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—Sucio hijo de puta.

El pájaro murió en los pocos segundos que tardaron los hermanos en rodearlo y saltar sobre él. Fue el Pequeño quien, espoleado por el hambre, se movió más rápido y lo atrapó por el cuello, haciendo inútiles los intentos del animal por alzarse de nuevo. Apretó tan fuerte con sus dedos índices y pulgares que, una vez asfixiado, la cabeza quedó prácticamente separada del cuerpo.

—Eres un montón de mierda.

Entonces comenzaron los problemas. La primera reacción del Pequeño fue hundir su boca en la panza del ave, pero su hermano lo evitó con un fuerte empujón, apartándolo de inmediato. El Pequeño cayó de espaldas pasando del júbilo al asombro, y del asombro al enfado.

—Puto miserable de los cojones.

Mientras paraba las embestidas de su hermano, el Grande trató de explicarle que no se comerían el pájaro en ese momento, pues sus estómagos reducidos no podrían soportar la digestión de la carne cruda de un animal, sus jugos biliares y sus vísceras. Tendrían náuseas dolorosas, vomitarían prácticamente desde el primer bocado y, sin duda, lo poco que lograran digerir y mover por sus intestinos sería expulsado en forma de diarreas torrenciales.

—Jodido bastardo.

El Pequeño no opinaba lo mismo. Según él, después de comer insectos y larvas y gusanos durante semanas, su estómago podría soportar perfectamente la carne cruda, los riñones incluso, si es que ese pájaro tenía riñones, aunque en casa nunca hubiera comido riñones porque le daban asco. La única razón, argumentaba, por la que su hermano no quería dejarle morder siquiera un muslito del ave era el riguroso reparto de alimentos fijado aquel lejano día.

—Pedazo de cabrón mezquino.

La manera más adecuada de comerlo, siguió explicando el Grande pese al enojo creciente del Pequeño, era cocinarlo, es decir, asarlo o cocerlo. Pero la falta de instrumentos y la humedad del pozo les impedirían hacer fuego, y sin fuego no era posible cocinar nada. Tampoco podían ahumarlo, ni salarlo, ni macerarlo en vinagre o aceite. No tenían nada que hacer.

—Si te murieses ahora, mearía en tu cadáver.

Pero tenían una opción. Una opción que significaba comer. Y comer mucho más que la suma de todos los días anteriores. El problema, sin embargo, era que debían esperar un día, o dos, o quizá tres, antes de probar bocado. Es decir: seguir pasando hambre, con la agravante de hacerlo frente a un banquete.

—Comemierda, malparido, hijo de perra.

Debían esperar a que el pájaro se descompusiera para que las moscas, los moscardones y los gusanos vinieran a comérselo. El Pequeño protestó enérgicamente, pues consideraba que no era justo que un montón de bichos asquerosos disfrutaran de lo que para él estaba vetado. Su hermano le explicó que si dejaban el animal al aire, sin enterrar, el proceso de putrefacción sería rápido, y que ellos podrían comerse las moscas y los gusanos, cientos de gusanos, y que tendrían comida durante días. Una comida, además, a la que ya estaban acostumbrados, y que sin duda les sentaría bien.

—Eres una basura humana.

El Pequeño no lo aceptó, pero tuvo que resignarse ante la mayor fuerza de su hermano, que protegió el pájaro muerto con todo su cuerpo como si defendiese una fortaleza. Solo cuando aquel dormía profundamente el Grande se permitía ligeros sueños para descansar, pues estaba seguro de que, al menor descuido, su hermano saltaría sobre el pájaro para devorarlo hasta los huesos.

—Ojalá pudiera arrancarte tu cara apestosa.

La primera noche fue difícil, pero todavía lo fue más el día siguiente. No hubo palabras amables, ni saludos de buenos días, ni rutinas, tan solo una desagradable violencia. La tensión y el silencio calentaban un horno de malestar continuo. El Grande en un rincón, el Pequeño en otro, y el pájaro entre ellos. El hedor que desprendía el animal incendiaba todavía más la saña con que se miraban. Parecía que el reloj se hubiera detenido en el tiempo muerto de un combate.

—Escoria follacabras, hijo de una cerda y un mono.

Cuando unas pocas moscas empezaron a zumbar sobre el cadáver, el Grande se las comió todas y miró a su hermano con una sonrisa triunfal. En cuanto llegaron las siguientes, el Pequeño se negó a comerlas, a pesar de que el Grande las cazaba con precisión y lo invitaba a que lo hiciera. El orgullo te matará, le dijo, a lo que el Pequeño respondió con insultos.

—Gilipollas, estúpido, anormal.

No tardaron los gusanos en arrastrarse por debajo de las plumas, como tumores traviesos. Al principio eran pequeños, pero luego brotaron de la carne podrida gruesos cuerpos anillados que entraban y salían por los orificios. Al Grande se le iluminó el rostro de felicidad. Con dos dedos atrapó uno que asomaba por el cuello del ave y se lo llevó a la boca, sintiendo un estallido de líquido y gelatina al masticarlo. No recordaba haber probado algo tan sabroso jamás.

—Me cago en tus muertos.

Comió algunos más mientras el Pequeño lo miraba y lo insultaba con desprecio. Cuando se hartó, tomó el más grande que pudo encontrar y se lo ofreció a su hermano.

—Come. Está muy bueno.

—No quiero comer tus putos gusanos.

—Saben a pollo. Y no están fríos.

—Vete a la mierda. Muérete.

—El que se va a morir eres tú si no comes.

—Así no tendré que ver tu cara de cerdo.

—Come.

El Pequeño tiene tanta hambre que no puede controlar su cuerpo. Se niega, pero extiende la mano y el Grande deposita en ella ese gusano enorme, descomunal, jugoso como una manzana madura.

—Maltratador. Puerco indecente. Te odio.

Finalmente come. Mastica una docena de veces la fibra viscosa del gusano y el zumo amargo de sus secreciones le baila por la lengua. Babea como un perro ávido. No sabe a pollo: es mejor que el pollo. Rompe a llorar como el chiquillo que fue.

—Eres el mejor. Te quiero. Te quiero.

El festín dura toda la noche.