuela. No recuerdo bien sus palabras, sólo la transformación de su cara: en un abrir y cerrar de ojos, de su expresión se esfumó para siempre aquella ternura que había mostrado hacia mí. Recuerdo cómo, en aquel instante, de su voz desapareció la calidez que tenía cuando me hablaba. Desde entonces algo como un hálito frío empezó a llegarme de su cara y su voz. Después salió, seguida por Sigmund, que confirmaba así su docilidad y su fidelidad a todo lo que ella dijera. Yo me quedé en la habitación, mirándome las manos sudorosas.

Parecía como si en aquel instante una gota de veneno, desde un punto situado fuera del espacio conocido, hubiese caído sobre el hilo invisible que me ligaba a mi madre. Cuando ella escuchó mi deseo de boca de mi hermano, cuando notó nuestra proximidad en vez de distancia, el mundo que formábamos mi madre y yo cambió para siempre: a partir de entonces, parecía que ella se hubiese convertido en otra persona, o como si en sus ojos yo hubiera dejado de ser yo y hubiese pasado a ser un agujero en el que ella tenía que verter sus angustias, cuya verdadera fuente ni siquiera ella conocía. Mi hermano se había dado cuenta de aquella gota de veneno que había caído entre mamá y yo, y tenía mucho cuidado a la hora de elegir el momento de hablar conmigo. Desde que lo conocía, o sea, desde que tengo memoria, él repetía con frecuencia dos cosas: «Primero tengo que preguntarle a mamá» y «¿Qué dirá de eso mamá?»; ahora sabía perfectamente qué era lo que diría ella de cada instante que él pasara conmigo, por eso conversábamos casi a hurtadillas y sólo cuando ella estaba en la tienda ayudando a mi padre. Pero mamá sentía nuestra proximidad, los ojos de él dejaban rastro en los míos y los míos en los de él, sus palabras se entretejían en las mías, mi voz impregnaba su voz. Mamá lo sentía, y todo eso la envenenaba aún más, como queriendo ahogar la dulzura que había en mi vida. A partir de entonces, de su boca no salieron más que palabras de reproche, desprecio y sarcasmo, y también una frase que ella solía repetir constantemente: «Preferiría no haberte parido». Lo decía cuando yo soltaba algo inocente, propio de mis once años, o cuando cometía algún error común en una niña de esa edad; más tarde empezó a repetir ese «Preferiría no haberte parido» todo el tiempo, en lugar de «Buenos días» o «Buenas noches», «¿Cómo estás?» o «¿Necesitas algo?». Esa frase suya la escuchaba incluso sin que la dijera; me sentía atrapada dentro del círculo vicioso de ese «Preferiría no haberte parido», quería romper ese círculo, entrar por la mañana en la cocina como antes, cuando mamá me daba una patata caliente y yo me sentaba en un rincón a verla trabajar; había muchas mañanas en las que me hubiera gustado poder entrar otra vez en la cocina y preguntarle cómo podía expiar mi culpa. Quizás una parte de mí acariciaba la esperanza de que mi madre me recibiera con aquella mirada de entonces, y que se restableciera la confianza entre nosotras. Sin embargo, cuando entraba en la cocina, me cortaba la frialdad de sus ojos, la rudeza de sus palabras, su manera de sortearme en sus movimientos, y la pregunta se me atravesaba en la garganta, estancándose allí para siempre; quería vomitarla, arrojarla como un alimento estropeado, pero la pregunta permanecía atascada en mi garganta, parecida a un manjar en mal estado. Seguía adherida a mí, negándose a dejarme, y yo la llevaba conmigo a todas partes, como la señal de una gran culpa que desconocía su origen. Cuando por la noche me acostaba, acurrucada junto a la pared, todo mi cuerpo —el de la niña de once años que era entonces— temblaba de miedo y angustia; al dormirme, luchaba por recuperar el aire, por respirar. A veces, de noche, me despertaba el golpe de mi mano contra la pared: en sueños alargaba mi mano para agarrar otra mano, para buscar apoyo.

Esa sensación de impotencia se volvía más pesada que el plomo, porque mi hermano no parecía advertir las palabras de reproche o sarcasmo que me dirigía mamá; me dolía que callase cuando le escuchaba decir lo de «Preferiría no haberte parido», como si con su silencio aprobase la afirmación de que mi existencia era un error. A veces él estaba presente cuando mamá se burlaba de mi forma de reír, de comer o caminar. Estaba presente cuando ella me humillaba señalando lo insignificante que era en comparación con las hijas que sus amigas traían a casa cuando nos visitaban. En contraste con mi silencio, aquellas muchachas conversaban, reían de forma agradable y sabían caminar bien. En ocasiones, Sigmund escuchaba cómo ella sofocaba todo entusiasmo o alegría que yo me permitía mostrar. Y como yo quería que mi entusiasmo y mis alegrías fueran también de mamá, llegué a creer que no tenía razones para alegrarme, porque no sólo era imposible que mi alegría fuese compartida, sino que, además, según ella, esa alegría no tenía derecho a existir. «Pobres de aquellas madres que tienen hijas como tú», decía. Esas palabras hacían que la vida me pareciera un regalo inmerecido, y precisamente la persona que me la había dado no dejaba de recordármelo. Durante esas muestras de desprecio por su parte, yo permanecía callada, sintiendo una suerte de picoteo en el pecho. El sentimiento de rechazo hundía su pico en lo que palpitaba en mi interior, llorando como un recién nacido al que han dejado solo, que cree que el mundo ha desaparecido porque no ve a su madre. Así lloraba una parte de mí, pero yo no lloraba, sólo una sensación de malestar atenazaba mi rostro, era como si tuviera una piedra atada al cuello y estuviera condenada a caminar con ella a través de la infancia, y mucho tiempo después seguí encontrando esa expresión de pesar en mi cara cada vez que me miraba en el espejo. Maldecía mi extrema sensibilidad, temblaba y quería sofocar el temblor, sentía autocompasión y me odiaba a mí misma por todo ello. Un día, tras un «Preferiría no haberte parido», cuando el odio que sentía hacia mí misma quiso matar mi sensibilidad, me escondí debajo de la cama y agarré mi cuello con las manos, hundiéndome con fuerza los pulgares en la garganta por encima de la clavícula, hasta perder el conocimiento.

De vez en cuando mi hermano me prestaba algún lápiz y una hoja, y entonces trataba de dibujar un florero, una flor, una ventana. Cuando notaba la sombra de mi propia mano sobre la hoja con las líneas torpemente trazadas, dejaba de dibujar lo que había empezado e intentaba delinear esa sombra. Luego me olvidaba del dibujo, tiraba el lápiz, extendía la mano y empezaba a mover los dedos por encima de la mesa. Al final me olvidaba también de la sombra, dejaba caer la mano sobre la hoja de papel y me quedaba mirándola durante un buen rato.

Aquel otoño, Sigmund se matriculó en la Facultad de Medicina. Una tarde, al volver de clase, me habló de su profesor de Fisiología, el doctor Ernst von Brücke, un pintor aficionado que daba clases de dibujo gratuitas en su taller. El domingo siguiente por la mañana mi hermano me llevó a casa del profesor y pasó a recogerme dos horas más tarde. Empecé a ir sola todos los domingos al taller del doctor Brücke, que estaba cerca de casa. Mamá siempre buscaba motivos para reprocharle a Sigmund que me llevara a las clases de su profesor. Cuando notaba mi mirada ausente del aquí y ahora, vagando en algún territorio de ensueño, mamá decía que mi distracción era consecuencia de mi afición al dibujo. «Se quedará mirando para siempre alguna tontería dibujada en vez de dedicarse a las cosas que tiene que aprender ahora y que le harán falta cuando sea mujer», le decía a Sigmund. Ese «cuando sea mujer» lo pronunciaba mi madre como si se tratase de una imposición, de algo que cualquier muchacha debía ser como por castigo, y yo a veces observaba mi cuerpo con miedo, esperando los cambios que, por el modo en que ella decía «cuando sea mujer», me temía que fueran deformaciones.

En una de las clases de dibujo conocí a Sara, cuyo padre, Otto Auerbach, era compañero del doctor Brücke y profesor de mi hermano. Sara quiso que fuésemos amigas, y así empecé a ir los sábados a casa de los Auerbach, donde me recibía Rebecca, la madre de Sara, para dejarnos enseguida a solas. Sara me llevaba un año y tenía una hermana tres años mayor, llamada Berta. Usaba unos aparatos de metal alrededor de sus piernas. «Tengo que llevar esto porque mis piernas no son lo suficientemente fuertes como para sostenerme», me dijo una vez. Cuando caminaba, alguien tenía que estar a su lado. Muchas veces me pedía que la acompañara. Le gustaba que, pegadas la una a la otra, recorriésemos de lado a lado la espaciosa habitación con las paredes tapizadas en seda, imaginándonos que estábamos paseando por un bosque. Sara me dijo que con la ayuda de los aparatos metálicos en las piernas podía caminar sola, pero si se caía, por tener anemia, corría el riesgo de que sus huesos se quebrasen, y por eso siempre debía acompañarla alguien. Yo no sabía qué era la anemia, pero no quería preguntar. Un día, mientras caminábamos por su habitación, pegaditas la una a la otra, le dije que tenía una piel preciosa. Me contestó lo siguiente:

—Es porque tengo anemia.

Entonces le dije que no sabía qué quería decir anemia.

—De golpe dejas de oír cualquier cosa a tu alrededor. Te sientes extremadamente débil. Después dejas de ver. Todo eso es maravilloso y agradable. No sé por qué. De repente, en medio de una debilidad total, no sabes quién eres —dijo, quitándose el mechón que le había caído sobre la cara. Luego añadió—: Si es así como se muere, no le tengo miedo a la muerte.

Pero, en vez de la muerte, hablamos de la vida. Sara trataba de explicarme qué era la menstruación y cómo se sentía un día antes: tenía fiebre y, al mismo tiempo, temblaba de frío.

—Es el primer paso para llegar a ser madre —comentó.

—¿Cuándo serás madre?

—Dentro de muchos años, muchos años después de este primer paso. Eso me dijo mamá —y se puso las manos sobre el vientre—. Debe de ser una sensación maravillosa la de llevar una vida aquí, dentro.

—A mí me parece espantoso —dije yo.

—Quién sabe —contestó—. Espantoso y natural, como la menstruación, el primer paso hacia la maternidad —dijo levantándose con esfuerzo y estirando de manera insegura una de las piernas como si fuera a caminar, pero sólo la sostuvo un segundo en el aire y volvió a sentarse en la silla—. Mis pasos son siempre muy lentos… —se puso de pie otra vez y empezó a caminar por la habitación. Me acerqué a ella para apoyarla, pero rechazó delicadamente mi mano—. Mamá no quiso explicarme cómo se llega a ser madre. Dijo que ése era el primer paso y que para llegar a ser madre había muchos pasos más. Pero cuando le pregunté cuáles, no quiso decirme nada.

Unos meses más tarde yo también di mi primer paso hacia la maternidad. De aquel día me quedó el recuerdo del espeso líquido rojo y de la sensación de estar como partida en dos, así como un profundo malestar cuando, al informar a mi madre, ella me dijo: «De aquí en adelante tienes que conocer tu deber, el principal deber de toda mujer en recompensa de su propia vida: tienes que crear vidas nuevas».

Pensé que mi hermano llegaría a ser padre fundiendo su sangre con la de una mujer que en aquel momento —cuando lo estaba imaginando— él aún no conocía, lo mismo que yo llegaría a ser madre con mi sangre y la de un hombre cuyo rostro también ignoraba. Luego pensé en lo que Sara llamaba el primer paso hacia la maternidad —la menstruación—, intuyendo que ése era nuestro vínculo ancestral con la naturaleza y sus leyes, que todo era como la naturaleza había dispuesto y no como nos gustaría a nosotros que fuera: una señal de que teníamos que someternos a las leyes de la naturaleza. Primer paso, repetía para mis adentros, y la memoria de la sangre le permitía a la sangre misma dibujar en mi imaginación el siguiente cuadro: la sangre corría, la sangre iba en aumento, la sangre que de mí se derramaba en aquella fantasía se convertía en un río; luego me di cuenta de que su manantial no estaba en mí, que yo era el origen tan sólo de un pequeño arroyo que desembocaba en aquel río sangriento, en el que confluían los torrentes de sangre de todas las mujeres desde que el mundo es mundo, y que mi hermano estaba sentado en la orilla de ese río, mirándome tumbada en la otra. Desde entonces, el mismo miedo y el mismo malestar me asaltaban cada vez que me daba cuenta de los cambios que se operaban en mi cuerpo —apareció vello entre mis piernas y bajo las axilas, mis caderas se redondearon, mis pechos crecieron—; me asustaban también las transformaciones en mi rostro, sobre el que casi siempre caía la sombra del miedo y del dolor silencioso.

Un día, cuando Sara y yo llevábamos ya tres años frecuentando las clases del doctor Brücke, éste nos dijo que nos había enseñado todo lo que sabía, aconsejándonos que nos matriculásemos en la Escuela de Bellas Artes, donde podríamos perfeccionar nuestras destrezas en el dibujo y empezar a estudiar pintura. En aquel momento Sara tenía quince años y yo, catorce; ella ni siquiera intentó matricularse, y a mí me suspendieron en el examen de ingreso. Las dos seguíamos dibujando juntas cada vez que nos reuníamos. Yo dibujaba también en casa, a escondidas, y a veces, cuando mamá estaba en la tienda para ayudar a mi padre, ordenaba mis dibujos en la cocina. Una vez mamá regresó antes de lo esperado y se quedó mirando los dibujos colocados en la mesa, las sillas, la encimera y la ventana. Miraba los dibujos y me miraba a mí, como si me hubiese pillado haciendo algo vergonzoso. Creía que yo había abandonado el dibujo, al dejar de frecuentar las clases del doctor Brücke y haber fracasado en el examen de ingreso en la Escuela de Bellas Artes.

—¿Por qué te dedicas al dibujo? —preguntó mientras yo iba recogiendo despacio los dibujos, uno a uno, como recolectando mi propia vergüenza—. ¿No ves que no tiene ningún sentido? —yo miraba los dibujos y los iba machacando entre los dedos—. ¿Sabes lo que es un absurdo? El absurdo es cuando se hace algo inútil. Cuando lo que haces carece de propósito. Se aprende a caminar para ir a alguna parte. Se aprende a hablar para entenderse con los demás. Se da a luz para que la vida continúe. Y tú, ¿por qué dibujas? Eso precisamente es un absurdo. Y al hacer algo absurdo, tan absurdo como es dibujar, se convierten en absurdas hasta las cosas de tu vida que tienen algún sentido. No llegarás a ninguna parte, aunque hayas aprendido a caminar. No tendrás con quién entenderte, aunque hayas aprendido a hablar. No continuarás la vida, aunque hayas podido dar a luz —y puso bocabajo el dibujo que tenía más cerca—. Deja de dibujar si quieres conservar el sentido de tu vida.

Y yo dejé de dibujar. Lo dejé no porque hubiese creído que así me salvaría del absurdo de la existencia, sino porque cada vez que quería coger el lápiz recordaba las palabras de mamá y los dedos se me quedaban rígidos. Aquella misma tarde, cuando terminó de regañarme —aunque más adelante siguió mirándome con reproche—, agarré los dibujos, hice de ellos una bola de papel y, metiéndolos en la estufa, les prendí fuego.

Siempre que quería acompañar a mi hermano a la biblioteca, donde él solía pasar horas, mamá me decía que me necesitaban en la tienda y yo me iba con ella. Pero más tarde descubrí lo que tenía que hacer: apenas mi madre se ponía a conversar con un cliente, yo me acercaba a mi padre, pidiéndole permiso para ir a leer, y él me lo daba enseguida. Salía inmediatamente de la tienda y me dirigía a la biblioteca. Mi hermano leía libros de medicina, mientras que yo trataba de asimilar algún tratado de filosofía. Solíamos conversar en las pausas que hacíamos, y mi hermano, si conocía lo que yo estaba leyendo, me ayudaba a comprender los aspectos más difíciles. Al volver a casa juntos, mi madre me recibía otra vez con reproches, echándome en cara cuánto habían tenido que esforzarse mi padre y ella en la tienda sin mi ayuda, o explicando que el lugar de las chicas estaba en la cocina. Sin embargo, las horas que pasaba en la sala de lectura junto a mi hermano, mientras él estaba enfrascado en sus libros y yo en los míos, me hacían fuerte de alguna manera, y las palabras de ella rebotaban cada vez más, ya no conseguían herirme, dejaron de picotearme el pecho, la frialdad de su mirada no penetraba en mis pupilas. Mi madre se daba cuenta, y su mirada perdía a veces la seguridad, aquel veneno que había impregnado el hilo que nos unía ya no se repartía entre ambas, sino que corría sólo hacia su lado, y siendo demasiado fuerte para ella sola, la hacía ahogarse en su impotencia. La mortificaba aquel rayo de felicidad que iluminaba mi cara con creciente intensidad, aquella nota de alegría que resonaba en mi voz siempre que mi hermano y yo volvíamos juntos a casa. Cuando hacíamos pausas en la lectura íbamos al patio de la biblioteca, donde mi hermano me contaba cosas que me resultaban difíciles de entender, pero, así y todo, era toda oídos, sabiendo lo importante que era para él tener a alguien que le escuchara; sus amigos se habían dedicado por completo a la medicina, mientras que él aspiraba a algo más, quería revelar los secretos del ser humano que no se reducían a la anatomía. Sigmund estaba convencido de que los secretos que le interesaban se podían descifrar si se combinaban razón y sentimientos, afirmaba que tanto el pensar como el sentir eran partes esenciales de nosotros, y sólo mediante la «colaboración» entre esas dos caras uno podía cobrar conciencia de sí mismo. No había que obstaculizar o sofocar los sentimientos, pero tampoco había que rechazar la razón, ya que ésta nos hacía falta para comprender e interpretar los sentimientos. A veces él releía alguno de los libros que me recomendaba (sus autores favoritos eran Sófocles, Shakespeare, Goethe y Cervantes); me desaconsejaba que leyera a Balzac y Flaubert porque, según él, las inmoralidades pululaban por sus páginas; a Dostoievski, a quien él acababa de descubrir, me lo había prohibido por rebosar de pensamientos sombríos. Trataba de ayudarme a comprender a Hegel y Schopenhauer, y yo le contaba lo que había leído sobre Platón, cuyas obras conocía de segunda mano, a través de lo escrito por John Stuart Mill. En casa a veces abría la Biblia; mi escena predilecta era aquella en la que la reina de Saba se dirigía al rey Salomón con las palabras siguientes: «¡Oh, quién me diera, hermano mío, que tú fueses como un niño que está mamando de los pechos de mi madre, para poder besarte, aunque te halle fuera o en la calle, con lo que nadie me desdeñaría! Yo te tomaría, y te llevaría a la casa de mi madre: allí me enseñarías y harías ver tus gracias, y yo te daría a beber del vino compuesto y del licor nuevo de mis granadas». Abría aquel libro sólo cuando mi hermano no se encontraba cerca, porque él no había leído sino fragmentos y decía que estaba lleno de falsedades. Ése era el punto en el que se había roto el fino hilo entre nuestros antepasados ya olvidados y nosotros: éramos los primeros no creyentes en la larga cadena de generaciones desde Moisés, los primeros que trabajaban los sábados, comían carne de cerdo, no iban a la sinagoga, no decían el Kadish en los entierros o en los aniversarios de la muerte de los padres, no entendían la lengua hebrea; para nosotros, la lengua sagrada era el alemán (mi hermano creía que esta lengua era la única que podía expresar los más altos vuelos del pensamiento humano), nos entusiasmaba el espíritu germánico y hacíamos todo lo posible para formar parte de él. Vivíamos en Viena, la capital del Imperio Austrohúngaro, que era denominado «Sacro Imperio Romano Germánico», y con una pasión extraordinaria —que encubría la vergüenza por nuestra tradición— adoptábamos las costumbres y prácticas de la clase media vienesa de aquella época.

Mi hermano creía que Charles Darwin había encontrado el verdadero lugar del ser humano: en el mundo animal. Afirmaba que con Darwin empezaba la verdadera comprensión del hombre como creación de la naturaleza, resultado de la transformación de una especie animal en otra, y no como obra de Dios, una mota de polvo a la que un soplo divino había dado vida. Estaba convencido de que por medio de la razón era posible llegar a descifrar el misterio de la existencia, y que la teoría de Darwin sobre el origen del ser humano era tan sólo el primer paso en esa dirección. El descubrimiento de cómo se había formado la especie humana debía desembocar en otro hallazgo: qué era el hombre, qué era lo que lo hacía tal como era. «Quiero descubrir las capas de esa trama en la que se entreteje lo que se llama suerte y azar», decía. Para distinguir cada capa de esa textura, para saber cada elemento de todas esas capas que constituían al ser humano, había que dar el primer paso: eliminar las ilusiones, y la mayor ilusión, según él, era la religión con sus dogmas. Creía que sólo la razón podía destruir las ilusiones y buscaba a sus predecesores entre los que habían confiado más en ella que en las ideas religiosas. Cuando se daba cuenta de que yo había perdido el hilo de lo que me estaba explicando, hacía un gesto que era como un saludo entre nosotros, y también una señal de que cambiásemos de tema: con la yema del índice me tocaba la frente, bajando hasta la punta de la nariz y los labios, y a continuación pasábamos a hablar de nuestros sueños: queríamos ir a Venecia, solos él y yo. Aquella ciudad, donde ansiábamos vivir juntos, emergía trémula en nuestra imaginación como el reflejo tembloroso de la luna en sus canales. Venecia, con su arquitectura parecida a encajes que, vista en los libros, existía en nuestra imaginación de forma más real y palpable que frente a los ojos de aquellos que la habían visitado. Siempre que Venecia salía en nuestras conversaciones, yo acercaba las muñecas, juntándolas en los puntos donde se toma el pulso de las venas, cerraba un poco los dedos formando una góndola y surcaba el aire con las manos-góndola, imaginando que navegaba hacia allí. A través de los libros descubrimos también a sus pintores: Carpaccio y Bellini, Giorgione y Lotto, Tiziano y Veronese, Tintoretto y Tiepolo. A través de los libros descubrimos además a pintores que nunca habían puesto los pies en la ciudad donde nosotros soñábamos vivir algún día; en los libros sobre Brueghel o Durero, entre las figuras de las imágenes, buscábamos a los bufones, aquella subespecie del Homo sapiens desaparecida desde hacía siglos. Los reconocíamos por las gorras extrañas, las más de las veces con orejas de burro, o con dos o tres excrecencias parecidas a cuernos, en ocasiones con borlas; los bufones que desde la época de los faraones entretenían a los gobernantes, diciendo tonterías con las que camuflaban la sabiduría más refinada; los bufones que siempre estuvieron presentes en las cortes europeas, junto a reyes, príncipes o condes; los bufones que hasta el siglo XVI o XVII se podían encontrar por toda Europa, deambulando de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, cobrando alguna que otra moneda en ceremonias y festividades; los bufones, ese segmento de la especie humana que, quizás muy sabiamente, renunció a la razón, tomando tal vez de forma consciente la decisión de ser el hazmerreír de los demás, riéndose así en las narices de todo el mundo y también de quien tantos errores había cometido al crear ese mundo; precisamente esa conciencia de que el mundo estaba hecho de manera errónea acaso fuera la razón principal de que renunciaran a la razón.

En aquel momento Sara aún no conocía a mi hermano, pero decía que su padre le había hablado mucho de él como de un discípulo brillante, y siempre que ella mencionaba a su hermana mayor hacía una pausa y preguntaba por Sigmund. Yo le contestaba con alguna banalidad, desviando enseguida la conversación hacia otros temas. En el salón de Berta Auerbach, en la planta de arriba, los miércoles por la tarde se reunían una decena de jóvenes, cada uno de los cuales intentaba lucirse delante de los otros con algún juicio inteligente sobre la vida, el amor, la música o la literatura, y competía por quién iba a dejar mejor impresión. Sara no solía acompañar a los amigos de su hermana porque, según ella, no le gustaba la falta de naturalidad de todos ellos, pero al mismo tiempo nos invitaba a Sigmund y a mí a esas reuniones porque quería conocer a mi hermano. Yo informaba a Sigmund de las invitaciones sólo cuando sabía de antemano que el miércoles por la tarde él tendría una clase extra, o que estaría haciendo prácticas en alguno de los hospitales, o que ya había quedado con sus amigos, y después le transmitía a Sara la educada excusa. Por eso Sara apenas ponía los pies en el salón de su hermana; cuando yo la visitaba los miércoles, permanecíamos en su habitación, conversando como de costumbre, y sólo de vez en cuando nos quedábamos en silencio, escuchando las carcajadas, las discusiones acaloradas o los sonidos del piano y el cantar en coro que nos llegaban de la planta de arriba. Uno de aquellos miércoles Berta bajó a la habitación de Sara, pidiéndonos que subiésemos a su salón para conocer al pintor que iba a hacerles un retrato de familia. Nada más verle me pareció que su cara me sonaba, y cuando comenzó a hablar de sí mismo recordé de pronto: en el examen de ingreso en la Escuela de Bellas Artes estuvimos sentados uno al lado del otro. Se llamaba Gustav Klimt, y en aquel momento tenía, al igual que yo, dieciocho años. Lucía una barba espesa, en tanto que la calvicie afloraba: aun así, lo reconocí por la nariz respingona, la mirada y la sonrisa irradiando seguridad en sí mismo. Aquella noche contó las historias más escandalosas y procaces, aquellas que se solían evitar en cualquier reunión o casa que no perteneciera al más bajo fondo de la sociedad; cuando los amigos de Berta hacían el más mínimo esfuerzo por desviar la conversación hacia otros temas (por ejemplo, preguntándole dónde había realizado sus primeros cuadros por encargo), él se ponía a contar cómo a los quince años, en no sé qué prostíbulo, había pintado unos cuantos desnudos en las paredes, y después daba cuenta de lo que había hecho allí, además de pintar. Le preguntaron a quién había retratado hasta entonces, y él enumeró las esposas de carniceros, banqueros, doctores y profesores, centrándose no tanto en los retratos, sino en las relaciones que había tenido con las modelos. Mientras hablaba, nosotras nos ruborizábamos. Probablemente Berta Auerbach ya había tomado la decisión de comunicarle aquella misma noche que cancelaba el encargo para los retratos familiares. Allí, junto a Gustav Klimt, estaba sentada su hermana Klara, dos años mayor, que de vez en cuando, de manera muy inoportuna para aquel salón, le daba un brusco codazo o le regañaba, y él se justificaba con que su comportamiento era parte de la libertad que necesitaba todo ser humano. Ella le replicaba que su manera de expresarse no era muestra de libertad, sino de su desprecio a las mujeres, que se burlaba de ellas y las rebajaba. Él se callaba por un instante, esperando a que otra persona tomase la palabra, y enseguida volvía a sus procacidades. Cuando la obscenidad de Gustav se hizo tan insoportable que las amigas de Berta empezaron a abandonar rápidamente el salón, con la excusa de que debían marcharse, Klara interrumpió a su hermano diciendo:

—Mi hermano tiene razón cuando afirma que la sexualidad es uno de los caminos hacia la liberación, pero el problema es que él entiende de manera equivocada tanto la sexualidad como la libertad. La sexualidad es realmente libertad, y de ahí el miedo a liberar una fuerza así, porque podría provocar el derrumbe de las jerarquías y de los sistemas sociales, dando paso a la desintegración de la sociedad misma tal como la conocemos hoy. Por eso la sociedad se empeña tanto en rodear la sexualidad con falsedades e hipocresía.

Un joven sentado junto al piano dijo:

—Eso lo sabemos todos, pero ignoramos cómo cambiar las cosas sin que vayan a peor.

—Para comenzar —contestó Klara—, las madres deberían dejar de aconsejar a sus hijas que se sometan a sus esposos. Lo que las madres aconsejan a sus hijas se puede resumir en una frase: obedece a tu marido, porque así obedeces a Dios, ya que Dios ha dispuesto que tu marido sea tu amo y señor, y aunque te trate mal, tienes que soportar todo con paciencia; trata de complacerlo y no te quejes a nadie.

Allí comenzó la discusión entre Klara y los amigos de Berta, que formaban parte de lo que se llamaba la joven intelectualidad vienesa, y esa discusión fue pareciéndose cada vez más a una pelea, con los jóvenes intelectuales afirmando que de todas formas el mundo debía ser gobernado por los hombres. Antes de abandonar el salón, Klara declaró:

—Es evidente que nosotras, las mujeres, tenemos que tomar solas lo que el mundo y nuestra época no quieren darnos.

A partir de aquel día Klara Klimt dejó de ir los miércoles al salón de Berta Auerbach, pero, en cambio, fue entonces cuando nació la amistad entre nosotras. Sara y yo comenzamos a verla casi a diario y así, poco a poco, fuimos conociendo su vida. Nos hablaba tanto de las cosas bonitas como de las desagradables; también de su padre, que pintaba miniaturas sobre azulejos que después adornaban las cocinas de los ricos. Él no sólo sabía pintar de manera extraordinaria, sino que también refería a sus hijos cuentos sobre cuanto pintaba: del gallo y la gallina, del molino de viento y la vaca, de la lechera y el río, de todo lo que su mano dejaba en el azulejo. A veces se emborrachaba y les daba palizas tanto a sus hijos como a su esposa Anna, que en aquel momento trabajaba limpiando las casas de los ricos. Cuando iba a trabajar, la madre dejaba a sus hijos e hijas atados a las sillas y, al volver, zurraba a los que durante las horas que habían pasado atados se habían meado o cagado. Los castigaba con dureza cuando peleaban entre sí, cuando hacían travesuras, cuando salían de casa sin permiso. Desde pequeños, los hermanos se las ingeniaron para salvarse de aquel terror, yendo al taller de su padre para ayudarle a pintar los azulejos y, cuando él se emborrachaba, corriendo por las calles para escapar de sus palizas. Las hermanas lo tenían más difícil, pero también encontraron salidas: Hermine y Johanna se fueron a vivir con sus abuelos maternos hasta la muerte de éstos, y Klara se marchó con la hermana de su padre. Cuando Klara se mudó a casa de su tía, ésta acababa de quedarse viuda y había regresado de Londres, donde había vivido con su marido. No tenía hijos y se dedicó en cuerpo y alma a su sobrina, le enseñó a hablar inglés y francés, le dejó que leyera novelas de moda, pero también las obras de Olympe de Gouges y Mary Wollstonecraft, que, aunque era un poco pronto para poder entenderlas por completo, llegaban en el momento justo para decidirse a luchar por los derechos de las mujeres. Vivieron juntas durante cinco años, y cuando la tía murió, Klara tuvo que regresar a casa de sus padres. En aquel momento tenía dieciséis años y la madre le quemó toda la ropa y los libros que había traído consigo. Hablaba poco de la dureza de su madre, de la relación de ambos supimos mucho más tarde, por su hermano Gustav, porque Klara no decía nada al respecto. En cambio, nos contaba entre risas cómo la gente le tiraba piedras al verla montar en bicicleta o vestida con pantalones, porque en aquella época era un delito que una mujer llevase pantalones o montase en bicicleta; hablaba afligida de los niños que, tras la muerte de los padres, quedaban en la calle, muriéndose de frío o de hambre; se indignaba sobremanera al referirnos las injusticias que tenían que soportar las mujeres en el matrimonio, repitiendo con frecuencia: «Nosotras, las mujeres, tenemos que tomar solas lo que el mundo y nuestra época no quieren darnos».

Mientras fuimos adolescentes, a menudo reflexionábamos sobre el mundo y la época que nos había tocado vivir; seguí pensando en ello también cuando salimos de la adolescencia. Pensaba en las adolescentes de nuestra época que según Klara tenían que emanciparse, pero que en opinión de mi madre estaban destinadas a la cocina. Fuimos la primera generación de muchachas nacidas después de que se acuñase la palabra sexualidad en 1859. Fuimos adolescentes en la época en que la relación íntima entre el cuerpo masculino y el femenino fue denominada por algunos «acto corporal»; por otros, «acto venéreo»; por terceros, «instinto de reproducción». Esa unión de los dos sexos se solía idealizar, pero también se concebía como una degradación, y en ocasiones era las dos cosas a la vez para una misma persona: a la unión de dos cuerpos se le atribuía la capacidad de elevar el alma hasta las esferas celestiales, pero también se veía como una actividad animal que la rebajaba. Más tarde, cuando dejé atrás la pubertad, siempre que trataba de evocar a las adolescentes de la época en que también yo lo fui, frente a mis ojos aparecían sólo las amigas más cercanas, me venían a la memoria los gestos temerosos, las voces temblorosas y la continencia, que subrayaba todavía más la excitación reprimida. De las cosas que iban a ocurrirnos en un futuro nos informábamos a través de las amigas que tenían hermanas o primas mayores, o de los libros, y el saber que obteníamos, parecido a la visión que se tiene a través de un velo espeso, nos llenaba de miedo y pudor, pero también de una expectación anhelante. La espera se consideraba un ideal, lo mismo que la virginidad. Incluso cuando el amor —furtivo, como lo imponían los tiempos— llegaba, había que perseverar en el ideal de la espera, sufrir la espera y el miedo de si la unión de las almas y los cuerpos llegaría a producirse realmente. Como en una parábola bíblica, ese sufrimiento era una especie de expiación, tras la cual, como un premio, llegaría el amor eterno que duraría más allá de la muerte. Por eso el enamorado idealizaba al ser amado en una especie de ser divino, hasta el punto de reprimir dentro de sí los impulsos considerados animales. Mucho más tarde mi hermano escribió que cada uno era «hijo de su época, incluso en sus características más personales», y también que cada amor es parte de la época en la que nace, ya que nace entre dos seres que pertenecen a su tiempo. Pero en nuestra época, el amor era un sentimiento que palpitaba entre dos almas y dos cuerpos; la pasión se describía como la erupción de un volcán, y el ansia, como un huracán devastador; una época en que las palabras alma, pasión y ansia eran pronunciadas y escritas con tanta frecuencia —a menudo por personas cuyo cuerpo y alma apenas habían experimentado alguna vez la pasión y el ansia— que terminaron desgastadas como zapatos viejos. Era la época en que los jóvenes, o por lo menos aquellos jóvenes que yo conocía, vivían a la espera de que el amor se hiciera realidad, creyendo que el inicio de la vida en pareja significaría la recreación del paraíso en la tierra, aunque luego la banalidad de la vida cotidiana terminaba devolviéndolos a la realidad, puesto que cualquier expectativa desmesurada —al igual que el amor que resulta más grande que los que aman— desemboca o bien en un abismo, o bien en la trivialidad. Así era nuestra época, la del silencio sobre lo corporal. En todas partes se guardaba silencio sobre cualquier aspecto de la palabra sexualidad, recientemente acuñada: en las escuelas, las iglesias, las sinagogas, en casa, en los salones y las plazas; los periódicos y los libros callaban, y para encubrirla se utilizaba también la ropa, que lo tapaba todo de los pies al cuello. Desde su nacimiento hasta la boda, a las mujeres se las mantenía en la más completa ignorancia acerca de la sexualidad, por lo que no podían tener más que vagas intuiciones al respecto; de casa salían sólo en compañía de sus madres o de alguno de sus parientes mayores; se las mantenía al margen de cualquier noción sobre las relaciones sexuales y la anatomía más íntima de los hombres. Algunas chicas llegaban a saber por sus madres, apenas unas horas antes de la ceremonia, qué era lo que iba a ocurrir la primera noche de bodas. Pero la virginidad sólo era un ideal de cara al matrimonio: aquellas muchachas que se quedaban para vestir santos se convertían en objeto de burlas y la virginidad, el ideal del siglo, pasaba a ser un residuo vergonzoso, como si fuese una excrecencia poco natural, ya que no había a quién ofrecérsela. Así era nuestra época, la época en que nos criamos, y Sara, Klara y yo sabíamos mucho más que la mayoría de las chicas de nuestra edad: a veces fisgábamos en alguno de los libros de medicina del padre de Sara, o entreoíamos algo en el salón de Berta, o Klara nos contaba lo que le había dicho Gustav o alguna de las mujeres a las que ayudaba. Supimos también que esa misma época encerraba una realidad diferente de aquella que se podía observar de día y de la que se hablaba abiertamente; lo que había detrás del silencio sobre la sexualidad era falta de sinceridad, hipocresía.

Una noche mi hermano decidió mostrarme un trozo de aquella realidad que Sara, Klara y yo sólo conocíamos de oídas. Me llevó a la zona más pobre de Viena. Caminamos por las angostas calles en penumbra, tan angostas que apenas lográbamos cruzarnos con chicas en vestidos zarrapastrosos y con hombres, igualmente andrajosos, que se acercaban a aquellas chicas de caras avejentadas, apestando a alcohol y con un maquillaje que no hacía más que subrayar los estragos de la pobreza. Algunas de ellas tocaban a Sigmund en el hombro, le decían su tarifa y después corrían detrás de nosotros, bajando el precio hasta llegar a una suma que apenas alcanzaría para un mendrugo de pan. Detrás de las ventanas de algunas de las casas destartaladas había chicas semidesnudas invitando a los hombres que pasaban por las callejuelas. Después salimos de esa parte de Viena y entramos en uno de los barrios más elegantes. Sigmund me mostraba los pequeños hoteles en las calles laterales, diciéndome que las prostitutas que trabajaban allí recibían a clientes de clase media, o en las mismas habitaciones los hombres de clase media se encontraban con sus novias pobres, de las que no decían nada a sus familias porque éstas no les habrían permitido una relación de este tipo. Sigmund me informó de que la gente más rica iba a prostíbulos ubicados en palacios, o mantenían a actrices o bailarinas fracasadas. «No creas que hay diferencia entre los unos, los otros y los terceros; el hecho de que los primeros lo hagan en habitaciones cochambrosas de casas semiderruidas, los segundos en hoteles y los terceros en palacios, no los hace diferentes», dijo mi hermano. «Sólo la fachada es diferente, lo que tienen dentro aquellos que lo hacen es idéntico. El populacho alivia sus impulsos, mientras que nosotros nos abstenemos. Nos abstenemos con el objetivo de mantener nuestra castidad. No malgastamos nuestra salud, nuestras fuerzas, nuestra capacidad de experimentar placer: nos conservamos para algo, muchas veces sin saber exactamente para qué. Y este cuidado que tenemos es para que nuestros sentimientos sean más profundos y elevados, en vez de malgastarnos de manera baja e indigna en la satisfacción animal».

La noche que pasamos en las calles de Viena estaba planeada como una lección magistral para mí; Sigmund quería que yo viese la cara animal del ser humano que no permitía la unión entre lo carnal y lo emocional, y también quería que me diera asco, como a él. Aquella noche no pude conciliar el sueño porque imaginaba a Sigmund copulando con alguna mujer, y esa idea repugnante me hacía dar vueltas en la cama, se me encogía el corazón al pensar que una mujer, parecida a las que habíamos visto esa noche por las callejuelas, le iniciaría en los asuntos del cuerpo, desprovistos de espiritualidad, desviándole así de nuestros sueños comunes.

Tal vez el miedo de lo que mi hermano y yo vimos aquella noche y el horror que sentía al recordar más tarde todo eso me impulsaron a decidirme y llevarlo a casa de Sara. La amistad entre Sara y Sigmund empezó con el primer encuentro, en el momento mismo en que él entró en su habitación y ella se puso de pie, tratando de mantener el equilibrio. Muchas veces después recordé aquel instante, la inseguridad, no sólo en la actitud de ella, sino también en la de él, el comedimiento forzado en las miradas, detrás de las cuales asomaban la expectación y la curiosidad, y aquella alegre incomodidad, mezcla de felicidad y timidez, que palpitaba en el frágil rostro de Sara y también en el de Sigmund, quien trataba de parecer siempre serio, por lo cual ya en los primeros años de carrera se había dejado crecer la barba. En todos sus encuentros posteriores estuvieron presentes los mismos matices que la primera vez, la alegría y la incomodidad, la expectación, la curiosidad, el comedimiento, la inseguridad, todas aquellas cosas que se entremezclaban en las palabras, pero que nunca terminaban por formularse. Yo siempre estaba con ellos, como testigo de algo que ocurría tras lo dicho, algo que nunca se decían. Y a veces me hubiera gustado ser testigo también de lo que sucedía cuando no estaban juntos, lo que les sucedía en la ausencia del otro, en la soledad. Me hubiera gustado ver las imágenes que palpitaban en sus sueños, oír sus pensamientos, saber qué se habrían dicho de haber desaparecido la cortesía, la incomodidad, la timidez; me habría gustado ver los movimientos de sus cuerpos en el instante en que el deseo hubiera prevalecido sobre todo lo demás y hubiera hecho que la piel fuera lo único que los separase. Sus mundos respectivos estaban compuestos por elementos totalmente dispares, y tanto él como ella querían saber lo que diferenciaba al uno del otro. Mi hermano le hablaba de su mundo, que se extendía entre la casa, la facultad, la biblioteca, las viviendas de los amigos y los hospitales en que, junto a sus compañeros de facultad, adquiría sus conocimientos prácticos en el campo de la medicina. Sara le hablaba de su mundo, que acababa en el umbral de su casa, de lo que podía vislumbrar más allá de sus límites, lo que podía observar desde la ventana de su cuarto: la calle y las casas del otro lado, los árboles junto a las casas y el cielo alzándose ante todo. Parte de ese mundo imperceptible era también lo que podía leer en los libros, algunos de los cuales él conocía, mientras que de otros ni siquiera había oído hablar, y de algunos, como la Biblia, no había leído sino fragmentos. Mi hermano le hablaba de lo que sabía sobre neurología, y Sara, de cómo el rey Salomón, en el Cantar de los cantares, les pedía a las hijas de Jerusalén que no despertasen y no molestasen a su querida reina de Saba. Mi hermano le hablaba de anatomía, y Sara, de cómo Salomón percibía el cuerpo de su amada: las junturas de sus muslos como goznes, sus dos pechos como dos cervatillos mellizos, su cuello como torre de marfil, sus ojos como cristalinos estanques. Mi hermano hablaba de fisiología, y Sara, de cómo, aun cuando la reina de Saba estaba durmiendo, su corazón velaba por el rey Salomón. Mi hermano hablaba de cirugía, y Sara le contaba cómo la reina de Saba conjuraba a las hijas de Jerusalén y les pedía que si hallaban a su amado, le dijesen que ella le aguardaba desfalleciendo de amor. Mi hermano estaba obsesionado con las vidas de los grandes jefes militares y durante horas le hablaba de Aníbal, Alejandro Magno o Napoleón, mientras que a Sara le importaban las modestas vidas de aquellos cuya sangre corría en sus venas (el primero que conocía, Samuel, había sido carpintero y se había establecido en Viena en 1204, y ella lamentaba que en su familia no se recordara el nombre de la esposa); con el mismo ardor con el que mi hermano refería las vidas de los conquistadores, ella hablaba de la vida y la muerte de sus ancestros, de sus huidas de Viena durante los gobiernos antisemitas y sus retornos después, cuando al poder subía gente honesta, en la medida en que los gobernantes podían ser honestos. Preguntaba por la historia de nuestra familia, pero nosotros sabíamos muy poco al respecto, como si nuestra estirpe hubiese empezado con nosotros. Sara le preguntaba a Sigmund sobre él mismo, sobre los estudios, sobre sus amigos, sobre lo que le gustaría hacer al día siguiente o al cabo de diez años, y él respondía que soñaba con desentrañar el secreto del ser humano: quería saber de dónde nacían el amor y el odio, qué era lo que provocaba el deseo, cómo se movían los pensamientos. «Tal vez no debiéramos saber estas cosas», decía Sara, pasándose las manos por las piernas y por el vestido que cubría los aparatos metálicos. Después de que se conocieran, yo nunca hablé con Sara de mi hermano, ni con él de Sara; sólo percibía su impaciencia de que llegase el miércoles, el día en que nuestros compañeros se reunían en el salón de Berta, mientras que Sigmund y Sara se quedaban largo rato en la habitación de ella, y yo con ellos, testigo de lo que no decían; y cuando nos percatábamos de que la reunión en el salón de Berta estaba a punto de terminar, los tres subíamos allí para saludar a las visitas y recibíamos así los reproches cariñosos de la anfitriona por no haberles honrado con nuestra presencia.

Tras su primera aparición en el salón de Berta, Klara evitaba visitar a Sara los miércoles, pero un día nos comunicó que iría al salón para anunciar el discurso sobre los derechos de las mujeres que iba a pronunciar unos días más tarde en una fábrica de las afueras de la ciudad. Sigmund y yo permanecimos en la habitación de Sara mucho tiempo después del inicio del encuentro, y subimos al salón justo cuando Klara estaba hablando de El sometimiento de las mujeres, de John Stuart Mill. Todos escuchamos con atención su exposición de esa obra contra el abuso del poder, expresado en la dominación masculina sobre las mujeres, que no sólo violaba los principios básicos del derecho de cada individuo, sino que obstaculizaba el progreso de la humanidad. Cuando empezó a explicar las tesis de Mill sobre la necesidad de que se les permitiese a las mujeres participar en política, en primer lugar con la implantación del sufragio universal, mi hermano pidió disculpas por interrumpirla y dijo:

—Me alegro de que usted, al igual que Mill, defienda la idea de que las mujeres no deben estar sujetas a los hombres, pero espero que no esté de acuerdo con todos sus planteamientos sobre la emancipación femenina.

—Yo suscribo todo lo que él ha escrito en El sometimiento de las mujeres —replicó Klara.

—¿Suscribiría también su idea de que a las mujeres ha de permitírseles desempeñar todas las funciones laborales y políticas de los hombres?

—Por supuesto.

—Pero eso es una locura. Significaría todo lo contrario al progreso de la humanidad que según Mill se conseguiría con la plena igualdad entre hombres y mujeres. Si, como afirma Mill, la sujeción de las mujeres lleva al estancamiento en el desarrollo, entonces la igualdad poco natural entre los dos sexos significaría un retroceso para la humanidad.

—Yo veo la igualdad como un camino hacia el progreso.

—¿Qué progreso puede haber si se cumple una de las premisas de Mill para la igualdad de los sexos: que la mujer casada pueda ganar lo mismo que su esposo? Tenemos que reconocer que ocuparse de la casa y de los hijos exige la dedicación completa de alguien, lo que quiere decir que cualquier trabajo fuera es impensable. Si la mujer ganase lo mismo que el hombre, ¿quién cocinaría, quién se ocuparía de las tareas domésticas, quién cuidaría a los niños? —preguntaba mi hermano.

—La sociedad tendrá que reorganizarse —repuso Klara—. Habrá que estructurarla sobre bases diferentes, para que nadie resulte perjudicado, y que las mujeres por fin dejen de estar sometidas.

—Aun suponiendo que tal reorganización fuera posible, ¿qué pasaría con las mujeres? Las mujeres son seres diferentes, no inferiores, pero sí completamente diferentes de los hombres. Cambiar su educación y lanzarlas a la lucha por ganar el sustento haría que la mujer perdiese toda su afabilidad y dulzura. Se perdería nuestro ideal de la feminidad.

—¿Y a quién le hace falta su ideal de la feminidad? —preguntó Klara, y mi hermano, incapaz de dar en ese momento con la respuesta adecuada, permaneció callado—. A nosotras no nos hacen falta los ideales inventados por los hombres, lo que necesitamos es libertad e igualdad.

—Me parece que entonces sucedería algo parecido al mito de Pandora. La igualdad sería la caja de Pandora en manos de las mujeres y de ella saldrían muchos males.

—Usted sabe que los mitos y las leyendas de carácter religioso no reflejan la realidad.

—Pero quizás de alguna manera la expliquen —replicó Sigmund.

—Sí, sirven muy bien para manipular cuando faltan argumentos. Y ahora le demostraré con argumentos que el mito de Pandora fue manipulado por los misóginos de la Antigua Grecia. Éstos la presentaron como la primera mujer, culpable de haber traído todos los males y enfermedades en su caja, diseminándolos entre la gente. Ésa fue la primera mujer y los misóginos afirman que todas las mujeres son como ella: portadoras de desgracias. Pero no siempre fue así: el cuento de Pandora como portadora de las enfermedades y del mal forma parte del mito en su variante deformada. El mito inicial es completamente diferente y la clave está en el propio nombre de Pandora, que quiere decir «la que lo da todo», y en un principio ella había sido venerada como dadora de la suerte y los bienes, y no como portadora de desgracias. En la época del matriarcado, ella fue la Gran Diosa Madre, fuente de prosperidad y buena suerte. De la caja no salieron únicamente males y desgracias, sino, antes que nada, la suerte y los dones que después Pandora repartiría entre los seres humanos. Pero más tarde, con el advenimiento del patriarcado, los hombres tergiversaron el cuento. Esa misoginia es omnipresente durante la Antigüedad.

—No estoy de acuerdo con usted. La Antigüedad está llena de heroínas…

—… que son restos de los mitos creados durante el matriarcado —lo interrumpió Klara y prosiguió—: Y llegan hasta nosotros en su forma tergiversada: las heroínas a menudo aparecen en función de los héroes. Piense en las tragedias antiguas. En cuanto a las burlas con las mujeres en las sátiras y comedias de entonces, mejor no hablar. En aquella época fue un filósofo el más crítico con las mujeres. Aristóteles afirma que engendrar a una hija es un signo de debilidad del padre, mientras que la perfecta procreación tiene que cumplir tres premisas: que el hijo sea varón, que se parezca a sus antecesores masculinos, no a los femeninos, y que el parecido con el padre sea completo, y no un parecido con ascendientes masculinos más lejanos. En cambio, la procreación más imperfecta se produce cuando se engendra a una hija, y cuando esta hija se parece a las mujeres de la familia de su madre. El súmmum del triunfo del principio femenino en la procreación ocurre cuando se da a luz a monstruos, dice Aristóteles. Según él, los monstruos no nacen de la unión entre un humano y un animal, como se creía entonces, sino cuando en la cópula entre dos seres humanos el principio masculino sufre una derrota total, saliendo victorioso el principio femenino. De modo que los monstruos no son mitad animales, mitad hombres, sino seres humanos que tienen un aspecto deforme y representan la plena encarnación de lo femenino. ¡Y esto lo dice uno de los fundadores del pensamiento europeo! Este odio a las mujeres continúa, con pequeñas variaciones, hasta hoy día, hasta Rousseau y Schopenhauer.

—No puede usted reducir la actitud hacia las mujeres durante veinticinco siglos de civilización a una simple conclusión.

—Ya he dicho que hay variaciones. Para Aristóteles la mujer es «un error de la naturaleza», y para la Biblia, la portadora del pecado. Para Tertuliano las mujeres son «la puerta del diablo». Tomás de Aquino denomina a la mujer «un hombre incompleto» y, aunque cree que tanto el hombre como la mujer pueden salvarse ante Dios, para la mujer la salvación es posible sólo bajo la dirección del hombre. Durante el Renacimiento sobreviene una liberación de los dogmas religiosos, pero la misoginia sigue existiendo con la misma crueldad. Uno de los escritos más editados de aquella época es Disputatio nova contra mulieres, que comienza con una pregunta y una respuesta: «¿Son las mujeres seres humanos? Las mujeres no son seres humanos». De todas formas, hubo también hombres que se opusieron al terror masculino. Pero no son más que excepciones, a las que usted no pertenece.

—Me parece que saca demasiado rápido sus conclusiones sobre mí. Además, en nuestro siglo se ha llegado a la apoteosis de las mujeres. Se las considera la mejor parte de la humanidad, más puras y abnegadas que los hombres. En los últimos cien años se ha venido afirmando que el espíritu del hombre sólo se puede elevar si el espíritu femenino le sirve de inspiración.

—Según esa afirmación, las mujeres no son más que un instrumento, con la ayuda del cual se eleva el espíritu del hombre. Eso demuestra que la misoginia persiste con la fuerza de antes, sólo que su forma de actuar ha cambiado. Y la idea de las mujeres como seres tiernos y frágiles que necesitan protección ha sido creada con el fin de formar en ellas un carácter que no les permita emanciparse. Esa imagen de la mujer perfecta como un ser que se sacrifica por el hombre se erige en ideal para impedir a la mujer dedicarse a sí misma, para que se sienta débil y dependa siempre del hombre, para que sea siempre dócil. Pero ahora las cosas realmente están cambiando, y en vez de docilidad hace falta rebelarse, en vez de inmolarse en nombre del esposo o la familia, la mujer tiene que autoafirmarse. Lo que las mujeres quieren es tener derecho a los estudios, a la propiedad y al trabajo, y no que los maridos dispongan legalmente de todo lo que ellas posean o adquieran con su esfuerzo. Pero ¿qué ocurre? Que de pronto en todas partes empiezan a salir escritos afirmando que la formación y las profesiones altamente cualificadas mancharían la pureza femenina, que poseer bienes materiales y disponer de su propio sueldo las llevaría a una vida disipada. Qué miserables son esas pobres almas masculinas asustadas por la libertad de la mujer. Ha llegado ya el momento para la libertad. Un requisito imprescindible para el progreso de la humanidad es la libertad, o a veces la lucha por la libertad: que los pueblos sometidos se liberen de los que los someten, el esclavo de su amo, el creyente del sacerdote que obstaculiza su relación con Dios, y la mujer del hombre.

—Dele a la mujer plena libertad, sáquela de lo que erróneamente denomina esclavitud impuesta por el hombre, y que yo llamaría orden natural, y verá que la mujer no sabrá qué hacer con esa libertad.

—Claro que no va a saber qué hacer. Mantenga usted a un animal en cautiverio y suéltelo al cabo de muchos años. ¿Qué haría? Volvería a la jaula. Cuando a una persona sometida de pronto se la libera no sabe qué hacer con su libertad y quiere volver a la condición de sometimiento. Por eso hay que animar a las mujeres a que aprendan no sólo los quehaceres domésticos, sino también que adquieran conocimientos que les permitan trabajar. Hay que dar charlas con el fin de concienciar a todas las mujeres de los derechos que tenemos que reclamar. Ya basta, nosotras, las hijas, no queremos que se nos exija trabajar en casa, ser dóciles y callar, y después, en el matrimonio, seguir con lo mismo. Ya es hora de que nos rebelemos, por primera vez desde que existe la especie humana.

—Usted clama por una rebelión —dijo un abogado, sentado junto a Berta Auerbach, que unos años más tarde acabaría siendo su esposo—. Eso es ilegal.

—A veces la ley de la sociedad no se corresponde con los principios éticos. Uno de los caminos para reparar la injusticia histórica hacia las mujeres pasa por la política. Pero nosotras no tenemos derecho a participar en ella. No sólo aquí, también en Alemania es ilegal que las mujeres estén presentes en reuniones donde se habla de política. ¿Cómo entonces luchar por nuestros derechos, si acabamos en prisión nada más poner los pies allí donde se discute sobre política? Si es únicamente allí donde podemos conseguir lo que nos corresponde…

—Tal vez así os quedéis con aquello que os corresponde legalmente. Por ejemplo, el matrimonio y el cuidado de los niños —dijo el abogado.

—¿Cuántas jóvenes se han casado con alguien de su elección, y cuántas con un hombre elegido por los padres, quienes arreglaron el matrimonio con vistas a la clase, la familia o el dinero del elegido? A las chicas no se les exige más que docilidad en el matrimonio. Los padres nos dicen que el amor llegará dentro del matrimonio, pero nunca llega. Durante siglos a la mujer se le ha negado todo, se le han puesto pegas en todo para que no pueda crear en igualdad con el hombre, incluso se la ha ido privando de la «autoría» de las cosas que ha creado, atribuyéndoselas a los hombres. Es así, por ejemplo, en lo que a la descendencia se refiere: al hombre se le considera el procreador del hijo, mientras que el papel de la madre se denomina «reproducción»; la madre no es más que un medio de reproducción y no la creadora de una nueva vida. Sí, estimados caballeros, es hora de que afrontéis el hecho de que nosotras mismas tomaremos lo que nos corresponde.

Klara se había dedicado en cuerpo y alma a la tarea de concienciar a las mujeres sobre la necesidad de que ellas mismas consiguiesen lo que les correspondía: elaboraba sola los carteles en los que escribía que la formación de las chicas no debía consistir en la preparación para el papel de ama de casa, sino que tenía que asegurarles la autonomía, y pegaba esos carteles en las fachadas de las escuelas. Exigía que las esposas tuvieran derecho a pedir el divorcio; organizaba grupos que luchaban por que las mujeres tuviesen derecho al voto, al tiempo que los partidos políticos la denunciaban a la policía. La metían en prisión, acusándola de estar actuando ya no en contra de la sociedad, sino de la humanidad. Cuando la soltaban, Klara se encontraba con Sara y conmigo. Sus estancias en la cárcel eran cortas, de unos días, y siempre salía con moratones. Nunca quiso contarnos nada de la dura vida en prisión, y en vez de eso, sabiendo cuánto nos gustaba la poesía, nos pedía que le leyésemos algún poema.

Sigmund también sabía que a Sara le encantaba la poesía y en una de sus visitas le regaló una antología de poemas traducidos de Adam Mickiewicz, recientemente publicada. Antes de abrir el libro, Sara acarició las tapas, en las que estaba representado un parque otoñal, y dijo que llevaba años sin poner los pies en un parque. «Entonces, vamos al parque», dijo mi hermano, y Sara cerró el libro, dejándolo en su cama.

El carruaje de los Auerbach nos llevó hasta Augarten. Mi hermano sostenía a Sara del brazo derecho, y yo, del izquierdo; estábamos en plena primavera, y paseábamos por el parque como atravesando una mezcla de cuadros de vivos colores, una sinfonía compuesta por los sonidos de la naturaleza, un mar de aromas. Cada tantos pasos Sara nos pedía que nos detuviésemos, no porque le fuera difícil caminar, sino porque quería contemplar las cosas a las que Sigmund y yo no hacíamos ningún caso, ya que formaban parte de nuestra vida cotidiana: una madre con su hijo sentados en un banco, echándoles migas de pan a las palomas; un pintor delante de su caballete pintando un abedul; una muchacha llevando de la mano a una anciana invidente y hablándole del mundo a su alrededor; dos niños removiendo la tierra con las manos, mientras su padre leía un periódico sin darse cuenta de que sus retoños estaban recogiendo gusanos; un joven sentado en la rama de un roble como si se tratase de un sillón, silbando; chicos jugando a la pelota.

—Cuánta felicidad reunida en el mismo lugar —dijo Sara.

—No estoy seguro de que toda esa gente esté feliz en este momento —dijo mi hermano.

—Quién sabe —dijo Sara—. La felicidad, al igual que el pecado, está en los ojos de los que miran.

—La felicidad es un fenómeno efímero, es ver satisfechos un deseo largamente acariciado o una necesidad —dijo mi hermano.

—Yo no diría que eso sea felicidad. Ver satisfechos sus deseos o necesidades lo pone a uno contento, no lo hace feliz.

—Entonces ¿qué será la felicidad? —preguntó mi hermano.

—No lo sé —repuso Sara—. Creo que la felicidad es uno de aquellos fenómenos para los que no existe definición. Simplemente la sientes.

Despacio llegamos a aquel extremo del parque donde se encontraba la primera guardería de Viena. Nos sentamos en un banco junto a la valla, mirando a los niños que jugaban en los columpios. Una mujer salió del jardín de la guardería, llevando a un niño de la mano.

—Esto es felicidad —dijo Sara, mirando hacia la mujer con el niño.

—¿Ser madre? —preguntó mi hermano. Sara asintió con la cabeza y él prosiguió—: Para mí ser madre o padre no es lograr la felicidad, simplemente forma parte de la reproducción, y la reproducción forma parte del proceso de la evolución y de la selección natural.

—¿Y no lo ves como parte de tu vida, de lo que formará parte de tu existencia?

—Mi existencia también forma parte del proceso de la evolución y de la selección natural. En el mundo sobreviven sólo los más fuertes, es la ley de la lucha por la supervivencia. Aquellos ejemplares que se muestren más rápidos y más fuertes tienen mejores perspectivas de sobrevivir.

—Eso quiere decir que el mundo está creado para los agresivos —dijo Sara, levantándose del banco y haciéndonos con la mano una señal de que quería caminar un poco sin ayuda de nadie. Llegó hasta la valla de la guardería y se agarró a la reja.

—Es sólo una impresión superficial —repuso mi hermano—. La supervivencia forma parte de la evolución, del perfeccionamiento de las especies. Incluida la especie humana. Las nuevas generaciones pueden ser más fuertes, más rápidas, más inteligentes que sus padres, y transmitir estas cualidades a su descendencia, que podrá seguir perfeccionándolas. A lo largo de muchas generaciones los rasgos mejorados se hacen cada vez más patentes dentro de una misma especie animal y del desarrollo de estas características depende qué especies sobrevivirán y cuáles desaparecerán. Los débiles dejarán de existir, ésta es la ley de nuestro mundo. Nosotros, los humanos, hemos aparecido como consecuencia de la selección natural; hemos evolucionado desde formas de vida inferiores. Ésta es mi idea sobre ser padre o madre: como parte inseparable del gran proceso evolutivo.

—Para mí es algo muy diferente —dijo Sara, volviéndose hacia los niños que estaban jugando en el jardín de la guardería—. Llevar durante meses una nueva vida debajo del corazón, después traer esa vida al mundo, mirar cómo esa vida está llegando, horrorizada por salir del vientre materno y por el choque con aquello que ni siquiera puede serle desconocido, ya que no sabe todavía lo que es lo desconocido, mientras que lo conocido sólo lo intuye. Mirar y sentir cuánto me necesita esta nueva vida, cuánta falta le hace el alimento que producen mis pechos, observar cómo la experiencia se acumula en sus ojos, y ver la primera esperanza y la primera desilusión de esta nueva vida, ser testigo de cómo esta vida se va independizando, cómo voy dejando de serle necesaria, cómo esta vida, que ha salido de la mía, me va dejando, emprendiendo ella misma el camino hacia la creación de nuevas vidas, esto es para mí ser madre.

Un niño salió del grupo, se acercó a la valla, cogió un diente de león y se lo entregó a Sara a través de la reja. Con una mano Sara tomó la flor, mientras que con la otra intentó acariciar al pequeño, pero antes de tocarle la cabeza, el cuerpo empezó a tambaleársele y tuvo que agarrarse otra vez a la reja.

Después mi hermano se encaminó hacia el Hospital General de Viena, donde llevaba ya un año de prácticas tras su graduación. Yo acompañé a Sara a su casa. Cuando entramos en su habitación, ella abrió el libro con el parque otoñal dibujado en las tapas, dejando el diente de león entre los versos.

Unos días más tarde llegó el cumpleaños de Sigmund. El dinero que me prestó mi padre apenas me alcanzó para comprarle una góndola del tamaño de un pulgar. Al entregarle el regalo, Sigmund me dijo que se había enamorado de una chica de mirada seductora, de voz muy dulce, una chica espontánea y no demasiado aficionada a la lectura, por lo que representaba un desafío mucho mayor para él: podría guiarla por los misterios de la literatura; una chica que él quería tener para siempre a su lado, para poder escucharla y contemplarla sólo a ella hasta el fin de sus días. Me estaba hablando de ella, y yo permanecía callada.

Un mes y medio más tarde, Sara me preguntó:

—¿Por qué Sigmund ya no viene aquí?

No sé si detectó la pena y el miedo en mi voz cuando le comuniqué que Sigmund acababa de pedir la mano de una chica que se llamaba Martha Bernays. Sara se agachó despacio y, pese a que estaba sentada, me pareció que iba a caer, a desplomarse en el suelo. Pero ella se agarró las faldas del vestido, subiéndolas sobre los tobillos, sobre las rodillas, sobre los muslos. Sus piernas delgadas, reforzadas con los aparatos de metal que las sostenían, parecían frágiles como los tallos de una planta que había crecido en la sombra. Sara se puso a liberarlas de los aparatos, abriéndolos desde los tobillos, pasando a las pantorrillas, luego a los muslos, dejándolos finalmente en el suelo. Apoyándose en la cama con las manos se levantó un poquito, intentando ponerse de pie y caminar, pero sus piernas no eran lo suficientemente fuertes y tuvo que sentarse, impotente, desplomándose en la cama. Hizo otro intento, pero su cuerpo volvió a caer sobre la cama. Se levantó otra vez, con los labios temblorosos, la cara contraída en una mueca, con lágrimas asomándole en los ojos. Se levantaba de la cama y volvía a desplomarse en ella, hasta que ya no consiguió levantarse; se mordía los labios, llorando, golpeando con los puños cerrados sus piernas inútiles. Me arrodillé a su lado, le cogí las manos en las mías, y ella apoyó la cara en mi cuello. La sentía llorar, oía su respiración entrecortada, y sabía que las lágrimas por su debilidad física se entremezclaban con las lágrimas por un dolor de otro tipo.

Aquel año mi hermano se olvidó de mi cumpleaños. Dos días más tarde, el 26 de julio, entró en mi cuarto con un libro que sabía que yo quería tener: La Edad de Oro de Venecia.

—Mira lo que le he comprado a Martha —dijo, entregándome el libro. Yo estaba con el regalo en las manos, oyendo a mi hermano decir—: Hoy es su cumple.

Al cabo de un mes a mi hermano le permitieron trasladarse al Hospital General de Viena, a una pequeña habitación en la unidad donde trabajaba. A partir de entonces ya nunca volvió a pasar una noche en casa, y yo no podía visitarle, temiendo encontrarme allí a Martha Bernays, quien varias veces nos había visitado en casa junto con Minna, su hermana. Sigmund nos visitaba con frecuencia, pero entonces nuestra madre quería verle y hablar con él, y nosotros, los demás, sólo podíamos dar vueltas alrededor de ellos dos y escucharlos. La mayoría de las veces él hablaba de Martha, de lo tierna y atenta que era, hablaba de sus paseos por el parque (la madre de ella insistía en estar siempre presente cuando se encontraban), de los libros que él le daba, pero sobre todo hablaba del sueño que acariciaban los dos de tener una casa propia.

En el momento en que apareció Martha Bernays y mi hermano se fue de casa, perdí de golpe aquella protección que suele crear la seguridad alrededor del ser humano. Mamá sintió mi indefensión y se dio cuenta de que ahora podría volver a emplear aquel veneno de antaño. A pesar de todo, en aquel momento emergió un consuelo: mi padre ya era viejo y cerró la tienda, y como Sigmund ganaba muy poco para poder mantenernos, nuestros padres decidieron mandarnos a París, a mis hermanas y a mí, como tantas otras muchachas vienesas que iban allí para cuidar durante un año a los niños de las familias alemanas afincadas en la capital francesa. Mis hermanas dedicaron los días siguientes a estudiar francés y charlar con alegría sobre París, mientras que a mí me bastaba con pensar que durante doce meses estaría lejos de mamá y no vería la obsesión de mi hermano por Martha Bernays, su desinterés por todo lo que no llevara el nombre de ella; además, tenía la esperanza de que se cumpliera lo que había oído decir de los grandes amores: que el tiempo los convertía en triviales. Mis hermanas y yo íbamos preparando poco a poco las cosas que necesitaríamos durante esa larga estancia, pero un día de septiembre, cuando faltaba menos de una semana para la partida, mi madre me informó de que yo no iba a viajar a París. Creyendo que ella y mi padre tenían miedo a solicitar un préstamo para cinco billetes, le dije que, trabajando allí, podría devolver el dinero con creces, pero ella replicó que una deuda era una deuda hasta que se pagaba, y que además mi padre estaba enfermo y hacía falta que alguien la ayudara a cuidarle. Después sacó cuatro billetes de tren y se los entregó a Anna, Rosa, Marie y Pauline. Oí los gritos de júbilo de mis hermanas, me di la vuelta y salí de casa. Fui corriendo hasta el Hospital General de Viena, entré en la unidad donde trabajaba mi hermano, lo encontré en el mísero cuartito al que se había mudado, y empecé a contarle lo sucedido. Él me secaba las lágrimas, consolándome, diciendo que cuidar a nuestro padre enfermo era algo muy noble, de algún modo era como devolverle la vida que él me había dado. En aquel instante entró Martha Bernays en la habitación, mi hermano me soltó y la abrazó a ella. Martha le dijo que su madre la estaba esperando en el parque del hospital y que lo mejor era que fuesen a su encuentro. Los dos salieron del cuarto, olvidándose por completo de mí. Tras ese día dejé de visitar a mi hermano en el hospital; volví a verlo en la estación de ferrocarril, al despedirnos de nuestras hermanas, y a partir de entonces me encontraba con él sólo cuando nos visitaba en casa y se sentaba frente a mamá para conversar largo y tendido con ella. Mi padre y yo permanecíamos sentados a un lado, escuchando su conversación.

La habitación de mi hermano quedó desierta después de que él se marchara de casa. A veces yo entraba allí, miraba las estanterías vacías en las que hasta hacía poco estaban, revueltos, los libros y la ropa de Sigmund. Cuando mi madre me pillaba en la habitación de Sigmund o sentada en su cama, sonreía diciendo que mi hermano podría considerarse feliz si pudiera encontrar una pequeña habitación como aquélla para él y Martha. Todo un mundo desapareció con la entrada de Martha Bernays en nuestras vidas: desapareció la cercanía que existía entre mi hermano y yo, desapareció, antes de hacerse realidad, aquel mundo con el que soñábamos, desapareció Venecia, desaparecimos también nosotros dos de allí. A veces, al recordar cómo me saludaba antes de que apareciera Martha Bernays —pasando la yema de su índice primero por mi frente, luego por la punta de mi nariz y mis labios—, yo levantaba mi dedo, como señalando el cielo, y después me lo pasaba por la frente, la punta de la nariz, los labios.

El sentimiento de abandono, de que nadie —ni siquiera yo misma— me necesitaba, salvo mi padre, quien se acercaba a la muerte, me hacía extraordinariamente vulnerable: a veces, sin razón aparente, rompía a llorar cuando mis padres y yo estábamos comiendo o paseando por Augarten. Mi madre volvió a desempolvar aquella frase olvidada durante años: «Preferiría no haberte parido». Ella sentía mi vulnerabilidad y me clavaba su odio. El odio no se puede entender por completo, tampoco se pueden conocer sus fuentes, de la misma forma que es imposible definir la felicidad; como dijo Sara una vez, simplemente se la siente. Y tal vez, al igual que el pecado y la felicidad, el odio existe sólo en los ojos de aquel que puede verlo, o de aquel que lo siente en su piel, porque si no, no son más que actos, actos habituales y nada más; actos habituales, pero que destilan veneno en la vida de quienes padecen el odio. A veces intentaba desentrañar el secreto del odio de mi madre, yo, que probablemente no era sino una víctima elegida al azar, quizás porque era la más débil entre todas sus hijas, algo así como un agujero en el que cada uno podía tirar su propia desgracia, y yo tenía la sensación de que en realidad lo que mamá odiaba en mí era a mi padre: su viejo esposo, más viejo que el padre de ella. Tal vez, al odiarme a mí, intentara apagar sus ansias de tener un marido de su edad, apagarlas antes de que empezaran a arder. O quizás, por el apego que le tenía yo a mi hermano, ella me odiase a mí por serle imposible odiar a la mujer por la que su Sigi de oro se alejaba de nosotros; él estaba empezando una nueva vida, se estaba construyendo un nuevo mundo en el que nosotros no podíamos ser más que transeúntes ocasionales; él ya había elegido ser sólo un visitante en nuestro mundo, y mi madre, de haber empezado a odiar a Martha Bernays, no habría podido hacerle nada, el veneno hacia la amada de mi hermano nunca la habría alcanzado, se habría quedado dentro de mi madre, por lo que ésta me había elegido a mí. O eso al menos era lo que creía yo, aunque es posible que me equivocara en mi intento de hallar una explicación a mi angustiosa vida. Todavía con los primeros destellos de conciencia, al niño le surge una percepción opresiva del tiempo, algo como un vago presentimiento de que la existencia se compone de granos de arena llevados por el viento y que únicamente la idea de nosotros mismos, del Yo, nos mantiene aparentemente unidos, hasta que la corriente se lleva el último grano de arena, el resto de vida con el que también el Yo se apagará, quedando detrás de nosotros sólo los vientos del tiempo. A veces el tiempo azota con tal fuerza que no se limita a llevarse los granos de arena, sino que arranca trozos del mismo Yo, y este Yo se siente débil, le parece que el viento se lo llevará con la arena, que lo apagará antes de que se hayan acabado todos los granos de arena que le han sido concedidos hasta la muerte, y entonces el Yo busca a otro Yo, otros Yoes con los que caminar mientras alrededor subsiste la furia de los vientos del tiempo. Necesita esos otros Yoes no como un apoyo para sobrevivir en el mundo de la materia, sino como apoyo para la supervivencia de lo esencial del Yo. De esta manera el Yo no está solo; independientemente del aislamiento en que vive, el Yo no está separado del mundo, sino que es una configuración de las relaciones con los otros. Las estrellas se influyen mutuamente: el movimiento de una, sus estallidos, su extinción influyen en las que están alrededor; se nutren una de otra y se comen entre sí. Algo similar pasa con los seres humanos: con la mirada, con las palabras, con los gestos, se comen unos a otros; se ayudan o se ponen zancadillas; rompen en pedazos al Yo del otro o lo protegen; reúnen los trozos rotos, ayudando al Yo del otro a recomponerse otra vez; en ocasiones realizan todas esas acciones contradictorias con el Yo del otro: lo alimentan y lo devoran, le ayudan y le ponen zancadillas; lo protegen y lo rompen en pedazos, le ayudan a recomponer los trozos rotos. Así mi madre, con la mirada, con la palabra o con el gesto, desgajaba un trozo de mí, un trozo cuya falta yo sentiría siempre, un trozo que estaría buscando constantemente. Durante toda mi vida he sentido que algo me faltaba, como a Venus de Milo le faltaban los brazos; a mí me faltaba algo no en el aspecto físico, sino en mi interior, como si mi alma no tuviera brazos, y esa falta, ese defecto, esa sensación de vacío, me hacían sentir indefensa. Durante toda mi vida he sentido una mirada que destruye mi existencia y, al mismo tiempo, he buscado a un ser que curase esa fractura de mi Yo.

Finalmente mis hermanas regresaron a Viena, con sus historias sobre París, con recuerdos que constantemente sacaban a colación; volvieron diferentes a como eran al partir; ahora eran unas espléndidas jóvenes con modales refinados, que pronunciaban frases en francés entreveradas en su habla coquetona, con caras que ya no expresaban confusión y timidez, como antes, sino una humildad relajada y alegría por la vida. Yo me entusiasmaba con ellas, con sus gestos y conversaciones. Siempre me sentaba cerca, aunque un poco apartada; las miraba, las escuchaba y me alegraba por ellas. Aparte de esa alegría, sin embargo, tenía una sensación algo diferente, porque me daba cuenta de la distancia que nos separaba, tan grande era la distancia como antaño lo había sido la cercanía entre mi madre y yo. Mi madre reunía con frecuencia a mis hermanas en la cocina, ingeniándoselas para no llamarme a mí, y se quedaban allí largo rato; a veces yo daba unos pasos por el corredor, pero al final desistía de mi propósito y regresaba a mi habitación, y en esos breves acercamientos a ellas, a la puerta que me separaba de ellas, alcanzaba a oír retazos de sus conversaciones, las que tenían la mayoría de las madres con sus hijas: qué debía hacer una hija para ser ejemplar, cómo contraer matrimonio, cuáles eran las obligaciones de las esposas hacia sus maridos e hijos. Me quedaba al margen de su mundo y de sus conversaciones, en las que hablaban de sí mismas como esposas o madres, miraban hacia el futuro mientras yo miraba hacia el pasado, y me parecía como si, mediante los planes de matrimonio y maternidad, ellas pretendiesen vencer al tiempo, insertándose en la larga cadena de madres que se extendía hasta la sangre primigenia; yo, por mi parte, sentía que me iba quedando lejos de esa cadena en la que se multiplicaba y confluía la sangre.