Durante los últimos cinco días las rutinas del pozo cambiaron. El Grande se ejercitó con más fuerza que nunca y realizó los descansos musculares necesarios para lograr su objetivo. La comida se dividió en tres, repartida de la siguiente manera: la mitad de lo recogido se almacenaba en el fondo de supervivencia, que decidieron habilitar en un saquito compuesto a partir de un trozo de camisa bien anudado; de la otra mitad, dos terceras partes eran para el Grande, y el resto para el Pequeño.
El Grande ayudó también a que su hermano recuperara una cierta estabilidad mental. Dedicó muchas horas a trabajar los recuerdos y la orientación; le dio consejos para caminar más con menos esfuerzo; le recordó qué podía comer y qué no y a qué horas hacerlo, cómo podía construir un refugio con ramas, qué lugares eran más adecuados para descansar. Sobre todo, hizo hincapié en la dirección que debía tomar para regresar a casa, aunque no podía estar seguro porque desconocía las coordenadas exactas del pozo. Sí tenía una idea aproximada, al menos, de la situación del bosque que los rodeaba, y consideró que esa información debía ser suficiente.
El Pequeño, por su parte, animado por el giro de los acontecimientos que se presentía, demostró una gran capacidad para resistir los delirios que había sufrido en los últimos días y memorizó rigurosamente cada una de las indicaciones de su hermano, preguntando cuando tenía dudas o dibujando mapas en la tierra con raíces secas. Cierto que, por la noche, sufría trances de confusión que lo desequilibraban y le hacían olvidar quién era o dónde estaba, pero la mayor parte del día conservaba el juicio.
Poco después de amanecer desayunan en silencio. El Grande realiza unos ejercicios de calentamiento y pide a su hermano que estire los músculos, orden que este obedece sin replicar, a pesar de su débil estado de forma. Cuando terminan, se sientan alrededor del saquito de supervivencia.
—Es la hora, dice el Grande. Te marchas.
—Sí.
—Recuerdas todo lo que te he contado, ¿verdad?
—Todo.
—¿Cómo te sientes?
—Nervioso. No sé si podré hacerlo sin ti.
—Por supuesto que podrás. Eres tan fuerte como yo, o más aún.
El Pequeño esboza una sonrisa tímida, en la que no puede ocultarse una inmensa tristeza.
—¿Cómo te sientes tú?, pregunta.
—Muy bien. Estoy feliz de que puedas salir de este agujero.
—Yo también estoy feliz de salir. Pero no me hace feliz dejarte aquí.
—No te preocupes por eso. Estaré bien. Dentro de unos días vendrás a buscarme y regresaremos a casa juntos.
—¿Lo prometes?
—¡Claro que sí! ¿Lo prometes tú?
—¿Qué haría sin ti?, responde el Pequeño, que ahoga unas lágrimas y abraza a su hermano.
—Ya está bien, ya está bien. Vamos a hablar en serio.
Exponen con detalle los movimientos que van a realizar. El Grande le dice a su hermano en qué posición debe poner el cuerpo los primeros segundos, cómo debe cambiar la postura después y de qué forma debe caer para no hacerse daño. El Pequeño bromea con la idea de caer cuando el suelo está, irónicamente, arriba, y eso relaja la tensión con que afrontan el momento. Las explicaciones continúan. A media mañana todo está dicho y el sol se promete con ellos en el punto preciso de luz y calor. Nada queda, salvo hacerlo.
El Grande está sobrepasado. Sabe que solo tendrá una oportunidad, y que de ella depende el futuro de ambos. Un alacrán de hielo le recorre la espalda. Si falla, si equivoca alguno de los movimientos tan específicamente entrenados, su hermano morirá. Todos estos días y semanas haciéndose fuerte, su hermano adelgazando como un cadáver hasta pesar tan poco que una racha de viento podría levantarlo, la metódica repetición de posiciones y giros, la voluntad de resistir… Todo se justifica por este único, irrepetible momento de afirmación y de osadía.
Puede intuir el estado en que terminará su cuerpo cuando lo sobrecargue. Advierte su deterioro. La fuerza que va a emplear arrancará los huesos del cartílago, los quebrará en pedazos, abrirá los músculos como retales de una cuerda y reventará las venas, provocando intensas hemorragias violetas bajo su piel. Después del esfuerzo quedará retorcido como un muñeco viejo, y con seguridad será incapaz de moverse. Estallará por dentro. Y estará solo. En esas condiciones, sobrevivir un día sería un milagro. Si sus pronósticos se cumplen y su hermano logra escapar de los bosques, y encuentra el camino hasta la casa, y cumple con su juramento, y finalmente regresa a buscarlo, pasarán varios días. En el mejor de los casos, su vida ya no dependerá de él. Por vez primera.
—Levántate, dice.
—¿Ya?
—Sí. No podemos retrasarlo más.
—Vale. ¿Nos despedimos?
Los hermanos se funden en un abrazo largo, sin contenerse. El Grande le ata con fuerza el saquito en una presilla del pantalón al Pequeño. Después, escarba en un rincón y saca la vieja bolsa de comida de mamá, que su hermano mira de soslayo invocando una pesadilla olvidada. La arroja fuera del pozo, y al chocar contra el suelo, en su interior, un humo dulzón de queso podrido tose a través de las costuras y escupe negras migas de pan duro y finas brevas arrugadas, descompuestas como ellos.
—Dame las manos, dice.
El Pequeño se las da, y al hacerlo recuerda el primer día que pasaron dentro del pozo. Regresa al pasado, pero ellos ya no son los mismos, el pozo ya no es el mismo, incluso la distancia que lo separa del mundo ya no es la misma. Toman posiciones, el Grande abriendo las piernas para equilibrarse cuando aumente la velocidad, el Pequeño con una rodilla en el suelo para no ser arrastrado, ambos cogidos con tanta fuerza que sus nudillos palidecen. Y sin pensarlo más empiezan a girar. El Grande tira de su hermano hacia arriba para que el giro sea limpio, y sigue girando, y el Pequeño se eleva un palmo primero y gira, otro palmo y gira, hasta alcanzar prácticamente la horizontal en el siguiente giro, con los ojos cerrados y los dientes apretados mellando las encías, y siguen girando, cada vez más rápido, cada vez describiendo una circunferencia mayor, y cuando parece que van a caer rendidos o asfixiados de tanto girar el Pequeño baja hasta el suelo sin tocarlo y vuelve a subir con una trayectoria oblicua, y esto se repite dos veces más, y en la última subida el Grande grita Ahora y lo suelta, y el Pequeño, todavía con los ojos cerrados, se suelta exactamente donde debe soltarse y sale despedido como un cometa de huesos de la tierra al sol, y estira su cuerpo liviano hecho de tallo o de flecha y vuela sobre las raíces bajo la luz del día cubriendo con una lámina de sombra el rostro de su hermano, y gira varias veces más antes de posarse, como una hoja, en la suave hierba que crece más allá del pozo.
Echado en ella, el Pequeño sonríe luminosamente. Acaricia con sus manos las hojas de las margaritas, las piedras pequeñas, el manto que cubre la tierra. Todo ha cambiado. La luz es distinta. Los olores son distintos. Cómo huele el bosque. Inspira con sed el aroma lejano de las frutas, de los almendros. Gira su cuerpo para frotarlo sobre nuevos colores, para respirar como si fuera la primera vez. Siente que ha nacido. Llora.
Después se arrastra hasta la boca del pozo, primero para no deshacer el hechizo que lo tiene atado, y segundo para evitar que un mal paso lo precipite de nuevo. Asoma la cabeza y ve a su hermano, sentado en una postura extraña, con los brazos doblados hacia atrás y las piernas extendidas como si perteneciesen a otro cuerpo.
—¡Lo hemos conseguido!, grita el Pequeño con júbilo.
—¡Jajaja! ¡Lo sabía! ¡Somos grandes! ¿Te has hecho daño?
—Un poco. Pero estoy bien. ¿Tú estás bien?
—Sí. Estoy muy bien.
Se miran durante unos segundos sin saber qué más decir. Les resulta extraño estar tan separados, aunque la distancia sea, en verdad, de unos pocos metros. Es el Pequeño quien habla primero.
—Creo que me tengo que ir.
—Sí.
—Volveré a por ti.
—Sí. Pero antes debes cumplir tu promesa, dice el Grande.
—Lo sé.
—Espero que seas capaz.
—He pensado mucho en ello. No tendré miedo.
El Pequeño se pone en pie y recoge la bolsa de mamá, que ha caído a unos metros del pozo. Luego vuelve hasta el borde para mirar a su hermano por última vez.
—Mátala por lo que nos hizo, dice el Grande.
Y también:
—Recuerda que nos tiró aquí. Ya no la quieras.
Con esas palabras todavía resonando en el bosque, en las montañas, en todos los caminos, el Pequeño se marcha. Y el Grande, acurrucado en un rincón del pozo, a solas ya, se entrega a una tortura que durará horas y días y articula un último mensaje, que nadie oye, pronunciado en aquella lengua caprichosa de la risa y el llanto:
—Sangro amam…