Al despertar piensa que cuando uno cede voluntariamente a la alucinación no es igual que cuando la alucinación persiste sobre la cordura y finalmente doblega el alma. Hay una diferencia en la actitud.
—Tengo que salir de aquí, dice el Pequeño.
—Lo harás. Muy pronto.
—No lo entiendes. Tengo que salir de aquí ya. No estoy bien. Se me está escapando la mente.
El Pequeño puede situar el mal que lo aqueja. Sabe que sus órganos han dejado de pelear contra el hambre y el clima y que pueden resistir unos días más, pero su cabeza no podrá recuperarse. Le duele como si una burbuja de gas estuviera creciendo en el epicentro de su cerebro y apretara los pliegues lobulares contra el cráneo, clavándole manecillas al rojo en los recuerdos, en la capacidad de sumar y restar, en el abismo desde donde ascienden las palabras. Si pudiera, trocearía sus huesos en esquirlas y dejaría que la masa encefálica se deslizara por los oídos para respirar.
El dolor es tan fuerte que el Pequeño se hace un ovillo en un rincón del pozo, masajeándose las sienes con los dedos. Balbucea como un recién nacido.
El Grande lo observa con preocupación, y trata de calmarlo frotándole la espalda.
—Aguanta.
Unas horas después la situación empeora. El Pequeño tiene espasmos en la mandíbula, babea y no es capaz de enlazar frases con sentido.
—Tiembla… salir la cabeza…
No quiere comer, porque no tiene hambre. Es otra cosa. Se le están abriendo grietas profundas en el pensamiento y puede sentir cómo se desmoronan las paredes que lo contienen, cómo se precipita la razón a una sima que acumula basura y lacera con vapores la chimenea del juicio. Se está despidiendo de la realidad. Lo están venciendo.
—Tengo prisa…
El Grande no puede hacer más que consolarlo y confiar en que el sueño lo desplome y lo obligue a descansar. Todavía no está preparado para sacarlo del pozo, necesita unos días más, apenas una semana, quizá. Solo tendrá una oportunidad y no puede arriesgar el esfuerzo de estos dos meses y medio, aunque su hermano esté adelgazando más allá de lo soportable. Siente una inmensa pena de verlo así, destrozado, agonizando como una ciudad aplastada por un meteoro, y más todavía por sentirse él tan fuerte, por sobrevivir con esta dignidad, pero no puede compadecerlo, no ahora. No si quiere cumplir con su promesa.
Una fina lluvia adormece la noche. El Grande mete gusanos en la boca del Pequeño y los empuja hasta la garganta, para obligarlo a tragar. Este los acepta sin aspavientos.
—Gracias, gracias, dice.
—No me las des. Tú come.
—Estoy en un lugar remoto…
—Lo sé. Pero todavía puedo verte.
—No… No puedes.
—Te estoy viendo ahora mismo. Estoy hablando contigo.
—No estás hablando conmigo. Soy el eco.
—Duerme, por favor. No hables más, dice el Grande, con un temblor desobediente en las cuerdas vocales.
—Hace semanas que no soy yo quien habla.
A los ojos nocturnos de su hermano, el Pequeño parece estar envuelto en un sudario negro, emborronado como el bosquejo de un niño prehistórico. Lo levanta y lo acuna con la cadencia de un barco a la deriva. Una voz antigua atraviesa cien generaciones y los estremece.
—Duerme, niño mío, duerme. Dicen que es buena la vida, pero digan lo que digan, nadie sabe lo que viene. Duerme, niño mío, duerme. Para ti llegará un día lo que siempre merecías: descansar tranquilamente. Duerme, niño mío, duerme. Que vendrá la noche fría y será definitiva, para los dos, para siempre, canta el Grande, sin querer, sin saber lo que dice.