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Algunas noches el Grande no puede dormir, bien por pesadillas que se enredan con recuerdos dolorosos, bien por inquietudes sutiles a las que dan brío los sonidos del bosque o el aire pesado de la oscuridad. Pasadas ya más de cinco semanas en el pozo, el insomnio es solo otra de las rutinas en el pequeño y ridículo perímetro de su vida. Es común a todos los hombres, piensa, perder la capacidad de dormir cuando su mundo está congestionado. Por eso las revoluciones de los pueblos heridos, como las plagas, tienen lugar de noche.

En estos casos, como ahora mismo, yace sobre su espalda contando estrellas. Atento a cualquier vuelo o respiración o quejido, no tiene otras distracciones con que atraer el sueño, ni quiere perturbar el reposo de su hermano, frágil como el esqueleto de una mariposa.

Así, con los oídos tan dilatados que cabría en ellos un océano, puede escuchar, a lo lejos, unas ramas doblándose, seguidas de un paseo de obstáculos entre la hierba y los socavones del bosque, y luego un andar de puntillas, unos pasos flotantes que al llegar a la boca del pozo se detienen y giran como patas de zorra, primero uno y después otro, ligeros y taimados, trazando el contorno de un mirador para una jaula de niños.

El Grande no hace nada. No se mueve, no habla ni respira. Solo escucha, para clavar los ojos en el lugar exacto. Sus pupilas podrían distinguir los párpados de un cuervo circundando la luna, tan enormes. Sabe dónde mirar:

Ahí.

Una cabeza asoma y mira el interior del pozo.

El Grande reconoce los rasgos de esa cara.

Alguien le devuelve la mirada.

Luego, nadie.

El Grande permanece en silencio, aunque su respiración se ha acelerado y el corazón le bombea ácido. Aprieta la mandíbula con fuerza, rechinando los dientes y doblando los nervios de las encías dentro de las muelas, causándose un dolor que le complace porque calma la masa de grito que se le amontona como una comida copiosa sin digerir, atascada en la primera galería del estómago.

Y con la esperanza de que el viento eleve consonantes y vocales a través de la noche y sus palabras calen más allá de donde pueda posarse cualquier grito, susurra:

—Te mataré.