El amanecer es fresco. Invita a seguir durmiendo, a remolonear sobre la tierra tibia y dejar que los rumores del bosque despierten lentamente los sentidos. El sol calienta apenas los dedos de los pies, los tobillos, las piernas, erizando el pelo, pegándose a la piel sin quemadura. Bandas de pájaros discuten en los árboles antes de echarse a volar. El Grande está despierto, pero aún tiene los ojos cerrados. Quiere alargar el goce de la duermevela, dejar que la resaca lo lleve hasta la orilla, pues sabe que el placer desaparecerá cuando se le descubra el cielo y las paredes del pozo lo nublen con su pesada sombra.
Decidido, concentra el músculo en el ojo y finalmente lo abre, y la mañana entra en él como una espuma de luz, cegándolo durante varios segundos, descorriendo las cortinas con un soplido. El mundo gira.
A su alrededor la cama de tierra está revuelta. Todavía no está completamente despierto. Bosteza. Se frota los ojos para equilibrar el horizonte. Vuelve a bostezar. Algo parece distinto. Parpadea. Mira. Algo es distinto.
El Pequeño no está.
Siente que un rayo lo atraviesa desde los genitales hasta el corazón, electrificándole los órganos, dando impulso a sus células. El Pequeño no está. La adrenalina estalla en miles de burbujas que mojan su modorra como un chaparrón de metal, dejándolo como un gato bajo la lluvia ácida. El Pequeño no está. Gira la cabeza tan deprisa y en tantas direcciones que mira sin ver, y su cerebro no es capaz de retener la información visual del entorno. No es posible, piensa.
Inspira. Vuelve a mirar, esta vez tomándose el tiempo necesario. Las paredes no tienen huellas. No hay marcas de manos, ni de pies, ni de cuerdas. Si su hermano ha escapado del pozo, ha tenido que hacerlo volando. Vuelve a mirar. La tierra del suelo está removida. Se detiene. Hay un montículo en un rincón, como una joroba. No lo ha visto antes. Se acerca. La protuberancia es una montaña formada por estratos de tierra virgen. Detrás, un agujero a medio cerrar. O a medio abrir.
Al mismo tiempo que se abalanza sobre el agujero y empieza a retirar capas de tierra, comprende que su hermano ha pasado la noche cavando un túnel por debajo del pozo. Grita mientras sus brazos se hunden y se alzan y sus manos como palas enrojecidas se descarnan, y sigue gritando cuando las uñas saltan dibujando cepos quebrados por el aire y la última veta de tierra es apartada, y sigue gritando cuando ve un metro más allá el cuerpo sumergido, la cabeza escondida en lo profundo de un pasadizo vertical y ridículo, y sigue gritando cuando agarra por los pies al muñeco de trapo que ayer era su hermano y que ahora es un pedazo de carne rebozada en el cieno, y sigue gritando cuando tira de él y lo saca de su madriguera y, cuando por fin lo posa y lo limpia con manotazos de agua como si fuera un zapato sucio, sigue gritando.
El Grande aparta las pústulas endurecidas de sus ojos, de sus oídos y de su boca. Trata de escuchar un latido apoyando la oreja contra el pecho, pero nada oye. No sabe si está vivo o muerto. Pone la boca contra su boca y sopla, y luego empuja con sus manos las costillas, y luego vuelve a soplar. Tampoco sabe lo que hace, pero un instinto le dicta movimientos que él acata y repite cuantas veces considera necesario. No sucede nada, no hay cambios. Su hermano no se mueve. El soplido se convierte en un grito vibrante que atraviesa las bocas, y los empujones en golpes violentos, inconscientes, como mazazos cayendo sobre un cajón de hueso. Lo coge de los hombros y lo sacude contra el suelo, y no puede parar porque sus manos son todo puño y no se abren.
Con el cuello torcido y la cabeza reclinada, apoyando media cara en la tierra, el Pequeño, finalmente, tose. Una flema alargada brinca desde la garganta hasta los labios, sucia de arcilla, y tose de nuevo. El Grande deja de gritar, de golpear y de soplar, y lo observa quieto, aguantando la respiración.
—¿Me oyes?
No hay respuesta. Y sin embargo el pecho del Pequeño se mueve, un aliento cálido abre su boca al día, los dedos de sus manos se tensan y destensan con la fragilidad de un niño prematuro.
—¿Me oyes?
El Pequeño tose de nuevo. Y antes de perder el conocimiento susurra, como si hubiera recordado una gramática del pasado:
—Noventa y siete. Cincuenta y tres. Cuarenta y tres. Cuarenta y siete. Trece. Veintitrés. Setenta y nueve. Setenta y uno. Sesenta y siete. Cinco. Siete.
Sentado, con la espalda apoyada en la pared, bebiendo agua. Así pasa la tarde, todavía con el torso y las piernas recubiertos de tierra. Junto a él, su hermano lo mira con resignación. Ninguno de los dos ha vuelto a dirigirse la palabra; hasta ahora.
—¿Qué has hecho?, pregunta el Grande.
—Un agujero.
—Eso ya lo sé. Lo que pregunto es por qué lo has hecho.
—Porque no puedo seguir en el pozo. Estoy enloqueciendo.
—¿Y creías que un agujero te ayudaría a salir?
—Si no puedo salir por arriba, saldré por debajo. Aunque tenga que atravesar el mundo como un gusano, desafía el Pequeño.
Después de escucharlo el Grande acepta que ha llegado el momento. No puede demorarlo más.
—Prepárate. Dentro de seis días te sacaré de aquí, dice, echándose a dormir.