29

Retenidos ya todo un ciclo lunar, el hambre y la desesperanza han fracturado la comunicación, incluso la cordura. Mientras el Grande continúa con su tabla de ejercicios, el Pequeño ha descendido los últimos peldaños de la demencia hasta llegar a un sótano devastado por alucinaciones. Con frecuencia canturrea músicas populares a las que cambia la letra de forma obscena, o pronuncia discursos absurdos que su hermano deja de escuchar, por aburrimiento o por lástima.

—Creo que nadie oye nuestros gritos porque nos confunden con animales. Tú y yo no nos hemos dado cuenta, pero hace días que hablamos como los cerdos. Mañana gritaremos en latín. Para que nos entiendan.

En ocasiones permanece en silencio durante horas, hasta que una idea o un razonamiento espabila su cuerpo y lo empuja a gritar palabras sueltas, sonidos remotamente humanos, poemas sin sentido.

—Hoy puede ser la víspera de mí mismo.

Escuálido y estático, subalimentado de manera indigna, no puede recolectar comida como antes, y ahora esa labor la desempeña su hermano con la determinación de un padre. Los gobierna una sensación de bestialidad. Es tan fuerte el hambre que el estómago del Pequeño ruge con un sonido atronador, y el Grande tapona sus oídos con dos bolas de arcilla, moldeadas a partir de tierra y hierbas húmedas, para no escucharlo. Solamente se quita esos tapones unas horas al día, con la esperanza de oír algún ruido en el bosque que pueda significar ayuda. Pero todas las noches, desquiciado por el escándalo intestinal de su hermano, vuelve a ponérselos con una notable tristeza. Sabe que con ellos acalla no solo las voces del Pequeño, sino también esa costra de culpa que le pertenece y lo corroe.

El Pequeño hace preguntas innecesarias:

—¿Por qué estamos aquí?

—¿Esto es el mundo real?

—¿Somos de verdad niños?

El Grande no responde jamás.