71

—Encierra a un hombre cualquiera en una jaula, dice el Pequeño.

Dale una manta, un almohadón de pluma, un espejo y una fotografía de aquellos que ama. Encuentra una forma de alimentarlo y después olvídalo durante varios años. Bajo esas condiciones, el resultado será, en la mayoría de los casos, un hombre acobardado, reducido a la culpa, adaptado a la forma de una jaula.

Excepcionalmente, continúa diciendo, el sujeto elegido morirá devorado por la atrofia de sus órganos fundamentales, enloquecerá mirándose al espejo o sufrirá una dolencia terminal a la que, de cualquier manera, estaba condenado.

Por otra parte, en aquellos sujetos con querencia por la rebeldía, incapaces de ignorar la llamada de su espíritu crítico, el cautiverio prolongado es imposible: encierra al insurrecto en una jaula durante varios años y escapará de ella, se suicidará con cuidado detalle valiéndose de los objetos a su disposición o morirá al despiezar su cuerpo para pasarlo a través de los barrotes. El auténtico problema, sin embargo, es la naturaleza fértil de estos insumisos, instalada en lo íntimo de la conciencia humana: cuando uno muere, dos ocupan su lugar.

Asumido lo anterior, imagina jaulas colgadas de los techos de todos los cafés, las librerías, las iglesias, los hospitales y, sobre todo, las escuelas, y que al menos una de ellas pertenece a un subversivo, a un sujeto inconforme, rebelado. Imagina los discursos que esos cuerpos torcidos, cóncavos, parirán azuzados por la muchedumbre con mala conciencia que circunde su altar; qué perversos actos públicos de lucidez descolgarán durante su reinado. Imagina qué será del súbdito de un hospital, atestiguando enfermedades y difuntos, sostenido y hermoso como una máquina azul de bombear memoria. Imagina al reo de una iglesia, casi ciego, obligado a un silencio lúgubre de plegarias y cultos. ¡Imagina a un hombre sabio como una flor mustia recogido en la perfecta posición del enjaulado, echando a volar todos los inviernos con la primera ráfaga de viento que viene del oeste!

Imagina…

Imagina que puedo construir la llave de las celdas. Que esperamos años, muchos años, y que después, cuando el mundo se acostumbre definitivamente a esconder a los hombres detrás de los barrotes de una jaula, cuando la tradición y la desidia impongan que todos los perdidos, los forzados, los encerrados, se conviertan en el producto de un sistema social de almacenaje colectivo, una generación de animales domésticos, una raza de muebles y de momias, entonces, solo entonces, los liberamos.

Y que sean como el fuego, el verano invencible de todos los inviernos.

—El mundo sería nuestro, termina, hermano.