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Mientras el Pequeño canturrea sin moverse, como un muñeco de ventrílocuo, el Grande orina sangre y piensa que su tiempo se acaba. Un charco rojo empapa la tierra antes de ser absorbido por ella. Le suena como el último aviso del cuerpo. Quizá lo ha forzado demasiado, o quizá sus riñones se iban a romper de todos modos este mismo día, a esta hora, aunque viviera en su casa y comiera con normalidad. Cubre la sangre con tierra parda y sonríe.

—Hoy me siento de maravilla, dice.

La mirada ausente de su hermano lo obliga a preguntarse si, como él, está sufriendo hemorragias y no dice nada. Viendo su cuerpecito de papel no parece probable que pudiera sobrevivir a una pérdida de sangre, pero en estas semanas ha demostrado, sin embargo, que su ansia por mantenerse con vida es tan grande como para soportar cualquier dolencia, incluso las más graves. Esa cosa pequeña y demacrada ha peleado duro contra el hambre, la sed, las fiebres, el frío y el calor, y, aunque su mente ha enfermado, su espíritu es firme todavía.

Envidia su indolencia y su egoísmo, y todos los matices de gris que parece tener su mundo.

—¿Quieres jugar?

El Pequeño se espabila de pronto.

—Sí. ¿A qué jugamos?

—A las adivinanzas.

—Veo, veo, dice el Grande.

—¿Qué ves?

—Una cosita.

—¿Y qué cosita es?

—Empieza… por la ene.

El Pequeño pone cara de intriga y se acaricia la barba que no tiene, entrecerrando los ojos. Conoce a su hermano y sabe a qué palabra se refiere, puesto que no hay muchas opciones a la vista desde el fondo del pozo. Pero le divierte jugar, y lo mejor del juego es el juego mismo.

—¡Necesidad!

—No.

En su cabeza se amontonan palabras que empiezan por ene, evocadas por su condición de prisionero. Decide estirar la cuerda un poco más, para probar la resistencia de su hermano.

—¡Necrosis!

—No.

—¡Nicho!

—¡No!

Afloja el nudo: su hermano parece desesperarse.

—¡Niño!

—No.

—Es muy difícil. Dame una pista.

—Vale… Puedes verlo, pero no tocarlo.

Es el momento de la felicidad. No puede retrasarlo más.

—¡Nube!

—¡Sí! ¡Muy bien!, explota el Grande, con una sonrisa enorme.

—¡Otra vez!

—Empieza… por la erre.

El Pequeño admira la simplicidad de su hermano. Debe de ser fácil tomar decisiones en un mundo con un contraste radical, donde todo es blanco o negro. Debe de ser fácil hacer lo correcto.

—¡Rabia!

—No.

Enterrado en un pozo, su hermano ve raíces. No puede ver nada más porque mira como los perros. Así de elemental, y así de hermoso. Le bastaría con un trozo de carne y unas caricias en el lomo para sentirse querido. Raíces. Para el Pequeño hay presencias que superan en certeza a lo que puede tocarse.

—¡Realidad!

—¡No!

Restos humanos. Raciones de insectos. Rodillas peladas. Rebeliones. Risas enloquecidas. Rutinas. Rituales. Roña. El juego sería mucho más divertido si su hermano pudiera comprender. Le da una tregua por compasión.

—¡Ramas!

—¡Caliente!

—¿Estoy cerca?

—Mucho. ¡Venga!

Tampoco quiere que su hermano piense que es imbécil.

—¡Raíces!

—¡Eso es!

—¡Bien!, ríe exageradamente el Pequeño. Ahora me toca a mí.

—Vale, pero nada de palabras abstractas. Solamente cosas que se puedan ver.

—De acuerdo.

—Veo, veo.

—¿Qué ves?

—Una cosita.

—¿Y qué cosita es?

—Empieza por la ese. ¡Por la ese!, grita el Pequeño, mirando la tierra parda.