En los días siguientes la afasia remite poco a poco. El Pequeño es capaz de pronunciar sin problemas las palabras más simples, pero todavía se le resisten las complejas, especialmente cuando trata de construir frases o discursos elaborados. Una comunicación imprecisa, que debe recuperar los nudos del entendimiento.
—Hambre.
—Comerás lo estrictamente necesario.
No obstante, el Pequeño tiene razón. La comida escasea, sin duda por el prolongado expolio al que los hermanos han sometido cada centímetro del pozo, recogiendo raíces, insectos, pequeños huevos o gusanos. Además, debido a la decisión que tomó el Grande en el reparto de comida, el Pequeño apenas puede moverse, y permanece casi todo el día recostado en el suelo como un vegetal, cultivando llagas profundas en las nalgas y las piernas. El Grande, aunque flaco y pálido, mantiene sin embargo un cierto vigor, fruto de una dieta más equilibrada y de la repetición obsesiva de ejercicios. Sabe que en estas condiciones de escasez el tiempo de su hermano se agota, así que hunde sus manos en los últimos rincones del pozo, hurgando hasta los hombros en la dura tierra de las profundidades con la esperanza de encontrar algo que pueda comerse. Pasa así horas, y tropieza con una pequeña lombriz a la que, por la fuerza ejercida para abrir la tierra hasta llegar a ella, le falta un trozo importante. Se la entrega a su hermano, que la engulle sin mediar palabra y sin mover otra cosa que la lengua.
El Pequeño saborea la lombriz e imagina que está chupando una píldora mágica. Al momento adquiere poderes sobrehumanos: puede volar como un halcón, tiene la fuerza de cien hombres, es capaz de entender todas las lenguas del mundo. Decide salir del pozo y agita los brazos, se eleva uno, dos, tres palmos, encuentra raíces nuevas, su hermano se hace pequeño. Y cuando por fin asoma la cabeza y alcanza a ver en toda su magnitud el bosque, de repente, una estaca rugosa le atiza con violencia y lo hace caer. Sube de nuevo, dolorido, pero más palos surgen de la nada y le impactan en la nuca, en los brazos, y cae de nuevo. Y ya su orgullo se resiente y sube montado en un tifón de odio, más rápido, y en la cima lo cubren cien, mil palos que percuten como las teclas de un órgano seco, y él vuela a ciegas estampándose en ellos, un mosquito atrapado en el dosel de un ejército, pero no cae, los golpes llegan y él no cae. En última instancia, sin nada que perder, decide comprobar si entre los dones que le otorgó la lombriz se encuentra la inmortalidad, y declara la guerra. Una multitud armada le hace frente. No tienes derecho a pelear, le dicen. Después, el Pequeño ataca.
Por la tarde el Grande se da por vencido y se sienta junto al Pequeño. El hambre persiste. Uno de los hermanos se esfuerza en apartar de su cabeza la idea latente del canibalismo. Los minutos resbalan sobre ellos como si el pozo fuera un patio de estatuas abandonadas en el sótano de la madre tierra.
Un ave gorda aterriza a sus pies, lamentándose.