Capítulo 1

Tumbada en la oscura habitación, con los ojos cerrados, una anciana hurga en sus memorias más tempranas y encuentra allí tres recuerdos: cuando para ella muchas cosas de este mundo aún no tenían nombre, un chico le mostraba un objeto afilado, diciendo: «Cuchillo»; cuando todavía creía en los cuentos de hadas, una voz le susurraba la historia del ave que con el pico se abría el pecho y se arrancaba el corazón; cuando el tacto le decía más que las palabras, una mano se acercaba a su rostro, acariciándolo con una manzana. Aquel chico de sus recuerdos que la acaricia con una manzana, le susurra una historia y le enseña un cuchillo es su hermano Sigmund. La anciana que está recordando soy yo, Adolphine Freud.

—Adolphine —resonó en la oscuridad de la habitación—. ¿Duermes?

—No, estoy despierta —contesté. A mi lado, en la cama, estaba mi hermana Pauline.

—¿Qué hora es?

—Sobre la medianoche, supongo.

Mi hermana se despertaba todas las noches e invariablemente, con idénticas palabras, refería la misma historia:

—Éste es el fin de Europa.

—Muchas veces se ha visto llegar el fin de Europa.

—Nos matarán como a perros.

—Ya lo sé.

—¿Y no te da miedo?

Yo callaba.

—Lo mismo pasó en Berlín en 1933 —prosiguió Pauline. Yo ya no trataba de interrumpir esa historia, a pesar de haberla oído tantas veces—: Cuando el Partido Nacionalsocialista y Adolf Hitler llegaron al poder, los jóvenes empezaron a desfilar al compás de las marchas militares. Igual que marchan ahora aquí. En los edificios aparecieron banderas con la esvástica. Igual que lucen ahora aquí. La radio y los altavoces, colocados en plazas y parques, emitían la voz del Führer. Igual que suena aquí en este momento. Prometía una Alemania nueva, una Alemania mejor, una Alemania limpia.

Era 1938. Tres años antes, mis hermanas Pauline y Marie habían abandonado Berlín para volver a la casa que dejaron al casarse. Pauline estaba casi completamente ciega y alguien tenía que estar todo el tiempo cerca de ella, por eso dormía en la cama que antaño había sido de nuestros padres, mientras que Marie y yo nos turnábamos a su lado. Nos turnábamos porque Pauline despertaba cada noche, y bien Marie o yo —quien se quedara con ella en la habitación— se desvelaba entonces.

—Aquí ocurrirá lo mismo —proseguía mi hermana—. ¿Y sabes qué pasó allí?

—Sí —contesté soñolienta—. Ya me lo has contado.

—Es verdad, te lo he contado. Gente uniformada irrumpía en las casas de los judíos, destrozando todo lo que encontraba, pegándonos y diciéndonos que nos marchásemos. Quienes no pensaban como el Führer y se atrevían a opinar en público desaparecían enseguida, sin dejar rastro. Se rumoreaba que a aquellos que no compartían los ideales sobre los que había de construirse la nueva Alemania los llevaban a campos, donde los obligaban a realizar duros trabajos físicos. Allí los torturaban y acababan matándolos. Aquí pasará lo mismo, créeme.

Yo la creía, pero no decía nada, porque cada palabra mía la habría animado a seguir contando más y más. Algunas semanas antes, las tropas alemanas habían entrado en Austria y habían establecido un nuevo gobierno. Al darse cuenta del peligro, nuestro hermano Alexander huyó con su familia a Suiza. Un día después cerraron las fronteras, y todo aquel que quisiera salir de Austria tenía que dirigirse al Centro de Expedición de Visados de Salida, de reciente creación. Miles de personas presentaban solicitudes, pero a muy pocos se les concedía permiso para abandonar el país.

—Si no nos dejan salir libremente de este país es que tienen un plan para nosotros —dijo Pauline. Yo callaba—. Primero nos lo quitarán todo, y luego nos llevarán a la fosa.

Un par de días antes, unos hombres uniformados habían entrado en el apartamento de nuestra hermana Rosa, mostrándole un documento según el cual se le confiscaba la vivienda junto a los bienes que ésta contenía. «Ahora, en las camas donde antes dormían mis hijos, duermen oficiales», dijo Rosa cuando se mudó a la casa donde vivíamos Pauline, Marie y yo. Llegó con unas cuantas fotografías y un poco de ropa. Así que, en aquel momento, nosotras, las cuatro hermanas, volvíamos a vivir juntas como antaño, en una misma casa.

—¿Me oyes? Nos llevarán a la fosa.

—Cada noche me repites lo mismo —repuse.

—Y aun así no haces nada.

—¿Y qué podría hacer?

—Podrías ir donde Sigmund, y convencerle de que pida visados de salida para las cuatro.

—¿Y adónde iremos después?

—A Nueva York —dijo Pauline. En Nueva York vivía su hija—. Sabes que Beatriz cuidará de nosotras.

Cuando nos despertamos al día siguiente, ya era mediodía; cogí a Pauline del brazo y salimos de casa para dar un paseo. Mientras caminábamos por la acera, vi unos cuantos camiones atravesar la calle. Se detuvieron, y de ellos saltaron soldados que nos metieron en uno de los vehículos. El camión estaba abarrotado de gente asustada.

—Nos llevan para matarnos —dijo mi hermana.

—No, os llevamos al parque para jugar con vosotros —reía uno de los soldados que nos vigilaban dentro del camión. Los vehículos dieron varias vueltas por el barrio judío en el que vivíamos, deteniéndose sólo de cuando en cuando para recoger a más gente. Luego nos llevaron realmente al parque, al Prater. Nos sacaron a empujones de los vehículos y nos obligaron a correr, a agacharnos y saltar, y eso que casi todos éramos viejos y débiles. Cuando nos desplomábamos agotados en el suelo, los soldados nos pateaban el vientre. En ningún momento solté la mano de Pauline.

—Apiádense de mi hermana, por lo menos. Es ciega —supliqué a los soldados.

—¿Ciega, dices? —rieron ellos—. Pues así nos divertiremos mejor.

La obligaron a andar sola, con las manos atadas a la espalda para que no pudiese tantear el camino, y estuvo vagando sin rumbo hasta que tropezó con un árbol y cayó al suelo. Fui hasta allí y, arrodillada junto a ella, le limpié el polvo de la cara y la sangre que chorreaba por su frente. Los soldados reían con frívola despreocupación, ese amargo sonido de quien disfruta del dolor ajeno. Después, nos llevaron hasta los límites del parque, nos formaron y nos apuntaron con sus fusiles.

—¡Daos la vuelta! —ordenaron.

Nos volvimos de espaldas a los fusiles.

—Y ahora, ¡a correr hacia casa si queréis salvar el pellejo! —gritó uno de los soldados, y cientos de pies de ancianos echaron a correr. Corríamos, nos caíamos, nos levantábamos y volvíamos a correr, oyendo a los soldados reírse tras nosotros, con frívola despreocupación, ese amargo sonido de quien disfruta del dolor ajeno.

Aquella noche Rosa, Pauline, Marie y yo permanecimos en silencio. Pauline temblaba, quizás no tanto por su propia vida como por la idea de no ver nunca más a su ser más querido, aquel que había salido de su vientre. Los hijos de Rosa y Marie habían muerto, y en cuanto a mí, el único rastro de la familia que no llegué a formar fue una pálida mancha de sangre en la pared junto a mi cama. Dicen que les es más difícil despedirse de este mundo a quienes dejan descendencia: la muerte separa su propia existencia de la vida que han creado. Pauline estaba sentada en un rincón de la habitación, temblando e intuyendo esa separación.

Al día siguiente fui a casa de Sigmund. Era viernes por la tarde, el momento que él dedicaba a limpiar, de forma ritual, las antigüedades de su despacho. Quería contarle lo que nos había sucedido a Pauline y a mí la tarde anterior, pero él me enseñó un recorte de periódico.

—Mira el texto que ha escrito Thomas Mann —dijo.

—Marie y Pauline tienen cada vez más miedo —dije yo.

—¿Miedo? ¿De qué? —preguntó, dejando el recorte en la mesa.

—Dicen que también aquí sucederá lo que presenciaron en Berlín.

—Lo que presenciaron en Berlín… —luego levantó de la mesa una de las figurillas antiguas, un mono de piedra, y se dispuso a limpiarla con una escobilla—. Nada de eso sucederá aquí.

—Ya está sucediendo. Hay matones que irrumpen en las casas de nuestro barrio, pegando a quien se pone a su alcance. La semana pasada se suicidaron cientos de personas que no pudieron resistir el acoso. Una multitud desmandada entró en el orfanato judío y, después de dejar los cristales de las ventanas hechos trizas, obligaron a los niños a correr sobre los vidrios rotos.

—Obligaron a los niños a correr sobre los vidrios rotos… —Sigmund limpiaba con la escobilla el cuerpecito de piedra del mono—. Todo esto no durará mucho tiempo aquí.

—Si no va a durar, entonces ¿por qué escapa de este país todo aquel que consigue un visado de salida? ¿No has visto por la calle a los que huyen? Abandonan sus casas, se van para siempre: recogen las cosas más indispensables en una o dos bolsas, y se van para salvar el pellejo. Corren rumores de que también aquí se crearán campos de la muerte. Tienes amigos influyentes, tanto aquí como en el extranjero, que pueden ayudarte a obtener cuantos visados de salida les pidas. Pide para toda la familia. La mitad de los vieneses solicitan esos visados, pero no los obtienen. Aprovecha tus contactos para que nos marchemos de aquí —Sigmund dejó el pequeño mono en la mesa, tomó una figurilla de una Diosa Madre y se puso a limpiar su cuerpo desnudo—. ¿Me estás escuchando? —le pregunté con voz seca y cansada.

—¿Y adónde os iríais después?

—Donde la hija de Pauline.

—¿Y qué es lo que haría la hija de Pauline con vosotras, cuatro viejas en Nueva York?

—Entonces trata de conseguir un visado sólo para Pauline —él miraba la Diosa Madre desnuda y yo no estaba segura de que me estuviese escuchando—. ¿Me oyes? A Rosa, a Marie y a mí nadie necesita vernos. Pero Pauline sí tiene necesidad de estar con su hija. Y también su hija necesita estar con su madre. Quiere que ella se ponga a salvo. Llama todos los días, pidiéndonos que con tu ayuda le saquemos un visado de salida. ¿Me escuchas, Sigmund?

Él dejó la Diosa Madre sobre la mesa.

—¿Quieres que te lea sólo un par de líneas del texto de Mann? Se titula Hermano Hitler —tomó el texto de la mesa y se puso a leer—: «¡Cómo no va a aborrecer el psicoanálisis una persona así! Tengo la secreta sospecha de que la ira con la que emprendió su marcha sobre determinada ciudad, en el fondo, estaba dirigida contra el viejo psicoanalista, que tenía allí su residencia y que era su auténtico enemigo: el filósofo y el desenmascarador de la neurosis, el gran desilusionador, el experto y analista incluso de “genios”[1]». Luego, dejando el artículo sobre la mesa, dijo—: ¡Con qué sutil ironía escribió esto Mann!

—De lo que me acabas de leer, sólo lo de «viejo psicoanalista» es cierto. Te lo digo sin ironía sutil. Y la afirmación de que seas el auténtico enemigo de Adolf Hitler, no importa que esté dicho con ironía, resulta una simple estupidez. Tú sabes muy bien que la ocupación de Austria es el primer paso de ese gran plan de Hitler de conquistar el mundo para poder después borrar del mapa a todo aquel que no pertenezca a la raza aria. Esto lo sabe cualquiera: tú, Mann, y hasta yo misma lo sé, aun siendo una pobre anciana.

—No te tienes que preocupar. Las ambiciones de Hitler no se pueden realizar. Dentro de unos días, Francia y Gran Bretaña le obligarán a retirarse de Austria, y después sufrirá otra derrota en la misma Alemania. Allí lo vencerán los propios alemanes; el apoyo que éstos le brindan en la actualidad no es más que una ofuscación pasajera de su entendimiento.

—Esa ofuscación está durando años.

—Es cierto, está durando años. Pero acabará. En la actualidad, los alemanes están dominados por fuerzas oscuras, pero en el fondo mantienen viva la llama de aquel espíritu en el que también yo me formé. La locura de ese pueblo no puede durar siempre.

—Pero hasta entonces todavía queda —dije.

Desde la infancia, a mi hermano le llenaba de entusiasmo el espíritu alemán, y ya entonces a nosotras, sus hermanas, trataba de inculcarnos ese amor. Afirmaba que la lengua alemana era la única que podía expresar en su totalidad los más altos vuelos del pensamiento humano, nos contagió su amor por el arte alemán, nos enseñó a estar orgullosas de pertenecer a la cultura germánica, aun siendo judías que viven en suelo austríaco. Y ahora, cuando llevaba años observando cómo el espíritu alemán se estaba desintegrando y cómo los propios alemanes pisoteaban los frutos más importantes de este espíritu, él no hacía más que repetir, como intentando convencerse a sí mismo, que se trataba de una locura que duraría poco y que, a fin de cuentas, el espíritu alemán volvería a triunfar.

A partir de aquel día, siempre que íbamos a casa de Sigmund nos decían que no estaba o que estaba ocupado con los pacientes, o que no se sentía bien y no podía recibirnos. Preguntábamos si iba a solicitar visados para que saliéramos de Austria, y su hija Anna, su esposa Martha y la hermana de ésta, Minna, nos respondían que no sabían nada al respecto. Pasó un mes entero sin que viésemos a nuestro hermano. El 6 de mayo, cuando él cumplía ochenta y dos años, decidí visitarlo junto a Pauline. Compramos un pequeño regalo —un libro que creíamos que sería de su agrado— y nos encaminamos hacia el número 19 de la Berggasse.

En casa de mi hermano, fue Anna la que nos abrió la puerta.

—Nos habéis pillado ocupados… —dijo, echándose a un lado para que entrásemos.

—¿Ah, sí?

—Haciendo las maletas. Ayer y anteayer enviamos una decena de bultos. Nos queda por seleccionar qué regalos de papá llevar con nosotros.

—¿Os vais? —pregunté.

—No inmediatamente, pero queremos preparar todo el equipaje lo antes posible.

En el despacho de mi hermano, por todos lados rodaban souvenirs, libros, cajas grandes y pequeñas: todo aquello que alguien le había regalado alguna vez y él había guardado. Sigmund estaba sentado en un gran sillón rojo en medio de la habitación, mirando los objetos esparcidos por el suelo. Se volvió hacia nosotras sólo para saludarnos con la cabeza, y de nuevo clavó la mirada en el desorden. Le dije que habíamos llegado para desearle feliz cumpleaños. Nos dio las gracias, dejando nuestro regalo en la mesa que había junto a él.

—Como puedes ver, nos vamos. A Londres —dijo.

—Podría ayudaros con el equipaje —propuse.

Anna dijo que me iría pasando los objetos que había que tirar para que yo los dejara en la caja de las cosas innecesarias, mientras que ella depositaría los objetos seleccionados en las cajas que luego enviarían por correo a Londres. Pauline se quedó de pie junto a la pared.

—¿Esta tabaquera…? —preguntó Anna, dirigiéndose a su padre y enseñándole la cajita de plata con unas cuantas piedrecillas verdes incrustadas.

—Es un regalo de tu madre. Nos la llevamos.

Anna dejó la tabaquera en la caja de cartón a su lado.

—¿Y este dominó de marfil…? —preguntó Anna.

Sigmund reflexionó un par de segundos, y luego dijo:

—No recuerdo quién me lo regaló. Tíralo.

Anna me pasó el dominó y yo lo dejé en una caja a mi lado, donde se había formado una gran pila de libros, souvenirs y otras chucherías que iban a ser tirados a la basura.

—¿Y esto? —preguntó Anna, levantando un libro y acercándolo a los ojos de Sigmund.

—Esta Biblia me la regaló tu abuelo Jacob cuando cumplí los treinta y cinco años. Nos la llevamos.

Anna dijo que se sentía cansada, puesto que había estado trabajando desde la mañana, y quería darse un respiro. Fue al comedor para estirar las piernas y beber un vaso de agua.

—Veo que al final has pedido visados para salir de Austria —le dije a mi hermano.

—Sí, los he pedido —repuso él.

—Me asegurabas que no era necesario huir.

—No estamos huyendo, nos vamos por un tiempo.

—¿Cuándo os vais?

—Martha, Anna y yo, a principios de junio.

—¿Y los demás? —pregunté. Mi hermano callaba—. ¿Cuándo nos iremos Pauline, Marie y yo?

—Vosotras no vais con nosotros.

—¿Ah, no?

—No hace falta —dijo—. Yo me marcho no porque se me haya ocurrido a mí, sino porque unos amigos —diplomáticos franceses y británicos— hicieron gestiones ante las autoridades de aquí para que me dieran visados de salida.

—¿Y?

Habría podido hacer una farsa, decirnos que algún diplomático extranjero había conseguido el permiso para que sus hijos, su mujer y él salieran del país, sin que él mismo tuviera el poder de salvar a otra gente; habría podido hacer una farsa, pero no era lo suyo.

—Me permitieron hacer una lista de personas cercanas que saldrían conmigo de Austria —dijo.

—Y en ningún momento se te pasó por la cabeza que podrías poner también nuestros nombres.

—En ningún momento. Es una medida provisional. Nosotros volveremos.

—Aunque volváis, nosotras ya no estaremos aquí —él callaba. Luego proseguí—: Sé que no tengo derecho a preguntarte eso, pero de todas formas, ¿quién está en tu lista de gente cercana que vas a salvar?

—Sí, dinos, ¿quién está en esa lista? —preguntó Pauline.

Mi hermano habría podido hacer una farsa, decirnos que no había puesto más que los nombres de sus hijos, el suyo y el de su mujer, es decir, aquellos que las autoridades le hubiesen señalado como personas que podían formar parte de la lista de familiares, y que por eso los había incluido sólo a ellos, los más cercanos. Habría podido hacer una farsa, pero no era lo suyo. Sacó una hoja, no sé de dónde, y dijo:

—Aquí tienes la lista.

Miré los nombres escritos en el papel.

—Léemela también a mí —dijo Pauline.

La leí en voz alta. En la lista estaban mi hermano, su mujer, sus hijos con sus respectivas familias, la cuñada de Sigmund, las dos sirvientas, el médico de cabecera de mi hermano con su familia. Y ya, al final de la lista, Jofi.

—Jofi —sonrió Pauline y volvió su rostro hacia el lugar del que le había llegado la voz de Sigmund—. Claro, tú nunca te separas de tu perro.

Anna volvió a la habitación, diciendo:

—No os he preguntado si queréis beber algo, ¿o tal vez tengáis hambre?

—Ni hambre, ni sed —respondí.

Pauline parecía no haber oído las palabras de Anna ni las mías, y prosiguió:

—Está realmente muy bien que hayas pensado en toda esa gente. Has pensado en tu perro, en tus sirvientas, en tu médico y su familia, en tu cuñada. Pero también habrías podido pensar en tus hermanas, Sigmund.

—Si fuera necesario que os marchaseis, lo habría hecho. Nuestra partida no es más que temporal, ya que mis amigos insistieron en que me fuera.

—¿Y por qué insistieron tanto tus amigos, si no es realmente peligroso permanecer aquí? —pregunté.

—Porque ellos tampoco se dan cuenta, al igual que vosotras, de que esta situación no durará mucho —dijo Sigmund.

—Y si este horror no va a durar mucho, entonces ¿por qué no te vas tú solo, así, por poco tiempo, para tranquilizar a tus amigos? ¿Por qué no te vas tú solo, sino que te llevas, además de a tu familia, también a tu doctor y su familia, a las sirvientas e incluso a tu perrito y a tu cuñada? —le pregunté.

Sigmund no dijo nada.

—Yo, Sigmund —dijo Pauline—, yo, a diferencia de Adolphine, te creo. Te creo cuando dices que todo este horror no durará mucho. Pero mi vida durará aún menos. Y yo tengo una hija. Tú, Sigmund, podrías haberte acordado de tu hermana. Debías haberte acordado de mí y de que tengo una hija. Sin duda te acordaste, porque desde que llegué de Berlín y mi Beatriz se marchó a Nueva York, no hago más que hablar de ella todo el tiempo. Llevo tres años sin verla. Y tú habrías podido, con tan sólo escribir mi nombre, ayudarme a ver a mi hija una vez más —dijo, y al pronunciar la palabra ver movió los ojos, que no podían distinguir más que siluetas—. Habrías podido anotar mi nombre ahí, entre los de tu cuñada y el perrito. Podrías haberlo anotado incluso después del perrito, eso también habría bastado para que yo lograra salir de Viena y me encontrara con Beatriz. Mientras que ahora, lo sé muy bien, ella no volverá a verme nunca más.

Anna trató de encaminar la conversación otra vez hacia la selección de los objetos que había que empaquetar y aquellos que había que tirar.

—¿Y esto? —preguntó. En la palma tenía una figura de madera: una góndola del tamaño de un pulgar.

—No sé quién me la regaló —dijo Sigmund—. Tírala.

Anna me pasó la góndola, mi regalo para el vigésimo sexto cumpleaños de mi hermano. No la había visto desde entonces, y ahora estaba allí, como si hubiese atravesado el tiempo. La dejé despacio en la caja con las demás cosas destinadas a la basura.

Mi hermano se puso en pie y, con la espalda erguida, se acercó a la pared de enfrente, al cuadro en que, siete décadas antes, nos habían pintado a nosotros, los hermanos y hermanas Freud. Alexander, quien en la época en que se había hecho el retrato tenía año y medio, más tarde recordaría que, cuando creció un poco, un día Sigmund le señaló el lienzo, diciéndole: «Nosotros y nuestras hermanas somos como un libro. Tú eres el menor y yo, el mayor, y debemos ser como tapas duras que servirán de apoyo y defensa a nuestras hermanas, nacidas después de mí y antes que tú». Y ahora, muchos años más tarde, mi hermano tendía los brazos hacia aquel retrato.

—Este cuadro lo embalaremos aparte —dijo Sigmund, intentando descolgarlo de la pared.

—No tienes derechos sobre ese cuadro —protesté.

Mi hermano se volvió hacia mí, con el cuadro en las manos.

—Tenemos que irnos —dijo Pauline.

A la salida del edificio nos encontramos a la cuñada de mi hermano, volviendo de no sé dónde. Dijo que había ido a comprar cosas de primera necesidad, porque al día siguiente salía de Austria.

—Buen viaje —le dijo Pauline.

Me encaminé hacia casa, llevando a mi hermana de la mano. Por la fuerza con que apretaba los dedos podía adivinar su estado de ánimo. De cuando en cuando volvía la mirada hacia ella: tenía en el rostro aquella sonrisa temblorosa que algunos ciegos muestran de forma permanente, incluso cuando sienten miedo, rabia u horror.

Una mañana sofocante a primeros de junio, Pauline, Marie, Rosa y yo fuimos a la estación de ferrocarril para despedir a mi hermano, a Martha y a Anna, los últimos de la lista de Sigmund que iban a salir de Viena. Los tres estaban de pie junto a la ventanilla abierta de su compartimento, y nosotras cuatro, en el andén. Mi hermano tenía a su perrito en brazos. Sonó el silbato del tren, anunciando la partida. El perrito se sobresaltó, y en su pánico mordió el índice de Sigmund. Anna sacó un pañuelo y le vendó el dedo ensangrentado. El silbato sonó otra vez y el tren se puso en marcha. Mi hermano saludó con la mano levantada; tenía uno de los dedos vendado, los cuatro restantes cerrados, y así, con el índice en alto y envuelto en el pañuelo ensangrentado, nos decía adiós.

Más tarde, al recordar la despedida y el dedo ensangrentado de mi hermano, siempre pensaba en su obra Moisés y la religión monoteísta, cuyo manuscrito nos dejó a nosotras, sus hermanas, antes de partir, probablemente por miedo a perder su copia.

«Privar a un pueblo del hombre que celebra como el más grande de sus hijos no es empresa que se acometerá de buen grado o con ligereza, tanto más cuanto uno mismo forma parte de ese pueblo[2]»; así comenzaba Moisés y la religión monoteísta, y con esta frase mi hermano ponía de manifiesto la intención del ensayo: arrancar a Moisés de su pueblo, probar que Moisés no era judío. No sólo proclamaba a Moisés como «un encumbrado egipcio, príncipe quizá, sacerdote o alto funcionario», sino que describía a los judíos de aquella época como totalmente distintos a él: «Una horda de inmigrantes extranjeros, culturalmente inferiores». Se preguntaba por qué una persona tan distinguida abandonaría su tierra junto a aquella «horda de inmigrantes extranjeros, culturalmente inferiores», y encontraba la respuesta: Moisés era seguidor de la primera religión monoteísta, fundada por el faraón Akenatón, quien en el siglo XIV antes de la era cristiana prohibió el politeísmo, impidiendo a sus súbditos, so pena de muerte, adorar a los dioses en los que habían creído hasta entonces a lo largo de miles de años, y proclamando como único dios a Aton. A los diecisiete años de haber implantado la nueva religión, el faraón murió. Los sacerdotes de antaño, reducidos durante el reinado de Akenatón, indujeron al pueblo, que nunca había olvidado a sus antiguos dioses, a destruir los nuevos templos con fanatismo y sed de venganza, y prohibieron el monoteísmo, restituyendo la antigua religión politeísta. Moisés, quien, según la hipótesis de mi hermano, había formado parte de los círculos más próximos al faraón Akenatón, no habría podido renunciar a su servicio al dios Aton, y forjaría el plan de «fundar un nuevo imperio, de hallar un nuevo pueblo al cual pudiera dar, para rendirle culto, la religión desdeñada por Egipto». Así, según Moisés y la religión monoteísta, las tribus judías no fueron elegidas por Dios, sino por Moisés el egipcio: «A éstas las eligió como su nuevo pueblo». En realidad, según mi hermano, en aquella época los judíos todavía no eran un pueblo, sino —afirmaba— tan sólo «tribus semitas» que habitaban una «provincia limítrofe». Al reunir esas tribus, Moisés crearía un pueblo con el objetivo de difundir la fe en Aton, el dios único, emprendiendo con ellas la marcha hacia Tierra Santa. Pero esa gente no era capaz de desprenderse de sus antiguas creencias, de su politeísmo semítico, por eso cualquiera que renegase de la fe en el nuevo dios recibía un severo castigo a manos de los más fieles seguidores de Moisés, por orden de éste. Por eso mi hermano afirmaba que Moisés no murió de viejo, según contaba la Biblia, sino que «los judíos […] lo mataron y rechazaron la religión de Aton que les había impuesto». ¿Y qué pasó con ellos después de haber matado a aquel que los adoptó como su pueblo, que les convenció de ser el pueblo elegido por Dios? Más tarde se aliaron con otras tribus, emparentadas con ellos, en la región situada entre Palestina, la península del Sinaí y Arabia, y allí, en un lugar rico en aguas llamado Qadesh, bajo la influencia de los madianitas, adoptaron la nueva religión: la adoración de Yahvé, el dios de los volcanes. Según mi hermano, el culto a Yahvé fue difundido entre los judíos por el pastor madianita llamado como el líder egipcio: Moisés. Pero este segundo Moisés, bajo cuyo liderazgo el pueblo judío conquistó la tierra de Canaán, predicaba un dios que era una imagen totalmente opuesta a Aton: Yahvé era adorado por la tribu árabe de los madianitas como «un demonio siniestro y sanguinario que ronda por la noche y teme la luz del día»; como «un dios local, violento y mezquino, brutal y sanguinario; había prometido a sus prosélitos la “tierra que mana leche y miel”, y los incitó a exterminar “con el filo de la espada” a quienes la habitaban a la sazón», o sea, todo lo contrario de lo que enseñaba Moisés, el egipcio, quien les había dado a los judíos «una representación divina más espiritualizada y elevada, la noción de una deidad única y universal, tan dotada de infinita bondad como de omnipotencia, […] que impusiera al hombre el fin supremo de una vida dedicada a la verdad y a la justicia». Y aunque «el Moisés egipcio jamás estuvo en Qadesh ni oyó el nombre de Yahvé, y el Moisés madianita nunca pisó el suelo de Egipto y nada sabía de Aton», los dos quedaron en la historia como un solo hombre, porque «la religión mosaica sólo la conocemos en su estructura final, fijada por los sacerdotes judíos unos ochocientos años más tarde, en la época posterior al Exilio». A esas alturas, los dos Moisés ya se habían fundido en una imagen única, al igual que Aton y Yahvé, que ya eran un solo dios con caras tan diferentes como la noche y el día, precisamente por tratarse de la fusión de dos dioses.

Moisés y la religión monoteísta no era sólo la búsqueda de la verdad; era un texto que contenía al mismo tiempo una negación (que Moisés no era judío) y una condena (que los judíos asesinaron a Moisés). Y sonaba así, como odio y venganza contra su propio pueblo. Odio contra los suyos, venganza contra los suyos: ¿por qué? Ser judío para mi hermano formaba parte del destino, algo que le había tocado en suerte al nacer, y no era fruto de su libre albedrío. Allí donde no cabía la posibilidad de elección, en la sangre, era judío. Allí donde podía elegir, se había decantado por la cultura alemana: quería pertenecer a ella, sintiendo que los frutos de esa cultura le pertenecían también a él. Hacia el final de su vida, declaró: «Mi lengua es la alemana. Mi cultura y mis logros son alemanes. Intelectualmente me consideré alemán hasta el momento en que me di cuenta de que los prejuicios antisemitas en Alemania y la Austria Germana se estaban exacerbando. A partir de entonces prefiero llamarme judío». Lo dijo exactamente así: «Prefiero llamarme judío», y no «Me siento judío». Cuando le preguntaban qué quedaba en él de su condición de judío si había abandonado todo aquello que pudiera tener en común con los de su linaje (la religión, el sentimiento nacional, la tradición y las costumbres), él solía contestar: «Lo más importante». Nunca decía qué era, pero se sobrentendía: la sangre, aquello que no se puede cambiar. Esa sangre le daba cierta vergüenza.

Al final de Moisés y la religión monoteísta, mi hermano acusaba a los propios judíos de las desgracias que habían sufrido a lo largo de los milenios. En el principio mismo de la creencia religiosa —afirmaba él— estaba el parricidio: la religión, en sus raíces, era un intento de expiar el pecado cometido por los hijos al matar a su padre en la lucha por la supremacía, pasando a venerarlo después como un antepasado divino. El cristianismo, sostenía mi hermano, era un reconocimiento de ese asesinato: por medio de esta doctrina, al matar a Cristo, el género humano reconocía que, en el pasado, había acabado con la vida de su padre. El cristianismo había sido creado por los judíos y difundido por ellos, pero sólo «una parte del pueblo judío aceptó la nueva doctrina. Quienes la rechazaron siguen llamándose, todavía hoy, judíos, y por esa decisión se han separado del resto de la humanidad aún más agudamente que antes. Tuvieron que sufrir de la nueva comunidad religiosa —que además de a los judíos incorporó a egipcios, griegos, sirios, romanos y, finalmente, también a los germanos— el reproche de haber asesinado a Dios. En su versión completa, este reproche rezaría así: “No quieren admitir que han matado a Dios, mientras que nosotros lo admitimos y hemos sido redimidos de esa culpa”. Adviértase entonces cuánta verdad se oculta tras este reproche. Por qué a los judíos les fue imposible participar en el progreso implícito en dicha confesión del asesinato de Dios, a pesar de todas sus distorsiones, es un problema que bien podría constituir el tema de un estudio especial. Con ello, en cierto modo, los judíos han tomado sobre sus hombros una culpa trágica que se les ha hecho expiar con la mayor severidad». De esa manera, los judíos se convirtieron en culpables por sus propios sufrimientos; para cualquier violencia cometida contra ellos, mi hermano encontraba una justificación. Lo hizo en el momento en que su pueblo necesitaba ayuda, cuando la sangre que corría en nuestras venas se estremecía ante el terror que en otras épocas había hecho temblar también a nuestros antepasados.

A lo largo de toda su vida, a través de sus obras, mi hermano trató de demostrar que la culpa es consustancial a la especie humana: todos éramos culpables por haber sido niños alguna vez, y cada niño, compitiendo por el amor de su madre, había deseado en alguna ocasión la muerte de su rival, el padre. Así hablaba mi hermano Sigmund. Acusaba a los más inocentes e indefensos de tener la culpa originaria: a los que acababan de entrar en la vida les atribuía el pecado de desear la muerte de aquellos que se la habían otorgado. A esta culpa —que, según él, era característica de todo ser humano—, él mismo añadía, en su propio caso, una más: aseguraba recordar que cuando apenas tenía un añito y medio, había deseado la muerte de Julius, su hermano recién nacido, y éste había muerto, efectivamente, seis meses más tarde. De esta forma, mi hermano era Caín y a él se referían las palabras de Dios: «¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano está clamando a Mí desde la tierra[3]». Era también Noé, quien antes del Diluvio había metido en el arca a toda su familia «y todo animal silvestre según su género, y todos los animales domésticos según su especie, y todo cuanto se mueve sobre la tierra según su género, y toda especie de volátil, toda casta de aves, y de todo cuanto tiene alas»; tan sólo para nosotras cuatro no había sitio en la lista de nuestro hermano. Era Edipo, era Caín, era Noé, y en sus sueños, que no quería reconocer, deseaba también ser profeta, y es por eso que privó a los judíos de Moisés: quería ser único, de nadie, surgido de la nada, exactamente como lo era Moisés ante los ojos de la gente. Semejante a Moisés, quien había encabezado la marcha de un pueblo hacia la libertad, Sigmund quería llevar a los seres humanos hacia la liberación del Yo, liberar la naturaleza humana de las cadenas de la represión y de los tenebrosos abismos del inconsciente. Por eso, en cada página de su libro sobre Moisés parece que mi hermano estuviese gritando: «Ni él ni yo somos judíos; yo soy, como él, un líder y un profeta surgido de la nada».

El día en que mi hermano se marchó de Viena para siempre, por la noche, mis hermanas comentaban en voz baja que en aquel momento lo más importante era que, desde Londres, con la colaboración de sus amigos, él nos ayudara también a nosotras a partir. Escuchaba las palabras de mis hermanas que anunciaban horrores, pero, ante mis ojos cerrados, en lugar de los acontecimientos apocalípticos que vaticinaban ellas, yo veía tan sólo el dedo índice vendado de Sigmund diciendo adiós en el aire.

A veces, en los meses que siguieron a su partida, desde Londres nos llamaban Martha y Anna, nos decían que a Sigmund le habían hecho nuevas operaciones de la cavidad bucal, que se estaba recuperando, pero que ya no podía hablar. El cáncer le había afectado también al oído, hasta el punto de que se entendía con ellas tan sólo por escrito. Recordé los tiempos de nuestra infancia, cuando Sigmund me enseñaba a escribir. Martha y Anna nos contaban que vivían en una casa bonita, en un tranquilo suburbio londinense, y durante todo el tiempo nos aseguraban que los amigos de Sigmund hacían lo posible para conseguirnos visados de salida de Austria y poder reunirnos con ellos en su casa.

Mientras tanto, nosotras cuatro aprendimos a convivir con el miedo: no un miedo a la muerte, sino a las torturas. Estábamos obligadas a llevar la estrella de David en las mangas, para que se pudieran cumplir las prohibiciones vigentes para todos los judíos: ya no nos atrevíamos a ir al teatro, a la ópera, a conciertos; no nos atrevíamos a poner el pie en restaurantes o parques; no nos atrevíamos a usar un taxi; nos era permitido viajar en tranvía, pero sólo en el último vagón; no salíamos de casa más que a determinadas horas; teníamos los teléfonos cortados, y nos atrevíamos a usar únicamente dos oficinas de correos de la ciudad.

Un día de septiembre, vino a nuestra casa uno de los hijos del hermano de mi amiga Klara para decirnos que ésta había fallecido en el hospital psiquiátrico de El Nido, donde llevaba años ingresada. Me preguntó si lo acompañaría al entierro. Mis hermanas estaban en casa de una vecina; les dejé una nota diciéndoles dónde estaría.

Unos meses antes, las nuevas autoridades municipales, entre muchas otras novedades en Viena, habían ordenado que a los fallecidos en clínicas especializadas no se los enterrara en los cementerios de la ciudad, sino en los parques de los hospitales. Y allí los enterraban: en el jardín, en fosas no muy profundas y sin ataúdes, envueltos en sábanas.

Entré en la habitación donde yacía el cadáver de Klara. Me dijeron que había expirado en sueños; tenía la cara tan serena que no se le veía ningún rastro, ni del sueño, ni de la vida, ni de la muerte. Yacía hecha un ovillo, como solía dormir, las piernas dobladas, la cabeza inclinada sobre el pecho, los puños cerrados sobre el estómago. Su cuerpo ya estaba rígido. La envolvimos en una sábana, ovillada como estaba.

—Parece un feto —observé mientras la sacaban de la habitación, de la que ella solía decir que era un útero.

—Demasiado grande para ser un feto, y demasiado pequeña para parecer un ser humano —oí decir a uno de los médicos.

Era cierto, nadie habría pensado que en la sábana estaba envuelto un cuerpo humano.

Llovía a cántaros y no éramos más de veinte los que salimos al parque. El resto permaneció detrás de las ventanas, mirando a través de las rejas. Dejamos la sábana con el cadáver en la fosa abierta. Los hombres con las palas echaron tierra mojada sobre la tela.

Cuando volví a casa a última hora de la tarde, mis hermanas estaban sentadas alrededor de la mesa del comedor. Rosa me miró con los ojos enrojecidos y dijo:

—Ha llamado Anna. La semana pasada murió Sigmund.

—Murió Klara. Anoche —dije.

—Lo incineraron.

—Hoy la hemos enterrado en el jardín del hospital. No teníamos ataúd. La envolvimos en una sábana. Estaba lloviendo.

Afuera llovía. El ruido de las gotas que azotaban con fuerza la ventana resonaba en nuestras palabras.

Fui a mi habitación. Me eché en la cama, pensando en mi hermano. No trataba de imaginar los últimos instantes de su vida. No trataba de verlo tumbado, sin apenas moverse, no quería escuchar el esfuerzo que habría de costarle inspirar y espirar el aire, no quería saber ni siquiera qué pensamientos habrían rondado su cabeza en aquellos momentos, si le atormentaría el recuerdo de las frecuentes visitas de sus hermanas solicitándole que encontrase una forma de sacarlas de Viena; si le remordería la conciencia al pensar que probablemente a ellas las llevarían a un campo de la muerte. No trataba de imaginar los últimos momentos de su vida, me bastaba con saber que estaba muerto, en paz, sin dolores corporales, sin preocupaciones de espíritu, porque seguramente en el otro mundo el alma se libera de todas las tribulaciones y remordimientos. Sólo mientras está aquí, al alma le es imposible convencerse completamente a sí misma de que todo está como tiene que estar, de que ha hecho lo que debía hacer para cumplir con un plan superior que no nos es dado conocer.

Me desperté bañada en sudor; afuera la lluvia había cesado y la oscuridad caía a través de las nubes de color azul oscuro. Recordaba lo que había soñado: en mi sueño, Sigmund estaba muerto.

—Estoy muy solo —dijo—. Aunque solo no es la palabra adecuada. Uno puede estar solo únicamente si existen otros. Mira, no hay nadie alrededor. Aquí no hay nadie.

—Todos están aquí —le contesté.

Él negó con la cabeza.

—No, no hay nadie —dijo.

—Todos están aquí —insistí—, simplemente tienes que buscarlos.

—Los estoy buscando —repuso—. Pero no hay nadie. Y además, todo alrededor está vacío. Mira: no hay nada más que luz. Y cuando hay sólo luz, sin nada a su alrededor, está vacía, hueca, una cárcel tremebunda de la que es imposible escapar porque no hay adónde ir. Una luz muerta en todas partes. Y nadie más en ella.

—Todos están aquí —repetí—, pero es que tú estás demasiado centrado en ti mismo y no puedes verlos.

—Qué va —contestó—. No hay nadie. Tal vez ésta sea la muerte: existir para siempre, estar consciente y estar completamente solo. Completamente solo. Sería mejor que, tras la muerte, simplemente desapareciera, desvaneciéndome. Hubo una época en que creía que era así tras la muerte. Hasta la imagen más sobrecogedora del infierno da menos miedo que este aislamiento, esta permanente vigilia en el vacío de la muerte.

—No —le dije—. Todos estamos aquí. No tienes más que desprender la mirada de ti mismo. Todos estamos aquí, los vivos y los muertos.

—Quédate tú, al menos —dijo.

—Me quedo. Todos nos quedamos. Sólo tienes que vernos.

—Es un castigo —anunció, cerrando los puños que llevó despacio a su cabeza—. Estoy castigado con este vacío espantoso —dijo y, agachando la cabeza, la golpeó con los puños—. Ya sé por qué he sido castigado.

—No estás castigado —le dije.

—Sé cuál es mi culpa —prosiguió, mirándose las manos—. Perdóname.

—No hay nada que perdonarte —contesté—. No has hecho nada malo. Has perdido la oportunidad de hacer un bien; todos en la vida perdemos muchas oportunidades de hacer cosas buenas. Y no podemos saber cuál de esas oportunidades perdidas permitirá al mal destruir a alguien.

—Perdóname —repitió.

Su cara empezó a cambiar poco a poco, a retroceder en el tiempo, años y años atrás. Después comenzó a disminuir, llegó a la edad en que yo aún no le había conocido, la de los años previos a mi nacimiento; iba empequeñeciéndose cada vez más, hasta convertirse al final en un lactante. Un bebé desnudo, llorando. Lo tomé en mis brazos y descubrí mi pecho flácido y rugoso, para acercárselo a la boca. Sentí un placer extraordinario por el contacto de sus labios con mi pezón, mientras mi hermano se dedicaba a succionar la leche de mi pecho marchito. Y a medida que iba emergiendo del sueño, cada vez más consciente de estar despertando, lamentaba que el placer de amamantarlo se desvanecería.

Después de la muerte de nuestro hermano, Pauline, Marie, Rosa y yo íbamos a veces hasta el edificio donde él había vivido siempre hasta su marcha de Viena, y mirábamos hacia las ventanas de su apartamento. Ahora vivía allí un hombre uniformado. A veces nos visitaba alguna vecina o amiga y entonces, sin falta, salía el tema de la nueva guerra que estaba a punto de estallar, «otra gran guerra», como decían todos, hasta que al final, efectivamente, la guerra estalló. Los jóvenes fueron movilizados y transportados al frente; se hicieron listas, con las cuales subían a nuestros vecinos a los trenes y los llevaban fuera de Viena para siempre. Se decía que los destinaban a trabajos forzados, pero nosotros sabíamos que los metían en campos de la muerte. Lo sabíamos y esperábamos que llegase nuestro turno. Una mañana, los soldados repartieron en los edificios de nuestra calle unas listas en las que se estipulaba qué era lo que se nos permitía llevar con nosotros, así como la orden de que el 29 de junio de aquel año, 1942, a las seis de la mañana, estuviésemos en la estación de ferrocarril que se encontraba en uno de los extremos de nuestro barrio.

La víspera de nuestra partida, por la mañana, recogimos en pequeñas maletas las cosas que necesitaríamos en lo que nos quedaba de vida. Pasé la tarde recorriendo las habitaciones. Iba de habitación en habitación: ésa era mi despedida de la casa. Mientras tanto, mis hermanas miraban los álbumes de viejas fotografías: se reían de la ropa que habíamos llevado medio siglo atrás, de la seriedad de los rostros, de la rigidez de los cuerpos en el momento de tomar la imagen, y de vez en cuando se oía un suspiro, tal vez por alguien de los que ya habían fallecido, sobre todo —probablemente— por los hijos de Rosa y Marie. Todavía no había anochecido cuando me cansé y dejé de dar vueltas por el apartamento, mientras mis hermanas seguían hojeando los álbumes. Marie y Rosa le describían a Pauline qué era lo que veían en las fotografías, y ésta les hacía preguntas de vez en cuando, pasando los dedos por la lisa superficie en blanco y negro.

Aquella noche dormí tranquila, y al despertar por la mañana, me quedé mirando la huella de sangre en la pared próxima a mi cama. Una huella desvaída —más desvaída que la vida de un anciano— que habría de seguir allí mucho tiempo después de que yo hubiera dejado de existir, aunque más tarde también esa huella desaparecería, junto a la pared, junto a toda la casa. Con los labios, más propicios para dejar salir el alma que para besar, le di un beso a esa huella de sangre seca. Luego fui a despertar a mis hermanas; desayunamos, y después, con las pequeñas maletas en mano, salimos. Ya en el umbral de la casa, Pauline dijo:

—No olvidemos las fotos.

Rosa y Marie protestaron, pero yo abrí mi maletín y metí dentro dos álbumes.

—Te reventará el maletín de lo lleno que está —observó Marie, con razón. Todavía estábamos caminando por nuestra calle cuando el maletín se rompió, cayendo al suelo junto a los álbumes y todas mis pertenencias. Saqué sólo una vieja fotografía de esos álbumes, en la que estábamos nosotras, las hermanas, nuestros hermanos y nuestros padres, y la introduje entre el sujetador y el pecho derecho. De la maleta rota cogí únicamente una cosa que no era mía, metiéndomela entre el sujetador y el pecho izquierdo.

—¿Qué vas a hacer con ese gorrito de bebé? —me regañó Marie.

—¿Un gorrito de bebé? —preguntó Pauline.

—Sí —le explicó Marie—, ha sacado de sus cosas un gorrito de bebé medio desintegrado y se lo ha puesto sobre el corazón.

—¿Sobre el corazón? —dijo Pauline, sorprendida.

—Entre el pecho izquierdo y el sostén —puntualizó Marie.

—Déjanos llevar en nuestras maletas parte de tus cosas —propuso Rosa. Sus maletas ya estaban llenas a reventar.

—Se acerca la hora en que tenemos que estar en la estación —dije—. Con la fotografía y el gorrito tengo todo lo que me hace falta.

—No sé qué vas a hacer con ese gorrito —dijo Marie—. Y estás dejando muchas cosas que vas a necesitar.

—Ya os lo he dicho: llevo todo lo que me hace falta.

Caminábamos hacia la estación por unas calles fantasmales; todo lo que veíamos sugería la existencia de vida —un paraguas apoyado en un banco, las plantas en los balcones, una pelota de colores en la acera—, pero al mismo tiempo toda presencia humana resultaba ajena, como si nunca nadie hubiese vivido allí. En alguna parte del barrio, sin embargo, se percibían señales de vida, y nosotras nos dirigimos hacia allí. Llegamos hasta una larga columna de gente que caminaba lo más rápido posible, tanto como le permitían los bultos que llevaban consigo. Detrás de algunos corrían sus hijos.

Observaba a la gente agarrada a los fardos, algunos incluso los habían abrazado, apretándolos contra el pecho, aferrados a ellos como si toda su vida estuviese reunida dentro y, sujetándola así, firmemente, esperasen conservarla, sobrevivir. Sabíamos que se dirigían a la estación. Nos unimos a ellos.

En la estación de ferrocarril había soldados que, tras revisarnos los documentos, nos ordenaron subir al tren de mercancías que nos estaba esperando.

No sé cuánto tiempo estuvimos viajando. Al bajar del tren, otros que nos aguardaban para introducirnos en una pequeña ciudad amurallada. Nos repartieron pan y agua, luego nos formaron en fila para revisar nuestra documentación, apuntar nuestros nombres, el año de nacimiento, dónde habíamos vivido y, acto seguido, determinar dónde instalarnos. A Rosa, Pauline, Marie y a mí nos pusieron en un grupo de unas veinte mujeres de nuestra edad —jorobadas, con dificultades para caminar, con bastón en la mano, los ojos forzados por ver algo en el espacio, algo a más de cinco palmos de sus narices—, y nos condujeron hacia los barracones cercanos. Nos hicieron entrar en uno de ellos: en el recinto largo y estrecho, en dos filas, junto a las paredes, había un centenar de camas. La mayoría estaban ocupadas por ancianas. Algunas volvieron los ojos hacia nosotras cuando nos sintieron entrar, otras continuaron con la mirada fija donde estaba: al techo, al suelo, o simplemente permanecieron con los ojos cerrados. Los soldados nos dijeron que eligiéramos alguna de las camas libres y salieron del dormitorio. Mis hermanas y yo buscamos cuatro camas libres una al lado de otra. Encontramos sólo tres camas juntas; yo fui a otra lo más cercana posible. Cada una de nosotras, las recién llegadas, dejó sus cosas debajo de la cama que había escogido. Yo era la única que no tenía nada que dejar debajo. Después nos acostamos en las camas, hechas de tablones de madera y cubiertas con viejas mantas. Sentía que me picaban pulgas. De vez en cuando, por el suelo pasaba corriendo alguna rata. Poco a poco, el dormitorio se iba quedando a oscuras. Fuera del barracón, una lámpara, colocada cerca de la ventana bajo la que estaba mi cama, me permitía ver a varios metros delante de mí. El resto del dormitorio estaba sumido en la oscuridad. Intenté dormir, sin resultado. Me frotaba la carne endurecida en los sitios donde me picaban las pulgas, oyendo los gemidos de algunas de las mujeres. La cama situada a la izquierda de la mía estaba vacía. En algún lugar de la noche, en la oscuridad del dormitorio, chirrió una puerta y oí pasos. Una mujer llegó y se echó en la cama vacía. Su edad no era la de una anciana, y eso la diferenciaba del resto de nosotras. Parecía tener unos cincuenta años. Me acerqué con cuidado al borde de mi lecho, y con un susurro salvé la distancia al suyo:

—¿Dónde estamos?

Ella abrió los ojos, y contestó:

—En Terezín.

No pregunté nada más.

A la mañana siguiente, cuando desperté, la cama de la izquierda estaba vacía. Llegaron soldados que nos hicieron pasar al comedor, en el otro extremo del barracón. Nos sentamos en los bancos largos y estrechos junto a las mesas que se extendían de un lado a otro del comedor. Desayunamos pan con un poco de mantequilla y té, tras lo cual salimos del barracón. El sol veraniego no alcanzaba a calentar nuestros huesos: estábamos temblando, y nos frotábamos las manos una contra otra o las pasábamos por las caderas hasta las rodillas, arriba y abajo. A la hora del almuerzo, en el comedor, apareció otra vez la mujer que dormía en la cama junto a la mía. Se sentó a mi lado.

—El menú es siempre el mismo. Para desayunar, pan con un poco de mantequilla y té. Para comer, pan y sopa de lentejas. Y para cenar, otra vez pan y sopa de lentejas.

Asentí con la cabeza. Oí a las mujeres a nuestro alrededor hablar de sí mismas. Cada una de su propia vida: de sus esposos, hijos, nietos. La anciana que estaba sentada frente a nosotras, y cuyo nombre —Johanna Broch— supe más tarde, hablaba de su hijo, Hermann. La anciana a su lado, Mia Kraus, con la que habíamos llegado desde Viena, hablaba de sus nietos. La mujer a mi lado se dio cuenta de que yo estaba oyendo las conversaciones ajenas tratando de no hacerles caso.

—Así se defienden del aquí y ahora. Hablan de lo que fue, en otros lugares y épocas —dijo. Después preguntó—: ¿Estás aquí con toda tu familia?

—He venido con mis hermanas —contesté, señalando con los ojos hacia la derecha, donde estaban sentadas Pauline, Marie y Rosa—. ¿Y tú? —pregunté.

Era de Praga. Tenía hijas, divorciada. Dijo que tenía suerte porque las hijas, por la sangre paterna, estaban a salvo en Praga. Yo me acordé de mi hermana Anna, quien nada más casarse se había marchado a los Estados Unidos; me acordé de mis hermanos Sigmund y Alexander.

Ella dijo:

—Nosotras somos tres hermanas: Elli, Valli y yo. Todas estamos aquí. Teníamos también un hermano. Franz —luego nos quedamos calladas de nuevo. Yo iba sorbiendo despacio la sopa de lentejas. Ella dejó la cuchara en el cuenco vacío. Dijo—: Siempre como deprisa. Tengo que hacerlo. Ayudo en los barracones de los niños traídos de los orfanatos de Praga y Viena. Ahora mismo voy allí —se puso de pie y, con la mano en mi hombro, dijo—: Me llamo Ottla. Ottla Kafka.

—Yo soy Adolphine —dije.

Me apretó el hombro con los dedos, me sonrió y luego, apartando la mano, se dio la vuelta y salió del comedor.

Por la noche, Ottla estaba otra vez en el comedor. Yo estaba masticando despacio las lentejas. Ottla me preguntó:

—¿Ya te has acostumbrado a lo de aquí?

No supe qué contestarle. Le dije que para que uno se acostumbrase a «lo de aquí», primero tenía que saber qué era ese «aquí». Ottla respondió:

—Es un campo, ya lo sabes. Antes del invierno era una pequeña ciudad, pero trasladaron a la población que vivía aquí para traernos a nosotros. Los que tienen menos de sesenta años trabajan doce horas diarias. Construyen barracones para los nuevos grupos de gente que irán llegando, o trabajan en los jardines para que tengamos comida. Después de estas doce horas de trabajo, el que no está muerto de cansancio puede dedicarse a lo que había hecho antes de que lo trajeran aquí. Hay músicos y pintores, actores y bailarinas, escritores y escultores. Se pasan el día preparando argamasa, llevando arena, clavando tablas o trabajando los campos. Y por la noche, preparan conciertos o representaciones de ballet. O componen, pintan, escriben… Tienes que venir a alguno de los conciertos, o a alguna representación.

—Hace tiempo que no voy a conciertos ni espectáculos —dije. Arranqué un trocito de pan, me lo llevé a la boca y me puse a masticarlo.

—Aquí es mejor hacer algo —dijo—. A mí me instalaron en este barracón para que por la noche pueda estar a disposición de las ancianas, por si alguna se siente mal, mientras que de día ayudo en los barracones de los niños. Unas cuantas mujeres y yo les enseñamos a los más pequeños a leer y escribir, y a los mayorcitos les damos nociones básicas de matemáticas, geografía e historia. Junto a los niños limpiamos los barracones, preparamos comida. Lo mejor es hacer algo.

Al día siguiente, Ottla me llevó a uno de los barracones de los niños. En la sala en la que entramos, decenas de niños estaban divididos por grupos, en cada uno de los cuales había una mujer explicándoles algo. Ottla se dio cuenta de que yo, aunque aparentaba escuchar lo que las mujeres les decían a los niños, en realidad no oía nada.

—Vamos a salir —me dijo.

Nos sentamos en uno de los bancos junto al barracón de al lado.

—Aquí instalan a las mujeres que están en las últimas semanas del embarazo. Se quedan hasta un par de días después del parto, y luego las devuelven a los barracones en los que las habían instalado a su llegada a Terezín, poniéndolas enseguida a trabajar de nuevo. Hay un barracón en el que unas cuantas mujeres cuidan de los recién nacidos —metió la mano en el bolsillo, pensé que sacaría un dibujo de alguna mujer al borde de un precipicio. Eran dos fotos—. Éstas son mis hijas, y aquí, mis hermanas, mi hermano y yo —pasó los dedos por la superficie de las fotos—. Es todo lo que me queda de mi vida pasada —se guardó otra vez las fotos en los bolsillos—. Hace tanto que mi hermano murió, que me resulta cada vez más difícil recordar su cara —alisó con la mano el bolsillo del vestido—. No recuerdo más que un cuento suyo: Desdicha del soltero. Tal vez no lo recuerde con exactitud, pero a veces me lo vuelvo a repetir —con la mirada fija en su bolsillo, empezó a contar—: «Parece tan grave quedarse soltero, y, de viejo, guardando a duras penas la dignidad, pedir acogida cuando se quiere pasar una velada con gente, estar enfermo y, desde el rincón de la propia cama, contemplar semana tras semana la habitación vacía, despedirse siempre ante el portal de la casa, no subir nunca la escalera junto a la propia mujer, tener en la habitación tan sólo puertas laterales que comunican con habitaciones ajenas, llevarse la cena a casa en una mano, tener que admirar hijos ajenos sin que a uno le permitan repetir una y otra vez: “Yo no tengo”, componerse un aspecto y un comportamiento calcados sobre uno o dos solteros de nuestros recuerdos de juventud.

»Y así será, sólo que, en realidad, hoy y en adelante será uno mismo quien esté ahí, con un cuerpo y una cabeza de verdad, también una frente para golpeársela con la mano[4]» —luego se volvió hacia mí, diciendo—: Como si estas palabras encerrasen todo lo que queda de él. ¿Dónde estarán todos aquellos momentos, días y años, cuanto pasó en ellos? Parece que nada de eso hubiese existido nunca…

Del barracón salieron dos mujeres y se sentaron en el banco al lado del nuestro. Mientras estaban sentadas, tenían las manos sobre los vientres, como si de esa manera estuvieran protegiendo a los fetos dentro de ellas. Nos presentamos unas a otras: se llamaban Lina y Eva. Apenas habíamos entablado conversación cuando Ottla me dijo que era la hora del baño, así que nos dirigimos a nuestro barracón.

Media hora más tarde, en la sala que nos servía de dormitorio, un grupo de jóvenes trajo unos grandes barreños vacíos y calderas llenas de agua. Dejaron los barreños entre las dos filas de camas, y las calderas, a su lado. Después salieron. Ottla me dijo:

—Ahora date prisa, mientras hay agua.

Vi a todas las ancianas desnudarse lo más rápido posible. Con los dedos medio rígidos, nos quitábamos la ropa, quedando desnudas, sin nada más sobre nosotras que la piel colgando, los pechos y vientres flácidos, las venas azules surcándonos las piernas, los brazos deformados y el aliento maloliente, que se mezclaba con el hedor acre de los cuerpos. Alguien dijo algo, pero las palabras se perdieron en medio del ruido que hacíamos en el intento por llegar antes que las otras a los barreños, llenar las jarras de las calderas, mojarnos, frotar y quitarnos de encima el máximo de suciedad que cada una podía. Todo eso no duró más que unos minutos, hasta que se acabó el agua, lo justo para hacer que la mugre empezara a desprenderse de nosotras, pero no para eliminarla del todo. Luego, tras secarnos con las mantas y las sábanas, nos vestimos. Ottla dijo:

—Tienes suerte de haber venido aquí en verano, así poco a poco te irás acostumbrando a esta manera de lavarte. Cuando yo me lavé así por primera vez, afuera todo estaba helado.

Entraron los jóvenes que antes habían traído los barreños y las calderas y se los llevaron. Apenas entonces me di cuenta de que Pauline había permanecido en su cama todo el tiempo. Me senté a su lado. Me reconoció por la respiración y dijo: «Yo me he quedado sin lavarme».

Después Ottla salió del barracón y no volvió hasta muy tarde, cuando la mayoría de las mujeres ya estaba durmiendo. Al acostarse, le pregunté en voz baja:

—¿Hasta cuándo nos quedaremos aquí?

—Cuanto más, mejor —repuso—. Éste no es un campo de los de verdad, sino una estación de paso, un alto en el camino. Desde aquí, cada tanto salen trenes con mil personas cada uno en dirección a otros campos. Allí es otra historia. El trabajo es más duro, agotador hasta la muerte. Eso dicen los que han tenido información más concreta sobre lo que sucede. Cuentan que a veces meten a la gente en habitaciones donde, según les dicen, van a ducharse. Y, en efecto, hay duchas, pero no son más que una tapadera. Entonces introducen gas en las habitaciones, asfixiándolos. Cuentan también otros horrores, pero es mejor que no te diga nada más… Por eso, cuanto más nos quedemos aquí, mejor. Hasta que el mal se aplaque. Después nos iremos a casa —y cerró los ojos. Así, con los ojos cerrados, añadió—: No les digas a las otras lo que te acabo de contar. Ya tienen suficiente con los sufrimientos de aquí, no hace falta que piensen en los otros campos. A ti tampoco te lo tendría que haber dicho —permaneció un rato callada, luego murmuró un «Buenas noches» y se volvió hacia el otro lado.

Buenas noches… Traté de dormir, pero estuve largo tiempo dando vueltas en la cama, pensando en lo que me había contado Ottla.

A la mañana siguiente, tras el desayuno, fui donde el barracón de las embarazadas. En uno de los bancos estaban sentadas Lina y Eva, a las que Ottla y yo habíamos conocido el día anterior, y dos mujeres más. Me senté en un banco algo alejado de ellas y cuando, en determinado momento, Lina y las otras dos mujeres entraron en el barracón, Eva se me acercó, pidiéndome permiso para sentarse a mi lado. Empezamos a conversar, preguntándonos de dónde habíamos llegado. Me dijo que había nacido en Praga, su padre había sido comerciante y su madre había trabajado en el centro de protección laboral. Nada más terminar la escuela secundaria, ella se había enamorado de un chico de su edad, y al cabo de unos años se habían casado. Estaba embarazada cuando su marido y ella recibieron la notificación de que serían deportados.

—A veces, las mejores cosas ocurren en los tiempos más difíciles —dijo mirando su vientre—. Nos trajeron aquí con el primer grupo, en invierno. Me dieron un trabajo fácil, en la cocina. No he tenido que hacer trabajos duros, tampoco he sentido hambre en momento alguno. Y de día, al menos siempre he estado al calor de una estufa. Fuera de las cocinas, no había otro lugar caliente. Por la noche tenía miedo de congelarme, que se congelara el niño que llevo dentro. Mi esposo me dio su manta, pero esto tampoco era suficiente para que entrara en calor. De noche ponía mis manos sobre el vientre para calentar al feto. Después llegó la primavera. Yo no medía el tiempo según los días y los meses, sino según la semana del embarazo en que me encontraba. Llevo treinta y nueve semanas. Quedan un par de días más —dijo colocando las manos en su vientre—. Hace unos días, a mi esposo y a un centenar de personas más los trasladaron a otro campo —levantó una mano del vientre y se limpió con ella primero una mejilla y después la otra—. Antes de partir, les dijeron que allí estarían mejor.

—Seguramente están mejor —dije.

Al volver a nuestro barracón, fui directamente al comedor para almorzar. Ottla no estaba. Me comí deprisa la sopa de lentejas y fui al dormitorio. Ottla era la única que se encontraba allí. Estaba sentada junto a su cama, haciendo la maleta. Dejó sobre mi cama parte de su ropa. Dijo:

—Esto no me va a hacer falta nunca más, y ya sé que tú viniste con lo puesto.

Le di las gracias y pregunté:

—¿Te vas?

Dijo:

—Sí. Envían un vagón con un centenar de niños a otro campo. Los soldados querían que alguien los acompañara. Me presenté yo —tomó mi mano entre las suyas—. Les dije a los niños que nos iríamos de viaje.

Me abrazó y, cargando su maleta, salió del dormitorio. Recordé las palabras con las que me había descrito las matanzas en los otros campos. Me la imaginé viajando con los niños en el tren de mercancías y hablándoles, apretujados como estaban en la oscuridad del vagón, sobre el viaje que les esperaba; les prometería mar, juegos en la arena y que nadarían. «Yo no sé nadar», diría uno de los niños. «Aprenderás», le animaría Ottla. Imaginé cómo los hacían bajar del tren en el otro campo y después los conducían a una habitación, ordenándoles que se desnudaran. Oía a Ottla decirles a los niños que primero tenían que ducharse, aconsejándoles que cada uno recordase bien dónde dejaba su ropa, porque después de la ducha tendrían que vestirse rápidamente para ir lo antes posible a la playa. Mientras me la imaginaba, la veía sentir pudor por estar desnuda delante de los niños, aunque el pudor sea lo último que sienta alguien cuando está a unos pasos de la muerte. Y finalmente ellos daban esos pasos, entrando en la sala de las duchas. Miraban las duchas, tanto ella como los niños. Éstos reían: por fin se ducharían con agua caliente, con agua de sobra. Algunos levantaban los brazos en espera del chorro. Y entonces, en vez de agua de las duchas, de alguna parte les llegaba un gas letal. Ottla miraba las caras de los niños, miraba sus caras retorcerse, las veía volverse verdosas, miraba sus bocas abiertas buscando aire, los veía desplomarse en el suelo, caer uno tras otro, sentía su propia debilidad, sentía que se asfixiaba, pero maldecía el hecho de tener un cuerpo tan resistente, porque sería la última en morir, siendo testigo de la muerte de ellos…, y al final se desplomaba, caía sobre los cuerpos infantiles, viendo sus ojos desorbitados, la sangre que salía de sus bocas, y después sentía que a ella también se le desgarraba algo en el pecho, y poniendo los ojos en blanco, expiraba.

Pasé toda la tarde sin salir del barracón. Estaba sentada en mi cama, mirando la cama vacía de Ottla y pasando de una mano a otra las cosas que me había dejado: varios pares de bragas, un vestido, una falda, dos camisas, calcetines…

Al cabo de unos días, Eva dio a luz. Durante el parto, yo estaba sentada en el banco delante del barracón, y cuando hubieron lavado al bebé, me dejaron entrar. Me dieron el cuerpecito: tenía en los brazos a la hijita de Eva y estaba feliz. Miraba alternativamente a la pequeña y a la madre, quien estaba en la cama, extenuada.

—Y ahora no sé qué nombre ponerle —dijo Eva—. Mi esposo y yo nunca pensamos en un nombre para la niña, lo único que queríamos era que naciera sana. Quién pudiera decírselo ahora… —dijo, y rompió a llorar.

—Amalia —dije.

—Amalia —repitió Eva.

Cada día iba al barracón de las embarazadas y las parturientas. Me sentaba en la cama al lado de Eva y miraba la nueva vida. La nueva vida respiraba, miraba, cerraba los ojos, dormía, mamaba. Eva me hablaba de su esperanza de reencontrarse con su marido.

Un día le comuniqué que todas las ancianas de nuestro barracón íbamos a ser trasladadas a otro campo.

—Prométeme —suplicó—, prométeme que buscarás allí a mi marido. Pavel Popper. Recuerda su nombre, por favor. Pavel Popper.

—Pavel Popper —repetí.

—Prométeme que allí, en aquel campo, lo buscarás. Y si lo encuentras, dile que ya es padre. Dile que su hija se llama Amalia. Dile que ella y yo estamos bien. Y que algún día volveremos a encontrarnos. Prométemelo.

—Te lo prometo —contesté.

Después tuve que irme. Me puse de pie, besé a Eva en la frente y a Amalia en la coronilla, y antes de salir, deslicé la mano sobre mi corazón, entre el sostén y el pecho izquierdo.

—No te regalé nada por el nacimiento de tu hija. No tenía nada que regalarte. Pero acabo de acordarme… —dije, sacando el gorrito de bebé tricotado—. Este gorrito lo compré hace muchos años, es más viejo que tú —dije sonriendo. Ella también sonrió—. Míralo, está medio desintegrado. No sabía por qué lo traía conmigo, pero ahora lo tengo claro. Quizás en invierno le haga falta a Amalia.

Eva tomó la mano con la que le entregaba el gorrito y me la besó.

Mirándome la mano en la que estaba la huella invisible del beso de Eva, me encaminé despacio hacia la puerta de salida del barracón. Al llegar allí la abrí, volví la cara y vi a Eva dándole el pecho a Amalia. El espectáculo oscilaba entre el miedo y la esperanza. Observé a Eva y a Amalia como queriendo ver, atrás en el pasado, la interminable hilera de madres e hijas de todos los tiempos y no sólo a las mujeres cuyos genes las dos llevaban en la sangre. Luego me di la vuelta y salí.

Pasé aquella tarde en la cama. De vez en cuando levantaba la sábana con los dedos un palmo por encima de mi cabeza, mirando el blanco cielo de tela.

Al día siguiente nos metieron en un tren de mercancías y comenzó nuestro viaje. Apretados unos contra otros, viajábamos sentados en el suelo del oscuro vagón en el que antes habían transportado ganado, y del que seguía notándose el olor animal. Tenía muy cerca de mí a Pauline, Rosa y Marie. El viaje duró mucho.

Era de noche cuando nos hicieron bajar de los vagones. Nos metieron en camiones, y al cabo de unos minutos tuvimos que descender de nuevo hasta la entrada de un edificio sumido en la oscuridad. Una mujer con uniforme nos dijo que teníamos que ducharnos antes de que nos acomodaran. Nos ordenó que nos desnudásemos antes de pasar a la sala siguiente, y que cada uno recordase dónde dejaba su ropa. Tardamos bastante en desvestirnos. Al quitarme el sostén, con él cayó también la foto amarillenta en la que estábamos nosotras, las hermanas Freud, nuestros hermanos y nuestros padres.

Nos ordenaron que fuésemos hacia la puerta. Entramos en la cámara oscura. Cerraron la puerta tras nuestros pasos. De pronto se oyó algo así como un zumbido. Sentí un olor amargo. Unos dedos apretaron fuertemente los míos. Sabía que era Pauline. Sabía que, también ahora, en su rostro temblaba aquella sonrisa que algunas caras exhiben de forma permanente, incluso cuando se contraen ante el horror y el miedo a la muerte. Algunas de las ancianas a nuestro alrededor estaban chillando, otras rezaban. La muerte se fue acercando, la muerte estaba frente a mí. Cerré los ojos ante mi muerte.