19

El Pequeño ha recuperado el brillo en los ojos y la fuerza para recoger alimentos, pero las fiebres han dejado en él sus desperdicios. Lo hace todo con desgana, como si ya no quisiera comer, ni hablar, ni respirar. También su voz ha cambiado: se ha hecho más oscura y más grave.

—¿Dónde estamos?

Mira como un adulto que se ha comido a un niño y le ha contagiado la demencia de cien siglos. De cerca, se hace evidente que sus ojos vivos soportan la presión de un muro que contiene una espiral de pensamientos locos con manos de escalera, con cabeza de bosque, y que con ellos atraviesa el cuerpo enorme de su hermano, sensible a los pequeños cambios.

—Bebe más agua. Debes de estar deshidratado, dice.

—El agua de verdad está fuera. Esta es una mentira.

El Grande ha recuperado su rutina completa de ejercicios. Lleva más de dos semanas repitiéndola y la pobre dieta que sigue ha desarrollado sus músculos de forma extraña, irregular, a medio camino entre un hombre desnutrido y un perro de presa. Sabe que está forzando su cuerpo, que si tuviera que correr su corazón apenas resistiría un par de kilómetros antes del colapso. El entrenamiento está recreando una memoria muscular muy breve, una especie de amnesia corporal que tensa los límites entre la supervivencia y el progreso.

—Estoy cansado del pozo. Voy a marcharme, dice el Pequeño.

—Muy bien.

—¿Crees que no soy capaz?

—Sí. Creo que no eres capaz.

—Entonces dejaré que te pudras aquí, termina el Pequeño, y su hermano lo mira y no lo reconoce.

Pasan las horas y ninguno pronuncia palabra, sobrepasado el Grande por esas nuevas latitudes en boca de su hermano, consumido este por sus propias reflexiones, cada vez más miserables.

—Hoy apenas has comido, dice el Grande. Si no comes, te morirás.

—No tengo hambre.

—Debes comer aunque no tengas hambre.

—Comeré cuando tenga hambre. Beberé cuando tenga sed. Cagaré cuando tenga ganas de cagar. Como los perros.

—No somos perros.

—Aquí dentro lo somos. Peor que perros.

El último brochazo de sol se aleja del pozo y decolora la vida, realzando el cansancio de la convivencia. Como cuando en mitad del sueño se destapa la farsa y el despertar es una mala comedia.

—Todavía tienes la cabeza lastimada por la fiebre. Come algo y duerme. Mañana estarás mejor, dice el Grande, recostándose.

El Pequeño no se mueve.

—Creo que tengo la rabia, dice.

—No. Aún no tienes la rabia.

El Pequeño lo mira sin amor, y pregunta:

—¿Y qué es esta ira que siento por dentro?

—Te estás haciendo un hombre, dice el Grande.