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—Debes saber, hermano, que soy el niño que robó el caballo de Atila para hacer unos zapatos con sus cascos y lograr así que la hierba nunca más creciese por donde yo pisara. Muchos hombres viles me temieron como al azote de un dios, porque sequé su tierra y su semilla en mis largos paseos por el mundo.

—¿Lo hiciste tú solo?

—Con los hunos.

—¿Quiénes son los hunos?

—Los soldados de Atila. Cuando murió, muchos de ellos se arrancaron trozos de carne. A mí también me faltan trozos de carne, pero no se ve, porque me faltan por dentro.

El Grande suspira y vuelve a ponerse los tapones. Su hermano ha entrado en uno de esos trances, últimamente tan habituales, en los que parece desconocer quién es o de dónde viene. La noche anterior habló largo rato acerca de la naturaleza humana, explicando que los hombres eran seres marinos antes de ser animales terrestres; argumentaba así que mirar el mar es importante porque al hacerlo los hombres pueden remontarse al origen de su especie.

Luego decidió describir con precisión el aspecto que tienen en su mente distintos sentimientos, llegando a conclusiones increíbles, como que la estructura del odio es piramidal y giratoria, o que el aburrimiento tiene una inconsistencia viscosa. Antes de dormirse, por último, anunció que a cada número podía corresponderle una palabra, y que un día sería capaz de expresarse solamente con cifras. Para el Grande esos monólogos constituían un suplicio en nada llevadero, pues confirmaban el enorme daño, probablemente irreparable, que las fiebres y la indigencia habían provocado en su hermano pequeño.

—Al principio me dolían los pies. Tuve que vaciar los cascos con una cuchara y luego atarlos de dos en dos con cintas de cuero negro, para que al caminar mis dedos pudieran doblarse. Olían como la cáscara de un huevo de dragón, o como la calavera de un ídolo. Y me dolían mucho los pies, tanto que me hice sangre en los tobillos y las uñas se me salieron del sitio. Pero cuando me acostumbré empecé a caminar con los cascos por todas partes, y recorrí campos enteros que luego se convirtieron en desiertos. La gente se alejaba de mí y yo era feliz. Cuando saltaba muchas veces sobre el mismo lugar, la tierra se volvía negra. Caminé durante años por todo el mundo, y las huellas de mi peregrinaje podían verse desde el cielo como una herida espantosa que no cicatrizaba.

Luego quise averiguar qué pasaría si en lugar de pisar con mis zapatos los caminos y los bosques pisaba a las personas. Escogí un refugio en donde todos dormían y fui saltando de cuerpo en cuerpo como si jugara a una rayuela blanda. Al principio no pasó nada, pero después fueron despertando entre gritos y vómitos y su piel se secó hacia dentro, como las uvas, dejando manchas amarillas en el suelo y cuerpos coloreándose de marrón y de rojo. Parecía un arco iris para pobres, sin luz, nacido de una vela y un charco de orina. Me sentí importante como un pintor. Descubrí que los adultos se secaban antes que los niños, y que estos no chillaban cuando veían acercarse a la muerte, sino que la recibían tranquilos, comprendiéndola. Continué mi camino pisando pueblos y razas, y sé que una lengua dejó de hablarse porque salté emocionado, hasta hacerme daño, sobre el último hombre que la conocía.

Cuando me hice viejo, hace algunos años, me quité los zapatos por primera vez desde que era niño, y vi que mis pies seguían siendo pequeños. Estaban limpios, sin heridas; incluso olían bien. Guardé los zapatos en una caja de oro que guardé en una caja de plata que guardé en una caja de hierro, y las enterré en un pozo, en el bosque que está a medio día de distancia de mi vieja casa, y dejé allí a dos de mis hijos para que nadie, nunca, pudiera llevárselos.