—Hoy te voy a enseñar a matar.
Para la gente como tú y como yo, lo primero es la rabia. Sin la rabia no encontraríamos el valor necesario para quitar una vida. Hay personas distintas, que obedecen a otros impulsos, que han crecido entre violencias inimaginables y te miran desde cavernas que tú desconoces. Para ellos, vivir es el pozo. No puedes matarlos, y si los enfrentas acabarán contigo. Nosotros no somos así, necesitamos la rabia. Una rabia inquieta que te impida parar y te mueva los músculos como si toda tu piel aletease, que sea negra en tu interior y hacia fuera te vaya enrojeciendo, hasta que parezcas un hombre quemado que no encuentra su lugar en el mundo. Debes cargarte de razones para el odio, despreciar cuanto veas a tu alrededor y más aún, convencerte de que esa rabia es necesaria. Cuando estés lleno, no dejes que su murmullo se te quede dentro: suéltalo, déjalo ir, sacúdelo desde los dedos, grita, corre, quiebra las ramas de los árboles, cava hoyos hasta que sangres por las uñas, golpea puertas y paredes y cualquier cosa construida por la mano de un hombre. Y antes de caer rendido, detente. Respira. Calla. Guarda en ti, durante unos segundos, esa última gota de furia, déjala brillar en la comisura de tus labios como un beso a punto de caer, exhala, siente tus costillas ancharse y desancharse, recupera la calma. Observa la destrucción, tus nudillos pelados, los agujeros que has abierto con ellos. Siente el silencio, cómo la materia asustada ha dejado de moverse y las cosas ya no suenan, la madera no cruje, el viento no sopla. Es el mismo silencio que un día ocupará la tierra, cuando los hombres decidan terminar con todo y asistamos al final de los tiempos. Y será el silencio que vivirá contigo, también, a todas horas, mientras por dentro la rabia se transforma en su contrario.
Lo segundo es la calma. Debes pasar tres días, ni uno más, ni uno menos, protegiendo el secreto que se está manifestando en tu interior. Debes moverte como un pájaro, sin pisar el suelo, y hablar en voz baja, como si no quisieras despertar a las briznas de hierba. Trata de no relacionarte con nadie y de acostarte pronto. Y siempre, no lo olvides, recuerda esa pequeña gota escarlata que guardaste, piensa en ella dándole formas horribles en tu cuerpo, hasta que se haga más redonda y más grande. Habla con ella como si fuera una enfermedad que te posee, insúltala, imagina las mayores crueldades y sométela a tu antojo, para que sangre como una herida y supure monstruos gigantes. Vive como si su presencia te pesara en la espalda, sé incapaz de amar o de admirar la belleza, nota cómo la fealdad se retuerce en tu estómago y un enorme vacío se contagia a todo lo que tocas. Y en la tercera noche de calma insoportable, finalmente, cuando te eches a dormir, respírate profundamente podrido y deja que te empape. Que la enfermedad te envenene como las patas de una araña. Que la gota se extienda por tus venas regándote con piedras afiladas. Que te abra la médula con un tajo de maldad. Y luego, duerme. Y luego, sueña.
Lo último es la voluntad. La mañana del crimen no podrás comer porque sueños terribles te habrán afligido. Lo harás todo bajo el hechizo de una violencia que te deslumbrará por su poder, pero una ampolla de inseguridad caminará en círculos a tu alrededor, como si tuvieras miedo de romper una copa de cristal al beber agua. No te preocupes. Camina tranquilo, siente que tus pies abren zanjas oscuras en los recodos del alma, avanza como si la tierra girara mirándote directamente a los ojos. Y cuando estés al fin frente a tu enemigo, hambriento y atemorizado, honra tu determinación con el asesinato. Sé rápido y feroz. No causes dolor sino con tu mirada. Dale una muerte justa, valiosa.
Matar, el acto de matar, la fuerza de las manos sobre el cuello o el lugar exacto donde hundir la cuchilla, eso no se enseña, porque ya se sabe. Armas blancas, armas de fuego, palos o piedras, tanto da. Pero recuerda que los hombres debemos contemplar cómo se apaga el brillo de unos ojos, vivir de cerca el crimen. Matamos en segundos porque no sabemos matar de otra manera. Somos directos, impacientes. No vaciles: será tu espíritu quien decida el movimiento preciso, y una vez cerrado el círculo serás tan grande como todos los hombres grandes que antes de ti poblaron la tierra.
Esto es lo que debes saber.
El Pequeño, que durante las primeras frases del monólogo no se ha movido, ha dibujado luego todos los conceptos, registrando en las paredes y el suelo del pozo símbolos que solamente él puede entender, usando los dedos y los codos como espátulas capaces de traducir las nuevas enseñanzas. Gime con una alegría desbocada, estrenando secciones de cerebro con cada repaso de esos mapas terribles. La arquitectura de un placer desconocido lo emborracha hasta la arcada, lo transporta a un archipiélago de islas venenosas que rugen como bestias marinas. Asolado por terremotos, lee su ciudad de infamias una y otra vez para memorizarla como un credo al que entregarse con devoción, corrigiendo los errores de cálculo con fórmulas precisas y palideciendo, no sin espanto, ante los incendios que están propagándose por su niñez como una epidemia. El Grande lo observa satisfecho.
Al anochecer, fatigado, cuando la brisa y el agua empiezan a borrar suavemente los surcos que tanto esfuerzo le ha costado labrar, el Pequeño decide, con la seguridad de quien todo recuerda, que el resto de su vida llevará consigo materiales de escritura, papeles y lápices, tinta, plumas, viejos libros, con los que pueda constatar para siempre los milagros de su iluminación. Y traducir, como un sonámbulo, lo impronunciable.