Capítulo 2

Una anciana cierra los ojos ante la muerte y, en vez de miedo, la invaden tres recuerdos: en el primero, de cuando para ella muchas cosas de este mundo aún no tenían nombre, un chico le mostraba un objeto afilado, diciendo: «Cuchillo»; en el otro, de cuando todavía creía en los cuentos de hadas, una voz le susurraba la historia del ave que con el pico se abría el pecho y se arrancaba el corazón; y en el tercero, cuando el tacto le decía más que las palabras, una mano se acercaba a su rostro, acariciándolo con una manzana. Aquel chico de sus recuerdos que la acaricia con una manzana, le susurra una historia y le enseña un cuchillo es su hermano Sigmund. La anciana que está recordando soy yo, Adolphine Freud.

Muchas veces en mis pensamientos he intentado regresar aún más atrás en el tiempo, me he esforzado por recordarme acostada en la cuna mientras una mujer se inclinaba sobre mí y me cogía en brazos, se sacaba un pecho, me atraía hacia sí y me daba de mamar. Trato de recordar el olor y el calor del cuerpo de esa mujer, el contacto entre mi boca y su pezón, los movimientos que hacen la lengüita, los diminutos labios, las mandíbulas, para succionar el alimento del seno, el sabor de la leche y el gorgoteo de la garganta. La mujer que me amamanta en esta reminiscencia incierta se llama Amalia. Nació en 1835, en Brody, una aldea en la periferia misma del Imperio Austrohúngaro. Antes de que Amalia aprendiera a leer, sus padres, sus hermanos y ella se mudaron a la capital del imperio, famosa por la monumentalidad de los edificios recién construidos, y por la precisión y delicadeza de sus valses. Sin embargo, descubrieron una ciudad muy distinta: la Viena de los inmigrantes, la Viena por cuyas calles fangosas corrían los pies congelados de los aprendices, la Viena que apestaba a curtidurías, la Viena en cuyas aceras ondeaban los andrajos de los pobres y se extendían las manos de los pedigüeños. En aquella ciudad, el padre de Amalia, Jacob Natanson, montó una pequeña tienda de telas, en la Ferdinandstrasse. Un día de verano, cuando Amalia tenía ya veinte años, su padre la mandó llamar a la tienda y le presentó a un hombre alto y barbudo que permanecía junto a la estantería llena de telas. El padre se dirigió a ella anunciándole: «Este señor será tu marido». El desconocido se llamaba Jacob Freud. Era viudo, le llevaba a su padre un año y a ella le doblaba la edad. Vivía en Freiberg, una pequeña ciudad de Moravia, comerciaba con telas y llegaba una vez al mes a Viena para venderle lana a Jacob Natanson. Acababa de ser abuelo, pero venía a pedir la mano de Amalia, aun sin conocerla. Ella acató la orden de su padre, y al cabo de pocas semanas se fue con Jacob Freud a Freiberg. La vivienda del matrimonio constaba de una sola habitación sobre una tienda de artesanía de hierro forjado, en la calle más larga de la ciudad. Allí mismo, en la Schlossergasse, número 117, el 6 de mayo de 1856 nació Sigmund, su primer hijo; al año siguiente vio la luz Julius, quien murió ocho meses más tarde, y al cabo de un año nació Anna.

El comercio de lana en Freiberg aportaba cada vez menos dinero, y cuando Jacob Natanson se enteró de que su yerno tenía que pedir prestado para dar de comer a su familia, le comentó que sería mejor hacerse socios. Una mañana de marzo, Jacob Freud y Amalia, junto a sus hijos, llegaron a Viena y alquilaron un pequeño piso en la Pfeffergasse que apestaba a moho, polvo y aire estancado. Después se fueron mudando de un piso a otro, de la Weissgerberstrasse a la Pillersdorfgasse, de la Pillersdorfgasse a la Pfeffergasse, de la Pfeffergasse a la Glockengasse, de la Glockengasse a la Pazmanitengasse, todas ellas en Leopoldstadt, el barrio judío de la ciudad. En todas las casas se sentía el moho, y olía a los cuerpos y objetos de los antiguos habitantes: un tufo que les impedía olvidar que estaban de paso entre aquellos muros. Amalia y Jacob trataban de combatir la pestilencia con la ayuda de hierbas medicinales, pimienta, tabaco, comino, vainilla, canela y romero. En medio de los miasmas fuimos concebidos y nacimos Rosa (1860), Marie (al año de nacer Rosa), yo (un año después), Pauline (dos años más tarde) y Alexander, al cabo de dos años.

De niña fui enfermiza, y mis recuerdos son principalmente de cuando guardaba cama: los ácidos que me provocaban arcadas, los dolores de garganta y el esfuerzo con que tragaba saliva, los dolores en el pecho que dificultaban mi respiración, los brazos y piernas dormidos, el zumbido en los oídos, las fiebres que me mantenían siempre en un estado entre la vigilia y el sueño. Ante mi vista vibraba todo el tiempo una neblina blancuzca de la cual emergían con frecuencia mi madre y mi hermano Sigmund. Me acuerdo de cómo mi madre me ponía paños mojados en la frente, cómo me quitaba la ropa empapada de sudor y me la cambiaba por ropa de lana; recuerdo cómo mi hermano se acercaba a mi cama para traerme una cucharita de miel o una manzana con la que primero me acariciaba la cara y que después me acercaba a la boca. Yo volvía la cabeza a un lado, alegando que no podía morderla, y él me proponía darle un mordisco por mí; le contestaba que tampoco podía masticar, y él preguntaba si quería que él la masticara. Entonces hacía un movimiento afirmativo con la cabeza, y Sigmund se dedicaba a morder la manzana, a masticarla, y luego se inclinaba sobre mi cabeza para dejarla caer en mi boca, como hacen las aves al alimentar a sus polluelos. Mientras yo ingería con cuidado la manzana masticada, él me hablaba de dos aves enamoradas. Nadie había escrito aquel cuento, mi hermano lo había inventado para mí, o mucho después lo inventaría yo misma, mientras intentaba recordar la infancia. Un bocado tras otro, Sigmund masticaba la fruta, yo la tragaba, y él me contaba cómo un día una de las aves se fue para no volver más. Entonces su pareja se desgarró el pecho en un arrebato de tristeza, arrancándose el corazón. Cuando de la manzana quedaban sólo los restos incomibles, mi hermano acercaba sus labios a mi frente para ver si tenía calentura. Tal vez por ser tan enfermiza, él se mostraba más cariñoso conmigo que con las demás hermanas, y antes de dormirme siempre me besaba en la frente, un poco a escondidas, porque mi mamá se burlaba de sus muestras de ternura.

Años más tarde, mi madre me contó que cuando me sentía bien, ella me llevaba a casa de la abuela, que desde hacía años estaba inmovilizada. Mi madre iba todos los días a cuidarla. Yo veía cómo le limpiaba las heces con paños mojados, cómo después la secaba con otros paños y le ponía ropa limpia. Al final de su vida, mi abuela recordaba tan sólo dos palabras: mamá y niña. «Niña»: así llamaba ella a mi madre de pequeña. Al verme, creía reconocer en mí a su hija de pequeña, me agarraba y sin soltarme la mano se ponía a repetir: «Niña, niña, niña…», mientras yo me encogía y la miraba horrorizada. Ella alargaba su otra mano hacia mi cabeza, pero yo trataba de zafarme. «Deja que te acaricie», decía mi madre, «te confunde conmigo, cree que eres su hija». Entonces yo me encrespaba aún más, me echaba a llorar, y mi abuela se inquietaba, sollozaba por haberle hecho llorar a la niña que creía que era su hija, y volvía la mirada hacia la pared. Aunque delirara, mi madre continuaba con su tarea, la abuela abría de repente los ojos, la agarraba de la mano como una niña que llevara mucho tiempo sin ver a su mamá y la echara de menos, y repetía «mamá, mamá» con un hilo de voz que se iba extinguiendo hasta convertirse en un movimiento mudo de los labios. Mi abuela falleció en uno de esos momentos. Yo me encontraba allí, pero no recuerdo su muerte; de mi infancia he retenido más bien ciertas fantasías y miedos, ciertos sueños, ciertas cosas que quería o temía que pasaran, y no tanto los sucesos reales. Recuerdo cómo a veces me imaginaba que mi madre, mi hermano y yo nos quedábamos solos en casa, y ésta se desprendía del resto del mundo, comenzaba a flotar por el vacío, lejos de todo lo demás. Ésa era mi noción infantil de lo que sería una existencia bienaventurada, idéntica al Edén antes de la caída de Adán y Eva. Mi temor recurrente era perder a mi madre y a mi hermano. Esta obsesión me asediaba mientras estaba despierta. Al dormirme, me atormentaba una pesadilla: ellos se marchaban a alguna parte mientras yo no podía mover los pies, iban desvaneciéndose hasta convertirse en aire, salían volando o quedaban en la superficie, mientras a mí me tragaba la tierra. Aquél era el máximo horror de mi infancia. Cuando más tarde leí en uno de los libros de mi hermano que los sueños eran la realización de nuestros deseos, pensé que algunos sueños eran la realización de los miedos.

Al terminar mi más tierna infancia se acabaron también mis delirios, pero los sustituyeron otros temores, hasta entonces desconocidos. Antes mis malestares formaban una especie de película protectora que me aislaba de todo lo que me rodeaba, pero ahora se abría para mí un mundo nuevo: al salir de casa sentía que me disolvía y quedaba tan sólo el miedo a la gente y al espacio desconocido. Ni siquiera me atrevía a salir con mis hermanas al patio de atrás para jugar con los niños de la vecindad: me quedaba viéndolos desde la ventana. Prefería que el mundo acabara allí donde terminaba nuestra casa y que jamás se entrometiera en él ninguna cara desconocida. Al despertar —yo siempre me despertaba antes que mis hermanas— corría a la cocina. Sabía que mi madre estaba allí, atizando el fuego en el hogar, cosiendo o preparando la comida, y que mi padre ya se había ido a la tienda. Me sentaba a su lado, recibía una patata cocida o una rebanada de pan con mantequilla, y mientras ella trabajaba y yo comía, esperaba a que entrara mi hermano. Sabía que ya estaba despierto y que estaba repasando las lecciones del día anterior. Al irse Sigmund al colegio, y mis hermanas a jugar detrás de la casa, yo me quedaba cerca de mamá, viéndola trabajar: miraba su cara mientras lavaba, fregaba el suelo, zurcía, bordaba y cocinaba. A veces, cuando ella se iba de compras, me metía en la habitación de Sigmund. Él siempre dispuso de habitación propia dondequiera que viviéramos. Se trataba más bien de pequeños recintos reacomodados que, dadas las dimensiones de nuestras viviendas, hasta parecían espaciosos. Entraba en su habitación —con una ventana que parecía más bien una ranura en la pared— y permanecía de pie junto a la cama. No me movía, sólo mi mirada recorría todo alrededor: las paredes, el suelo, los anaqueles donde, unos al lado de otros, estaban ordenados los libros y la ropa de mi hermano. Procuraba salir de allí antes de que mamá volviera. Ella, aun antes de parirlo, creía que mi hermano iba a ser —y solía repetirlo a menudo— «alguien en la vida, una gran persona». Sin embargo, solía hablar de él como si de un chiquillo se tratara: «Mi Sigi de oro». Siempre pequeño y siempre «suyo». El posesivo mi sonaba como si se lo apropiara, como si se apoderara por completo de Sigi, «su hijo de oro», y hasta se percibía cierta amenaza contra el que se atreviera a quitarle el hijo.

Los días en que mamá hacía largas visitas a sus hermanos, o se quedaba toda la jornada en la tienda de mi padre, yo entraba en la diminuta habitación de Sigmund, me sentaba en un rincón y veía cómo su mirada se deslizaba por las páginas de los libros, cómo movía sus labios pronunciando en silencio las palabras. Ya a los ocho años leyó a Shakespeare en inglés; entró en la secundaria no a los diez años como los demás, sino a los nueve, porque aprobó el examen de ingreso un año antes. Allí aprendió el latín, el griego clásico y el francés, más tarde aprendió por su cuenta —como lo había hecho antes con el inglés— el italiano y el español. Cuando reparaba en que disponía de un poco de tiempo, le pedía que me leyera en voz alta en alguno de estos idiomas desconocidos, o que me contara lo que estaba estudiando, aunque para mí era igual de ininteligible que las lenguas extrañas.

Mi padre regresaba de la tienda al caer la noche. Sin embargo, el poco tiempo que pasaba con nosotros estaba como ausente. Cambiaba unas pocas palabras con mamá, preguntaba si todo en la casa y con los niños estaba en orden; luego cogía el Talmud y, sentándose lejos de nosotros, se ponía a leer en voz muy baja en hebreo, que para él era una lengua sagrada. Aun así, nunca llegó a enseñársela a ninguno de sus hijos. Al establecerse en Viena, nuestros padres, lo mismo que muchas familias judías, habían decidido transmitir el judaísmo a sus hijos sólo en la sangre, pero no a través de la religión, abrigando la esperanza de que la asimilación paulatina y la pervivencia únicamente de algunas características invisibles —aquellas que se transmitían por medio de los genes— nos harían iguales a los demás conciudadanos. Mientras tanto, ellos conservaban su fe del mismo modo silencioso en que mi padre pronunciaba las palabras de las páginas del Talmud.

Mis cuatro hermanas y yo dormíamos juntas en la misma habitación. De noche nos quedábamos despiertas mucho después de acostarnos con nuestros pijamas blancos de algodón. Anna dormía sola en la cama junto a la pared que nos separaba del dormitorio de nuestros padres. Pauline y yo compartíamos la cama arrimada a la pared de enfrente, al lado de la puerta. Rosa y Marie ocupaban la del medio, debajo de la ventana. Anna y Rosa repasaban los sucesos del día en la escuela, o hablaban de su amistad con las demás niñas de la vecindad. Susurraban para que no las oyeran nuestros padres al otro lado de la pared, mientras Pauline, Marie y yo prestábamos atención a lo que decían. Desde que me acostaba hasta que me dormía, yo no hacía más que mirar la pared que estaba a un palmo de mis ojos. A veces me despertaba en medio de la noche y oía cómo alguna de mis hermanas reía, lloraba o pronunciaba algo ininteligible en sueños.

Una noche, Anna contó que la prima de una compañera de clase se había tirado al Danubio porque sus padres decidieron casarla con alguien a quien ella desconocía por completo. Yo nunca intervenía en las conversaciones de mis hermanas, pero entonces me atreví a preguntar: «¿Y por qué no se ha casado con su hermano?». Anna y Rosa se desternillaron de risa, aunque sin meter mucho escándalo. «Porque no está permitido que los hermanos se casen entre ellos», dijo Anna. «Al encontrar a sus parejas, los hermanos y las hermanas se vuelven extraños, como si no se conocieran de antes», terció Rosa, añadiendo que eran los padres los que solían buscarles marido a sus hijas y que éstas a menudo ni siquiera lo habían visto antes.

Aquella noche tardé mucho en dormir. La conciencia de que Sigmund y yo nos volveríamos extraños y que nos separaríamos un día turbó mi sueño. La vida de por sí era ya tan dura —como arrastrar una piedra atada al cuello—, y resultaba que en adelante vendrían cosas peores.

A la mañana siguiente fui a la cocina. Mamá estaba tirando el agua de la cazuela en que quedaban las patatas cocidas para colocarlas luego en un plato grande, sacándolas una a una. Mientras la veía hacer, le pregunté si un hermano podía casarse con su hermana.

—No, de ninguna manera —contestó ella, al tiempo que se disponía a pelar una patata caliente que humeaba en su mano.

—Pero ¿por qué?

—Porque el Señor se lo dijo a Moisés —contestó, alcanzándome una patata pelada.

—¿Y por qué se lo dijo el Señor a Moisés? —insistía yo. La patata me quemaba los dedos. Me puse a soplar.

—Le dijo: la mayor vergüenza es que un hombre se empareje con su hermana, que conozca su desnudez y que ella conozca la desnudez de él. ¡Han de ser exterminados de su pueblo!

La escuchaba sin enterarme de nada.

—Pero ¿por qué lo dijo si los hermanos se quieren tanto?

—Eres muy chiquitina aún. Lo entenderás cuando crezcas.

—¿Y si no quiero crecer?

Mamá sonrió.

—Lamentablemente estas cosas no las decidimos nosotros, sino el tiempo.

Mordí la patata y me quemó las encías y la lengua. La escupí en la palma de mi mano para seguir soplando. Al rato entró mi hermano en la cocina y, al ver que mamá no estaba, me dio un beso en la frente. Se le habían pegado las sábanas, de modo que no iba a desayunar en casa. Cogió un trozo de queso y dos patatas y se encaminó a la puerta. Le seguí los pasos, y antes de que traspasara el umbral le dije:

—¡Prométeme que nunca nos vamos a separar!

—Te lo prometo —respondió, y salió a la calle. Acerqué a mi boca la patata cuyo trozo había escupido.

Su promesa tenía para mí más peso que la orden que el Señor le había dado a Moisés y que Moisés transmitió a su pueblo. Para nosotros, el Señor no existía porque nuestros padres no nos enseñaron a obedecerle. El propio Moisés no nos parecía un profeta, sino el personaje de un cuento que nos contaba nuestro padre: Moisés era un chico a quien su madre, para salvarlo del castigo impuesto por el faraón a todos los niños varones de la estirpe de Jacob, dejó abandonado en la orilla del Nilo en una pequeña cesta embadurnada de brea. Lo encontró la hija del faraón, que se bañaba en las aguas del río. La hermana del recién nacido observó a escondidas cómo el bebé era rescatado, y más tarde recomendó a su madre para nodriza de su propio hijo. Allí mismo, con Moisés en brazos de su madre, se acababa el cuento. Era lo que nuestro padre nos había dicho de Moisés. Sólo mientras nos contaba estos relatos bíblicos se nos acercaba un poco. Luego volvía a alejarse; como mucha gente que ha hecho algo demasiado tarde en la vida, él era consciente de la diferencia entre los dos tiempos: aquel en que ese algo debió haberse hecho y aquel en que realmente se hizo. Cuidaba de nosotros, sus hijos, que éramos más pequeños que los hijos de los hijos de su primer matrimonio, y aquella tristeza suya creaba el mayor abismo entre él y nosotros, un abismo que él aumentaba más haciéndose llamar «padre» en vez de «papá». Y la palabra padre sonaba más a «señor». Lo que abría aquella enorme brecha no era la edad ni tampoco la fe que él profesaba y que no nos transmitió a nosotros, sino la conciencia de haber tardado demasiado; no era otra la razón por la que todos sus gestos parecían encrespados, todas sus palabras sonaban a amonestación, y todo arranque de ternura se congelaba en su germen.

El día que tenía que ir por primera vez al colegio tuve tanto miedo que conseguí que mis padres me dejaran en casa. Tampoco fui al día siguiente, ni los posteriores. Mi madre y mi padre trataban de convencerme de que nada malo iba a sucederme, les pedían a Anna, Rosa y Marie que me contaran lo bien que lo pasaban allí, y a Sigmund que me explicara lo importante que era estudiar. Pero yo ya los había oído comentar que la mayoría de las niñas de nuestra calle no frecuentaba la escuela, así que argumentaba que no tenía sentido que yo fuera: les decía que todo lo que tenía que saber lo podía aprender en casa, en los libros de texto de mis hermanas mayores. A partir de entonces, al regresar mi hermano del colegio me iba a su habitación, él cogía alguno de los manuales, hojeaba sus páginas y resumía todo lo que consideraba que yo debía saber.

Mis padres, junto a Anna, Rosa, Marie, Pauline y Alexander, solían pasear todos los domingos por el Prater. Sigmund se quedaba conmigo en casa, con el pretexto de que tenía que estudiar. Tan pronto como se iban, dejaba el libro y nos metíamos en la cama que yo compartía de noche con Pauline, nos cubríamos con la sábana, sosteniéndola con los dedos a un palmo de nuestras cabezas, y nos sentíamos cercanos y felices, como vasos comunicantes. Respirábamos al unísono, deseando que esa intimidad durara toda una eternidad y otro tanto más. Bajo el firmamento blanco de la sábana, Sigmund me hablaba de las maravillas de la naturaleza, de la longevidad y la muerte de los astros, de lo imprevisibles que son los volcanes, de las olas que corroen las rocas, de los vientos que acarician, pero que también pueden ser mortales. A mí me embriagaban sus palabras, su aliento, el roce de nuestros cuerpos. Nos quedábamos en ese estado de exaltación hasta que nos cansábamos, hasta que yo me dormía. Me despertaba justo cuando volvían nuestros padres y hermanos armando bulla. Sigmund se despertaba mucho antes que yo, o no se dormía en absoluto. Cuando la algarabía me despertaba, él nunca se encontraba a mi lado en la cama.

Una de esas tardes de domingo sentí que la voz de Sigmund se iba confundiendo con los latidos de mi corazón, mi respiración se hacía cada vez más pausada, se me cerraban los ojos y me encontré flotando entre la vigilia y el sueño. Escuché que en voz muy baja, casi imperceptible, mi hermano preguntaba si estaba despierta, pero permanecí inmóvil, respirando tranquila, no para engañarle, sino porque no quería interrumpir el estado de deleite en que me encontraba. Él se deslizó en silencio fuera de la cama y dejó la habitación. Me quedé acostada algún tiempo más, luego me liberé de la sábana y me levanté. Salí al pasillo y me encaminé a la habitación de mi hermano. Entorné un poco la puerta quedándome en el umbral. Dentro, en la cama, yacía Sigmund con el pantalón desabrochado, bajado a la altura de las rodillas, y la mirada fija en el techo. Con la mano derecha frotaba algo que yo veía por vez primera: su sexo. Escuché su respiración entrecortada. El corazón se me subió a la garganta. Sus resuellos eran cada vez más acelerados; vi que cerraba los ojos, que su cuerpo se convulsionaba; emitió un quejido y su miembro expulsó un líquido blanco. Escuché mi propio grito. Mi hermano se sobresaltó y miró en mi dirección. Eché a correr por el pasillo hasta llegar al dormitorio. Me tiré en la cama, rompí en llanto, con la cara escondida entre las manos. De repente, todo lo que colmaba mi infancia —el tiempo que yo pasaba sentada en un rincón de su habitación, viéndolo mover los labios mientras leía; las horas en que me transmitía sus conocimientos; los momentos que pasábamos en la cama sintiendo que nunca nos íbamos a separar— se derrumbó para siempre. La sensación de que en adelante mi hermano y yo íbamos a ser extraños fue espantosa: yo acababa de cobrar la dolorosa conciencia de que nuestros caminos se separaban. Me costaba respirar. Escuché su voz:

—¡No llores, por favor, no llores!

Sus dedos pegajosos y con un olor inusual se posaron sobre los dedos que cubrían mi cara. El corazón seguía latiéndome en la garganta. «Anda, deja de llorar ya», repetía. Estaba a mi lado: tan cerca y a la vez tan lejos. Consiguió apartar mis manos del rostro. Lo miraba como si viera a otro Sigmund o como si a él le mirara otra yo. Apreté los ojos, pero las lágrimas siguieron brotando. Me abracé a la almohada. Mi hermano permanecía junto a mí, acariciando suavemente mi cabeza. Los sollozos se fueron apagando, se sosegaron las inspiraciones rápidas y entrecortadas y las largas y pesadas espiraciones, mi cabeza reposaba en la almohada. Sin embargo, Sigmund seguía sentado en mi cama.

Escuchamos que la puerta de entrada se abría.

—Les avisaré de que estás dormida —dijo Sigmund cerrando la puerta a sus espaldas. En aquel mismo instante, sentí que la desolación volvía a apoderarse de mí, apreté con fuerza la cara contra la almohada y la mordí para ahogar mis gemidos. Estuve un buen rato así, hasta que me venció el sueño.

Al día siguiente evité la presencia de mi hermano. Salí de la habitación después de que se fuera al colegio, y me metí en la cama antes de que regresara. No fui a su habitación como hacía siempre que se encontraba en casa, tampoco él vino a buscarme. Aquel día todo me daba asco: la comida y el agua, mi propio cuerpo, las palabras, el aire que aspiraba con desgana en pequeñas bocanadas para exhalarlo enseguida, evitando volver a aspirar durante el mayor tiempo posible. Me encontraba en un extraño estado febril que me atormentaba y me dejaba exhausta; al mismo tiempo, quería dormir pero no conciliaba el sueño. Pasé el día siguiente en cama, con fiebre: todo mi ser, en cuerpo y alma, encontró la manera de no pensar en los cambios que una sola visión había producido en mi vida. No sé si realmente fue mi hermano quien me lo contó o si yo misma inventé el cuento del ave que, al desaparecer su pareja, desesperada, se desgarró el pecho con su propio pico y se arrancó el corazón, pero mientras me encontraba en aquel estado semiconsciente, sentía punzadas en el pecho, como si algo quisiera alcanzarme el corazón.

Me volví aún más callada. De noche, en la penumbra del dormitorio, Anna y Rosa repasaban los acontecimientos del día, charlaban sobre lo vivido y lo oído, referían en voz muy baja semiverdades y secretos a medias; Pauline y Marie, con sus preguntas, trataban de llenar las lagunas que las mayores dejaban adrede, mientras yo permanecía acurrucada contra la pared, y sentía dentro de mí las pulsaciones uniformes del dolor y del miedo. La vida me daba mucho miedo, me aterrorizaba todo lo que me iba a deparar. Aquellos temores constantes me causaban auténticos sufrimientos. La diferencia entre mi cuerpo y el de mi hermano me hizo conjeturar que en adelante me esperaban muchos cambios de los que aún no tenía ni idea. Me horrorizó y me dolió mucho el descubrimiento de la diferencia, pero la intuición inexplicable de que entre los cuerpos humanos también se producían relaciones muy poco claras para mí me atormentaba y afligía aún más. Dicha intuición emergía como algo que se transmite de generación en generación, aun antes de que uno se enterara, viera o supiera nada, codificado en la sangre e incrustado en la infancia de un modo turbio e inexplicable. Sentada o acostada, jamás perdía el miedo y la angustia que me provocaba aquel código secreto, aquel rastro rubricado en la sangre, aquella herida que empecé a presentir al darme cuenta de la diferencia entre mi cuerpo y el de mi hermano.

Muchos años más tarde, leí un artículo en que un Sigmund ya maduro explicaba cómo la niña se hacía mujer. Según él, una niña se convertía en mujer «al ver por primera vez los órganos genitales del otro sexo». Bastaba percibir una sola vez la diferencia para entender toda su importancia. Mi hermano opinaba que en aquel momento toda niña se sentía «seriamente perjudicada», «presa de la envidia del pene», lo cual dejaba huellas indelebles en su desarrollo ulterior y en la formación de su carácter. Si en realidad fuera cierto, como afirmaba mi hermano, que un factor externo, como era darse cuenta de que los genitales de las hembras se diferenciaban de los de los machos, podía ser decisivo para la conversión de la niña en mujer, en lugar de algo intrínseco, esencial, ¿por qué entonces la mujer tenía que sentirse necesariamente «perjudicada»? ¿Por qué tenía que darle envidia y no, digamos, tristeza, miedo o indiferencia? Miedo a la diferencia, miedo al otro sexo o simplemente indolencia, apatía… A él no se le ocurría ni de lejos que al cobrar conciencia de dicha diferencia —cuando algunas niñas-se-hacían-mujeres—, algunas podían experimentar un sentimiento distinto a la envidia, que convertía en un eje central en torno al cual se edificaba la personalidad de toda mujer. El hacerse mujer, según mi hermano, no se debía únicamente a una predisposición biológica, no era una particularidad anatómica ni una propensión metafísica; tampoco era algo que encerrara la insondable alma humana. Según Sigmund, era un proceso movido por la envidia, y al completarse éste, la envidia marcaba profundamente la vida de toda mujer, como una herida abierta por aquella primera y cruel sensación de estar mutilada por carecer del órgano reproductivo masculino. Cuando mi hermano proclamó ante el mundo este descubrimiento como una verdad absoluta, estaba lejos de pensar en aquella tarde de domingo, cuando yo tenía siete años y él trece; no se acordó de mi horror ni de mi aflicción nacidos de la visión de la diferencia entre nuestros cuerpos, de la certeza de tener que crecer y abandonar la infancia, del presentimiento de que mi vida y la suya dejarían de correr paralelas y se encaminarían por separado hacia la muerte. Se olvidó de aquella tarde que tanto miedo y tristeza me causó; miedo y tristeza que tras arrojar sobre mí su sombra, en adelante desembocarían en un sinnúmero de miedos y tristezas más. Se le había olvidado. Al proceso que él denominaba «el hacerse mujer», o sea, a la maduración de toda adolescente, mi hermano le adjudicaba una sola propiedad: la envidia.

Pero en aquel entonces, en mi niñez, sólo nuestra madre reparó en que algo se había roto entre Sigmund y yo. Lo supo, no sólo porque por las mañanas yo entraba a la cocina sólo después de cerciorarme de que él se hubiera ido, sino también porque me encerraba en la habitación que compartía con mis hermanas antes de que él regresara del colegio. También notó que evitábamos mirarnos, que mi expresión se trasmutaba y respiraba distinto cuando por casualidad coincidíamos en la misma sala. Mi hermano ya no salía a pasear conmigo ni jugaba con los demás chicos en la calle, se le había pasado la edad. Sus amigos venían a visitarle a su habitación, y si alguna vez él salía con ellos, mi mamá me decía: «Hoy hace un buen día», descorriendo las cortinas para que en el cuarto de él entrara el sol. Poco a poco comencé a salir de casa con mamá: íbamos de compras o a la tienda de mi padre. En ocasiones me atrevía a bajar a la entrada del edificio, e incluso llegaba al final de la calle para regresar enseguida. A veces Sigmund, casi sin decir palabra, me entregaba algún libro que sacaba para mí de la biblioteca del colegio. Después de leerlo se lo devolvía, también en silencio, y esperaba a que me trajera otro. No volví a entrar a su cuarto, ni siquiera cuando se encontraba fuera. Evitaba permanecer con él en el mismo lugar. Sin embargo, estaba atenta a cuando regresaba del colegio o a las visitas de sus amigos. Al escuchar sus pasos en el pasillo, corría a mi cama y me cubría con la sábana, como antes hacíamos él y yo, sosteniéndola con los dedos un palmo por encima de mi cabeza, y en vez de la alegría embriagadora de entonces me embargaba el dolor, clavándome su pico en el pecho, hasta llegarme al corazón.