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El Grande lleva puestos los tapones de arcilla y no puede escuchar los gritos de su hermano, pero percibe un cambio en la dirección de las corrientes de aire. Cuando se gira ve al Pequeño agitando los brazos, mirándole como un loco y abriendo la boca con desesperación. El Grande se quita los tapones y escucha:

—¡Tumurto la garra episocada! ¡Tumurto la freste!

El Grande no entiende. Piensa que es otro de los delirios de su hermano y amaga con volver a ponerse los tapones, pero el Pequeño lo detiene de un tirón y sigue gritando, señalándose la garganta con manos temblorosas.

—¿Rufas codio? ¿Ne rufas? ¡Tumurto la garra murare moriteri! ¡Moriteri!

La impaciencia con que el Pequeño le dirige estas palabras es síntoma de que algo no anda bien. No es un delirio. Parece que se le hubiera averiado el habla, como cuando haces trizas una hoja de papel y al pegar los fragmentos no formas un rectángulo perfecto, sino una página deforme.

—¡Violoco aprocho mis enfutes, rolo vocen masa, aprúseme! ¡Aprúseme la dinga! ¡Derror!

Después de tantos días escuchando monólogos disparatados, el Grande no puede dejar de apreciar la ironía del extraño proceso que está sufriendo el Pequeño, y un atisbo de humor, discretamente silenciado, asoma en su ánimo por primera vez desde hace tiempo.

—Tranquilo. Yo te apruso la dinga, no te preocupes. La dinga está controlada.

E inmediatamente después de pronunciar esta frase estalla en una carcajada, ruidosa como una mina de carbón derrumbándose, y que como un derrumbe no puede parar pese a la agresiva mirada de su hermano.

—Perdona. Lo siento. No te enfades. Es que la dinga…

Y vuelve a reír, ya fuera de sí, descontrolado, retroalimentando la risa en un bucle de dingas. Tanto que cae de rodillas agarrándose la tripa con las manos, doliéndose del estómago, de la mandíbula, de la garganta. El Pequeño también está fuera de sí, pero por otros motivos: ira, perplejidad, miedo; una soledad nueva lo atrapa, y durante unos segundos pensamientos radicales vuelan por su cabeza: acaso no volver a hablar correctamente, ser incapaz de escribir y de dejar constancia, golpear a su hermano hasta matarlo, patear su columna para hacerla crujir y dejarlo inmóvil, no ser capaz de despedirse, o de decir «te quiero», o de insultar. Señalando al Grande, que todavía gatea por el suelo, chilla:

—¡Laprostón! ¡Suco dolerto alaprostado! ¡To saberé! ¡To saberé hundi la crosta fúlmida calante! ¡ARTO CRUSOMERDO!

Como echar leña al fuego. El dedo acusador del Pequeño, su expresión indignada y el insulto evidente que evocan las palabras «arto crusomerdo» son demasiado cómicos para el Grande, que se retuerce buscando, entre sofocos, alguna frase consoladora que calme a su hermano. Este le pega unas patadas suaves, en su intento de agredirlo sin fuerzas, y el Grande pone empeño en tranquilizarlo.

—No me pegues. Perdona. Ya dejo de reírme.

El Pequeño le pega una vez más.

—¡Para! Te he dicho que lo siento. Deja que me levante.

El Pequeño amaga otra patada, pero en su lugar dice:

—¡Fotra!

El Grande reprime un nuevo ataque.

—Sí, fotro. No te preocupes. Sé lo que te pasa.

—¿Carlas lo dentisgo? Némame.

—Estás sufriendo un problema en el habla. No es grave, se te pasará.

—¿Surreas?

—Sí, surreo. Créeme. Tienes que descansar y relajarte. No puedes estar pensando continuamente, como estos días pasados.

—Meno suporro el titano. Ero napotiqui en la nédula. Chusgo la flamación o la calendra.

—Lo sé, lo sé.

El Grande apoya su brazo sobre el hombro del Pequeño, que recibe la muestra de cariño con un estremecimiento y rompe a llorar, desencajado, entregando a su hermano su cuerpo trémulo. Entre lágrimas, el Pequeño dice:

—Sangro amam.

Pasadas unas horas, el Pequeño practica el habla en voz baja, como un esclavo que aprende a escribir a escondidas con cuadernos antiguos. Piensa «hermano» y su boca pronuncia «tario». Piensa «caballo» y dice «elopatro». Exasperado, decide empezar con palabras más sencillas, de una sola sílaba. Piensa: «sol».

—Cron.

—Faai.

—Sato.

—Soon.

—Son.

—Son.

—Sol.

Al decirlo, apenas puede creérselo. Repite, más alto:

—Sol.

—¡Sol!

—¡SOL!

Estalla en júbilo. Se pone en pie gritando «sol» y chapotea en el pozo con los brazos en alto, cerrando los puños y los ojos, «SOL» y «SOL» y «SOL». El Grande, que hasta ese momento dormía plácidamente, es vomitado del sueño por los festejos del gladiador.

—¿Qué dices del sol? ¡Pero si ya es de noche!, dice con los ojos turbios.

El Pequeño se limita a sonreír, satisfecho.