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En un rapto de histeria el Pequeño toma varios puñados de tierra y se los come. Piedras minúsculas rechinan en sus muelas y la arenilla le raya el esmalte, afeando la mueca con que pretende imitar una sonrisa. Tarda pocos segundos en agacharse y vomitar una oscura pasta de tierra y de bilis, pero la sonrisa sigue colgando de su cara. Parece un resucitado.

—Beeerrrrggggg, beeerrrrrrggggg, dice.

El Grande no sabe si ha sido un acceso de hambre o una tentativa de suicidio. Viendo cómo sonríe es más probable que obedezca a una crisis de cordura definitiva. Lo noquea de un golpe cuando vuelve a rebañar la tierra para seguir comiendo.

Incluso inconsciente no pierde esa sonrisa de loco.

En las horas siguientes el Pequeño tiene despertares, momentáneos espasmos de lucidez que se alternan con desgarradores gritos, lloriqueos, discursos inconexos. No tiene fiebre; más bien parece que se ha golpeado la cabeza y el impacto le ha movido el cerebro de sitio, dándole la vuelta. Escupe continuamente. Sus párpados suben y bajan como las alas de una mosca, batiendo grandes legañas cobrizas que se desprenden de sus pestañas y se le quedan pegadas a las mejillas. Una lepra invisible lo está devorando.

—Agua, solicita.

El Grande le da de beber.

—Tengo frío.

El Grande se recuesta junto a él y lo abraza con todo su cuerpo.

—Tengo calor.

El Grande le abre la camisa, remoja su cuello y su nuca con agua fresca, y después ondea la suya propia para hacer corriente.

—Estoy sucio.

El Grande le baja los pantalones, limpia con tierra húmeda sus nalgas y lo viste de nuevo.

—Tengo miedo.

El Grande lo levanta en sus brazos, igual que haría un recién casado con su esposa, y lo mece. Pesa tan poco que podría sostenerlo con una mano.

—Mátame.